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La mudanza del fantasma

El hombre salió de casa y no volvió, pero siempre estuvo presente en un retrato. Se fue porque necesitaba hacer unas gestiones en la oficina de correos, quería dejarlo resuelto antes de ponerse a teletrabajar. Su mujer se quedó colocando al bebé en el Toyota para llevarlo al pediatra. Cuando volvió del médico, el marido aún no había regresado, y no contestaba a las llamadas de teléfono. Antes de que anocheciese denunció su desaparición. De la casa también faltaban sus objetos personales: la ropa, el calzado, la maquinilla de afeitar, el cepillo de dientes, el portátil, la bicicleta… Para la policía aquello no era más que una mudanza voluntaria. O eso, o nunca existió un marido que viviera allí. Los vecinos testificaron: parecían muy enamorados, nunca se les veía discutir, él siempre tan atento. En la empresa lo tenían por un trabajador responsable. Señora, dijo el jefe de policía, continuaremos buscando, pero tendría que ir usted haciéndose a la idea, a veces pasan estas cosas. En pocos meses dieron carpetazo al asunto y el caso quedó sin resolver.

La mujer nunca pensó que él la hubiera abandonado. Incapaz de explicarse lo sucedido, puso su energía en hacer que su hija lo sintiera presente, que él la acompañara en su crecimiento. Redecoró el salón para dar protagonismo a una pared donde había colgado una imagen del padre. Niña, ponte junto a papá con el vestido nuevo que os voy a sacar una foto; enséñale esos pasos que hoy has aprendido en danza; vete, que te pregunte la lección, y si al recitarla tienes dudas, dale otro repaso. La madre estaba convencida de que esta forma de relacionarse encajaba como una tipología más de familia. La niña hacía preguntas:

—¿Por qué nunca cierra los ojos?

—Él siempre está velando por ti.

—¿Por qué no va a buscarme al colegio?

Tiene qué proteger la casa.

—¿Por qué no me abraza?

Lo hace, pero eres muy chiquita y no lo sientes.

A la edad del uso de razón, la niña llegó de la escuela contando que algunas compañeras se estaban preparando para comulgar. Aquello le dio a la mujer una idea. A los pies del retrato había una consola que convirtió en altar. Un paño grande cubr ía todo el mueble, encima un cáliz, un racimo de uvas y un panecillo redondo. La niña a la derecha del padre y la madre frente a ellos con la cámara, enfocándoles como tantas veces. La luz del flash fueron las palabras de consagrar, y el disparo hizo que padre e hija entraran en comunión. Ella sintió que una mano se posaba sobre su hombro y la atrapaba. Mamá, ¿ves cómo me agarra?, le dijo mirando la foto. Pero la madre no veía nada. ¿Y esa llave de qué es? ¿De qué llave hablas? Aquí, en la foto, la llave que está colgada en la pared. En la pared no hay nada. Atenazada por la mano del padre, buscó la llave en el salón. Descolgó irreverente su retrato por si se hubiera ocultado detrás, volcó el cáliz, levantó el manto que cubría la consola. No le quedaba sitio donde mirar. Fue entonces cuando se le reveló su vida hecha de las fantasías de su madre y de la falsa protección de esa mano que la oprimía. Y siguió buscando, tenía que encontrar la llave libertadora.

En el número anterior, 133, no se especificó debidamente que la foto cuya miniatura se publica a la izquierda es propiedad de Gustavo tarGa, a quien presentamos nuestras excusas.

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