Edición 137 Revista Políticos al Desnudo

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asientos de los carruajes reales, de modo que prefería andar a pie en esos periplos de antropología social que llevaba a cabo. “Mi padre insiste en mandarme al chofer con la limosina; yo le digo que no. Los asientos me son muy incómodos, así es que prefiero caminar; el único vehículo en que me es posible desplazarme es el carruaje tirado por caballos, pero con el tráfico que hay en México es imposible circular, y además los caballos son muy finos y se les dañan sus patas en el asfalto”. Además, como todo miembro de la realeza que se precie de su linaje, de sus antecedentes y de su cultura, Pável era experto en todo. Nos dijo que dominaba artes marciales tales como Karate, Judo, Jiu-jitsú, y Kung Fu, sobre todo en su letal variante Yingzhao quan, conocido entre los expertos como Kung Fu del Águila: “si te ataco con el Yingzhao quan, puedo matarte de un solo golpe”, me dijo muy serio. Ya no entramos a la clase de matemáticas por seguir escuchando la historia del archiduque, aunque fue necesario invitarle las tortas y un refresco porque muy súbdito de la corona inglesa y toda la cosa, pero no traía un solo peso. Pável, por lo que pudimos constatar, tenía un apetito británico a toda prueba, pues se despachó entre pecho y espalda una torta de chorizo con huevo, y otra más de milanesa de soya, a las que acompañó con una coca cola bien fría. Para terminar con el desayuno nos pidió que le invitáramos un Gansito a manera de postre, y se excusó por no hacer siquiera el intento de cooperar para cubrir la cuenta: “sólo traigo mis tarjetas y unos cuantos billetes de 500 libras para casos de emergencia”, explicó. Además de las artes marciales, que eran para Pável una segunda naturaleza, nuestro amigo también era experto en toda clase de deportes que exigieran destreza física. Así se preció de ser uno de los mejores jugadores de golf de todo el Reino Unido. De igual manera dominaba el tenis, el polo, el fútbol soccer (que ellos inventaron) y otros deportes como la natación, la lucha grecorromana, la equitación, el criquet y la esgrima, en la cual sobresalía notablemente al grado de que en su pueblo lo consideraban, según nos informó, “un artista del florete”. También era un conocedor de literatura,

música (sobre todo la ópera, y se ufanaba de las temporadas completas que disfrutó en el Teatro alla Scala de Milano); era un conocedor también de vinos, degustador de los mejores alimentos, incluso de algunos de nombre impronunciable a base de insectos exóticos que le invitaron unos sherpas en los Himalayas, porque a pesar de su corta edad había viajado por todo el mundo, aunque su base de operaciones fue durante varios años la ciudad de Guadalajara y en los últimos meses en mi barrio, estudiando según él las costumbres de los mexicanos. Su tía lo mandó con esa encomienda especial que habría de prepararlo para cuando le llegase el momento de ejercer el cargo de lord o algo parecido. Por si fuera poco, Pável remató su presentación con un argumento que debió convencerme en el momento de que estaba frente a un miembro de la casa real inglesa: era hemofílico. Al ver mi expresión de desconcierto se dignó explicarme, con un gesto de fastidio y compasión, que por si yo no lo sabía, los miembros de la realeza legítimos, aquellos que verdaderamente tenían la sangre imperial, padecían hemofilia así como él. Pável vivía en una realidad alterna. En una, la nuestra, era un niño ordinario, tan pobre como cualquiera de nosotros, que hacía el recorrido a pie hasta la escuela y nos gorreaba las tortas por la simple razón de que no traía ni un peso, y los billetes que 500 libras eran tan ilusorios como su hemofilia y sus historias de la realeza. En la otra realidad era guapo, inteligente, políglota; el futuro era para él una llanura amplísima para recorrerla sin sufrimientos ni tristezas, donde sería lord, o duque, y huiría de los paparazzis y se daría la gran vida recorriendo los casinos de la Riviera, o disfrutando de efímeros romances con hermosas mujeres con las que recorrería el Mediterráneo en un lujoso yate. Para mí Pável era como un animalito desvalido. Sólo Dios sabe qué circunstancia de su vida lo obligó a fugarse en aquel sueño de ducados, protocolos absurdos e historias de nobles y princesas. Pero la vida es una perra rabiosa, y bien pronto se encargaría de traerlo de regreso y hacerlo sentir una vez más el amargo sabor de la realidad.

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