Al cuerpo pibe

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Sebastián

Llegué al hotel, me acerqué a la ventana y miré para abajo. Estaba cansado. Me sacudí un poco la ropa y me acosté en la cama. Crucé los brazos sobre la cara tapándome los ojos y, sin cenar, sin tomar agua, sin lavarme los dientes, sin apagar la luz, me dormí. Al día siguiente me desperté a las ocho de la mañana. El sol entraba por la ventana y me sofocaba. Me vestí y salí a la calle. Caminé dos, tres cuadras con los ojos entrecerrados por la luz. Me detuve en la esquina y observé la puerta del gimnasio. Era de chapa hasta los 2,50 metros, después continuaba con paños de vidrio para iluminar, supongo, el espacio de acceso. El edificio medía aproximadamente ocho de frente por quince de fondo, de alto llegaría hasta los seis metros con una cenefa bastante alta para cubrir las chapas seguramente oxidadas y picadas por el agua. El revoque había sido restaurado por lo menos hace dos años pero sin mucho éxito, las fisuras volvieron a aparecer en varios lugares. Estaba pintado a la cal y tenía chorreaduras marrones por todo el muro. Me acerqué a la puerta y entré. Pasé por un mostrador sin saludar ni mirar a nadie. Me detuve unos segundos y escuché una conversación ajena: “A partir de ese momento me acuerdo muy poco. Los dos nos pegábamos muy fuerte. En un momento coloqué un golpe y sentí que aflojó las piernas, me acerqué para rematar pero se cubrió muy bien y me anticipó con una combinación. Quedé trastabillando. Traté de amarrarlo casi todo el round y meter algunos ganchos en el cuerpo a cuerpo. Terminamos los dos abrazados al sonar la campana. Creo que estábamos en el sexto. Me habían indicado en el rincón que juegue un poco más al contragolpe, que lo deje venir. Hice caso pero me llevó a las cuerdas y me golpeó la zona baja. No pude más y me arrodillé en la lona. Me dieron cuenta de ocho. Hasta aquí veníamos parejo pero ahora seguro estaba abajo en las tarjetas. En el séptimo salí a apurar pero fue lo mismo, ida y vuelta, nos dimos con todo. Desobedecí a mi rincón y me lancé al cuerpo a cuerpo de nuevo, entré con una combinación que lo dejó mareado. Tenía que tirarlo a la lona para emparejar. Me fui encima y me volvió a conectar en la parte baja. Quedé sin respiración y caí al piso. Otra vez cuenta de ocho. No podía caminar. Aguante hasta el final del round. En el octavo seguía sin piernas y con muy pocos reflejos. Lo tenía encima todo el tiempo. No tiré un solo golpe hasta el último minuto. Solté las manos con fuerza a la quijada. Uno, dos. Sonó como un choque. Le fracturé la mandíbula. No pararon la pelea, él aún tenía fuerza. Yo no. Se acercaba a mí con la boca abierta y el chorro de sangre que le caía como una cascada. Me pegaba muy fuerte. Yo corría por los laterales y él me perseguía dejando una estela de sangre en el piso. Sabía que la pelea no podía durar mucho. Me tiré


contra las cuerdas y aguanté los últimos golpes. Sonó la campana y voló la toalla desde su rincón”. Saqué la foto que tenía guardada en la billetera y la miré de nuevo. Fui a la zona de aparatos ubicada en el fondo y me detuve a la par de las bicicletas fijas. Transpiraba por el calor del ambiente. Lo observé desde lejos. Estaba acostado boca arriba sobre un banco. Subía y bajaba con los brazos una barra cargada de pesos circulares. Cada quince flexiones, dejaba la pesa sobre las horquetas, se sentaba en el banco y respiraba lentamente durante varios minutos. Yo había llegado a la ciudad hacía tres días. El viaje me había sacado de contexto. Volví a observarlo esperando que terminara su rutina. Al cabo de cuarenta minutos se levantó del banco de pesas y fue hacia una de las habitaciones contiguas a la sala de aparatos. Una vez que estuvo adentro lo seguí. No quise entrar. Me detuve en la puerta. Esperé unos segundos y me fui. Eran las once de la mañana. Se había nublado y corría viento. Ya no transpiraba tanto. El resto del día decidí recorrer la ciudad. A la noche no salí de mi departamento. Me quedé acostado en la cama y pedí comida por teléfono.

