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Francisco Trinidad. El diario y las memorias de Rocío

Francisco Trinidad

El diario y las memorias de Rocío

Estoy seguro de que ustedes ya lo saben. Lo habrán leído en la prensa, lo habrán escuchado en la radio o, en el peor de los casos, se habrán enterado por uno de esos programas de telebasura en el que se ponen sobre el tapete todas las inmundicias de los famosos. Da igual. El caso es que Rocío Fernanflor, haciendo honor a su apellido, murió en la flor de la vida, con cuarenta y tantos años, cuando todo parecía sonreírle. Casada conmigo, que le facilité la vida hasta el último momento, dejaba además dos niñas hermosas, rubias como ella e inteligentes como yo, con la vida también resuelta. La menor, Rocío, como su madre, acaba de fichar como editora de una colección de Gastronomía en mi propia editorial y todo parece sonreírle.

Pero Rocío se nos fue. Una mañana, después de una noche agitada, se quejó durante el desayuno de que le dolía la espalda. No era demasiado, dijo, pero lo suficiente para estar en tensión. Desayunó sin ganas, se tomó un ibuprofeno y salió disparada, como todas las mañanas, al estudio gráfico al que le dedicaba más horas que al sueño. Me dijo que tenía entre manos el diseño de un stand para una empresa de transporte en el que pensaba resumir la historia de la compañía, desde sus primeros compases en un tranvía urbano que atravesaba la ciudad con ruidos de ruedas frenando en los raíles y campanillas anunciando a los viajeros llegadas y salidas. Aquella mañana, me dijo, tenía como reto conseguir un vagón de aquel tranvía para colocarlo en el centro del stand. Lo había localizado en un museo de Zaragoza y estaba dispuesta a ir hasta allí para incorporarlo a su idea.

Me besó brevemente, me hizo un par de recomendaciones sobre las niñas y salió como una exhalación. Delante de la casa la esperaba su coche, con aquel chofer, Fermín creo que se llamaba, que no se separaba de ella desde muchos años antes de que yo la conociera. Por la tarde regresó eufórica, había conseguido aquel vagón de Zaragoza y además gratuitamente, pero quejándose de la espalda. Por la noche despertó con aquel dolor que ya no la abandonó durante los últimos meses. Varias veces le dije que fuera al médico, que el ibuprofeno le destrozaría el estómago sin calmarle aquel dolor cuya causa era conveniente localizar. Pero estaba muy ocupada. Aparte de aquel stand alrededor del cual pivotaba su vida, tenía que organizar una exposición fotográfica de aquel fotógrafo asturiano, Guendy, y una muestra de manuscritos y documentos históricos que le había encargado la Universidad de Oviedo para celebrar no sé qué centenario.

Por fin, dos meses después, tras haber soportado todas las instancias del dolor y tras haber esquinado todas mis recomendaciones y reproches, la acompañé una mañana a la clínica que nos habían recomendado y donde una médica jovencita y con una sonrisa inmarchitable le hizo y mandó hacer todas las pruebas del mundo, entrando y saliendo de análisis y máquinas de mal agüero, hasta que ya a media mañana se sentó con nosotros, torció la amarga sonrisa que le afeaba el rostro y nos dijo que la cosa parecía grave, que no se arriesgaba a un diagnóstico final, pero que teníamos que acudir a una consulta con el oncólogo —en aquel momento Rocío se apretó contra mí y se aferró a mi mano— a ser posible aquella misma tarde.

...tras haber soportado todas las instancias del dolor y tras haber esquinado todas mis recomendaciones y reproches, la acompañé una mañana a la clínica que nos habían recomendado y donde una médica jovencita y con una sonrisa inmarchitable le hizo y mandó hacer todas las pruebas del mundo, entrando y saliendo de análisis y máquinas de mal agüero.

