Sin brújula y sin prisa

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que venían de Santa Pola y Guardamar. Después su hijo y ahora sus nietos llevan el pequeño hotel. El avance del mar les ha dejado indefensos, pero también lo ha convertido en un lugar privilegiado donde sus huéspedes parecen dormir en un barco varado en la arena mientras escuchan durante toda la noche el murmullo de las olas y ven por la ventana el reflejo de la luz de la luna sobre el agua. El trato es sencillo, honesto, de carácter familiar, como en los viejos balnearios donde la decoración y las habitaciones te trasladan en el tiempo y el comedor, con vistas, te recuerda que el Mediterráneo es un hombre disfrazado de mar. La playa del Pinet, entre los términos de Elx y Santa Pola se extiende a lo largo de seis kilómetros en un estado primigenio, casi intacto, de arena blanca y sólo interrumpida por los antiguos canales de las salinas todavía en funcionamiento. Las barcas de madera, abandonadas en la orilla, vencidas por el sol y albeadas por el salobre, se funden con la arena y son, en su agonía, refugio de especies como la perdiz de mar, que anidan en el suelo y crían a sus polluelos a la sombra de la proa, o lo que queda de ella, un carcomido esqueleto que desafía su prominencia al viento de Llebeig. Los antiguos muelles de madera y las montañas de blanca y cegadora sal, como cumbres alpinas sacadas de su entorno, forman parte del paisaje luminoso y transparente de la costa alicantina. Protegida íntegramente, la playa de Pinet no se puede apenas ni pisar, pero nadie nos privará del largo paseo por la orilla hasta Santa Pola, excursión que en poco más de hora y media nos lleva a playa Lisa. Fue allí donde en mayo de 1900 los pescadores observaron cómo los marineros ingleses del buque Theseus se entretenían en sus ratos de ocio con un extraño juego en el que corrían tras una pelota divididos en dos bandos. Lo llamaban foot-ball y décadas después este juego se había convertido en la obsesión enfermiza de miles de españoles. Entre tanto, a lo largo de esta estrecha franja entre la tierra y el mar, las dunas de discreta altura y dilatada ondulación parecen no querer rivalizar con el suave oleaje y la horizontalidad de las salinas donde colonias de flamencos pasan el invierno. Hace años que se quedan aquí. Con el cambio climático ya no necesitan cruzar a África.

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