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Sebastián no tenía muchos recuerdos de su infancia. No conoció a su madre. Vivió con su padre y sus abuelos. Su padre casi nunca le había dirigido la palabra. Recordaba a la petisa, una amiga a quien conoció jugando a las escondidas. Se escondieron juntos en una especie de cueva que formaba un arbusto contra una pared. Esperaron hasta el final y cuando ya los habían descubierto a todos, Sebastián salió corriendo e hizo piedra libre por ella. También recordaba que su casa estaba dividida en dos partes separadas por un patio lleno de malezas y piezas oxidadas. La de atrás, a medio construir nunca había sido habitada. Solamente se acordaba de unos círculos grandes dibujados con aerosol negro sobre la pared que daba al patio.

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La mañana siguiente me desperté cerca de las nueve. Seguía corriendo viento. Me preparé un café cortado y salí a la calle. Al pasar por un quiosco compré un paquete de cigarrillos. Observaba como de cuadra en cuadra cambiaba el dibujo de las baldosas, cambiaban los árboles, las casas. Hacía mucho calor. Me detuve frente a la puerta del gimnasio. Estaba inquieto. Entré. A lo lejos me miré en un espejo. Llevaba jeans, camisa blanca y zapatos marrones. Fui hacia la habitación donde lo había visto entrar ayer. Me detuve bajo el dintel. Estaba ahí. Me vio. Bajó la mirada y siguió estirando las piernas como si yo no estuviera. Apoyé el brazo sobre el marco de la puerta. En la habitación había dos personas más. Uno saltaba la piola y el otro hacía ejercicios cruzando y estirando los brazos levantados. A veces lo miraba a él, a veces al piso y a veces a los otros. Caminé unos pasos como si quisiera rodear la habitación pero volví donde estaba antes. Me volvió a mirar. Me alejé unos pasos y me apoyé en una bolsa de arena. Luego se fue hacia un cuarto que parecía un depósito. En su ausencia empujé la bolsa despacio y quedó balanceándose en el aire. La cadena por la cual estaba sujeta a un hierro de la viga hizo un chirrido. El lugar, iluminado sólo por tres ventiluces altos, estaba en semi penumbra. Comenzaron a caer algunas gotas y las chapas empezaron a sonar. Al rato volvió. Cargaba una bolsa de tela blanca sobre el hombro. Sacó de su interior unas vendas y se las ató en los nudillos hasta dejarlas tensas. Fue hasta un banco y agarró un par de manoplas rectangulares. Se acercó al joven que saltaba la soga, le tocó el hombro y le pidió que las sostuviera. Comenzaron a practicar secuencias de golpes. Los observé durante quince minutos y me fui.

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Me hablaba despacio mientras caminábamos por el parque. No sabía mi nombre y no me importaba. Nos aproximamos a un árbol. Él apoyó su espalda y me miró. Tenía pelo enrulado, le caía hasta los hombros. Los ojos eran claros y la nariz achatada.


Cada vez que decía algo parecía que casi no iba a poder hacerlo, no hablaba claro y tampoco le importaba. Muchas veces concluía una frase antes de terminarla. Me contó que tuvo una vida difícil, que trabajó en una papelera, en el mercado, en el correo. A los doce años, sin saber por qué, abandonó la escuela.

