La psicología educativa en la escuela y la escuela en

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LA PSICOLOGÍA EDUCATIVA EN LA ESCUELA Y LA ESCUELA EN LA PSICOLOGÍA EDUCATIVA

Un análisis desde el caso Colombiano

Oscar Gilberto Hernández

Muchos especialistas del campo de la psicología educativa tienden a reducir la escuela a un lugar de aplicación profesional. Aunque esta apreciación corresponde a las líneas más tradicionales de formación y, en cierto sentido, se encuentra vigente, las mutaciones sociales recientes han impulsado su cuestionamiento. Pensar la escuela solo como un lugar de aplicación para la psicología educativa es una disposición que impide su desarrollo, porque oculta toda una red de relaciones y consideraciones subyacentes. Este capítulo está dedicado a debatir las cualidades de esa red y, para ello, se sitúa en la práctica de la psicología educativa en los contextos escolares, con el propósito de justificar algunos interrogantes relacionados.

Su contenido se organiza en tres secciones. En la primera, denominada La psicología educativa en la escuela, se sintetizan las principales áreas de incidencia psicológica en la institución escolar. En la segunda, La escuela en la psicología educativa, se presentan las características básicas de la escuela con el ánimo de impulsar su incorporación en el corpus teórico de la psicología educativa. En la última sección, titulada Interpelación del rol del psicólogo en la escuela e interrogantes para posibles investigaciones derivadas, se realiza una breve intersección de las dos secciones precedentes para proponer algunas líneas de trabajo a mediano plazo. Este recorrido también añade la discusión sobre el tránsito de una época moderna hacia una posmoderna y su impacto sobre las ciencias sociales latinoamericanas. En varias formas, esas connotaciones se reflejarán a lo largo del capítulo.


La psicología educativa en la escuela

La incidencia de la psicología en la conformación de la institución escolar tiene diversos modos y varios grados de profundidad. Como ha señalado el psicólogo español César Coll (2005), la influencia de la psicología en el ámbito de la educación ha perdido fuerza gracias al reconocimiento de la complejidad en los procesos educativos. Si en la primera mitad del siglo XX la psicología era la plataforma científica para la pedagogía y la educación, ahora en el comienzo del siglo XXI se encuentra en diálogo con saberes de distintas disciplinas.

Una de las razones primordiales de este cambio fue el abandono parcial de la epistemología positivista como baluarte exclusivo de las ciencias sociales. Es parcial porque aún coexisten reminiscencias en algunas propuestas contemporáneas de intervención psicológica en educación y, como se expondrá en la tercera sección, esas contradicciones obligan a pensar cuidadosamente las expectativas sobre el rol profesional de la psicología en esos contextos. Asimismo, es posible conectar algunas dimensiones macrosociales en la comprensión de esa misma transformación. Estas se refieren al tránsito de una época moderna hacia una postmoderna, interpretación que proviene de la teoría social. Según se indica, tanto la influencia de los desarrollos tecnológicos como las formas emergentes de regulación de la vida cotidiana, han modificado la relación del hombre con el espacio y el tiempo, a tal punto que estaríamos asistiendo al nacimiento de una nueva etapa en la historia humana: la posmodernidad (Lyotard, 1990).

Pese a este punto de vista, en la propia teoría social existen autores que son más cautelosos. Aunque se refieren a los mismos fenómenos, no coinciden en el surgimiento de una época posmoderna como tal,


sino al contrario, afirman que son las consecuencias de la modernidad las que se están radicalizando (Giddens, 1993), o que la modernidad está adquiriendo una forma más “líquida” (Bauman, 2002). En términos concretos, esas dos deducciones se refieren a la pérdida de la capacidad de las instituciones para influir en el ámbito subjetivo de las personas, al aumento de los grados de la individualización e, incluso, al deterioro de la superioridad del saber científico frente a otros saberes, como el popular o el religioso. Esta característica también es conocida como el cuestionamiento al paradigma de legitimación del saber científico-investigativo (Richard, 2001).

Pero, ¿por qué molestarse en conectar los postulados de la teoría social con un ámbito tan específico como es la psicología educativa en la escuela? Por cuatro razones. En primer lugar, porque tanto el saber de cualquier ciencia como el psicológico y la institución escolar responden a las condiciones históricas y sociales de cada época particular y, por lo tanto, requieren su contextualización permanente. Segundo, porque la incidencia de las transformaciones sociales abarca de igual modo a la escuela como a la misma psicología educativa. Es decir, implica afrontar los desafíos que estas les asignan para observarse a sí mismas. Tercero, porque las funciones sociales de la escuela y de la práctica de la psicología en ella tienen una notable secuela en dimensiones –en principio– tan distantes como el diseño de políticas educativas o los mecanismos de selección de escuelas que hacen las familias. En ese sentido, esos “macroaspectos” encuentran un sustento invisible en la “microvida” cotidiana escolar. La última razón para conectar la teoría social con la práctica de la psicología educativa en la escuela consiste en un proceso derivado del anterior. Esto es: la legitimación de esas prácticas, o en otras palabras, el proceso que determina lo que se debe y lo que no se debe hacer. Estas razones funcionan en este capítulo como un marco para justificar algunos interrogantes, así como para enriquecer las relaciones entre la psicología educativa y las demás disciplinas del ámbito de la educación.


De igual modo, estas razones pueden leerse como unas consideraciones preliminares para dar paso al propósito de este apartado, presentar una síntesis de las principales áreas de incidencia psicológica en la escuela. Pero antes de comenzar con su despliegue, es conveniente aclarar que, pese al énfasis que en este documento se hace en los contextos escolares, reconocemos que la práctica de la psicología educativa no se agota en estos escenarios. Incluso, se debe llamar la atención sobre el incremento de la demanda de la teoría psicológica en educación más allá de los entornos escolares, razón por la cual su análisis ameritaría otro texto orientado hacia esa especificidad. Cada una de las siguientes áreas de incidencia, estará compuesta de una breve conceptualización y una reseña de los impactos más importantes para la misma disciplina psicológica. Como se deducirá, todas estas son dimensiones que corresponden a la contribución de la psicología en la conformación de los formatos escolares, noción que más adelante será precisada.

Relación entre saberes y prácticas En términos estrictos, la relación entre el saber y la práctica no constituye un área de incidencia profesional o de investigación. Sin embargo, es importante incluirla en esta exploración porque con ella se logra una mejor comprensión de su estructura argumentativa. Quizá es el historiador del pensamiento humano –como a sí mismo prefería hacerse llamar–, el francés Michel Foucault (1926-1984), quien estableció con mayor especificidad algunos lineamientos en ese sentido.

En muchos pasajes de su obra pueden ubicarse variadas referencias directas e indirectas a esa relación, especialmente en las publicaciones Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas (1966) y La arqueología del saber (1969). Básicamente, ambos textos muestran que tanto la actividad humana como las “verdades-saberes”


que les otorgan sentido, resultan de las condiciones particulares de cada época histórica. Por lo tanto, aquello que se considera como aceptable o no aceptable es susceptible de cuestionamiento o, por lo menos, de ser percibido con menor naturalidad. En una entrevista, realizada en el año 1982, Foucault explicó esta intención con mayor claridad:

Mi rol –y es una palabra que tiene demasiada fuerza– consiste en mostrarle a la gente que es mucho más libre de lo que se siente, que las personas aceptan como verdad, como evidencia, ciertos temas que se han construido en un momento determinado de la historia, y que esa presunta evidencia puede criticarse y destruirse. El papel del intelectual consiste en modificar algo en la mente de las personas. (Martin & Cols, 1988, p. 10)

En su trabajo, las ciencias humanas constituyen un saber exclusivo que legitima aquellas prácticas derivadas y, por esto, el análisis de lo que las personas hacen o dejan de hacer, no se reduce a la conducta o sus contingencias, sino que se expande a sus dimensiones históricas y simbólicas. La relación entre el saber y la práctica se asienta en que el primero prefigura la segunda y esta, a su vez, busca aferrársele para continuar existiendo. “En síntesis, podemos decir que Foucault entiende por prácticas la racionalidad o la regularidad que organiza lo que los hombres hacen” (Castro, 2006, p. 57).

Luego de más de cuarenta años desde su publicación, acompañados de nuevas consideraciones y matices, el núcleo original del pensamiento de Foucault está vigente. Son incontables las investigaciones relativas al contexto escolar que se han realizado a partir de su trabajo, por ejemplo, sobre la historiografía de las prácticas pedagógicas en la escuela colombiana (Sáenz & Saldarriaga, 2004), o acerca de algunos trastornos del comportamiento, tal como se entienden desde la perspectiva médico-conductista (Bianchi, 2010).


Para el caso de la psicología educativa en la escuela, la relación entre saberes y prácticas facilita varios cuestionamientos, que pese a su aparente obviedad, esconden concepciones concernientes al propósito de la educación y de la institución escolar. Una pregunta –si se quiere– orientadora es: ¿por qué los profesionales de la psicología hacen lo que hacen hoy en la escuela?

Sin duda alguna, este es un interrogante que rebasa las posibilidades de este texto e incluso el intento por responderla puede convertirse en toda una línea de investigación específica. Sin embargo, es posible justificarla siempre que exista un interés por examinar alternativas de transformación, tanto para la escuela como para la psicología educativa. Dicho de otro modo, conocer la construcción histórica de las prácticas psicológicas en la escuela, así como los saberes científicos que les otorgan sentido, constituye una precondición para pensar opciones coherentes para su desarrollo. Esta justificación puede leerse mejor en la siguiente cita extraída de uno de los trabajos del politólogo germanochileno Norbert Lechner:

Por un lado, las experiencias pasadas, sean rutinas inertes o acontecimientos extraordinarios, nos fijan los objetivos que ambicionamos. Por el otro, expuestos a un futuro inédito, somos llevados a buscar en el pasado las lecciones que ayuden a comprenderlo. Y soñamos entonces con estar por encima de esa tensión; no fuera del tiempo, sino pudiendo seleccionar qué pasado asumimos y qué futuro nace de cero. Pero no podemos escapar al fuego cruzado. Lo que puedo llegar a ser, siempre lleva la impronta de lo que he llegado a ser. No solo el pasado echa sombras, también el mañana. Son las fuerzas que nos inhiben a imaginar lo nuevo, otro mundo, una vida diferente, un futuro mejor. (Lechner, 2002, p. 9)


Pensar las maneras concretas en las cuales desarrollamos las actividades profesionales, implica reconocer la relación entre saberes y prácticas. Y no solo eso, también invita a preguntarnos por las consecuencias que ellas tienen sobre los demás y sobre nosotros mismos, en este caso, para los psicólogos educativos y sus consultantes.

