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Dos maletas

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Memo Anjel*

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Por esos días la gente bajaba de los barcos después de un viaje en el que perdían una tierra vieja y peligrosa y ganaban otra de la que se sabía poco o nada. Abrían mucho los ojos cuando veían tanto verde y gente de colores diversos. Las guías de viaje mencionaban más hombres con maracas y mujeres de pollera que puertos que hervían debido al calor y el movimiento. Pero sea como fuera, el mundo estaba revuelto, los barcos seguían llegando a estas tierras y se devolvían con las bodegas repletas de banano, plátano, carbón y cobre. Y en esto de barcos con gente que desembarcaba y se ponía nerviosa, Shmuel Baruj bajó de un paquebote que atravesó el mar en casi cuatro semanas. Mucha agua, mucha gente distinta con su pequeña carga al lado: maletas, sacos, pequeñas cajas. Los puertos se multiplicaron en este viaje y él, que venía de Hamburgo en segunda clase y con dos maletas de tamaño mediano, conoció los colores del agua, los movimientos de los marineros por la cubierta y la casa de máquinas, el ir y venir de las olas y a muchas personas que no querían hablar de lo que había pasado y preferían charlar sobre las noticias, el tiempo o la baraja con la que jugaban. Las preguntas sobre el pasado, rebotaban contra las caras. Y en ese barco en el que unos jugaban a las cartas, otros leían libros sagrados y los demás no paraban de mirarse y luego bajar los ojos, Shmuel Baruj conoció a una mujer, bailó con ella en la proa, se amaron en un camarote pobre y antes de que él llegara a Barranquilla, ella se quedó en La Guaira. Allí, al bajarse, la acompañaron unos hombres de barba y sombrero negro grande. Nunca supo si judíos ortodoxos o de algún grupo protestante. Shmuel Baruj no habló de religión con la mujer y prefirió decirle que sus ojos eran como soles y que le podía adivinar la suerte en la palma de la mano. Ella se dejó y él le dijo: vas a ser una buena mujer. Ese día se amaron lento, como si ella fuera una geografía que él se estuviera aprendiendo. Después, cuando la vio bajar en el puerto de la Guaira, arrastrando un pequeño baúl con ruedas, le dijo lo mismo. La mujer vestía un traje de flores que le quedaba un poco amplio y largo, y se había quitado el maquillaje de la cara. Ya no era la mujer alegre del barco sino alguien que cumpliría muchos deberes. Bastante calor, eso sintió Shmuel Baruj cuando ella se perdió por entre las calles del puerto, detrás de esos hombres que parecían cuervos cansados. Todos terminamos perdidos, se dijo él. Apoyado en la barda, miraba el mar y las casas, el vuelo de los pájaros y el cielo sin una nube, azul e infinito. A su lado y a la altura de las rodillas, permanecían sus dos maletas. Shmuel Baruj, antes de que le dieran la visa, había pulido metales en un taller de Hannover, vendido abrigos recosidos en Bremen, arreglado relojes y motores en Bonn

Profesor universitario, escritor y habitante, por azar, en el mundo de la virtualidad. Ya no sé si existo. Vivo y trabajo en Medellín.

y al fin, después de un recorrido loco en bicicleta huyendo de unas deudas que no eran las suyas, terminó recibiendo ayudas de unos y otros en un campo de refugiados en Frankfurt, al que llegó con una mano machacada (se la había mordido un motor), enfermo de los pulmones, con la circulación de la sangre mala entre los codos y los hombros, y vencido. Y entonces quiso morirse. Pero no murió, la tos se le redujo con pastillas de penicilina, igual que los calambres en los brazos con pomadas, la mano le secó bien y acabó como habitante de ese campo que no fue de tiendas militares sino de calles estrechas y casas semi derruidas en los que unos esperaban irse a los Estados Unidos, a Palestina, Bolivia o Argentina, donde tenían familias o decían tenerlas, y otros simplemente estaban clavados allí habitando el azar, fumando en las esquinas, leyendo periódicos y avisos pegados en las paredes, bebiendo una mala vodka en los bares, jugando a las cartas y mirando a las mujeres que se prostituían. Tres de ellas eran enanas y las llamaban el ejército. Shmuel Baruj fumaba con ellas, les contaba chistes y, como se rumoró por ahí, les enseñó algunos trucos de magia para alucinar clientes. Cuando las enanas no estaban (o sí estaban, pero en su oficio), el hombre recogía periódicos, ayudaba a atender bares, cargaba alimentos para llevar a las bodegas, jugó algún partido de fútbol y se dejó acoger por una mujer que lloraba cada vez que oía el nombre de Abraham, que pudo ser el de su padre o su marido, pero nunca dijo nada y nadie se inquietó por eso. Los que habían salido la guerra no abrían la boca más de lo necesario. Decían sí, no, está bien, me gusta, podría ser más tarde, no más. Y los demás entendían: con estar de pie, beber una cerveza o ir hasta la pared donde ponían los avisos, tenían. La mujer a veces leía avisos, miraba los nombres tachados y los sin tachar. Y mientras miraba, sacaba la lengua y se la mordía un poco. Luego se humedecía los labios y salía a caminar con las manos metidas entre los bolsillos del delantal, pues siempre llevó un delantal y un trozo de pan que mordisqueaba. Con ella, Shmuel bailó el tango, en los días y en las noches, hasta que la vio montar a un camión que la llevaría al puerto y luego a Israel, que ya se había fundado y recibía gente de los campos. La mujer llevaba una maleta amarilla y una bandera, y se sentó entre dos hombres que parecían dormidos. Él también pudo estar con ella, pero Shmuel Baruj no había querido inscribirse con los de la Agencia Judía, asegurando que una hermana le estaba buscando visa para la Argentina. Mintió y la mujer que lloraba se encogió de hombros. No era fea, se le veía bien la ropa y las medias dobladas a la altura del tobillo, el delantal le daba un aire de muy limpia, sus manos eran finas y tenía los ojos muy redondos. Pero lloraba y los lloros le duraban una tarde entera y a veces hasta una noche. Después de la guerra siguieron otras pequeñas guerras, y en una de ellas Shmuel Baruj consiguió un pasaporte de la Cruz Roja. Paria, decía ahí. Y estaba bien, un paria no tiene historia. Hacía un calor intenso cuando Shmuel Baruj pisó Puerto Colombia. Paisaje azul de muchos tonos, hombres y mujeres negras, casas de paredes blancas, mercadillos de frutas y carnes secas, gringos de vestidos de lino y sombrero panamá, barcos pequeños entrando y saliendo del puerto y la bahía, monjas caminando en fila hacia algún convento y él, ahí, pensando que nadie hablaría alemán ni yidish 1 en ese lugar al que había llegado porque sí, como si un dibbuck 2 lo hubiera tomado de los pies y tirado por los aires hasta caer en el paquebote donde llegó con sus maletas. El caso era que ya estaba en puerto Colombia y le gustó el sonido del nombre de la ciudad, le gustó que estuviera en el Caribe, le gustó la cara de la mujer gorda que estaba detrás del policía que le selló el pasaporte. Todo le gustó porque lo que viniera sería ganancia, incluido el tener que volver a salir si las cosas se complicaban. En el barco había sabido de mosquitos, fiebres, mordeduras

