La memocracia

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… a los pobres!” Si hay alguien a quien dedico este… lo que sea, es a los pobres. No, no. No te autoexcluyas de mi generosa dedicatoria pensando que tú no eres pobre, porque sí lo eres. Pobre de solemnidad. Mucho más pobre que muchos que no tienen ni qué llevarse a la boca. Fíjate hasta ese punto se ha globalizado el mundo que, en apenas cinco páginas, lo mismo da que seas mahometano que seas cristiano, no importa si eres broker bursátil u obrero de la construcción; por fin se consiguió la igualdad entre los hombres… lo triste es que tenga que ser en condición de objetivo para el terrorismo: es la misma sangre la que se derrama desde las alturas del World Trade Center que la que se escabulle entre los pernos de las vías del Pozo del Tío Raimundo. Igual de mal huele la carne chamuscada en un zoco de Turquía que en los Altos del Golán. De un tiempo a esta parte todos somos pobres porque hemos perdido el tesoro más preciado con que nacemos los seres humanos: la libertad. Una vez que los oligarcas han logrado tener en nómina al terrorismo y que cualquier “moro” que sube a tu vagón sea una amenaza que te impida concentrar tu mirada en el magnífico libro que tienes entre las manos, todos y cada uno de nosotros somos esa señora que grita desesperadamente su IMPOTENCIA. Yo no sé árabe, pero cuando veo en la tele las imágenes posteriores a una incursión israelí en territorio palestino o las correspondientes a una arrasada aldea afgana, iraquí, kurda…, siempre aparece en escena, como un cliché, una madre. Veo una madre que balbucea, que chilla, que llora, que se desgarra las vestiduras negras, de duelo. La veo y no entiendo lo que dice, pero comprendo el significado de sus palabras, de sus demandas, de sus gestos… Ella dice:

“¡Haced algo coño…, que nos están matando a los pobres!” Ella, que vivía inmersa en su pobreza material, ajena a los complicados acontecimientos mundanos, al igual que la señora que increpaba a los príncipes de Asturias, descubre que su escasez de recursos no era nada comparada con la Paupérrima Sensación, aquélla para la que no hay palabras y que no debemos ni tan siquiera tratar de describir. Y, ¿el resto qué? Pues el resto somos los que no íbamos en ese tren, pero que todos los días cogemos uno igualito a ese. El resto somos los que en agosto y no en septiembre de 2001 oteábamos desde la azotea de la Torre Gemela A o B, o los que no podíamos morirnos sin encumbrar una de ellas. El resto somos los que con el permiso de Sir Arthur Conan Doyle, nos cambiamos de vagón, “que este morito no me da buena espina”… El resto, simplemente somos los que decimos: ¿Y qué podemos hacer nosotros? Aunque parezca mentira, tanto la madre cuya mata de pelo ha encanecido súbitamente, como cualquiera de nosotros, pobres diablos, cómplices espectadores, tenemos algo en común: nuestra IMPOTENCIA.


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