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Laudelino Vázquez. Inma, que fuma un cigarrillo

Laudelino Vázquez

Inma, que fuma un cigarrillo

Un cigarrillo. El tiempo de fumar un cigarillo. Ni más ni menos. Todo lo que pido es poder encenderlo y dejar que se consuma entre los labios lentamente. Y sin embargo, es posible que el muchacho de la mochila violeta ya se haya bajado del vaporetto de la dos. Y si lo hizo, no tardará nada en verme: tampoco he elegido cuidadosamente el escondite. Simplemente, tenía que sentarme, dejar caer las bolsas, y esperar, porque ya no puedo más.

Y eso lo saben. Supieron desde el primer momento que llegaría un punto en que me derrumbaría, cuando entendiera que están por todas partes y que es inútil seguir; lo comentarían como si contaran chistes, aunque Luca di Monteaquila no es precisamente un hombre con sentido del humor. Seguro que en los momentos de confusión, hasta que alguien deslizó mi nombre, más de uno rezó para que no se le saltaran las clavijas y tuviera alguna idea peligrosa. Después de todo, don Luca sólo quería que sobre el cuello de su esposa luciera una joya digna de una reina. Mejor aún: la joya de una reina.

El collar, coronado por un delicadísimo corazón de alejandrita, verde a la luz del día, y rojo intenso cuando lo ilumina la luz artificial, fue encargado por el Zar Nicolás I después que en 1837 se quemara su Palacio de Invierno: «que se queme todo, para mí, simplemente, guardad las cartas que mi esposa me escribió cuando era mi prometida». Y acabó en el cuello de su amada consorte Alejandra Feodorovna, que lo bautizó «El corazón de Nicolás» como consuelo por lo perdido, que no fue tanto porque tampoco ella lo necesitaba: «sólo somos verdaderamente felices cuando nos encontramos a solas en nuestras habitaciones, yo sentada en sus rodillas mientras él es amante y tierno». ¿Por qué esta historia de amor me llegó tan adentro? La pregunta acompaña al paquete de cerillas, que por fin aparece en algún bolsillo del chaquetón, en su camino hacia el cigarrillo. El último. Si es que llego a encenderlo. Y sigue ahí —la pregunta—, mientras la llama por fin crepita al contacto con el tabaco, y aspiro la primera bocanada.

Con qué poco nos conformamos cuando no hay más remedio. Ya no sueño con ser princesa y ocupar el Palacio de Oreanda en Crimea, el que Nicolás le construyó a Alejandra después de quemarse el otro, pero ella nunca llegó a ocupar, por la guerra, primero, y después por su salud quebradiza. Ni seré la reina del lugar, ni soñaré con Alejandra (Mouffy, la llamaba él), la alemana, la que murió diciendo «voy contigo Niky» ¡Qué par de tortolitos, tiernos y simples! A lo mejor ahí está la respuesta a la pregunta anterior. Ahí y en el hecho de que Alejandra Feodorovna había nacido en Alemania, un lugar, mágico y aterrador, al que papá me llevaba a menudo. —Mira, Inma, ¿ves ese cartel, ahí donde pone Zwillbrock? —Sí, papá. —Pues eso es Alemania.

Por razones que nunca llegué a entender —aunque tratándose de papá, es inútil intentar entender nada—, nunca cruzamos la frontera, porque, según él, los extranjeros son seres extraños y peligrosos. Aunque vivan a siete quilómetros y medio de Eibergen «todos los que viven más allá de Groenlo, son extranjeros. Nos basta y sobra con Eibergen». A él le bastó, y yo no salí hasta los quince años; entonces, en un paseo en bicicleta, los muchachos del grupo se rieron de mí porque tenía miedo a cruzar la frontera al otro lado. Reírse, sólo se rió Siem, pero entonces, Siem I, conquistador de todos los corazones adolescentes de Eibergen, ocupaba en mi mundo el lugar del Zar Nicolás. Así que entré

en Alemania. No encontré nada distinto a Holanda y así se lo dije a papá. —Nunca me entenderás, hija –fue su lacónica respuesta. —Café espresso.

