Edición 137 Revista Políticos al Desnudo

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de atribuir a los españoles una falsa superioridad. Los franciscanos se apresuraron a loar a Hernán Cortés Pizarro. Algunos autores se empeñaban en demostrar la superioridad de los castellanos, o resaltar que la conquista había sido obra de la providencia a través de un puñado de hombres eminentes y excepcionales, que maravillosamente derrotaron a miles de indígenas. El audaz extremeño comunicaba al rey Carlos I (menor de edad, por lo cual la Regencia la ocupaba el Cardenal Francisco Jiménez de Cisneros), dos acontecimientos fundamentales: el dominio sobre territorios poblados por indígenas y la abundancia de metales preciosos, lo que le debía redituar cargos y estipendios. De ahí que exagerara sus hazañas o procurara ser enaltecido. Esas cartas iban acompañadas con el quinto del botín, petición subliminal del título de “Adelantado” con efectos retroactivos, o el de gobernador que consideraba merecer. El acontecimiento del Tepeyac en 1531 durante el proceso de cristianización de los indígenas fue “la invención milagrosa más arraigada en el pueblo mexicano”, al decir de Fernando Benítez (1982), aunque la religión indígena sobrevivió tras la apariencia del sincretismo. En tierras de Centla le fue obsequiada a Cortés una india hermosa y desenvuelta. Malitzin, hablante de maya y náhuatl, que junto al náufrago Jerónimo de Aguilar que

hablaba español y maya, complementó la traducción. Su desempeñó fue indispensable en la conquista. En el histórico encuentro del 8 de noviembre de 1519 ¿no pudieron traducirse las palabras de bienvenida expresadas por Moctezuma ante Cortés, como un acto de sumisión? ¿o de reverencia a Quetzalcóatl que regresaba como lo tenía prometido? “Tome posesión de la tierra, disfrute su palacio…” Esta posible distorsión ha dado pábulo a confusiones substanciales. Tal vez sea demasiada escrupulosidad que Malinalli haya tenido a Moctezuma como opresor de su pueblo, y un año después de la caída de Tenochtitlan procreara un hijo con Cortés. Algunos cornistas afirman que los indios tomaban a los españoles por seres divinos; o que creían que hombre y caballo eran uno, pero este concepto aborta cuando ven a otros hombres iguales, pero a pie. O los observan recoger los cadáveres de sus compañeros que perecieron en combate, o víctimas de las epidemias que trajeron en sus alforjas. Un elemento más de diferencia es la cultura de la guerra: los indígenas tenían sus rituales, como la ceremonia previa, la captura del enemigo para su sacrifico ritual en vez de la muerte en el campo de batalla, no mataban a los no combatientes. Los españoles eran atroces. En su carta al rey (hijo de Felipe el

Hermoso y Juana la Loca), Cortés omite que se le haya confundido con un Dios para que resaltaran sus méritos como guerrero y conquistador. Fueron los evangelizadores los que distribuyeron el mito de los presagios funestos y el derrumbe sicológico de Moctezuma ante la llegada de los invasores. Condenaron el ritual de la inmolación en la piedra de los sacrificios (el desollamiento, el sacrificio gladiatorio, el flechamiento), que era parte de un concepto religioso practicado por innumerables pueblos de la antigüedad, pero trajeron al nuevo mundo la horca, el potro y la hoguera, como expresiones de un fanatismo cruel, que implicaba la confiscación de los bienes y el anatema sobre el apellido. Un verdadero genocidio fue convertir a los idólatras con la espada, la ballesta y los cañones de bronce. Si los factores que contribuyeron a la derrota de los pueblos del Anáhuac fueron el mito y el armamento, el eje principal lo constituye, indudablemente, la desunión, la opresión a que estaban sometidos y la alianza traicionada. Esa es una cicatriz perdurable y lacerante. La historia escrita con imparcialidad requiere acomodar las piezas sueltas. En la memoria histórica debe prevalecer la grandeza de Tenochtitlán, el pueblo que había alcanzado un grado de civilización sorprendente, que fue masacrado con vesania inhumana.

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