ERRATA# 0, El lugar del arte en lo político

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valorar solo su propia agenda de intereses, éxitos y méritos. Contrario a retratar formas sociales o crear batallas en el dominio de la representación, el artista-activista debería, con su práctica colectiva, comprometerse con la vida social como producción, «comprometerse con la propia vida social como medio de expresión» (Sholette y Stimson 2007, 13). Considero que el propio trabajo colectivo en colaboración con las luchas y demandas de un movimiento social requiere estar atento a un proceso lento, pero cuidadoso, de formación de coaliciones que busquen producir solidaridad por medio de la diferencia (Critical Art Ensemble 2000, 65). Propender por un proceso continuo de educación de la experiencia y de sintonía entre los grupos sin expropiación, que se valga de proyectos dialógicos y retornos entre el arte, movimientos y comunidades, es el que necesitamos reelaborar y engendrar, pues la capacidad de su transformación revolucionaria solo se manifiesta en la creación colectiva en la vida cotidiana, en el lenguaje y el espacio de la ciudad. Pensar en el incentivo a la diversidad urbana, gracias a una intervención pública que confiera derechos de revitalización inclusiva a las clases más desfavorecidas, es sinónimo de «justicia espacial», tal como conceptúa la escritora Ava Bromberg: el espacio no como un receptáculo estático donde las personas viven, sino como algo que es activamente producido y reproducido por nuestras elecciones y relaciones. Así como el espacio ha de ser reivindicado, la justicia es producida, reproducida y experimentada, y debe ser comprometida en otros términos sociales para que creemos algo realmente diferente (Souza y Begg 2009, 123-124). ¿Dónde está el horizonte? Es con esta pregunta, replicada cientos de veces por el Colectivo Contrafilé para una intervención en un túnel, que nuestro recorrido por las calles de São Paulo finaliza. El recorrido no concluye en sí mismo; el lector deberá buscar otros horizontes imposibles en la ciudad. Si retomamos, a través de las prácticas de arte activista mencionadas aquí, nuestra metáfora inicial de la pintura-juego creada por Fahlström, es claro que la máquina que nos movió por la ciudad no tendría cómo «manipular el mundo» si no pudiéramos participar directamente de esta acción ni experimentáramos con ella la prefiguración de nuestras utopías y deseos. Fue Cornelius Castoriadis quien escribió que «la imagen del mundo y la imagen de sí mismo están evidentemente unidas siempre. Pero, a la vez, su unidad es producida por la definición que cada sociedad otorga a sus necesidades, tal como ella se inscribe en la actividad, en el hacer social efectivo» (1995, 180). El horizonte de transformación de una metrópoli como São Paulo parece estar infinitamente distante, pero no sería difícil de alcanzar si reivindicáramos constantemente los lazos sociales, las relaciones con la naturaleza, los modos de vida, las tecnologías y los valores éticos que queremos engendrar y mantener. El derecho a la ciudad, dice David Harvey (2008), es mucho más que la libertad individual incentivada por la competición y el capitalismo. Es un derecho común que nos modifica a nosotros mismos y al lugar donde vivimos, y que dependerá siempre del ejercicio de un poder colectivo y creativo de muchas personas.

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