En la segunda calada, el camarero interrumpe el hilo del pensamiento. Mientras le pido el café como una autómata (¿Será posible que tenga tiempo también para un café?), por instinto, observo que la jarra de cristal y los vasos imitan piezas del siglo XVII elaboradas en «cristallo», el famoso cristal veneciano, cuando las formas se hicieron más ligeras y delicadas e incorporaron la filigrana de vidrio blanco opaco dentro de un cristal transparente. —Bonita imitación –añado intentando explicarme ante el camarero que me mira con la indiferencia del profesional–. Es que soy especialista en imitaciones.

Sonríe y entra a buscar el café. Después de tantos años, sirviendo cafés a extranjeros en la Plaza de San Marcos, supongo que nada puede extrañarle. Ni siquiera esta ropa inadecuada para el principio del verano. Pero no voy a explicarle que tengo frío, que se me ha metido hasta los huesos –a veces pienso que me sale “desde” los huesos– y que no me preocupé demasiado al abandonar la habitación del hotel. Me puse lo primero que tenía a mano, el chaquetón cheviot, que me da un cierto aspecto de campesina holandesa, y que en cuanto caliente un poco el sol me empapará en sudor. Si es que llego a la hora del calor, si es que puedo fumarme el cigarrillo, y reunir fuerzas para intentar escapar otra vez. La campesina que nunca dejé de ser, huyendo campo a través. Pero esto es Venecia. Y mis campos están muy lejos, también en el tiempo. Apenas podría distinguir, como entonces, los matices del verde entrando por las ventanas indefensas. Sin persianas ni cortinas porque «a todas horas es la hora del Señor, y todo lo que hagamos debe aprobarlo. Si él nos ve, y seguimos su ley, todos deben vernos», repetía papá. Y como papá debían pensar el resto de los vecinos, porque nadie en Eibergen oculta lo que hace en su casa.

Por no ocultar, no ocultaban ni las malas copias. La obsesiva repetición de «La danza» de Matisse, que papá pintaba una y otra vez, con la sonrisa anuente de mamá (mamá siempre sonreía, siempre decía que todo estaba bien, siempre entendía lo que papá quería decir). Y que yo empecé a pintar también el día que descubrí el original. No porque me atrajera especialmente –era demasiado niña para entender la excepcionalidad del movimiento infinito–, sino porque las imitaciones de papá eran horribles. Los bailarines parecían un grumo y en lugar de moverse, de ondularse de una manera mágica, se aplastaban los unos a los otros, emborronados en colores imposibles.

De ahí, y de las largas, larguísimas noches de invierno, me vino la afición a las copias. Del abuelo Jan Arie aprendí a no tener las manos desocupadas, a moldear las cosas, y con él descubrí lo sencillo que me resultaba imitar las formas, los colores, los paisajes, lo fácil que era convertir la materia en similar.

El abuelo, vuelve con la cuarta calada, queda, lenta y corta, como si alargar el cigarrillo me garantizara unos minutos más. Él me apoyó cuando le dije que no soportaba más Eibergen, al pesado de Siem, a mis padres, y a la profesora Ter Mate y su insoportable empecinamiento en suspenderme dibujo por no se sabe qué. A mí, que me licencié con matrícula en la Royal School of Art de Londres. A Inma de Jonk, reconocida experta europea en arte, capaz de restaurar y reproducir cualquier obra por deteriorada que parezca.

Quizá tenga que agradecérselo a papá después de todo. Repetir «La danza» hasta que no se distinguía de la original exigió años de perfeccionamiento. Y además, me proporcionó el pequeño placer de vengarme de tantas sandeces oídas. —Matisse, el autor de ese cuadro, se llama Matisse. Y era francés, papá. Es un cuadro de fama universal y no la obra de un pintor desconocido de Groenlo al que el mundo trata injustamente por ser un buen holandés. Un extranjero, llevas copiando el cuadro de un extranjero los últimos quince años. No sé si me creyó: salía hacia Londres y quedó boquiabierto. Indeciso, entre creerme y pensar que le engañaba por gastarle una broma. Aunque poco importaba ya, el deterioro de nuestra relación había llegado a tal punto que sólo pensábamos –los dos– en no volver a vernos.

