ERRATA# 0, El lugar del arte en lo político

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hábiles al afirmar su «neutralidad» frente a sistemas de gobierno, económicos o sociales. Movimientos internacionales como Amnistía Internacional, no opinan sobre las ventajas y desventajas de determinados sistemas de gobierno o sociedad. Lo que subrayan es la vigilancia sobre los derechos humanos, sin importar el sistema que la sociedad quiera o pueda darse. Por último, los organismos de derechos humanos no apelan a la moral, la buena voluntad o a la caridad de ciudadanos o gobernantes: exigen el cumplimiento de las promesas pactadas en acuerdos, en esas normas de convivencia universal que son los derechos humanos. No obstante, como bien lo ha expuesto Jelin (2003), la génesis de los derechos humanos como paradigma y base de acción política en el contexto latinoamericano tuvo un proceso particular. Fueron los múltiples movimientos sociales, miembros de comunidades religiosas, activistas, organizaciones internacionales e intelectuales

y no los partidos políticos

los que, como nuevos actores en la escena política, incorporaron el marco de los derechos humanos en la lucha contra las dictaduras. «Verdadera revolución paradigmática», la incorporación de los derechos humanos implicaba reconocer al ser humano como portador de derechos y a las instituciones estatales como responsables principales frente al compromiso central de garantizar la vigencia y el cumplimiento de esos derechos. Desde su inicio, los movimientos sociales por los derechos humanos utilizaron nuevos lenguajes y desarrollaron nuevas subjetividades políticas que no podían entenderse desde las clásicas categorías y formas de análisis: ni la oposición en el uso y significación de los espacios públicos o privados, ni la de los grandes acontecimientos políticos o los procesos estructurales económicos y la dimensión de las vidas cotidianas. Es por eso, por haber sido parte fundamental de su misma constitución, que el análisis y la producción de las prácticas artísticas encuentran uno de sus escenarios más propicios en los espacios locales, en los procesos sociales «desde abajo» y en las experiencias personales y cotidianas de aquellos que sufren las violaciones de sus derechos. A menudo, el acceso a estos escenarios presenta al creador varios obstáculos ligados a la construcción de sí mismo y del otro. El proceso creativo se presenta aquí como el fin y no como el medio, toda vez que el arte es visto como una herramienta que dinamiza procesos sociales. Para esto se requiere de una actitud consciente de los peligros de la caricatura, la esencialización, la construcción arbitraria de realidades y de colectivos supuestamente homogéneos, así como de la idealización de la comunidad (Escobar 2009). Se requiere también de una observancia estricta de medios y fines en donde la construcción de símbolos, imágenes y relatos, que puede ser rápidamente resuelta por el artista de manera individual, no se lleve por delante procesos sociales largos, lentos, conflictivos y complejos. Es necesaria también una vigilancia atenta al hecho de que la creación, como experiencia intersubjetiva, demanda un diálogo franco en el que el artista debe desandar el proceso por el cual la universidad y la academia (o sus propias experiencias) lo separan de las sensibilidades, realidades y preocupaciones de quienes no acceden a ella o de quienes vivieron otras vidas; y no hablamos de la necesidad de empatía o de identificación, sino de la capa-

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