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Laudelino Vázquez El retraso habitual

Otra vez tarde. Como siempre. Un día Paco Trinidad va a dejar de lado su proverbial tranquilidad, su bonhomía y me va a mandar a freír espárragos. La última vez fue cuando presentó el libro sobre Onofre García Argüelles , la mujer de Leopoldo Alas «Clarín» en la Casa de la Cultura de San Martín, un edificio vistoso en un pueblo pequeño, en el que es imposible perderse. Pero yo me perdí, también como siempre. Y claro, llegué tarde. Ya. No es necesario que nadie me repita que, si salgo quince minutos antes, puedo perderme tranquilamente y llegar a mi hora. Me lo han dicho tantas veces… El caso es que llegué con el acto comenzado, al abrir la puerta tuve la desgracia de que chirriara y todas las miradas se volvieran hacía mí.

Saludé con un gesto encogido de la mano, intentando una media sonrisa justificativa de escaso éxito, a lo que Paco respondió apenas con un movimiento de cabeza que traduje en su versión amable por un «otra vez tú» . Así que hoy quería llegar a la hora, incluso unos minutos antes, departir un poco con la gente antes de la presentación y gastar alguna broma entre los asistentes.

Pero una vez más, llegaba tarde o muy tarde por el aspecto de la sala. Y ya podía intentar explicarles que no sé qué había pasado. Que seguramente fue la noche sin dormir, aunque si me paraba a pensarlo, no podía decir que había sido una de tantas de rodar por la cama como un metrónomo, sin conseguir hilar una hora seguida de sueño. Más bien, parecía un corte brusco. Un golpe repentino. Como el dolor de cabeza no me dejaba ni pensar, lo achaqué a un virus, que es el recurso último del que no sabe a qué atribuirlo.

Resaca no. Aunque el dolor semejara el de las mejores resacas de mi vida, y la luz me molestara hasta el punto de casi impedirme ver la sala, podía recordar que no había bebido absolutamente nada de alcohol desde hacía al menos un mes. Y aquel día fue un corto de cerveza por acompañar a los muchachos mientras veíamos el derby en el bar. No estaba de resaca, ni había pasado la noche sin dormir… lo peor es que tampoco recordaba con claridad por qué estaba aquí y por qué sabía que Paco Trinidad me esperaba. Solo lo sabía, habíamos quedado en algo muy concreto.

Antes de que nadie se acercara a preguntarme por el mal aspecto del que empezaba a tomar conciencia, me dejé caer en una de las sillas del salón. Parecían cómodas y n o había casi nadie por allí; además las dos o tres personas que rondaban por los alrededores, parecían empleados colocando cosas. Me bastaron unos segundos de reposo para darme cuenta de que no estaba equivocado: uno de ellos traía sillas desde la calle y los otros dos las colocaban, apartaban unos centímetros, se aseguraban de que estaba en su sitio y volvían a por más.

Por deformación profesional, siempre cuento las personas que asisten a los eventos, y me pareció que estaban colocando demasiadas sillas para el promedio de los actos en que nos movemos.

—Oiga , perdone, ¿para qué traen tantas sillas si en las presentaciones de libros si hay cincuenta personas organizamos una fiesta?

A pesar de seguir sentado, el cansancio parecía alcanzarme hasta el último músculo, hasta el punto de que apenas pude oírme como un susurro. Por supuesto, si yo no me oía, el operario al que iba dirigida la pregunta, menos, así que pasó muy cerca de mí, sin siquiera mirarme.

—Perdone —insistí, pero antes de poder detenerle con el brazo, el hombre había salido y se dirigía al que esperaba en la calle, gritándole que ya habían terminado.

—Terminado, ¿qué? —me pregunté intentando explicarme qué ocurría.

Cualquier movimiento me costaba un esfuerzo titánico, y la sensación era que a medida que pasaba el tiempo, el esfuerzo iba in crescendo, por lo que temí desmayarme.

No sé si llegué a desmayarme del todo, pero durante unos instantes, tuve la sensación de haberme dormido, porque una especie de sueño rápido, en el que un tipo de barba blanca me sonreía, sosteniéndose en un cayado y me señalaba el suelo ajedrezado de un salón.

Antes de poder explicarme qué era, volví a abrir los ojos:

Esta vez el dolor de cabeza parecía haber disminuido, pero en cambio, la luz cada vez resultaba más intensa y más molesta, así que volví a cerrar los ojos. Los abrí de golpe, cuando tuve la sensación de haber visto algo clarificador. Al fin, podría enterarme de por qué estaba aquí.