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El día siguiente me levanté a las siete de la mañana. Fui a darme un baño. Me sequé, me puse boxers y fui a la cocina. Tomé el café en dos sorbos. Volví a mi habitación. Me peiné, me puse pantalón de vestir, camisa blanca y fui al gimnasio, otra vez a la sala del fondo. Observé a los boxeadores. Parecen soldados.. No son.. Fui a buscarlo por todas las habitaciones pero no lo vi. No estaba. No quise pensar demasiado en él. Salí a caminar por la zona del centro. Me detuve en un bar. Pedí un café con dos medialunas. Lo tomé mientras leía el diario. Levanté la mirada. En la televisión unos perros de riña se trenzaban ferozmente. El de collar rojo tomó parte del cuello de su rival y le arrancó un pedazo. Caía un chorro de sangre como si un niño hubiera abierto un grifo sin querer. Me levanté del bar y comencé a caminar bajo el sol. El ambiente estaba muy húmedo y la ciudad seguía pareciéndome extraña. Llegué un poco alterado al hotel, abrí la puerta de entrada y sobre la mesa encontré un grupo de fotos desparramadas que la noche anterior había estado mirando. La primera foto era la imagen de un niño pintando de pie sobre un caballete en una plaza pública. La foto era en blanco y negro. Había otros niños a su alrededor. No tenía expresión de duda. Su ropa estaba impecable. Sus ojos estaban vivos. Tomé la segunda foto. Un paisaje pintado con óleo con una firma en el borde inferior derecho. Seguí pasándolas. La tercera era un diploma; Escuela Nacional de Tafí Viejo, se hace entrega al alumno…Pasé las otras sin tanto detenimiento: Un joven vestido de Médico auscultando a una persona mayor acostada en una camilla rodeado de otras personas que lo observaban atentamente. Otra, una pareja sonriente mirándose a los ojos en un bosquecito. Otra, la misma pareja, de cuclillas en una playa junto a dos niños y una niña que corrían por su costado…


Puse todo en un sobre y lo guardé en mi maleta. Quise acordarme de algo pero no sabía de qué.

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Sebastián por lo general se quedaba a dormir en la casa de la petisa sin que los padres de ella se den cuenta. Se encerraba en la pieza, a veces hasta en el ropero y cuando ya estaban todos dormidos sacaba un colchón que había bajo la cama y se acostaba ahí. Le gustaba estar más bajo que ella. Nunca se dieron un beso pero se miraban cuando ya no tenían nada de que conversar. Luego fallecieron los abuelos de Sebastián y decidió no volver más a la casa de su padre y tampoco a la de la petisa.

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A las tres de la tarde salí a correr a la plaza principal. Corrí durante sesenta minutos. Cada vuelta era igual que la otra y por cada vuelta estaba más desgastado. Quería repetir, cansarme y continuar. Me detuve. Fui hasta un quiosco y compré una Coca de litro y medio. Mientras estaba abierta, una abeja se metió dentro de la botella y se zambulló. Murió inmediatamente. El clima era agradable pero comencé a enfriarme por el sudor de la remera. Yo era muy delgado. Pesaba alrededor de 65 kilos. A veces no me afeitaba y la barba me crecía. Usaba ropa de color claro. Nunca había tenido una remera roja, azul, negra o verde. Sólo color blanco o crema, lisas o cuadriculadas. Usaba pantalones de vestir casi siempre. Tenía diez, cinco de color marrón claro y cinco de marrón oscuro, seis cintos de cuero, cuatro negros y dos marrones. Sólo usaba medias de seda, la mayoría eran bordeau. Tenía cuatro pares de zapatos, dos marrones, dos negros y tres pares de zapatillas. Me ponía solamente boxers. A tarde fui a una casa juegos.

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Corría viento . No hacía calor. Me quedé callado. No le contesté. Sonrió. Al dejar de mirarme levanté la cabeza y observé un lunar que tenía en el cuello. La pregunta no importaba. Me dijo que quería darse un baño, si tenía ganas de acompañarlo hasta su casa.. Caminamos alrededor de diez cuadras casi sin hablar. Recordé mi infancia. Cuando caminaba de la mano con mis hermanos. Corría viento y no había nubes. Me preguntó que había hecho hoy. Había luz de luna y las ramas de los árboles temblaban un poco. Llegamos a su casa. Entramos y sin encender ninguna luz se sacó la remera, la dejó sobre una silla, entró al baño y cerró la puerta. Me quedé esperando en la oscuridad mirando la luz que salía por debajo de la puerta.

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El gimnasio era un lugar amplio. Nadie se tomaba en broma el entrenamiento. Escuché golpes sobre bolsas en las habitaciones del fondo. Fui hasta ahí. Había tres personas entre las que él se encontraba. Era apenas más alto que yo y un poco más corpulento. Practicaban golpes de potencia. Yo me senté en el suelo y me quedé observando. Las otras personas se fueron y quedó él solo saltando en la soga. Al cabo de un tiempo se detuvo, me miró y me dijo algo que no llegué a entender. Sin esperar una respuesta fue hasta el depósito y trajo la bolsa de tela blanca. Se vendó cuidadosamente las manos y se puso los guantines. Me mostró las manoplas y me hizo un gesto para que me las ponga. Nos ubicamos en el centro de la sala. Me indicó como tenía que hacer. Levanté las manos y comenzó practicar. Yo transpiraba y se me cansaban los antebrazos. Aceleró el ritmo. Mis ojos estaban fijos en los suyos y los suyos en mis manos. En un momento nos detuvimos. Me sentí extraño. Tomé una toalla, me sequé las manos y el cuello. Fuimos hasta la puerta del gimnasio y nos despedimos. Me dijo que se llamaba Sebastián.

