Cartland, barbara atrapado por el amor

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Atrap ado por el amor Barbara Cartland

Atrapado por el amor Título Original: Captured by love (1993) Editorial: Harmex Sello / Colección: Barbara Cartland Género: Histórico. Protagonistas: El Conde de Kentallen y Orlina Runford

Argumento: Orlina Runford hija del brillante escritor Sir Nicholas Runford, vive tranquila en el campo ayudando a su padre con sus manuscritos antiguos. Inesperadamente la visita su amiga Lady Sarah Lonslow, para pedirle que le haga un gran favor; que finja ser su acompañante durante una reunión ofrecida por el Conde de Kentallen en su yate. Lady Sarah ha decidido casarse con el Conde, quien elude el matrimonio. Como es tan importante y tan apuesto las mujeres lo persiguen sin cesar. Pero ella, esta decidida a salirse con la suya. El Conde se rehúsa a aceptarla en el grupo a menos que consiga una acompañante, y Orlina es la única persona en la que puede confiar. Finalmente, Orlina cede y se disfraza de mujer de edad y acude con Sarah al yate. Como salva Orlina la vida del Conde. Como descubre el su secreto y como Lady Sarah encuentra una felicidad inesperada se relata en esta interesante novela de Barbara Cartland.


Barbara Cartland –Atrapado por el amor

Capítulo Uno 1876

Orlina cabalgó por el sendero hacia el patio de las caballerizas. Mientras el mozo de cuadra salía para encontrarla, dijo: —Disfruté hoy de un paseo maravilloso en Sunshine. Cada día mejora más. —Es porque usted lo monta, señorita Orlina, pero no hay duda de que es un excelente caballo. —Eso pensé cuando lo vi por primera vez —afirmó Orlina— y pocas veces me equivoco. —Es cierto —reconoció el mozo: Orlina desmontó a Sunshine, que era su caballo favorito, le dio unas palmadas y caminó hacia la casa. Era muy antigua y atractiva, pero, como decía su madre con frecuencia: —En un rincón muy aislado. Tenían muy pocos vecinos y desde que Orlina se convirtiera en una jovencita, prácticamente no había acudido a ningún baile o fiesta con gente de su edad. Durante el otoño, todo el condado organizaba un baile de cacería. Por lo demás, tenía que conformarse con cabalgar en los caballos de su padre y disfrutar de la campiña. Por fortuna, era algo que siempre le había encantado. No lamentó no pasar la temporada social en Londres cuando fue debutante. Eso fue imposible porque su madre murió justamente dos meses antes que cumpliera dieciocho años. Orlina cumplió el tradicional año de luto. Después de eso se sintió muy grande para ir a Londres como debutante. Prefirió permanecer en el campo con su padre. Sir Nicholas Runford era un historiador. Pasaba su tiempo escribiendo libros de historia antigua que encantaban a los eruditos, pero no interesaban a nadie más.

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Publicó su primer libro poco después de salir de Oxford. Todos los periódicos lo aclamaron como el Libro del Año. Por lo tanto, se dedicó a estudiar la historia del mundo y a escribir lo que le interesaba. Mucha gente hablaba de él con reverencia y admiración. Por desgracia, el público en general no comprendía lo que escribía ni adquiría sus libros. Por fortuna tenía suficiente dinero para sostener su hermosa casa isabelina y la pequeña propiedad que heredara de su padre. No obstante, eso no proporcionaba lo que Orlina debía tener. Que era la compañía de sus contemporáneos y la oportunidad de mostrar que era tan hermosa como muchas otras jóvenes de su edad. La belleza se había vuelto popular desde que el Príncipe de Gales se sintiera atraído por Lillie Langtry. La trataba como si fuera una valiosa posesión que deseara mostrar al mundo. Era algo que nunca había sucedido antes. Se esperaba que un romance tuviera lugar detrás de puertas cerradas y nadie lo mencionaba, más que en susurros. Ahora todos hablaban de las grandes bellezas que era posible ver en Londres. Orlina se había preguntado un poco triste, si debía haber seguido, por supuesto humildemente, los pasos de ellas. Su madre había sido aclamada como una belleza antes de casarse con su padre. Orlina se parecía mucho a su madre. Sin embargo, no había nadie que le hiciera cumplidos. Ni le rindiera el homenaje que recibían otras bellezas. Por lo tanto, no era vanidosa y ni idea tenía de lo hermosa que era realmente. Ahora, mientras entraba en la casa, los cuadros de sus antepasados la observaron con lo que ella esperaba que fuera aprobación. Todos los Runford habían sido muy apuestos y las mujeres muy bellas.