Configuración del tiempo y espacio en la escuela La incidencia más notable de la psicología educativa en la conformación de la institución escolar es la configuración de su tiempo y su espacio. Y pese a su notabilidad, en ocasiones pasa inadvertida por los mismos psicólogos escolares debido a su naturalización. El tiempo en la escuela se refiere a la organización de los horarios y sus fragmentaciones de acuerdo con algunos principios derivados del saber psicológico (Testu, 1989). De este modo, actividades escolares tan cotidianas como las clases, el recreo, la jornada, las vacaciones, las reuniones, los niveles, etcétera, obedecen a una cantidad de tiempo minuciosamente controlado. ¿Quién no recuerda el tono del timbre que avisa el cambio de clase, la salida al recreo o, aún mejor, el fin de la jornada?

El tiempo en la escuela es un regulador de actividades y, como todo regulador, este también sirve para normalizar la dinámica de las acciones. Es factible pensar en la regulación que el tiempo de la escuela tiene sobre algunos ámbitos extraescolares, sobre todo, cuando las familias deben afrontar los compromisos que la escuela no asume, como en los periodos vacacionales y en el horario de ingreso o salida. Es más, vale la pena reflexionar en la incidencia de la regulación del tiempo de la escuela sobre la psicología educativa. Esto es, en las esferas en las cuales esa lógica temporal atraviesa sus teorías.


El espacio escolar, por su parte, se refiere a los lugares físicos que se destinan para diferentes actividades en la escuela. Los salones, el patio, la coordinación, la enfermería, las salas de juegos, la de los computadores, la cafetería, los pasillos, etcétera; hacen parte de una distribución interna que obedece a la organización de las relaciones entre sus ocupantes (Mateos & Valls, 1982). Es sabido que el salón de clase es el espacio que ha tenido más atención en la investigación educativa sobre la escuela, sin embargo, en los demás lugares también ocurren manifestaciones significativas de las culturas escolares. Aquí cabe resaltar que en algunos colegios, el psicólogo ocupa un lugar exclusivo o compartido con otros profesionales no docentes, como trabajadores sociales y consejeros. La oficina del psicólogo en algunas escuelas, a veces temida por los demás integrantes de la comunidad educativa, constituye más que una metáfora: es el resultado palpable de la incorporación de la psicología en la institución escolar.

Pero el espacio escolar como lugar físico también puede complementarse en tanto espacio simbólico, o mejor, como algunos antropólogos lo entienden: un lugar de identidad, de relaciones, y de carácter histórico (Auge, 1992). En ese caso, cada espacio de la escuela atrapa la historia, la norma y la identificación de la escuela, de aquello que fuimos o somos en ellos. Basta con recordar solo un momento nuestros pasados salones de clases –para algunos ahora convertidos en espacios de trabajo o de investigación– y el tan aclamado patio de recreo, para advertir que eran sitios donde existen roles, expectativas y pautas. De otra parte, el espacio escolar en conjunto también marca límites con el exterior y, al respecto, existen grandes discusiones sobre el rol de la escuela en la solución de los problemas sociales y viceversa (Tenti Fanfani, 1992). Aunque este es un tema que retomaremos en la siguiente sección, por ahora es útil mencionar que la psicología educativa ha desplegado un importante discurso sobre ese particular. Es primordial indagar por el espacio simbólico de la psicología educativa dentro de la escuela.


La combinación entre el tiempo y el espacio en la escuela implica desentrañar las contribuciones de la psicología para su configuración. En una reciente publicación, titulada La escuela no siempre fue así, Carla Baredes y Pablo Pineau (2008) muestran que la división y agrupación por grados, edades, estratos económicos, horarios y espacios, que hoy se hacen con los niños en la escuela son resultado de varias condiciones históricas y de saberes. Uno de ellos es la psicología, dentro de la cual se destacan teorías tan reconocidas como el desarrollo cognitivo (Piaget, 1982), la zona de desarrollo próximo (Vygotsky, 1989) y el desarrollo moral (Kohlberg, 1984). Esto no significa que en el contenido de esas teorías exista una referencia explícita a la organización escolar, más bien, significa que ellas fueron parte de la base para su paulatino arreglo. En últimas se trata de examinar el uso de las teorías psicológicas en la conformación del tiempo y espacio escolar. Y de modo inverso, se puede cerrar este apartado con las siguientes preguntas: ¿cuál es la lógica temporal y espacial que existe en las teorías que conforman la psicología educativa?, esto es –y a modo de paradoja– ¿cuál es la incidencia que la psicología educativa ha recibido de los mismos formatos escolares que ayudó a conformar?

Desarrollo social, moral, y cognitivo Con una vinculación directa a la noción de la infancia, cuya existencia tal y como la conocemos surgió en Europa a finales del siglo XVIII (Álvarez, 2011), la psicología del desarrollo protagoniza otra incidencia sobre la conformación de la institución escolar. Sin desconocer que el campo de estudio de esta rama de la psicología abarca otras instancias de la vida humana, es el desarrollo (de) en la infancia el ámbito específico que se orienta más hacia ese vínculo. Al igual que la institución escolar, la infancia es una construcción histórica y conceptual de la modernidad y, al parecer, ambas se entrelazaron para


complementarse. A partir de allí, se piensa que el lugar natural de los niños es la escuela y que esta tiene como responsabilidad suprema favorecer su desarrollo. No obstante, algunas prácticas psicopedagógicas basadas en esa premisa requieren, por lo menos, alguna elemental revisión.

Para ello, es útil pensar en el currículo escolar y su diseño. Como es sabido, este se compone de contenidos, objetivos, métodos, evaluaciones, competencias, etcétera y más que su agrupamiento en un proyecto coherente, el currículo es el resultado de interacciones diversas (Gimeno, 2007). La psicología del desarrollo es uno de esos agentes de interacción porque sustenta en buena medida los contenidos de la enseñanza, así como su conexión con el propósito más general del desarrollo infantil e, incluso, juvenil. En el caso de la primaria, ese fenómeno se ve reflejado en el diseño de los libros de texto y en todos los códigos de transmisión. Mientras que en la secundaria o el bachillerato, el énfasis en el desarrollo social tiene mayor relevancia siempre que se espera una buena educación de la ciudadanía. Sin los aportes de la psicología del desarrollo, el currículo escolar tendría otro tipo de racionalidad organizativa.

De igual modo existe otra vinculación, tan estrecha como problemática, entre las nociones de educación y desarrollo. Los profesionales de la psicología, la pedagogía, y en general de todos los interesados en el tema, reconocen con perfección la disyuntiva sistemática entre la educación como un proceso interno, ligado a una concepción también interna del desarrollo, y una concepción externa, cercana a la cuestión del aprendizaje como motor, igualmente externo, de la educación. Esta dicotomía, ampliamente debatida a partir de macro teorías como las mencionadas antes (Piaget, Vygotsky, y Kohlberg), ha provocado una avalancha de discusiones y de investigaciones que reprochan esas separaciones. En la siguiente cita se observa mejor esa iniciativa:


La idea de que existen procesos evolutivos y procesos de aprendizaje químicamente puros debe desecharse porque está en contradicción con algunas aportaciones recientes de la investigación psicológica […] Ha surgido un nuevo planteamiento que supera la controversia descrita reconciliando en un esquema explicativo integrador los procesos de desarrollo individual y el aprendizaje de la experiencia humana culturalmente organizada. (Coll, 1991, pp. 26-27)

El planteamiento en referencia es aquel derivado de los enfoques socioculturales en psicología, cuyas principales premisas son: el reconocimiento de la historia, la cultura y del ámbito social; en la educación, el desarrollo y el aprendizaje humanos (Cole, 1993; Olson, 1997). En este panorama, los problemas concernientes al diseño y práctica de los currículos escolares se comprenden como actividades culturales y, por tanto, los saberes que participan de su interacción son susceptibles también de abordarse como culturas. Pensar en la psicología educativa como una cultura, que se nutre de la cultura escolar y viceversa, es una posibilidad supremamente fértil porque en esa condición se podría realzar el carácter simbólico de sus prácticas. El desarrollo y la educación también adquieren esa connotación.

Retomando la esfera de la psicología educativa propiamente dicha, hay que señalar su intersección con la psicología del desarrollo. Es difícil no mencionarla dadas las cualidades del contexto escolar, en cuyo seno se funden casi completamente. El trabajo más difundido en ese sentido es el realizado por el psicólogo estadounidense Jerome Bruner, quien en Educación puerta a la cultura escribió: “la educación no es sólo una tarea técnica de procesamiento de la información bien organizado, ni siquiera sencillamente una cuestión de aplicar ‘teorías del aprendizaje’ al aula ni de usar los resultados de ‘pruebas de rendimiento’ centradas en el sujeto. Es una empresa compleja de adaptar una cultura a las necesidades de sus miembros, y de adaptar sus miembros y sus formas de conocer a las necesidades de la cultura” (Bruner, 1997, p.


62). ¿La adaptación entre cultura y educación se realiza en la intersección entre la psicología del desarrollo y la educativa?