—No puede ser —me dije—. No puede ser.

Frente a mí, en una especie de tarima, había un gran retrato, de esos que se colocan en los grandes eventos, pero también en los entierros de modelo estadounidense en las películas. Y fijándome un poco más, podía ver una mesa al final de la cual del otro lado, la luz me impedía distinguir qué había.

Volví a cerrar los ojos, intentando no pensar en lo que había visto.

—A ver si por una vez, en lugar de llegar tarde, he llegado demasiado pronto —me dije, intentando pensar en cualquier cosa que no fuera el retrato a la izquierda de la mesa.

Pero la atracción era imposible de resistir. Fijándome con un inmenso esfuerzo, pude leer el nombre de Paco Trinidad debajo en la parte inferior del cuadro. Y juraría que debajo había una fecha y un crespón negro.

—No te engañes —pensé—, ya sabes por qué estás aquí.

Poco a poco el recuerdo se fue abriendo paso. Al principio solo distinguía brochazos de realidad. Una conversación entrecortada y medio en broma: «al que caiga primero, el otro le organiza el funeral». Después de veinte repeticiones y un montón de detalles morbosos, Paco y yo quedamos de acuerdo formalmente y con nuestras mujeres como testigos de que el que sobreviviera al otro le hacía un funeral de lo más sentido.

Por eso estaba aquí: había llegado la hora de cumplir mi palabra, y seguramente, el malestar vendría del disgusto de la pérdida de un amigo tan querido.

Quise recordar cómo había ocurrido, pero no era capaz de hilvanar tres ideas seguidas, y el cansancio se estaba convirtiendo en agotamiento absoluto.

De repente, la puerta de la calle se abrió, lo que me obligó a entrecerrar aún más los ojos, porque la claridad se hacía insoportable. Tanto que no podía distinguir las personas que poco a poco iban ocupando las sillas del salón, aunque alguna silueta me resultaba familiar.

—Hola

A mi lado se había sentado una mujer, cuya voz me resultaba familiar, pero era incapaz de identificarla.

—Lo siento —musité— no sé cómo voy a cumplir con mi parte del trato con Paco. Apenas me sostengo de pie. No tengo ni idea de qué me pasa.

—No te preocupes, que vas a cumplir. Para una vez que no llegas tarde, como mucho vas a decepcionarlos porque llegas a la hora.

Intenté sonreír sin conseguirlo. Ella me cogió de la mano y me señaló una figura oscura, frente a la mesa.

—Ha quedado bonito —dijo—. Este Paco siempre lo hace todo con tanto cuidado.

—Oigo mucho murmullo, pero no sé qué me pasa en la vista que no soy capaz a ver nada.

—Te molesta la luz, ¿verdad?

—Sí mucho, ¿a ti también?

—No a mí ya no me molesta nada…

—Espera, esa voz… tú eres, tú eres…

Tenía el nombre en la punta de la lengua, pero ella me interrumpió.

—Una gran amiga de Paco. Quizás la mejor —me contestó

—No puede ser. La mejor amiga de Paco Trinidad era Alicia Ramírez y ella ya no está entre nosotros. No sé si la conociste, pero el año pasado…

—Mira, ahí está…

—Ahí está quién —pregunté un poco descolocado.

Por fin pareció que el cansancio y la luz disminuían y podía distinguir lo que tenía alrededor: gente conocida, todos. Guardaban silencio y clavaban la vista en la imagen que ahora distinguía como un ataúd.

—Pobre Paco —susurré levantándome hacia la mesa para dirigirles un panegírico adecuado a la figura de mi amigo.

Ya podía ver sentadas a tres personas tras la mesa, el cuadro cada vez más claro con la cara de Paco Trinidad con su sempiterna sonrisa, y la fecha de su nacimiento y su muerte.

—Espera, espera. Paco no nació en 1957.

—No –respondió a mi espalda Alicia Ramírez.

—En la fotografía pone 1957–2023

—¿Lo has leído todo?

Como un niño con sus primeras letras, me acerqué al texto en el que ahora se hacía más largo y claro: Pa–co Tri–ni–dad, despedirá a su amigo Laudelino Vázquez (1957–2023).

—Por una vez, Laude, no llegaste tarde.

Fue la primera frase con la que inició el elogio fúnebre. La única que pude entender, porque al dar el paso hacia adelante, pude ver el cadáver dentro del ataúd. Mis rasgos eran inconfundibles.

—Por eso podía oírte —le dije a Alicia Ramírez, volviéndome hacía ella— porque yo también estoy muerto.

No dije más. Un profundo silencio me envolvió.

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