Hemos cumplido, pero no por eso puedo seguir perdiendo tiempo pensando en papá. Noto el calor en los pies –por suerte el único calzado a mano eran las sandalias– y la bufanda rosa comienza a molestar, pero no puedo permitirme perder unos segundos en quitarme ropa, ni siquiera el sombrero que me puse para que me tapara un poco la cara, en uno de esos arrebatos absurdos a los que empuja el miedo: en la habitación del hotel, parecía un verdadero disfraz. Ahora sé que es una tontería, que en cuanto el chico de la mochila se baje del vaporetto –si es que no se ha bajado ya y espera el mejor momento para actuar–, me reconocerá entre los cientos de turistas que abarrotan los cafés de San Marcos.

Por eso miro el cigarrillo que ya ha llegado a la mitad y aprovecho para mecerme en los recuerdos dulces de los últimos años. Las llamadas constantes, el trabajo esperando porque no hay expertos en restauración, no al menos como yo. Las copias oficiales de Inma de Jonk, tan cotizadas. Y las otras. El desplazamiento casi imperceptible hacia el otro lado. La reconstrucción del

cuadro perdido, de la joya olvidada. Todo fue natural: ellos tenían los medios, yo el conocimiento. Nunca supe dónde ni por qué, solo hacía mi trabajo, me pagaban –muy bien por cierto– y a otra cosa.

Así fue como conocí a Luca di Monmteaquila, un hombre de negocios con la infraestructura necesaria para que “apareciesen” cuadros de pintores secundarios flamencos, de algún olvidado de los italianos del XVII, de algún discípulo especialmente querido de Leonardo. La «reconstrucción» de un cuadro «perdido» de Giulio Romano, un discípulo de Rafael, cuyas obras tenían muchas veces carácter temporal, por lo que «encontrar» una de ellas supone una cantidad ingente de dinero. Y más aún, si se trata de una pequeña copia de «La caída de los gigantes» que el artista pintó para el Palacio Te en Mantua, y que un burgués de la ciudad le encargó para colgar en su propio palacio y sorprender a algún ilustre visitante.

Nada es complicado, si no se quiere complicar. Y nada lo hubiera sido, si me hubiera limitado a acabar la obra en la residencia napolitana de don Luca. Hasta el día en que la vi. Casi sin querer, porque la Signora Andrea, tenía tal pasión por la joya que no podía menos que enseñarla a cuantos personajes importantes –que no eran pocos–, pisaban el palacete. El corazón refulgía en verde en pleno mediodía, y aunque la Signora hablaba bajo, como para no molestar, o que no la oyeran, no pude evitar oírla. —Es una esmeralda durante el día y un rubí por la noche. Luca siempre me busca cosas únicas. La dueña fue una reina rusa....

Su voz se perdió mientras salía para despedir a la visitante.

Todo lo demás fue sencillo. Llamar al viejo Carlo, y darle algunos detalles iniciales. Es bueno, muy bueno. Y caro, muy, muy caro: Para fabricar un cristal sintético, emplea como material base una sal absolutamente pura, el alumbre amoniacal. la calcina a 1.200 grados. A continuación extrae la alúmina del horno y la criba en un matiz vibratorio para obtener finísimas partículas de un diámetro inferior a una micra. Después una llama calienta el material hasta los 2.050 grados centígrados.... qué más da cómo lo haga, pienso mientras dejo de chupar el cigarrillo para no gastarlo. El caso es que «El corazón de Nicolás» acabó en mi poder un día antes de irme. Y que no pudo llamar la atención, porque la copia era mi obra maestra. La más perfecta imitación. Y sin embargo, no había pasado una semana, cuando noté que algo extraño ocurría en mi estudio de Roma. Y supe que me habían descubierto.