El desarrollo moral, social y cognitivo, todos agrupados como un conjunto de etapas sucesivas que funcionan casi universalmente, pueden constituirse en el producto “material” de dicha adaptación. En la psicología educativa también han marcado una sucesión de etapas conectadas que, según sean concebidas, sellan la actividad de los psicólogos educativos en las escuelas. Es decir, se actúa de acuerdo con los lineamientos de cada etapa y área del desarrollo. La sombra de la psicología del desarrollo, proyectada a través de la psicología educativa en la institución escolar, le impone una tarea difícil de cumplir: “desarrollar” a los niños, niñas y jóvenes. Esta ha sido una labor que con el paso del tiempo empezó a ser compartida con otras instituciones y medios, sin embargo, en la actualidad su sentido comienza a revitalizarse gracias a la aplicación de la noción de competencias en la educación.

En un próximo apartado precisaremos esta noción, pero mientras tanto, y recurriendo a un pequeño juego de palabras, cabe preguntarse: ¿la psicología educativa tiene las competencias para inculcar competencias morales, sociales y cognitivas en la escuela?, ¿esta no es una asignación externa a ella misma? Si la respuesta fuese afirmativa, estaría saliendo a flote una cuestión más compleja sobre la jerarquía de saberes o, en otras palabras, la imposición externa de intereses, temas y agendas en las teorías e investigaciones. Describir el lugar que ocupa la psicología educativa, dentro de una red más amplia de (sub) disciplinas, es una labor que está pendiente.

Enseñanza y aprendizaje


El problema sobre la enseñanza y el aprendizaje ha tenido una evolución espectacular. Desde las concepciones que tienden a reducirlo a la asociación entre estímulos y respuestas (Skinner, 1987), hasta aquellas que usan metáforas computacionales para tratar de comprenderlas (Baars, 1986), su naturaleza ha sido objeto de innumerables consideraciones. Este también es un asunto neural de la pedagogía y de la didáctica, campos del saber que se nutren de otros saberes, incluyendo la psicología educativa, pero que le imprimen cualidades especiales según su propia perspectiva. La cuestión de la enseñanza y del aprendizaje en la pedagogía rebasa los netos principios psicológicos del aprendizaje para incluir la función que desempeña en distintos niveles sociales. La incidencia de la psicología educativa en esta área es tan poderosa, que hay un campo especializado llamado psicopedagogía, con sus correspondientes profesionales y prácticas.

En la actualidad existe un consenso para entender la relación entre la enseñanza y el aprendizaje como un proceso. Eso implica reconocer su dinamismo y complejidad en virtud de su contextualización, más allá de los supuestos que gobiernan tanto la enseñanza como el aprendizaje en sí mismos. Es decir, no se trata solamente de comprender el proceso aislado de sus demás factores asociados sino, casi en dirección contraria, de enlazar esas condiciones a su práctica cotidiana. A este respecto pueden encontrarse investigaciones y propuestas (psico) pedagógicas que distinguen la particularidad de ese proceso según la especificidad de cada área disciplinar, por citar algunos casos, la enseñanza y el aprendizaje de la historia (Carretero & Montanero, 2008), de las matemáticas (Gómez, 2002) y de la educación física (Torres, 2006). Asimismo se hallan varios tipos de pedagogías emergentes, entre ellas, la pedagogía diferencial (Jiménez, 2005), la conceptual (De Zubiría, 2002) y la informacional (Vivas, 2007). Los alcances y especificidades de unas y otras están por definirse, ya que en definitiva en ellas se apuesta por distintas respuestas a la pregunta: ¿para qué y para quién educar?


Tal vez la implicación más sobresaliente en esta área de incidencia de la psicología educativa en la escuela es la necesidad de realizar un diálogo más horizontal entre psicólogos y docentes. En diversas experiencias, el psicólogo educativo se muestra como un experto en el tema con una misión cristalina que cumplir: enseñar a enseñar a los docentes. Por si fuera poco, algunos realizan fuertes críticas al trabajo docente ignorando por completo sus condiciones laborales. En una investigación que estamos realizando sobre las prácticas psicoeducativas en las escuelas bogotanas, varios docentes escolares han manifestado esa sensación. Aquí se muestra un excelente ejemplo tomado de una entrevista reciente:

Para mí el problema es que la psicóloga viene aquí creyéndose que sabe más de la enseñanza que nosotros. Una vez estuvo en mi clase y, al finalizar, lo único que dijo era que yo tenía serios problemas para aplicar los modelos pedagógicos que había aprendido. Yo le dije que a veces era difícil porque había que tener en cuenta las condiciones del grupo en el momento, pero [ella] insistió que eso era producto de mi deficiente formación profesional. Empecé a ponerme de mal genio y le contesté que ella hiciera una clase para que me enseñara y cuando le dije eso, [me parece que] le dio miedo porque me sacó mil excusas […]. El problema es que los psicólogos no conocen las condiciones en las que [nosotros, los docentes] trabajamos, les falta “untarse” más de escuela. (Mary Luz, profesora de Historia)

En este fragmento se exhiben varios inconvenientes del diálogo entre psicólogos y docentes, entre ellos: la jerarquía de saberes y la ignorancia de las condiciones cotidianas de trabajo en las escuelas. Esto no significa que los psicólogos tengan que subordinar sus propios saberes y prácticas a los de la pedagogía. Significa reconocer los saberes y prácticas propias de los docentes; esto es, dialogar


horizontalmente con ellos para hacer una labor más amable y productiva. Al final del fragmento se dice que a los psicólogos les falta “untarse” más de escuela, frase que aunque resulte espontánea, puede interpretarse más allá de la presencia directa de los psicólogos educativos en ese lugar.

“Untarse más de escuela” personifica la conveniencia por conocer los fundamentos históricos, sociales y políticos que giran en torno a la institución escolar, espacio en donde tienen escena los mismos procesos de enseñanza y aprendizaje que estudian los psicólogos educativos. Como se mostrará en la siguiente sección, la escuela es una institución singular que encierra en sí misma numerosas cualidades de carácter económico, social, educativo e ideológico y, por tanto, cualquier tipo de intervención profesional en ella requiere de su conocimiento básico. Si bien puede objetarse esta afirmación para el desarrollo de actividades de corte psicológico tan concretas como la renombrada “escuela de padres” o los “talleres de salud”, que se hacen hoy en las escuelas, este conocimiento no debe someterse a su utilidad instrumental. Hacer intervenciones profesionales en un lugar que no se conoce bien, o que se reduce a un escenario de aplicación, empobrece tanto la realización práctica como el desarrollo intelectual de la misma intervención.

El proceso de la enseñanza y el aprendizaje, en tanto área de incidencia de la psicología educativa en la escuela, demanda entonces la flexibilidad de la frontera entre la investigación aséptica de los laboratorios y aquella realizada en torno a sus factores asociados. Esta flexibilidad propone una conexión más profunda entre la investigación básica y la aplicada –división metodológica derivada de algunas interpretaciones sobre la ciencia–, para ambos núcleos del proceso. En todo caso y para concluir este apartado, es substancial mencionar que no todos los profesionales de la psicología educativa presentan la misma tendencia de aquella mostrada por la psicóloga coprotagonista de la entrevista anterior. Al parecer, el interés por el conocimiento de la


escuela en tanto institución social y educativa está en aumento dentro de la comunidad psicológica. La cuestión que ahora se deriva es: ¿cómo mejorar los procesos de enseñanza y aprendizaje sin subordinar la experiencia y el conocimiento de los docentes y alumnos? Con seguridad, una respuesta sensata no surgirá exclusivamente desde la psicología educativa.

La sombra de la psicoclínica

La mayoría de los profesionales de la psicología sabemos que sea cual sea

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nuestra esfera de trabajo, estamos perseguidos por la imagen clínica de la psicología. Las arandelas que la adornan consisten en la presencia de un diván y de cierto misticismo en su práctica (Harrsch, 1998) y más que un problema para los psicólogos no clínicos, este sesgo identitario constituye una verdadera injusticia con aquellos psicólogos que realmente se especializan en esa esfera. Para el caso de la psicología educativa en la escuela, esa sombra se hace más densa debido al modelo médico imperante en su práctica. Es decir, la


psicopatologización de conductas, expresiones, diferencias, resistencias, etcétera, que no se ajustan al modelo ideal de alumno y de profesor (Boggino, & Avendaño, 2000).

Los trastornos del aprendizaje, el déficit de atención, los problemas de asertividad, la hiperactividad, el bullying y, en general, todos los diagnósticos psicoclínicos que puedan ser aplicados al contexto escolar, muestran la incidencia de la psicología educativa en la escuela gracias a su asociación con la psicología clínica. Incluso, algunos autores impulsan nuevas aplicaciones de viejos problemas clínicos a este contexto, entre los cuales llama la atención el “burn-out” o síndrome de sentirse exhausto de tipo estudiantil (Gutiérrez, 2010), cuyo sentido original se ubicaba en los contextos laborales (Freudenberger, 1974). En esta línea, no debe sorprender entonces que hasta el fenómeno del fracaso escolar se conceptualice también como un síndrome.

Pero, ¿cuál es realmente el lugar de la psicopatologización en la escuela?, después de todo, una cosa es tener un consultorio psicoclínico dentro de una escuela y otra tenerlo fuera de ella. Sin negar completamente la presencia de problemas que requieren asistencia psicoterapéutica en alumnos y docentes, la psicopatologización en la escuela provoca más desventajas que beneficios. Psicopatologizar la escuela significa reducir las causas de algunos trastornos psicológicos a las condiciones de la cotidianidad escolar, olvidando que en la mayor parte de los casos existen razones extraescolares que tienen mayor incidencia en su génesis, evolución y permanencia (Fernández, 2007). Asimismo, es claro que la misma institución escolar no es un contexto psicoterapéutico adecuado, razón por la cual, las dificultades de corte psicológico que demandan mayor atención que el solo apoyo u orientación emocional, corresponden

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tratarse en un entorno clínico propiamente dicho.