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Incluso, permitiéndoles ciertas libertades artísticas a quienes los pintaron, eran casi de quitar el aliento. Orlina pensó que debía subir y cambiarse el traje de montar por un vestido. Pero como el sol brillaba sintió que sería, en cierto modo, un desperdicio de tiempo, ya que prefería salir al jardín. Ya el té lo estaban preparando en el salón. Sabía que el viejo mayordomo que estaba con ellos desde que ella era una niña, avisaría a su padre que estaba en su estudio, en cuanto el té estuviera listo. Sir Nicholas, sin duda, resentiría la interrupción. A la vez sentía que era su deber hacer las comidas con su hija, aun cuando, por lo demás, la veía muy poco. —¿Disfrutó su paseo, señorita Orlina? —preguntó el mayordomo. —Sí, por supuesto, Newman —respondió Orlina—, sólo desearía algunas veces tener alguien con quien cabalgar. El mayordomo suspiró antes de decir: —Las piernas de Sir Nicholas no le permiten cabalgar, como usted lo sabe, señorita Orlina. Pero aunque pudiera hacerlo de nuevo, creo que es más feliz con sus libros. —Yo también lo creo —respondió Orlina—, así que no debo quejarme. Se dirigió a la mesa del té, mientras Newman iba a avisar a su padre. Sir Nicholas tardó cinco minutos en llegar. Orlina comprendió que debió quedarse hasta terminar el párrafo que escribía cuando lo interrumpieron. Pero cuando se presentó se le veía muy apuesto. Su cabello encanecía en las sienes, pero eso lo hacía todavía más atractivo. —¿Tuviste un buen paseo, queridita? —preguntó mientras se sentaba. —El sol estaba hermoso, papá —respondió ella—. Me habría gustado que estuvieras conmigo. —Desearía poder montar de nuevo —observó Sir Nicholas—, pero mientras tanto, descubrí algo muy interesante que deseo mostrarte después de cenar.

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—¿Qué es? —preguntó Orlina. —Es una parte del folklore danés que no conocía. Estoy seguro de que te sorprenderá. —Por supuesto que sí, papá —asintió Orlina—. Será muy emocionante pensar que descubriste algo nuevo. Pensó en la frecuencia con que le había dicho eso. Como estaba tan inmerso en todo lo que sucediera cientos de años antes, era para él tan emocionante como si hubiera sucedido el día anterior. Deseó que, algunas veces, ella misma pudiera sentir igual emoción. Sabía que su padre se extasiaba cuando descubría algo que los daneses hicieron cuando invadieron el norte de Escocia. O se enteraba de alguna estatua que los romanos erigieran cuando llegaron por primera vez a Inglaterra. Ella y su padre charlaron un poco mientras tomaban el té. Sin embargo, como la casa estaba lejos de la aldea, había muy poco de lo cual hablar. —Ahora debo regresar a trabajar —anunció Sir Nicholas—. Espero que tengas suficiente de que ocuparte hasta la hora de la cena. —Sí, papá, por supuesto. Salió de la habitación y ella lo oyó avanzar por el pasillo con el mismo entusiasmo de un joven que fuera a patinar en hielo por primera vez o a remar en el lago. Lanzó un pequeño suspiro. Se preguntó en qué podría ocuparse hasta la hora de la cena. Entonces, sorprendida, escuchó el ruido de ruedas afuera. Se preguntó quién podría ser a esas horas. Escuchó a Newman cruzar el vestíbulo y que alguien hablaba con él. Se preguntaba quién podría ser, cuando se abrió la puerta. —Lady Sarah Lonslow, señorita —anunció Newman. Orlina lanzó una exclamación de asombro. Una figura elegante y bella cruzó por la puerta. Su sombrero estaba adornado con plumas de avestruz y aun cuando estaba de viaje, lucía un vestido elegantísimo.