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Me acerqué a la mesa del comedor, encendí un velador y vi tres recortes de diarios donde lo mencionaban. El primero era de cuando él tenía diecisiete años. Lo nombraban entre otros 10 peleadores pero su foto aparecía en primer plano. Sus manos estaban levantadas en defensa y a través de la mascarilla azul podían verse los ojos pequeños. Era el décimo tercer torneo provincial, en el cual había perdido en la primera ronda. Leí los otros dos. No eran muy diferentes. Dos torneos realizados en otras provincias en los cuales tampoco le había ido demasiado bien. En apariencia vivía solo. Había rasgos en su casa que lo daban a entender; un juego de tazas de porcelana llenas de polvo en una vitrina, estantes con pilas de revistas desordenadas, una botella de aguardiente sobre un aparador, dos sillones cubiertos con una sábana, ropa colgando del respaldo de las sillas. Recorrí las otras dos habitaciones. Al pasar por una puerta tiré un pequeño papel al piso. Era una imagen de Ceferino Namuncurá. Al mirarlo de cerca me di cuenta que Ceferino era un niño.

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Llovía mucho. Me quedé acurrucado en la cama. Encendí un velador. Tomé un bulto de revistas de la mesa de luz y me puse a hojearlas esperando que parara la lluvia. Tenía hambre pero no estaba dispuesto a levantarme. Incliné un poco el torso y agarré un poco de pan que había dejado anoche antes de dormirme junto con un vaso de agua. Me lo comí. Después tomé un poco de agua. Sentía que la lluvia me hacía bien. Dormí por lo menos dos horas más y me levanté escuchando caer el agua por las canaletas. Luego de almorzar fui hasta la plaza central y me senté a mirar las personas, los pájaros, fumar y leer. No conocía a nadie. Cerca de las seis y media comenzó a hacer frío. Me levanté y volví al hotel.

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Aún tenía el pelo mojado. Se sentó en una mecedora a la par mía casi sin decir nada.. Prendió la televisión y cambió de canales hasta encontrar una novela.: “Una mujer, vestida de traje elegante llegaba en carruaje hasta el patio de su residencia. El chofer, vestido como peón le ayudaba a bajar sus cosas, entre ellas una caja de cartón circular. Al dejar la caja en el piso ésta comenzó a rodar hasta salir de la imagen. Nadie la recogió. Los personajes avanzaron por un camino hasta el hall de la casa”. Observé su cara. Tenía una cicatriz que le partía la ceja.

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Fui hasta las habitaciones de atrás. Él estaba solo. Golpeando la bolsa de arena. No me miró. No me dijo nada. Me quedé observándolo en silencio. Estuve aproximadamente cuarenta minutos. No nos comunicamos. Quise acercarme. Los golpes retumbaban en la sala. Me sentí incómodo. No pude decirle nada. Volví al hotel y no salí durante dos días.

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Tenía una colección de rompecabezas colgada en una de las paredes del living. Todos estaban cuidadosamente enmarcados. Algunos de muy pocas piezas y colores claros, eran personajes de dibujos animados clásicos. Otros de piezas muy pequeñas y colores oscuros, eran de camiones, aviones, trenes. Nos miramos. Me acomodé el puño de la camisa. Volví la mirada a él y le di un beso.

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No me hacía calor. Era Martes 26 de Marzo y el último día que yo estaba en la ciudad. Llegué nervioso por una de las calles que rodean al gimnasio, di la vuelta y entré. Él estaba parado, apoyado sobre la barra del bar. Me acerqué y le toqué el hombro. Tenía puesta una musculosa blanca. Se dió vuelta y sonrió.

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Aún se escuchaba música de fondo. El nombre de la novela era… creo... “Roque Santeiro”



Al cuerpo pibe


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