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La Armonía

Renuevos de papel

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Los periódicos deseamos compartir nuestro olor a papel reciclado y a tinta fresca. Entre los pliegos de nuestro cuerpo late la pretensión de transmitir noticias, informaciones y opiniones. Ansiamos la caricia de unos ojos que nos otorguen vida: lectores navegando por nuestros titulares y columnas. Aunque renacemos cada mañana, nuestra existencia es fugaz. Somos como flores de papel que se marchitan al anochecer.

Nací en la ciudad de Turín. Mi nombre completo: “La Armonía de la religión con la civilización”. Fui creado para unir los valores imperecederos de la religión católica con los avances de la cultura moderna.

Enseguida me percaté de los tortuosos senderos por los que iba a transitar mi existencia. Dos periódicos enemigos me asediaban como dragones de fauces amenazantes. El primero de ellos ocultaba sus aviesas intenciones bajo una epidermis populista: La Gaceta del Pueblo. El segundo llevaba en sus labios una sonrisa satírica e histriónica: El silbido. Ambos serpenteaban con sinuosos movimientos sensacionalistas y anticlericales.

Enseguida experimenté la amargura de sus sarcasmos, injurias y críticas. Despertaba cada mañana temeroso de recibir los golpes bajos que me propina- ban con sus hirientes titulares. Y lo que es peor, hube de aprender a fajarme en la pelea. Mi consejo de redacción hacía de mis columnas, armas arrojadizas para responder a mis irreverentes competidores. En vano supliqué una tregua. Pero, cuando menos lo esperaba, aparecieron pequeños oasis entre mis columnas. Los diseñaba un tal Don Bosco. Con su pluma sencilla y popular, describía nuevos paisajes. Ajeno a las palabras rimbombantes de los políticos, contaba sencillas historias de vida tersa y transparente.

Mediante breves artículos narraba la acogida paternal que él dispensaba a los chicos pobres. Describía cómo les ofrecía una casa, educación y un futuro cargado de oportunidades. Anunciaba las loterías que organizaba para financiar comida, vestido y libros para aquellos muchachos que le tenían como padre, maestro y amigo. Entre mis pliegos se perfilaba el incipiente proyecto de Don Bosco.

Mi vida fue breve. Los poderes públicos –siempre incómodos con los medios que no controlan– suprimieron mi cabecera. Un día aciago contemplé desolado cómo caían mis hojas, marchitas por el viento frío de unos gobernantes fatuos e insolentes. Pero, mientras mis ojos se cerraban para siempre, reparé en unos pequeños brotes que conservaban su verdor perenne. Aunque me arrancaron del mundo de la prensa, he tenido el honor de llevar tatuados sobre mi piel de periódico los renuevos permanentes