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La tierra prometida

Estaba amaneciendo cuando por fin apareció a lo lejos la ciudad prometida. Inmensas construcciones se erguían ante nuestros ojos. Bellísimas construcciones. Raras construcciones. Inverosímiles. El aire de pronto perdía el olor nauseabundo de los cadáveres. El aire era puro. Limpio. Dulce el aire. Daba gusto respirar. Y respiramos. Y nos abrazamos. Y tuvimos la certeza de que habría un lugar para nosotros allí, en aquella hermosa ciudad bañada por la neblina matinal. La neblina no dejaba ver la base de las edificaciones. De pronto parecía que se trataba de una ciudad flotante.

En pocas horas llegamos a la ciudad. Salir del vertedero fue fácil. No había muros de hormigón. Mayas electrificadas. Cercas de alambres de púas. Nada.

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Ni siquiera un guardián que vigilara el perímetro. Nadie espera que un muerto se levante del vertedero de cadáveres y se marche. Quizás por eso la falta de seguridad. Salir del vertedero de cadáveres fue sencillo. Lo difícil vino después.

Estamos entrando a la ciudad. Entrar es fácil. Lo difícil es este desasosiego. Extraña la ciudad. Ecléctica. Desordenada. Amontonada. Descuidada. La ciudad no es tal ciudad. Los edificios están en ruinas. A medio destruir. Unos encima de los otros. Agrietados. Llenos de humedad. Han crecido helechos en las paredes abandonadas. Han proliferado las malas hierbas. Las enredaderas. Los hongos. El silencio. Es esta una ciudad deshabitada. No hay señalizaciones. No hay carteles de bienvenida. Anuncios amigables que inviten a venir tal como somos.

La ciudad no es una ciudad. Es el vertedero de arte fermentado. En el aire se percibe el aroma dulzón del arte que se descompone. Luego de los atentados del veintinueve de febrero el gobierno se deshizo de las instalaciones culturales. En el canal de noticias hablaron de reciclaje. Nadie imagina lo triste que puede resultar un vertedero como este.

Tenemos hambre, cansancio, sed. La adrenalina ya no es suficiente. Debemos encontrar agua, algo de comer. Unas frutas, quizás.

Avanzamos despacio entre casas coloniales. Están amontonadas, unas encima de las otras. Rotas las puertas, las ventanas. Rotas las tejas de cerámica, los vitrales. Los pisos antiguos se estremecen con nuestros pasos. En otro tiempo, estas casas fueron consideradas patrimonio de la humanidad, dice mi marido. Registramos en una casa. No aparece nada que podamos necesitar.

En la siguiente casa todo está al revés. El piso para arriba y el techo para abajo. Todos los objetos están amontonados en el techo. Es difícil caminar sobre ellos. De cierta forma los objetos que se acumulan

dentro de estas casas son cadáveres en descomposición.

Llegamos a la siguiente casa. Y a la otra. Y a la otra. Y a la otra.

Salimos a un claro. Un camino entre dos edificios que no alcanzo a reconocer. Mi marido tiene un plan. Encontrar comida y agua. Garantizar la supervivencia, creo que eso dijo. No sé cómo logra mantener la calma. Me alegra que pueda mantener la calma en esta circunstancia. Él me salva del gran peso de buscar una solución. No sé si yo, en su lugar, podría centrarme en sobrevivir.

Esta es la sala de conciertos, dice mi marido. Fíjate para que veas, esta es la platea baja, aquí, debajo de la enredadera están los asientos. Y allá, parecen jardines colgantes, pero son los balcones. Tienes razón, digo. Es la sala de conciertos. Me llevo la mano al pecho. Es un gesto inconsciente. Hubo un tiempo donde mi marido y yo solíamos venir con frecuencia.

Tengo sentimientos encontrados. Estoy triste y feliz.

Seguimos buscando por el vertedero de arte fermentado. Encontramos cines. Teatros. La fortaleza. Encontramos también edificios irreconocibles por su avanzado estado de descomposición. Otros recintos impenetrables, dada la tupida maleza.

En cualquier momento hallaremos la cámara oscura. El plan es subir hasta la cima. El plan es mirar desde lo alto, como hicimos en el vertedero de cadáveres. Quizás entonces podamos trazar un plan mejor.

Aún no hemos encontrado agua ni comida. Hemos visto algunas fuentes, pero están secas. La sed nos arde en la boca. Y el hambre. Las hojas de la maleza parecen jugosas. Hay hojas dulces. Hojas picantes. Hojas amargas. Hojas crujientes. Mi marido y yo devoramos hojas de diversas formas y sabores. Comemos hasta que nos duelen los dientes. Tengo deseos de reír.

Pero lo que me sale de la boca es un zumbido. Mi marido responde con otro zumbido. Zumbamos durante un largo rato. Es bueno que podamos desahogarnos al fin. Habíamos callado muchas cosas.