Los primeros días creí que podría conseguir huir si fingía no saberlo, buscando alternativas distintas. Pero siempre estaban allí. Sin ser vistos. Una sombra apenas, un movimiento. Y el muchacho de la mochila violeta.

Cuando se dejó ver, entendí que ya no había escapatoria, que la última carrera, de hotel en pensión y de ciudad en ciudad, no era más que el deseo de tener conmigo un poco más «El corazón», mi corazón.

Esta mañana lo he guardado en una bolsa de plástico y he decidido traerlo conmigo aquí. A la Plaza de San Marcos. Es posible que entre tanta gente...pero sé que no es más que otra falsa ilusión. Vendrán a por su joya. Aunque no les importara, su honor les obligaría a recuperarla. Pero les importa. Y mucho. La Signora Andrea es el más grande trofeo de Luca, un hombre hecho a sí mismo que jamás soñó poseer una mujer como ella. Todo capricho es poco para ella, y «El corazón» era su máximo capricho.

El camarero ha dejado el café sobre la mesa y al cigarrillo todavía le quedan un par de caladas. Así que alzo la vista buscando al muchacho de la mochila.

No lo veo, pero en cambio, una foto colgada en la pared de enfrente llama poderosamente mi atención. Sobre un fondo dorado, bañados por el sol de la tarde, un grupo de varas de hierba, que semejan por la forma monjes en procesión, dejan tras de sí un rastro de sombras. Un intenso y extraño rastro de sombras.

También el artista se llama Rafael, aunque no llego a distinguir el apellido; le habrán preguntado miles de veces, como me pregunto yo ahora por qué. Qué quiso reflejar en esa fotografía en la que yo intuyo las sombras, o mejor dicho, la Sombra. La que avanza en forma de muchacho con mochila, se sienta a mi lado sin hacer ruido y pregunta amablemente. —¿Dónde está?

Sigo mirando la fotografía, en la que las figuras parecen sostenerse en pie por un milagro, a las que podría oír jadear, fatigadas, intentando llegar al final del camino. Si es que hay algo al final. —¿Qué hay al final del camino? –pregunto. —Horror. O por lo menos, eso dijo Roberto cuando le pregunté.

La respuesta me obliga a mirarle. Treinta y ocho, quizá cuarenta años. Han enviado un buen profesional. Hasta correr sería un esfuerzo inútil. —Dame el paquete.

Obedezco mansamente la orden y le entrego las bolsas de plástico donde oculté burdamente el collar. Lo entreabre y mira. —Don Luca está muy enfadado. Pero la Signora Andrea lo está más aún.

Observo el cigarrillo. Queda una calada. —Tengo una curiosidad.

El parece calcular la posibilidad de que intente una última jugada. —No te preocupes –añado para tranquilizarle–. Sólo quería saber tres cosas. —Dime. —¿Quién lo descubrió? ¿Me dejarás acabar el cigarrillo? —Acábalo mientras te cuento. —Gracias. —La Signora Andrea puede que no sepa mucho. Don Luca le dijo que le regalaba una esmeralda de día y un rubí de noche porque si le dice que es una joya de alejandrita igual se la tira a la cabeza, pero no es tonta. Cada noche revisaba el corazón con una luz especial de alta intensidad: tu copia perfecta, al alcanzar cierto punto derivó del rojo hacia el marrón. —Con una luz normal no lo hubiera descubierto. —No. —Lo descubrieron el mismo día que marché. —El mismo.

Asentí lentamente aspirando con fuerza el último resto del cigarrillo, con la vista clavada en la procesión de sombras que parecían llamarme. —¿La tercera? —La tercera ¿qué? —La tercera pregunta. —Ah, sí. Aunque está un poco frío ¿te importaría que me tomara el café? —Ya te dejé el último cigarrillo. Lo siento.

Casi con pena se inclina un poco hacia delante. Sé que en la mano empuña un arma silenciosa, oculta bajo la mesa a miradas indiscretas. Contemplo otra vez la fotografía de las sombras.

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