Además de las prácticas relacionadas directamente con la psicología clínica, se encuentran aquellas prácticas derivadas que también hacen parte de esta área de incidencia de la psicología educativa en la escuela. Se trata del conjunto de actividades que tienen como fundamento la prevención de eventuales problemas de la conducta y la promoción de estilos de vida saludables o solidarios. En este subgrupo, pueden ubicarse las ya mencionadas escuelas para padres, orientación vocacional, jornadas de convivencias, programas de motivación estudiantil, proyectos de vida, seminarios de sexualidad, talleres para el manejo organizacional de la escuela y ejes sobre alfabetización ambiental, entre otros. La razón que sustenta la mayoría de estas prácticas se asocia con la concepción de la escuela como un lugar de solución de los problemas sociales. Es decir, son actividades escolares que responden a sentidos extraescolares.

Pero la representación de la escuela como núcleo de solución, o de corrección, de los problemas sociales se encuentra cada vez más erosionada (Popkewitz, 1998) y por consiguiente esas prácticas requieren otro soporte. Las opciones son extremadamente heterogéneas y localizadas, debido principalmente a las justificaciones que cada escuela construye en particular. Igualmente el impacto de su realización, sumando al número creciente de propuestas similares provenientes de entidades externas, está por estudiarse. El hospital, la policía, la cámara de comercio y la arquidiócesis, entre otros, diseñan propuestas de salud, seguridad, convivencia y de valores… todo ¡al


colegio! Esto ha provocado una saturación de iniciativas bien intencionadas que en ocasiones perturban la cotidianidad escolar, y debido a su desarticulación, imponen mayores cargas de trabajo a docentes y más jornadas de tareas a los estudiantes.

La incidencia de la lógica de la psicología clínica a través de la psicología educativa en la escuela, se ha convertido en una vía para legitimar prácticas y saberes orientados a la solución de problemas individuales y sociales. Este fenómeno adquiere mayor complejidad cuando se distingue entre escuelas que atienden diversos grupos sociales, por ejemplo, las de élite y las marginales; y cuando los problemas sociales tienen asiento en ellas. Nuevamente, estas propiedades obligan a la psicología educativa

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a enfrentarse a desafíos –si no inéditos–, que exponen nuevas manifestaciones, tanto en su teoría como en su práctica. Sin olvidar la ventaja que con seguridad existe en la edificación de redes institucionales en donde la institución escolar sea un miembro más y no solamente el foco de convergencia, es importante que los psicólogos educativos conozcan de primera mano las intenciones y perspectivas de las iniciativas que desde fuera de la escuela tratan de solucionar sus problemas internos.


De igual forma, es fundamental que la psicología educativa realice serios cuestionamientos a los modelos ideales que ha construido e incorporado sobre los alumnos y los docentes, ya que estos legitiman sus actividades en distinto grado; en especial, aquellas que se encuentran a la sombra de la psicoclínica. Como ya se dijo, una cosa es hacer psicología clínica en la escuela y otra, hacer psicología educativa.

Evaluación

Con la publicación en 1908 de la escala Binet-Simon o el test para medir la edad mental, de los psicólogos franceses Albert Binet (18571911) y Théodore Simon (1872-1961), se inicia la tradición evaluativa de corte cientificista en los contextos escolares. O por lo menos así se quiere creer para otorgarle sentido. En la actualidad existe un sin número de baterías, test y evaluaciones objetivas, todas sustentadas en el conocimiento psicométrico, que son regularmente aplicadas en la evaluación del rendimiento escolar. El más difundido es el test del coeficiente intelectual (Terman, 1923), que ha tenido múltiples desarrollos y adaptaciones. La evaluación psicométrica, traducida en tests estandarizados, es la última área de incidencia de la psicología educativa en la escuela que en este capítulo se menciona.

Aparte de la evaluación cualitativa, que implica otras dimensiones y prácticas asociadas, en la escuela prevalecen los modelos de evaluaciones cuantitativas materializadas en las prácticas de exámenes, incluyendo las pruebas censales de distintos niveles. Ente ellas son fáciles de reconocer las valoraciones que tratan de medir competencias y todo el conjunto derivado de la actividad desarrollada por el Instituto Colombiano para la Evaluación de la Educación – ICFES–, entidad estatal encargada de


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realizar aplicaciones nacionales y de comparación del rendimiento académico internacional. No obstante, la historia reciente sobre este particular indica una confusión en la operacionalización de los resultados debido, entre otras razones, a los cambios en sus criterios de estandarización (Programa RED, 2004).

En esta área es fundamental reconocer los múltiples debates existentes sobre el fenómeno de la evaluación educativa. El más sobresaliente está relacionado con la misma concepción de esa actividad, es decir, sobre sus sentidos y alcances. En la siguiente cita, extraída de una tesis doctoral sobre la construcción de lo público en la escuela colombiana, se puede considerar una lectura mucho más amplia sobre este hecho:

La humanidad ha legitimado las desigualdades, los privilegios, las imposiciones y las servidumbres a través de pruebas. En una prueba hombres, grupos e incluso otros seres no humanos, se enfrentan, se miden, muestran sus capacidades. Siempre es un asunto de fuerza, pero si en esa confrontación hay una formalización de las reglas y las dos partes enfrentadas consideran que éstas se respetaron, la prueba y su resultado ganan en legitimidad. Es lo que Luc Boltanski ha


llamado “grandeza”, que otorga un reconocimiento público no sólo de la fuerza del ganador sino del “carácter justo del orden revelado por la prueba”. Por otra parte, toda prueba, por más “cuidadosamente que esté dispuesta no puede impedir por completo el paso de fuerzas que no entran en su definición” toda vez que no opera en un mundo abstracto sino real. (Miñana, 2006, pp. 407-408)

Pensar la evaluación educativa en una trama que implica su desnaturalización, así como la incorporación de sus consecuencias sociales –o la metamorfosis de las credenciales académicas en credenciales sociales–, es el inicio para admitir que esa actividad excede los límites conocidos por todos: el diseño, la ejecución, la revisión y los reportes de las pruebas. Pese a que esta es un área de incidencia difundida de la psicología educativa en la escuela, es notable que existan pocos trabajos que indaguen por sus efectos psicológicos, por ejemplo, relativos a los sentidos y significados derivados de la participación en las pruebas y de la clasificación de los resultados. La atención se ha focalizado excesivamente en la perspectiva psicométrica y simultáneamente se han descuidado los impactos sociales, económicos, políticos y éticos de la evaluación educativa escolar.

Otro foco de discusión en torno a esta área es la relación entre evaluación y

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calidad de la educación. Como se ha señalado en diversas publicaciones, algunas provenientes de los organismos internacionales de planeamiento de la educación, la definición de la calidad educativa involucra varias determinaciones de índole política, ideológica y social (Aguerredondo, 1993; Morduchowicz, 2006). Entender la evaluación psicométrica de la educación como el único –o el principal– medio para aproximarse a la noción de la calidad educativa, es un reduccionismo que esconde una opción para cada una de esas dimensiones. Probablemente la psicóloga que se especialice en el área de la psicometría o que haya incorporado esa perspectiva en su práctica como psicóloga educativa escolar, no encuentre una conexión significativa entre su trabajo y estas cuestiones. Es probable que en su formación profesional no tuviera ocasión de conocerlas o que sean asuntos que se perciban como “muy distantes” de la disciplina psicológica. Obviamente, esto no afecta la existencia de la asociación que se ha descrito.

De cualquier manera, la incidencia de la psicología educativa en las prácticas de evaluación escolar –a través del conocimiento psicométrico– constituye un problema complejo. Como se puede deducir, este es un asunto que concierne tanto al diseño de políticas públicas educativas, como a la discusión más general sobre el mismo propósito de la educación y de la escuela. En ese sentido es apropiado mencionar, para terminar este apartado, el concepto en el cual hoy desembocan varias controversias interdisciplinares afines: las competencias en educación.

Adoptado de una inesperada combinación entre los mundos empresariales y lingüísticos, este concepto ha adquirido una vasta polisemia que, en cierta medida, ha generado más confusiones que aclaraciones (Díaz, 2006). De un lado existe una tendencia por reducir


las competencias en educación a la mera instrumentalización del conocimiento (saber-hacer) y, por el otro, se ubican propuestas que buscan impulsar su riqueza simbólica y cultural; esto es, saberhaciendo (Torrado, 2000). La evaluación educativa será distinta si se aproxima a una de las dos tendencias y, por tanto, las concepciones psicométricas también cobrarán relevancia diferenciada.

Como el debate se encuentra abierto, los retos para el caso de la psicología educativa en la escuela presentan varias opciones. Una de ellas, la más fácil pero a su vez la menos

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fértil, es abstraerse en sí misma evitando el debate. La opción contraria, que por supuesto es más difícil pero muy fértil, es afrontarlo reconociendo su incidencia sobre la evaluación educativa en la escuela, así como su contribución en el impacto de las dimensiones ya señaladas. ¿Cuál es el modelo de calidad de educación más adecuado para afrontar los problemas socioeducativos de Colombia?, ¿en qué y cómo se puede participar en esa cuestión desde la psicología educativa? Una revisión de los usos, contenidos, propósitos, ventajas y limitaciones de los tests estandarizados en las evaluaciones escolares, puede convertirse en el primer paso para la cimentación de una línea de trabajo al respecto.


Pero el anterior debate no es el único que está abierto. Cada una de las áreas de incidencia mencionadas de la psicología –educativa– en la escuela encierran un conjunto de discusiones sobre diversos temas, casi todos atrapados en las agendas sobre la educación. Esta presentación sistemática acerca de las prácticas psicoeducativas en la institución escolar oculta las intersecciones que existen a diario. Es probable que la sensación sobre la fragmentación de áreas luego de leer esta primera sección sea aliviada cuando el lector note que ellas se combinan en las actividades que los psicólogos hacen en las escuelas, así como en las que hacen las demás personas de esa institución a partir del conocimiento psicológico. También será un alivio, si se observa el sentido que ha guiado la exposición; esto es, el enlace entre el fin y el inicio de cada área reseñada. Esto por supuesto no limita otras posibles interpretaciones.