Atravesamos una plaza en ruinas. La reconozco enseguida por la escultura. Mi marido y yo habíamos estado aquí tantas veces. Incluso en los tiempos donde yo aún era una estudiante universitaria. Hermosos tiempos. Nadie sabía entonces que la ciudad de la luz terminaría por desprenderse del arte. Tantas cosas han cambiado desde entonces. Sin embargo, la estatua sigue siendo la misma.

La torre donde está la cámara oscura permanece horizontal sobre el suelo. Está muy deteriorada. Rajadas las paredes. Al parecer la dejaron caer desde lo alto. Cómo puede alguien dejar caer algo así. Atravesamos por sus grietas. La torre de la cámara oscura se ha convertido en un túnel que no conduce a ninguna parte.

Al salir del túnel-torre-cámara-oscura es noche cerrada. Veo los ojos de mi marido alumbrar en la oscuridad.

Mis ojos también alumbran. Podemos verlo todo. Podemos ver que el aire está cubierto de humo. Hay pequeños trozos de ceniza que caen. Una ligera llovizna de hollín proviene del edificio de enfrente. Desde una ventana rota sale. Hay luz en la ventana. Gritamos para que nos escuchen. Con todas nuestras fuerzas gritamos. Enseguida hay rostros en la ventana. Enseguida hay un grupo que baja y se acerca a nosotros. Enseguida nos llevan hasta la habitación donde están los demás.

Deben ser cerca de cuarenta personas. Hombres y mujeres hay. Son de distintas edades. Son los intelectuales. Un joven fornido se acerca, dice que este es un procedimiento necesario. Los ojos del joven miran las cicatrices del hierro caliente. Los ojos hacen pip como un lector de códigos de barras. Las manos palpan, cachean nuestros cuerpos. La voz dice, están limpios. Alguien dice, yo les dije. Alguien más responde, toda precaución es necesaria.

El que parece el líder nos invita a tomar asiento junto al fuego. Los intelectuales quieren saber quiénes éramos antes de llegar aquí. Quieren saber qué hacíamos. Quieren saber si hemos leído algunos de sus libros. Quieren saber si también somos intelectuales. Quieren saber si nos identificamos con el neoexistencialismo, neosurrealismo, neodadaísmo, neovanguardismo, neobarroco, neorrealismo.

Al parecer esperaban una historia mejor. Algunos no han podido evitar bostezos. Hemos dicho lo imprescindible. Hemos evitado entrar en detalles. Somos personas comunes. Gente aburrida. Una ingeniera con horario de oficina. Un historiador desempleado.

Ellos, en cambio, son los intelectuales. El edificio donde estamos es la biblioteca nacional. Han tenido que acudir a este lugar para escapar de la oscuridad. Cada noche queman manuales de autoayuda. Estamos vivos gracias a los manuales de autoayuda, dice alguien.

Quiénes son: Los intelectuales. Por qué están en el vertedero de arte fermentado:

Los primeros intelectuales se resistieron a abandonar el arte cuando el gobierno dio la orden de hacerlo desaparecer. Los demás, llegaron al igual que nosotros, viajando desde el vertedero de cadáveres. Qué hacen todas las noches: Planear el golpe. Cuál es el objetivo del golpe: Devolverles su estatus intelectual y social en la ciudad de la luz y que se les indemnice. Cómo piensan hacerlo: Aún no lo han decidido, pero, definitivamente, necesitarán la ayuda de la prensa internacional. Cuánto tiempo piensan estar en la biblioteca: Poco. Qué harán cuando se terminen los libros de autoayuda: Los libros de autoayuda son interminables.

Los intelectuales pierden interés en nosotros. Hablan de un tema. Hablan de otro. De otro. Otro. Otro más. Lanzan a la hoguera libros de autoayuda. Comentan sobre premios literarios en certámenes internacionales. Yo una vez gané una beca. Pero nunca entregué la obra terminada. Incumplí mi palabra. Honra tu palabra como a ti mismo.

Me daría vergüenza mencionar estas cosas delante de los intelectuales. Los mismos que ahora hablan del gobierno.

Está débil el gobierno en estos tiempos, dicen los intelectuales. El golpe fue duro. Por eso la represión. Por eso la masacre. Está débil el gobierno, repiten. Este sería un buen momento para intervenir, dicen. Un escritor podría ser el mejor presidente. Pero quién. Todos los intelectuales podrían ser los presidentes. Todos quieren ser presidentes del nuevo gobierno que ellos instaurarán. Por eso organizan una elección democrática, heredada de los romanos. El elegido recibe felicitaciones.

Mi marido y yo nos miramos. Pensamos en Little Boy. Pregunto de qué golpe hablan. Qué ha pasado en la ciudad de la luz. No lo saben, pregunta un intelectual. Cómo pueden no saber.