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Orlina se dio cuenta de que era a la última moda. —¡Sarah, qué sorpresa! —exclamó y corrió hacia ella. Lady Sarah la besó y dijo: —Pensé que te asombraría verme, pero hice el largo viaje hasta aquí porque deseo tu ayuda. —¡Mi ayuda! —repitió sorprendida Orlina. Entonces, mientras Lady Sarah avanzaba al interior de la habitación, Orlina ofreció: —¿Deseas algo de té? Debes estar sedienta después de tan largo viaje. —Me encantaría —respondió Lady Sarah. Como si lo adivinara, Newman se presentó con una taza y un plato limpios. Los puso sobre la mesa y Lady Sarah se sentó en el sofá. —Siempre sirven tan buen té —comentó—. Recuerdo cómo lo disfrutaba cuando era niña y sólo resistí comer esos engordadores pastelillos cuando empecé a preocuparme por mi silueta. Orlina se rió. —Ya no tienes que preocuparte por eso ahora, te veo preciosa, Sarah, como siempre. —Eso espero —respondió Lady Sarah—, porque me cuesta mucho trabajo. Orlina sirvió el té y Lady Sarah tomó un merengue. —Pensé que los reservaban para los días importantes y festivos —observó—. Tu cocinera siempre los hizo mejor que nadie en todo el condado. —Debes decírselo a la señora Newman antes de irte —indicó Orlina—. Siempre se queja de que no hay gente suficiente aquí para apreciar su cocina. Lady Sarah miró a su alrededor. —No puedo entender, Orlina querida —dijo—, que no hayas insistido en ir a Londres. Es ridículo que te entierres aquí en el campo, donde estoy segura de que nadie te ve, excepto los guardabosques, que sin duda son ya viejos y los niños que ni siquiera han salido de la escuela. Orlina se rió.

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—Es una descripción perfecta y no se me ocurre mejor alternativa. —Te he dicho que deberías ir a Londres —insistió Lady Sarah—. Eres muy bonita, Orlina, y tendrías un éxito enorme. Orlina suspiró. —Sabes que papá es feliz aquí, escribiendo, y aun cuando mamá comentó antes de morir que pasaría yo una temporada en Londres, ahora siento que soy demasiado vieja para presentarme como debutante. Y no creo que haya nadie que me pueda presentar en la Corte. —No seas ridícula —contestó Lady Sarah—, hay montones de personas que admiran a tu padre, querían a tu madre y estarían más qué complacidas de hacer lo que tú desearas. Es algo que arreglaré cuando regresemos. Orlina la miró. —¿Cuando regresemos? —repitió—. ¿A qué te refieres? Lady Sarah terminó su merengue y limpió sus largos y blancos dedos con delicadeza en una servilleta. —Ahora, escúchame, Orlina —dijo—. Estoy desesperada y deseo que me ayudes, como nadie más podría hacerlo. —Por supuesto que lo haré, pero, ¿por qué estás tan desesperada? —Es lo que voy a contarte. Lady Sarah se levantó del sofá y caminó hacia la chimenea, encima de la cual había un espejo estilo Reina Ana, con marco de oro. Empezó a quitarse los largos alfileres de su sombrero. Orlina la observaba con curiosidad. Se preguntaba cómo podría ser posible que ayudara a Sarah, que vivía en un mundo tan diferente al suyo. Sarah era la hija del Marqués de Avingforde, quien poseyera una enorme mansión cerca de donde Orlina vivía. Jugaban juntas de niñas. Aun cuando Lady Sarah era dos años mayor que Orlina, habían sido muy buenas amigas. Eso continuó hasta que Sarah cumplió dieciocho años y se fue a Londres para su primera temporada social como debutante.