En definitiva, hemos propuesto algunas zonas de incidencia del conocimiento psicológico en la consolidación de los formatos escolares. Algunas de ellas funcionan bajo la mediación de otras especialidades psicológicas, como la clínica o la psicometría, pero todas con una manifestación en las prácticas psicoeducativas en la escuela. El propósito que se persigue es desnaturalizar esas prácticas y reconocer los contenidos básicos de sus saberes, para abrir una reflexión en el sentido inverso. Es decir, pensar la forma como la institución escolar incide en la constitución teórica y práctica de la psicología educativa. Para hacerlo, es necesario reconocer las características fundamentales de la escuela, en tanto institución social, educativa e histórica. La

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siguiente sección está dedicada a este particular. La materialización de la especificidad de la psicología educativa en la escuela, asociada al campo de la orientación escolar, la envuelve y la excede (Bisquerra, 2002).

La escuela en la psicología educativa

La convergencia de las dimensiones políticas, sociales, educativas y económicas, hacen de la escuela una institución muy singular. La respuesta a la pregunta ¿qué es una escuela? puede tomar diversos grados de complejidad dependiendo del reconocimiento de sus características fundamentales, entre ellas, las continuidades y mutaciones de sus propósitos históricos. En esta sección se presentan las condiciones mínimas de su definición, incluidos los debates contemporáneos más complejos y sus implicaciones para el ámbito de la educación. También se propone su conexión con el campo específico de la psicología educativa, siempre teniendo en cuenta la posibilidad de incluir algunas de esas características en el enriquecimiento de su corpus teórico y práctico. Si en la anterior sección se privilegió la mirada de la psicología educativa respecto a la escuela, en esta se privilegia la mirada de la escuela respecto la psicología educativa.

La escuela como institución educativa surge y se consolida entre los siglos XVII y XVIII en un contexto particular: el territorio europeo y la influencia del pensamiento moderno (Ferrer, 2002). En su constitución, la escuela resulta de un momento histórico compuesto por modos singulares de comprender el mundo y el conocimiento. Vale aclarar que antes del surgimiento de la escuela moderna existían otras formas de transmisión cultural, en civilizaciones antiguas y en los albores de la


Edad Media, que básicamente consistían en el traspaso de experiencias y de oficios. Sin embargo, la aparición de la escuela está ligada a la creación de un espacio y tiempo específico para llevar acabo esas actividades, más tarde denominadas como enseñanzas, de saberes, oficios y conocimientos (Vincent, Lahir, & Thin, 2001).

Luego de su origen contextualizado se presentó su expansión notable y paulatina por la mayoría de las regiones del planeta. Este proceso, que algunos autores

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denominan como “escuela mundo” (Cano, 1989), se refiere precisamente a la acogida que tuvo la escuela como institución sólida pese a los matices culturales y políticos. A este respecto, es trascendental mencionar que la incorporación de la institución escolar en la región latinoamericana estuvo signada por varias cualidades, entre ellas, las reminiscencias de los dominios coloniales, la consolidación de los nacientes Estados y la búsqueda de identidades nacionales. Para Colombia y Venezuela existe una publicación

titulada Memorias de la escuela pública: Expedientes y planes de escuela en Colombia y


Venezuela 1774-1821 (Martínez, 2011), donde se recopilan y analizan valiosos documentos que muestran las huellas e improntas de sus respectivos sistemas escolares.

Este tipo de publicaciones, en principio tan lejanas del mundo de la psicología educativa, cobran una alta preeminencia para ella, no solo por el mismo conocimiento de los propios orígenes del sistema educativo en los cuales sus profesionales se desempeñan, sino por la posibilidad de pensar la influencia singular de esos comienzos en sus prácticas. En línea con ese propósito, vale la pena mencionar aquí –así sea brevemente–, un hecho histórico lo suficientemente considerable como para ser omitido. Este es un ejemplo muy apropiado para comprender el lugar que tradicionalmente ha ocupado la escuela en la psicología educativa. Se trata del

Movimiento Pedagógico en Colombia, proceso nacional iniciado en 1982 donde se encontraron docentes, pedagogos y psicólogos, para defender el espacio de la pedagogía en la escuela. Espacio que por aquella época le estaba siendo arrebatado por la psicología de corte conductual. En la siguiente cita puede observarse con más detalle su contexto:

La reforma educativa que proponía el gobierno se fundamentaba en los principios de la psicología conductista y reducía el maestro a ser un simple “administrador de currículo”, pensado, organizado e impuesto por “los técnicos del ministerio de educación” quienes obsesionados por el cumplimiento de “objetivos instruccionales”, negaban la voz y el pensamiento a los maestros, reducían el proceso de aprendizaje al cumplimiento de objetivos “observables” predeterminados por la Tecnología educativa y el diseño instruccional (TEYDI) así como


también centraban la enseñanza en la transmisión fiel de contenidos. La pedagogía quedaba “enrarecida” por estos efectos “cientificistas”, desarticulada conceptualmente, subordinada a la psicología y reducida a una simple metódica de programación y diseño de un libreto que todo maestro debía cumplir. El maestro desconocido como trabajador de la cultura y despojado de su papel político y el niño reducido a lo que sobre él enseñaba la psicología de la

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conducta con algunos asomos del desarrollismo de J. Piaget. (Tamayo, 2006, p. 10)

Además de la ya mencionada influencia de la psicología conductual en las prácticas pedagógicas, puede notarse también la relación casi inexplorada entre los principios de la psicología y el diseño de políticas educativas. Desde luego, esta no es una influencia exclusiva siempre que en esos proyectos convergen otras disciplinas e intereses, no obstante, es una zona de investigación que merece ser impulsada y más adelante será retomada. En este ejemplo además se puede percibir un rasgo que se viene recalcando: la considerable reducción de la escuela en la psicología solo a un lugar de aplicación teóricoprofesional, incluyendo la práctica de las demás personas de la comunidad educativa. Si bien han ocurrido algunos cambios desde aquel periodo, todavía existen algunas intenciones cientificistas de


incurrir sobre la práctica pedagógica, por ejemplo, las posturas más radicales de la neuropsicopedagogía.

Pero regresando a la génesis de la escuela y a su expansión internacional, también es preciso comentar su sentido. En la mayoría de los sistemas educativos de la modernidad, esto es aquellos ligados con la consolidación de los Estados nacionales; de los designios capitalistas y de los ideales de la ilustración, la escuela se prescribió con un propósito ligado a la selección y a la diferenciación social (Terrén, 1999). Lo natural en su funcionamiento era que la escuela no era un lugar para todos y, por consiguiente, se esperaba que sus prácticas dieran cuenta de ello. De allí que se hayan consolidado los exámenes, las pruebas estandarizadas clasificatorias, la repitencia, la expulsión de los alumnos y algunas formas e discriminación. Al respecto, es preciso delimitar dos singularidades: la distinción entre los niveles primario y secundario y la adopción de la escuela en los sistemas políticos socialistas.

El consenso actual sobre el sentido primordial de la escuela primaria, ligado específicamente a la alfabetización inicial –lectura, escritura y cálculo–, no tiene reflejo en el nivel secundario, en donde se hallan fuertes debates. ¿La educación secundaria debe estar orientada en la formación para la continuación de estudios superiores, para el ingreso al mundo laboral o para la adaptación al mundo social? Por todos es conocido que esa respuesta toma cierto sesgo según las particularidades del grupo social que la

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responda y, también, según la perspectiva de Nación que cada gobierno persigue cuando formula sus lineamientos políticos. Aunque el debate está abierto y existe una diversidad de sentidos de la escuela media (Hernández, 2010), es fundamental que el profesional de la psicología educativa los conozca para poder participar en ellos, desde su mismo campo. Esto por supuesto, no niega las contradicciones que también existen en el nivel primario, pero hemos privilegiado aquellas del nivel secundario debido a su potencia en el impacto social, económico, educativo y político de una Nación.

Respecto a la escuela en los sistemas políticos socialistas, inicialmente entendida como producto del sistema capitalista de producción, también existen serias consideraciones. La más destacada fue el desafío que en su época enfrentaron los pedagogos y líderes soviéticos, algunos padres de la revolución bolchevique de 1932, quienes tuvieron que pensar en la supresión misma de la escuela:

La antigua escuela preparaba los servidores necesarios para los capitalistas; la antigua escuela convertía hombres de ciencia en hombres que deberían escribir y decir lo que quisieran los capitalistas. Eso quiere decir que debemos suprimirla. Pero si debemos suprimirla, destruirla, ¿quiere decir que no debemos tomar de ella todo lo que la humanidad ha acumulado y que es indispensable para el hombre? ¿Quiere decir que no tenemos que distinguir entre lo que necesitaba el capitalismo y lo que necesita el comunismo? (Lenin, 1971, p. 429)

La adopción de la escuela en el sistema socialista de la ex URSS y en algunos países de Europa oriental que estuvieron bajo su influencia, responde, más que al cuestionamiento de su misma estructura, a su función socializadora –o en este caso–, a su instrumentalización para


consolidar el pensamiento comunista. La pedagogía socialista, cuyos representantes más conocidos son N. K. Krupskaya (1869-1939), A. S. Makarenko (1818-1939) y de B. Suchodolski (1903-1992), contiene aportes muy significativos para el enriquecimiento de las prácticas psicoeducativas en la escuela. A propósito, hay una publicación traducida al castellano en donde podemos encontrar una compilación de trabajos psicológicos y pedagógicos derivados de esa influencia, algunos con mayor distancia de los postulados iniciales de la pedagogía socialista y de la consolidación del pensamiento comunista, pero todos con una concepción incomparable de la escuela en la psicología educativa. Su título es La psicología

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evolutiva y pedagógica en la URSS: Antología (Davidov, 1987), libro que desde luego se recomienda para todo aquel interesado en la reflexión de la psicología educativa.