1. 2. Idioma de los judíos de Europa oriental. Es una especie de alemán medieval mezclado con palabras locales. Pequeño duende travieso que hace parte del folclor de los judíos de Europa oriental.

de serpiente, delirios debido al exceso de sol, de selvas que se comían a los hombres y sus canoas porque los ríos se ampliaban y cerraban como una boca. Le dijeron cosas como salidas de libros y él no hizo más que sonreír. Y ya estaba aquí. Acabó en un pequeño hotel que olía a pintura de aceite, en una habitación con un abanico que mal revolvía el aire y tenía una ventana que daba a un campo de tierra roja. Y allí se quedó dormido con los zapatos puestos, abrazando una de las maletas. Una semana completa, recibiendo el sol, comiendo bocachico con patacón y bebiendo cerveza, pasó Shmuel Baruj en Puerto Colombia. En el hotel le cambiaron unos dólares por pesos, se encamó con una negra de caderas grandes y conoció a un médico alemán, que resultó siendo un mero enfermero y en lugar de ejercer en algún hospital, tenía una finca de bananos y venía cada tanto al puerto para recibir mercancías y correspondencia, eso dijo. La negra caderona los presentó y el alemán, que era chico y gordo y había llegado antes de la guerra, le escribió en un cuaderno cien palabras en español. Entre ellas había vulgaridades, por si te pisan o te empujan, le dijo. Y no lo volvió a ver, porque dos días después Shmuel Baruj tomó un bus hacia Barranquilla y cerca de donde lo dejó el bus encontró una pensión. Allí usó dos palabras en español: dormir, comer. Lo atendió una mujer que no paraba de reír, con las manos llenas de pulseras y las uñas muy rojas. Quiso ayudarle con las maletas, pero Shmuel Baruj no lo permitió. Al fondo de la pensión, en un patio de baldosas amarillas, unos pájaros de picos grandes, encerrados en una jaula, picoteaban un plátano gordo. Olía a comino esa pensión y de algún lugar llegaba una música de trompetas. El sol pegaba con furia contra las ventanas. En la habitación, donde a más de la cama y una bacinilla, una jarra con agua y un vaso sobre el nochero, un foco que colgaba del techo, un taburete con una toalla encima y un abanico que daba vueltas lentas sin refrescar, había también un almanaque de cerveza Águila y una página de revista, enmarcada, de una mujer al lado de una piscina. Shmuel Baruj sonrió: la tierra son muchas cosas. Se quitó el saco, la camisa y los zapatos. Luego tomó una de las maletas y la abrió sobre la cama: contenía destornilladores, pequeñas tenazas, puntillas, tornillos, algunos martillos finos, un par de reglas y trozos de terciopelo de variados colores, un termómetro y dos tubos de ensayo, acompañados de unas bolsitas con anilina. Aquí está mi negocio se dijo. Bebió un poco de agua y abrió la otra maleta: un par de camisas, un abrigo que no usaría en estos calores, algunos interiores y medias, tres pantalones (uno de trabajo), una cartera con dólares y marcos, un libro del Zohar 3 que no llegaría a leer porque estaba en arameo, un Sidur 4 con las hojas grasosas, un espejo, una maquinillas de afeitar, un juego de peines, una candela marca Ronson, un par de zapatos combinados, un clarinete, el libro de Los Hermanos Karamazov en alemán, tres fotografías de familia y algunas cartas sin abrir. Y aquí estoy yo. Soy lo único que queda, murmuró. Fue hasta el taburete, se sentó y miró el almanaque: cinco de abril de 1952. El abanico que se movía en el techo no cortaba el aire caliente. Por debajo de la puerta entraba la música de trompetas y se oían las risas de la mujer que lo había atendido. Shmuel Baruj comenzó a rezar, se pasó un pañuelo por la frente y sintió su sudor. De aquí en adelante amén a todo, se dijo. Se paró del taburete y se miró al espejo. No se veía mal con el sombrero que llevaba puesto.

3. 4. Zohar, el libro de los resplandores, escrito por Moshé de León en el siglo XIII. Se dice que es el más importante de toda la literatura cabalística judía. Libro de rezos que se usa en la sinagoga y la intimidad.