El oncólogo confirmó todos los temores que nos habían invadido en las últimas horas y Rocío falleció cuatro meses después, sacudiendo los pilares más asentados de mi vida y de la de mis hijas. Fueron luego meses de angustia familiar y de ajetreo mediático: todas las revistas, todos los programas del corazón inquirían datos y detalles de una vida que en los últimos años había ocupado muchas portadas y llenado páginas de la prensa con las evoluciones de su arte.

Cuando ya comenzaba a decaer el interés mediático, una tarde recibí la visita de Claudio Serrano, serio y con cara de preocupación. Tomamos café y, cuando íbamos por el segundo chupito de Cardhu, me soltó lo que había venido a decirme, lo único que no hubiera esperado de él y lo único capaz de empañar una amistad que, durante los últimos treinta años, había supuesto inalterable.

Claudio y yo nos conocimos en la Facultad de Letras, donde ambos estudiábamos Filosofía del Arte. Hicimos buena piña desde el principio, compartimos ilusiones e intercambiamos libros y revistas que entonces —aún no se había popularizado Internet— nos llegaban de Francia y de Italia. Terminada la carrera, yo monté esta editorial, hoy en pleno éxito, y él se decantó por el mundo del arte, con colaboraciones en distintas galerías y, con el tiempo, en algunos museos; y sobre todo, con críticas de arte en algunas publicaciones que le dieron fama y carisma. Claudio Serrano. Lógicamente yo le hice un hueco en algunos de mis proyectos y seguimos compartiendo actividades, comidas, bebidas y charlas hasta el amanecer al amor del güisqui que a ambos nos socorre en tardes, noches y madrugadas de reflexiones insomnes. Yo me casé con Rocío y él permaneció soltero. Lógicamente fue el padrino de mi primera hija, Fuencisla, y nunca se olvidó de traer un regalo para Rocío, mi segunda hija, cuando lo hacía para su ahijada.

Fuimos, pues, buenos amigos, los mejores amigos, hasta esta tarde en que el destino, en sus manos, me reveló que lo que parecía real era solo hojarasca del camino.

Claudio Serrano traía consigo dos manuscritos de mi esposa, Rocío, encuadernados en gusanillo y, digámoslo de una vez, envenenados de sinceridad a destiempo e innecesaria. El primero de ellos, muy breve, recogía los correos que Rocío le había ido mandando, casi todos los días, durante la duración de su enfermedad, desde que se le diagnosticó aquel maldito cáncer hasta su muerte. En ellos le decía a Claudio que revisara sus memorias —el otro manuscrito— y que las dispusiera para la imprenta con instrucciones para su publicación en una editorial de mi propia competencia.

Sus memorias, que pude hojear por encima y que Claudio Serrano me resumió —con lágrimas en los ojos, eso sí—, dejaban bien claro que Rocío y él habían sido amantes durante los últimos veinticinco años, es decir, desde tres años después de nuestra boda y que, si no se habían decidido a dar el paso de irse a vivir juntos y hacer oficial lo que era turbio y clandestino, fue por una cuestión meramente económica: los ingresos tanto de él como de ella habían sido siempre inestables, mientras que la solidez de mi empresa invitaba al doble juego.

Claro que lo que más me dolió, lo que me golpeó dejándome como a un boxeador sonado, fue conocer que mis dos hijas, Fuencisla y Rocío, eran en realidad hijas de Claudio Serrano: en la página 137 de aquellas memorias se reproducía el impreso de un laboratorio que, tras el oportuno análisis de ADN, lo certificaba sin lugar a dudas.

En ese momento, mientras Claudio Serrano se perdía en justificaciones, excusas e hipócritas peticiones de perdón —“A lo hecho, pecho”, le dije sin mirarle a los ojos—, me levanté, rellené mi copa y me asomé a la ventana. —Puedes irte —le dije—, ya has cumplido tu compromiso con Rocío.

Salió sin despedirse, me imagino que atascado por las lágrimas, mientras yo miraba por la ventana, con el vaso de güisqui en la mano y sabiendo que no sería el último de aquella tarde. Lo vi caminando por la acera, alejándose de mi casa, distanciándose de mi vida. El muy hijo de puta. Mi mejor amigo.

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