Sumado a estas dos particularidades, encontramos también que la escuela en tanto institución socioeducativa ha sido objeto de múltiples intentos de transformación, incluso desde su misma aparición (Álvarez, 1995). Su descripción escapa al objeto de este trabajo pero es conveniente precisar dos cuestiones fundamentales para el caso colombiano. De un lado, se encuentran las características de los procesos de la modernidad en el país, cuya semiconsolidación se presentó a partir de la década de los años sesenta del siglo anterior (López de la Roche, 1998). En Colombia estos procesos han sido tan


complejos que existen propuestas que señalan una “modernización sin modernidad” (Corredor, 1992) o una “modernidad vía negativa” (Pécaut, 1990), donde se encarnan las hibridaciones, contradicciones y algunos “fracasos” del proyecto modernizador colombiano. Estudiar la escuela en el país significa examinar esos procesos y sus vacíos pero, en especial, las fragmentaciones que resultaron de sus contradicciones. En la historiografía de la educación colombiana encontramos varias referencias derivadas, entre ellas la siguiente:

En nuestros días la educación se volvió prioritaria entre las demandas de los padres de familia de todas las clases sociales. Pero, por parte de las élites dirigentes, nos encontramos lejos de la esperanza que brevemente agitó los años 1930 cuando la educación representó el medio de realizar la integración nacional y los docentes debían preparar el advenimiento de una sociedad nueva, más justa y feliz. Desde entonces la sociedad colombiana no ha cesado de dividirse y fragmentarse, reforzando su pesimismo y su individualismo. Pero la oligarquía sabe que para preservar una paz precaria debe suministrar a cada uno al menos la esperanza de creer que podrá aspirar a una mejor posición que los demás. (Helg, 1987, p. 292)

La fragmentación social de Colombia, reflejada también en la fragmentación de su sistema educativo, ha sido una de las causas más importantes de los problemas nacionales contemporáneos, incluyendo al conflicto armado. Precisamente, de esta conexión se deriva la otra cuestión fundamental de la constitución de la escuela colombiana: su desigualdad educativa.

Aunque la noción de la desigualdad en educación presenta múltiples aristas y acepciones, recalcamos aquella que se refiere al acceso diferencial en los procesos de


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calidad de la enseñanza y aprendizaje. A este respecto cabe mencionar el trabajo del psicólogo español Álvaro Marchesi (2000), quien ha propuesto un sistema de indicadores para mostrar la relación entre las desigualdades sociales y las educativas, siempre que se reconoce la supremacía de las primeras sobre las segundas. En Colombia, al igual que en la mayoría de los países latinoamericanos, coexisten escuelas con servicios de intercambios estudiantiles internacionales y escuelas que tienen serios problemas para cubrir los servicios públicos básicos de suministro de agua potable o de energía eléctrica. Y en medio de los dos extremos, se pueden ubicar múltiples valores de diferencias acerca de las instalaciones físicas, salario de los profesores, montos de las matrículas, asistencia psicológica especializada, materiales pedagógicos, contenidos curriculares y, en general, de todo aquello que el lector pueda imaginarse.

Más allá de pretender una homogenización total de las escuelas, la reducción de la desigualdad educativa implica garantizar el derecho a la educación a través del equilibrio en las condiciones de acceso, permanencia y calidad, entendida ésta última como un proceso cultural más amplio que el propuesto por las intenciones de estandarización. De cualquier modo, las desigualdades educativas no responden a un problema exclusivo de la escuela y, al contrario, tienen mayor asiento en las acciones más generales de gobierno. Pese a esto, es imprescindible que los profesionales adscritos al campo de la educación, incluidos los psicólogos y psicólogas educativas, tengan una


conciencia básica de los componentes de este problema para que puedan realizar una práctica más crítica en su entorno próximo.

A esta altura de la reflexión cabe preguntarse por la incorporación de la cuestión sobre la desigualdad educativa en las teorías psicológicas en educación. Salvo algunas excepciones, este problema no tiene un amplio espacio en ellas debido a la excesiva centralización de la perspectiva individual y a las formas diferenciales de comprender el fenómeno psicológico humano. No obstante, existe un sitio de convergencia más específico donde la psicología educativa tiene más oportunidad de participación y en donde se combinan trabajos provenientes de la sociología y de la antropología de la educación. Se trata de aquel sitio que en la literatura especializada se conoce como el

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problema de la educabilidad, cuya definición original hacía referencia a la capacidad humana para recibir influencia por medio del acto educativo (Herbart, 1985). Pero otros autores, algunos provenientes de la misma psicología educativa, han criticado recientemente esa postura porque elude la responsabilidad estructural de las instituciones y la desvía hacia la responsabilidad individual de las personas. En otras palabras, existirían niños más “educables” que otros, independientemente de la responsabilidad institucional por su reconocimiento.


Este tema cobra mayor complejidad en escuelas de contextos marginales. Mientras algunas alternativas de solución abogan por lógicas de compensación, es decir, tratan de complementar las falencias de los estudiantes en vista de un modelo ideal de alumno otras, por el contrario, reconocen el foco del problema en ese mismo modelo. Emerge entonces una definición distinta de la educabilidad, entendida ahora como “la delimitación de las condiciones, alcances y límites que posee potencialmente la acción educativa sobre sujetos definidos, en situaciones definidas” (Baquero, 2002, p. 72). Esto involucra pensar en la incidencia de los saberes que han y que están influyendo en la legitimación de las prácticas escolares. Este mismo autor propone un tratamiento político al problema de la educabilidad, en el cual existe cierta influencia de las prácticas provenientes de la psicología educativa:

La psicología educativa está jugando un papel muy crítico en definir los grados y modos de educabilidad, no necesariamente en la práctica del psicólogo o del psicopedagogo: no estoy circunscribiendo lo psicoeducativo al rol o a la intervención del psicólogo escolar, sino a la presencia de un discurso de categorías y de prácticas vinculadas al saber psicológico que están atravesando nuestras prácticas de aula, nuestras prácticas institucionales o, al fin, nuestra mirada sobre los propios alumnos. En otras palabras, trataré de indagar cómo colaboran el discurso y las prácticas psicoeducativas en la generación –muchas veces a priori– de cierta representación sobre las capacidades de aprendizaje de los sujetos. (Baquero, 2002, p. 83)

En esta configuración adquieren mayor relevancia las áreas de incidencia de la psicología en la conformación del formato escolar, expuestas en la anterior sección, junto con la relación entre los saberes y las prácticas. De igual manera, esta definición sobre la educabilidad permite continuar con la presentación general sobre la escuela, ya que a partir de ella podemos incluir otras posturas críticas sustentadas en el


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cuestionamiento de los modelos ideales de alumnos y de docentes.

En virtud de los lineamientos de la exposición, vamos a introducir una gran división de las principales teorías en relación con la sociología de la educación y de la institución escolar. De un lado las teorías sobre la reproducción social, en donde la escuela es concebida como una institución que legitima y resguarda el orden social establecido. De otro lado, las teorías sobre la transformación social que, si bien reconocen la tendencia de la reproducción, entienden a la escuela como una de varias instituciones en donde se puede impulsar la ruptura o cambio del orden desigual. Ambos grupos de teorías también difieren en el determinismo epistemológico y ontológico en sus sistemas de explicación, así como en las posibilidades de acción de alumnos y docentes escolares. En otras palabras, definen el rango de acción de los sujetos frente a la influencia social y escolar.

Los autores más representativos de las teorías de la reproducción social guardan matices para comprender y explicar ese tipo de fenómeno. Algunos hacen énfasis en el dominio cultural (Bourdieu, 2001), en el lingüístico y comunicativo (Bernstein, 1989) y en el de la producción económica (Althusser, 1974). El rasgo común entre ellos es el interés por comprender la dificultad que en la escuela tienen los


niños y niñas de los sectores sociales más desfavorecidos. Para ello dan cuenta de la perpetuación de las diferencias, gracias a los mecanismos de selección social y cultural que operan en la institución escolar. Por su parte, las teorías de la transformación social apuestan por la potencialidad que la misma institución escolar tiene para romper esa perpetuación, principalmente a través del cuestionamiento a los modelos pedagógicos tradicionales. Aquí podemos ubicar trabajos tan reconocidos como el del educador brasileño Paulo Freire (1921-1997), quien impulsó el campo de la pedagogía crítica y el de algunos de sus autores contemporáneos más característicos (Giroux, 1992, McLaren, 1997, Apple 1995). Pese al énfasis en la reproducción o en la transformación social y educativa, ambos grupos de teorías proponen ciertas mutaciones en la escuela, en diverso grado y profundidad.

Pero, ¿cuál es la intención de incluir parte del corpus general de la sociología de

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la educación sobre la escuela en una reflexión sobre la psicología educativa en la escuela? La respuesta resalta en la misma redacción intencionada de la pregunta: problematizar las prácticas y la teoría de la psicología educativa, más allá de los límites que se ha construido a sí misma, esto es, en función de la perspectiva individualista del acto educativo en la institución escolar. Esto la obliga a contextualizarse en virtud de las transformaciones sociales mencionadas al comienzo y a


reconocer su situación dentro de la dinámica general de los sistemas educativos. Esta propuesta, que será más desarrollada en la siguiente sección, es una muestra del lugar que ocupa la escuela en la psicología educativa. Por ahora, es factible formular otro interrogante: ¿la psicología educativa es un saber que contribuye a la reproducción de las desigualdades socioeducativas o, por el contrario, su práctica y sus teorías promueven su transformación?

Para aproximarnos a una posible respuesta, se debe resaltar la característica fundamental del debate contemporáneo respecto a la transformación de la escuela. Esta puede sintetizarse de la siguiente manera: existe una asimetría entre las condiciones del momento histórico en el cual surgió la institución escolar y las condiciones del presente. Los cambios han sido tan acelerados y profundos que hoy se le asignan nuevas funciones a la escuela sin pensar en esa diferencia y, por tanto, se le exige más de lo que está diseñada para ofrecer (Tedesco, 1995). Hasta la misma cultura letrada que dio origen a la enseñanza se encuentra seriamente interpelada por las tecnologías comunicativas. Elementos constituyentes de la escuela van cambiando de modo aislado.

La asimetría mencionada puede ser comprendida desde diversas perspectivas, unas más fructíferas que otras. La más profunda o la que ofrece mayores posibilidades de análisis es la perspectiva política que involucra el estudio de los cambios en las relaciones, lugares y funciones de las instituciones sociales más trascendentes para la vida humana, entre ellas: el Estado, la familia y, por supuesto, la misma escuela. Teniendo en cuenta las diferencias según el contexto particular de cada región, e incluso de cada país de una misma región, ese tipo de perspectiva genera una mirada mucho más amplia en la comprensión de los fenómenos relativos a la educación y a la


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institución escolar. Desde Latinoamérica los politólogos especializados en ese tema promueven la conexión entre esa dimensión institucional y las oleadas de reformas políticas sectoriales de los años 90’s de corte neoliberal. El siguiente fragmento sintetiza esta situación:

Después de una década y media de reformas educativas que se pretendían bendecidas por el poder de la verdad y el conocimiento científico, la educación sigue siendo una cuestión no resuelta y últimamente escasamente ventilada en la esfera de la discusión pública. Hay en general una tendencia a pensar sus problemas como la derivación de un funcionamiento deficitario de la propia institución, de sus agentes o de las comunidades a las que atienden. Se pone el acento en una suma de déficit puntuales que si se atendieran adecuadamente a través de más presupuesto, disciplinamiento de los agentes y la debida preocupación de los padres, las cosas mejorarían sustancialmente. Sin embargo, la problemática que enfrenta la escuela tiene otra envergadura y un grado de complejidad que exige una mirada más amplia y abarcativa de cambios epocales que se articulan de un modo particular con la institución escolar. (Tiramonti, 2005, p. 2)

Como se observa, desde la perspectiva política se privilegian las “causas” institucionales sobre las individuales para comprender los


fenómenos educativos y para proponer eventuales soluciones. ¿Existe algo más contradictorio para la tradición psicológica cuyo fortín epistemológico está ubicado en el ámbito individual? Pese a ello, es interesante que los psicólogos educativos incorporen una representación más amplia de los asuntos singulares de las comunidades escolares, ya sea para participar en el debate entre las ciencias sociales, unas defendiendo posturas más sociales que individuales y viceversa; o para enriquecer la lectura de la esfera individual a partir del reconocimiento de las dinámicas sociales más generales. Después de todo, la voluntad humana está limitada por los componentes de las matrices socioculturales (Garretón, 2002; Grimson, 2007).

Para fundamentar un poco más la posible incorporación de las teorías generales sobre el mundo escolar en la psicología educativa, presentamos un concepto final para esta sección, cuya utilidad radica en su capacidad de aprehender varias situaciones que se han venido planteando. Ante la diversidad de lecturas frente al fenómeno actual de la escuela, el historiador de la educación, Antonio Viñao Frago, ha propuesto una noción general sobre la cultura escolar que permite debatir sobre unos acuerdos mínimos. Las

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culturas escolares estarían definidas por “un conjunto de teorías, ideas, principios, normas, pautas, rituales, inercias, hábitos y prácticas (formas de hacer y de pensar, mentalidades y comportamientos)


sedimentadas a lo largo del tiempo en forma de tradiciones, regularidades y reglas de juego no puestas en entredicho, y compartidas por sus actores, en el seno de las instituciones educativas” (Viñao Frago, 2002, p. 73). Y estrechamente ligado a esta noción, se encuentra el denominado formato escolar que se refiere al grupo de aspectos que componen el prototipo básico de la escuela, es decir, la relevancia de las reglas de aprendizaje, la conformación de un lugar separado para la infancia y la organización efectiva del espaciotiempo (Vincent, Lahire & Thin, 2001).

Si se piensa detenidamente, podríamos plantear la existencia de cierta cultura –o subcultura psicológica– dentro de las culturas escolares, de tal manera que fuese posible develar aquello que fue expuesto en la anterior sección; esto es, la incidencia de la piscología educativa en la conformación de los formatos escolares. A través de estos conceptos, la cualidad de esa incidencia adquiere mayor sentido porque la circulación de discursos y prácticas de corte psicológico en las escuelas tienen intensas secuelas. Además, “numerosos estudios han mostrado que estos rasgos tienen consecuencias en el modo en que se organiza la vida cotidiana de quienes asisten a la escuela en calidad de alumnos. Más aún, contribuyen fuertemente a determinar el significado de la experiencia” (Terigi, 2006, p. 15). Sin lugar a dudas, estas afirmaciones toman características que las pueden convertir en líneas de investigaciones más puntuales. En la siguiente sección serán más acotadas.

En definitiva, las vicisitudes y los debates respecto al propósito de la escuela y de su lugar como institución hegemónica de la educación implican problemas inéditos para la práctica e investigación de la psicología educativa en ella. De ser constituida fundamentalmente como un espacio de selección social, a la escuela media le fueron asignadas paulatinamente funciones de inclusión social. Este cambio, casi dicotómico, ha originado varias dificultades en su cotidianidad y en los organismos encargados de su gestión, entre otros aspectos, porque


esa nueva función no ha sido suficientemente acompañada por otras transformaciones más puntuales.

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Tal vez es hora de pensar la escuela no en términos de crisis o de fracaso, sino como una institución en la cual se depositaron excesivas expectativas y, por tanto, se haría necesario reconocer sus diversas limitaciones (Hunter, 1988). Así también se dificulta la delimitación de un solo propósito claro para la escuela. En ese panorama, la psicología educativa está obligada a crear una plataforma que le permita discernir estos nuevos problemas y actuar en consecuencia, sobre todo, teniendo en cuenta las condiciones que ubican a Colombia como un país social y económicamente fragmentado, que ha surgido en una modernidad periférica con un profundo conflicto armado y en donde existen altos índices de desigualdad educativa.

En pocas palabras, esta sección estuvo dedicada a mostrar el lugar superficial que ocupa la escuela en la psicología educativa y –para ello, se presentaron algunas de las características –históricas, sociológicas y educativas– más importantes para su comprensión. Esa superficialidad se traduce en la reducción de la escuela a un lugar de aplicación profesional psicológica, olvidando los múltiples matices que la acompañan. Es necesario incorporar los saberes de otras disciplinas del mismo campo para enriquecer sus propias prácticas y teorías, impulsando de paso una interpelación del papel del psicólogo en la escuela.


Interpelación del papel del psicólogo en la escuela e interrogantes

para posibles investigaciones derivadas

“Responder por el rol del psicólogo es preguntarse qué hace, por qué lo hace, para qué lo hace y a pedido de quién” (Benedito, 1983, p. 361) y en ese sentido, una interpelación del rol del psicólogo en la escuela debe asumir esas mismas preguntas para el contexto general de esa institución. De allí nuestra presentación separada en las secciones anteriores, cada una mostrando el componente de una relación cada vez más estrecha. El propósito de esta última sección es exhibir una serie de propuestas para discusiones e investigaciones futuras, con el ánimo de difundir algunas reflexiones resultantes de todo lo anterior.

Para comenzar es favorable subrayar que la especificidad de la psicología

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educativa la obliga a involucrarse en los debates generales del campo de la educación. Casi paradójicamente, el adjetivo que acompaña a este tipo de psicología, y que le sirve como un elemento de


autodefinición, también le asigna un espacio más amplio que reclama por su participación. Aspectos como el diseño, implementación, ideología y evaluación de políticas educativas; condiciones de trabajo de los docentes, desigualdad educativa y alternativas para comprender la calidad de la educación, entre otros, constituyen áreas que han recibido poca atención en su esquema general. Sin diluirse totalmente, la psicología educativa contemporánea adquiere una responsabilidad en tanto saber coparticipante en estas cuestiones.

La interpelación de un rol profesional también implica explorar los procesos de sedimentación subjetiva que operan en la constitución de, en este caso, la identidad del psicólogo educativo. Estos se definen como “la forma como un sujeto incorpora, indirecta y diferencialmente, el discurso histórico sobre una actividad particular (psicología). Esta le permite construir sentidos sobre esa actividad, y de sí mismo, en función de su práctica” (Hernández, 2011, p. 118). En esta perspectiva, dicha interpelación abarca los modos de formación profesional universitaria, la interpretación de la historia sobre la psicología educativa y la experiencia que cada profesional ha acumulado en su propia práctica. En últimas, se trata de la pugna entre la hetero y la autodefinición de una actividad –cómo me define la historia de mi profesión y cómo me defino yo ante ella–. Este hecho por supuesto, requiere la consolidación de verdaderas líneas de investigación especializadas.

De igual manera, son notables las diferencias entre los roles asumidos, los asignados y los posibles para los psicólogos educativos en las escuelas. Son pocas las concordancias existentes entre las expectativas que tienen los demás miembros de las comunidades escolares –padres de familia, docentes y administradores– con las que los profesionales de la psicología han incorporado para realizar su trabajo y lo que realmente tienen o pueden hacer en ellas. Esas distancias, igual que


en el caso anterior, pueden fundar investigaciones sistemáticas orientadas a preguntarse por las razones de esas diferencias. Es decir: ¿qué se espera que realice un profesional de la psicología

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educativa en un contexto escolar?, ¿cuáles son sus prácticas cotidianas? y ¿cuáles son los reclamos que otros sujetos de la escuela –docentes, directivos, padres de familia, estudiantes– hacen a esos profesionales? Según parece, las prácticas tradicionales de los profesionales de la psicología en las escuelas han venido transformándose paulatinamente y, si fuese el caso, sería perentorio documentarlas para establecer mejores alternativas de intervención y para develar las mismas mutaciones que la psicología educativa viene sufriendo.

De cualquier manera, podemos decir que cada una de las áreas de incidencia mencionadas en la primera sección del capítulo constituyen por sí solas una reducción instrumental o de aplicación de saberes disciplinares. Aunque pueden ser realizadas con gran experticia, al ser áreas fragmentadas desconocen la riqueza que se describió en la segunda sección frente a los debates generales de la escuela. Solo si el psicólogo educativo adquiere una capacidad para conectar esas áreas de incidencia con la perspectiva más general sobre el mundo de la educación podrá construir una configuración más profunda que lo ubique en el siguiente dilema: ¿estamos legitimando las prácticas del


psicólogo en la escuela o las estamos construyendo críticamente? (Chardon, 2000).

Ante las múltiples posibilidades que empiezan a emerger vale la pena mostrar algunas consideraciones más puntuales. Existen algunas corrientes psicológicas que facilitan más la interpelación de la práctica escolar que otras. Como se vio en el caso del movimiento pedagógico, las concepciones psicológicas cercanas al determinismo, a la eficiencia y al control experto sobre la pedagogía proporcionan más obstáculos que ventajas para hacerlo. La misma experticia que funciona como su escudo, desfavorece notablemente el diálogo con los demás saberes convergentes en el campo de la educación y también con los demás miembros de las comunidades escolares. Esto ciertamente no descalifica las posibles contribuciones que desde esa racionalidad puedan hacerse a este escenario.

De modo contrario, existen corrientes psicológicas que exhiben mayores posibilidades de interpelación porque, abandonando la pretensión de experticia,

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proponen intercambios más horizontales con todos lo miembros y saberes que circulan en la institución escolar. Sin reclamar el monopolio de esa posibilidad, pensamos que una buena alternativa para fomentar la interpelación mencionada es la perspectiva histórico-


cultural de la psicología (Vygotsky, 1989; González Rey, 1997; Álvarez y Del Río, 1998; Rogoff, 1993). En su acervo epistemológico ocupan lugares fundamentales los sentidos, significados y, en general, los contenidos culturales de la subjetividad humana. En cierto modo, ese tipo de psicología está orientada a la reivindicación de los sujetos en la escuela, incluyendo al mismo psicólogo educativo. En el informe de una investigación sobre la incidencia psicológica y pedagógica de los carnavales estudiantiles en la cotidianidad de una escuela ubicada al sur de la ciudad de Bogotá, encontramos una reflexión sobre este particular:

El ejercicio profesional adquirió otra perspectiva que dista mucho del rol tradicional del psicólogo, en el cual se asume una postura desligada de la realidad de las personas y situaciones sobre las que se interviene o investiga, utilizando métodos que alejan al psicólogo de los significados y sentidos de los fenómenos que son objeto de su estudio, cayendo en la trampa de creer que la ciencia es neutra y jamás responde a ningún interés. El psicólogo debe dejar de lado el afán cientificista de estandarización y validación en el cual lo importante son los instrumentos de medición y las técnicas de depuración, para comenzar a reconocer a las personas y sus historias, que son la base de cada interrogante que surge de la creatividad del investigador y hacen posible el avance en el frágil cuerpo de conocimientos de la Psicología. Por lo tanto el rol del psicólogo ha de continuar reinventándose a través de cada investigación e intervención, acercando cada vez más a los profesionales de ésta disciplina al conocimiento de las condiciones de vida, las experiencias y cosmovisiones de los diferentes grupos humanos; propiciando un verdadero trabajo interdisciplinario y un dialogo de saberes que permitan ahondar en la complejidad de los eventos estudiados y en la multiplicidad de miradas y voces. De esta manera se enriquece la labor del psicólogo, se crea otra identidad con su ejercicio profesional y se hace aún más relevante y pertinente el trabajo y los aportes de la Psicología y sus profesionales. (Hendez, 2008, p. 99)


La postura que se defiende ha tenido importantes repercusiones en otras disciplinas afines, por ejemplo, en la antropología de la educación (Rockwell, 2000) y en la sociología de la educación (Lahire, 2005), en donde la perspectiva histórico-cultural tiene asiento también. Desde luego, lo más importante es que el debate cobre mayor resonancia al interior de la comunidad de los psicólogos educativos.

Bajo esta perspectiva también es posible sustentar la propuesta mencionada antes, sobre la existencia de una cultura o subcultura psicológica en la escuela. Pero no

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una cultura restringida a las prácticas de los psicólogos en las escuelas, sino una que también incluya lo que otros sujetos de la escuela hacen a partir de ellas y del discurso que las sustentan. Como lo indica la psicóloga inglesa Erika Burman (1994), este panorama puede estar relacionado con un trabajo psicológico sobre sí mismo, esto es, una forma constante de autocompetencia. De esta manera y retomando la exposición de la primera sección acerca de la relación entre prácticas y saberes, es probable que podamos aproximarnos a la comprensión de la contradicción entre el agotamiento y la revitalización de la psicología educativa en la escuela, fenómeno provocado por el impacto de las mutaciones sociales recientes sobre las ciencias sociales.


Como ya se dijo, el desfase entre las categorías teóricas tradicionales y la dimensión empírica de referencia provoca ese tipo de sensaciones contradictorias. En las ciencias sociales contemporáneas se hallan conceptos que ya no tienen una correspondencia empírica ajustada como en el pasado y, a su vez, existen nuevas manifestaciones empíricas que escapan de las categorías tradicionales. Las categorías tradicionales de las ciencias sociales, en parte de la psicología educativa, están perdiendo su potencia explicativa y de comprensión. Hechos como la incorporación de nuevas tecnologías de la educación y de la comunicación en la escuela, las distintas formas de violencia escolar y las fórmulas estandarizadas de evaluación del rendimiento académico, entre otros, han influido en ello. Ante el agotamiento o revitalización de la práctica e investigación de la psicología educativa en contextos escolares, se está gestando una necesidad –y un desafío– por incrementar su producción teórica genuina. Debe ser a través de investigaciones creativas que “capturen” la creciente heterogeneidad y con la construcción de nuevos conceptos más localizados.

Otro ámbito de interpelación y de investigación es la relación entre la psicología educativa y el diseño de políticas públicas en educación. Esta es una relación en principio distante, y que no solamente compete a la psicología educativa, pero como varios trabajos han mostrado, en los escenarios políticos es donde se toman las decisiones que inician con las verdaderas transformaciones cotidianas (Villegas, 1998). En esta afirmación estamos tomando una postura frente al viejo debate acerca de la

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influencia de la investigación académica sobre las políticas de gobierno (Weber, 1996; Bronfenbrenner, 2002), o el lugar de la producción académica en una sociedad. En todo caso, es interesante plantear esa relación porque es probable que algunas iniciativas gubernamentales, casi siempre reducidas al saber tecnocrático, encuentren fundamentos de corte psicológico. Además, hay que tener en cuenta que en el actual contexto de reformas políticas neoliberales y de pugnas en los procesos de la globalización, la educación se convierte en una vía inmejorable para la imposición desigual de intereses, así como para abrir semimercados económicos gracias a su comercialización (De Sousa, 2003; De Marinis, 2008). El incremento de la participación de los psicólogos educativos en ese debate puede observarse como un buen índice de la interpelación en su rol.

Pese a todas estas connotaciones, también es fundamental reconocer la enorme variedad temática, conceptual y epistemológica que los psicólogos y psicólogas educativas colombianas vienen desarrollando. Como en el caso anterior, este hecho constituye un buen índice del curso de la interpelación porque refleja la heterogeneidad circulante en el campo. Áreas tan sensibles para el país como la inclusión social, el fortalecimiento de capacidades científicas en los niveles escolares, análisis sobre el problema de la convivencia institucional, la contextualización sobre la orientación psicológica y el impulso de las estrategias para incorporar nuevas tecnologías de la comunicación en las escuelas, son apenas una muestra de ello. Pero por diversos factores, su visibilidad se encuentra reducida tanto al interior de la misma psicología como en otros contextos.

En ese panorama es ineludible apoyar dos frentes: la difusión de los resultados de las investigaciones y la revisión, también desde una óptica investigativa, del uso de esos resultados. Con la difusión


estamos pensando en abarcar tanto al campo específico de la psicología educativa como a los demás campos y sujetos de la institución escolar, por ejemplo, los docentes, rectores, alumnos, padres de familia y agentes de sectores políticos en educación. Con la revisión del uso de los resultados de la investigación nos referimos al grado de impacto –y a las razones– que esta ha tenido sobre los sectores gubernamentales correspondientes, las prácticas y culturas escolares, y sobre la propia

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psicología educativa. En otras palabras, nos referimos a la transferencia y consecuencias del saber psicológico para los demás sujetos de la comunidad escolar.

Para finalizar el capítulo es indispensable resaltar, siguiendo a Nora Elichiry (2000), el beneficio de abandonar las prácticas de corte prescriptivo para adoptar aquellas de índole compresiva en los contextos escolares. De lo contrario, el desprestigio de la psicología educativa en ciertos ámbitos puede seguir aumentando. Aunque sea una paradoja, la incorporación argumentada de otros contenidos afines al campo de la educación es la vía más adecuada para fortalecer la especificidad de la psicología educativa. Al fin y al cabo, no se puede saber lo que es una cosa sin conocer el entorno del cual hace parte y, además, los ecos del debate sobre el tránsito de una época moderna hacia una posmoderna continúan produciéndole ruido. La implicación más destacada de la interpelación del papel del psicólogo en la escuela


es la manera de concebir las instituciones educativas y la naturaleza de la educación. La reflexión sobre la formación del psicólogo educativo, su participación en debates interdisciplinares, la construcción de soluciones a los problemas escolares desde el interior de la misma escuela y la tarea investigativa correspondiente, adquieren nuevos matices que esperan contribuciones urgentes.

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