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Orlina contaba los días para su regreso. Entonces ocurrió el desastre, justo cuando se murmuraba que Sarah se había comprometido en matrimonio. La enorme mansión donde pasara su niñez se incendió una noche de invierno. Nadie notó que las chispas de una de las chimeneas encendidas en una habitación de la planta baja habían saltado sobre una costosa alfombra. Todos estaban dormidos. Sólo hasta que el fuego se extendió de modo que la servidumbre no podía controlarlo, se dieron cuenta de lo que sucedía. Tomó demasiado tiempo al carro de bomberos, tirado por caballos, llegar hasta el lugar del incendio. Cuando llegaron era demasiado tarde para salvar la casa, y los tesoros que contenía. Fue una tragedia no sólo para el marqués y su familia, sino también para Sarah. Se mudaron a una de sus otras casas, que no era tan grande ni tan importante. Pero al parecer era cómoda y Sarah se casó. El marqués estaba abatido por la pérdida de la casa que perteneciera a su familia durante varios siglos. De lo contrario habría impedido que Sarah se casara con uno de sus primeros pretendientes. Realmente no tenía la importancia suficiente para ser yerno del Marqués de Avingforde. El marqués protestó, al igual que varios de sus familiares. Pero como Sarah siempre había sido muy voluntariosa, se casó con Henry Lonslow. Demasiado tarde se percató de que había cometido un error. No obstante, poco más de un año después, quedó viuda. Henry Lonslow presumía de ser mejor jinete de lo que en verdad era. Deslumbrado por su matrimonio y la considerable fortuna propia de su esposa, insistió en construir una caballeriza como nunca había podido tener antes.

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Compró caballos, cuando realmente no sabía lo suficiente para elegir los mejores. Pero cuando intentaba domar a un joven semental, él cayó al saltar una alta barda. En la caída no sólo se rompió la espina dorsal, sino que el caballo lo pisoteó. Orlina se horrorizó al enterarse de lo sucedido. Sarah, sin embargo, no deseaba la compasión de Orlina ni de nadie. Había descubierto que su marido era tosco, nada inteligente y carecía del encanto y los finos modales que eran característicos de su padre. Pasó el tiempo de un luto respetable. Entonces se convirtió en una de las bellezas de Londres. Atendía a la élite con la habilidad de una mujer de mayor edad que la suya. Había acudido a pasar una corta temporada con Orlina mientras estaba de luto. Le contó cómo lamentaba amargamente haber, cometido el error de su primer matrimonio. —Fui una tonta al hacerle caso —afirmó—. Pensé que estaba enamorada en una forma que ahora comprendo fue muy absurda. No permaneció mucho tiempo con Orlina. El campo le resultó terriblemente aburrido después de la emocionante vida que conociera en Londres. Sólo esperaba, como dijo a Orlina, el momento de poder quitarse el velo negro. Entonces, dijo, bailaría de alegría por poder estar de nuevo en circulación. —Eres tan linda —le dijo Orlina—. Pero ten cuidado de no volver a casarte antes que estés segura de que es alguien a quien podrás amar para siempre. —Dudo que sea posible —respondió Sarah—. Pero, a la vez, no soy tan tonta como para cometer el mismo error dos veces. La próxima vez deseo una posición, fortuna y alguien de quien pueda sentirme orgullosa. Siempre me estaba preguntando qué tontería sería la siguiente que Henry cometería. —Ten mucho, mucho cuidado —le aconsejó Orlina—. Rezaré porque encuentres al hombre adecuado.

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—En lugar de rezar por mi deberías pensar en ti. En cuanto pueda arreglarlo irás a Londres a hospedarte conmigo. Te encontraré el marido perfecto, como lo mereces —respondió Sarah. Y regresó a Londres. Como no solía escribirle, Orlina sólo pudo enterarse de lo que hacía por los periódicos y las revistas femeninas. No había duda de su éxito social, ya que todos lo mencionaban. Las columnas de sociales pocas veces omitían su nombre. "Espero que sea realmente feliz", pensó Orlina. Rezó, como dijo a Sarah que haría, para que su amiga no cometiera otro error. Pero se daba cuenta de que Sarah estaba muy sola. Su madre había muerto poco después del incendio. Su padre se retiró a la casa que poseía en Oxfordshire. Como su nombre, a diferencia del de su hija, casi no se mencionaba en las columnas de sociales, Orlina supuso que debía preferir la vida en el campo a la de Londres. Después de quitarse el sombrero lo arrojó sobre una silla. Orlina se preguntó si su amiga ahora habría acudido a verla para contarle que había encontrado al hombre con quien deseaba casarse. Lady Sarah se quitó también la chaqueta, y Orlina pudo ver que lucía joyas muy bellas. Perlas alrededor del cuello, un broche de diamantes en el talle que hacía juego con los que lucía en las orejas y las muñecas. —Te veo preciosa —comentó impulsiva. —Es lo que quería que dijeras —respondió Sarah—. Deseo que seas sincera conmigo, como siempre lo has sido y qué me digas la verdad. —Por supuesto que lo haré —aseguró Orlina—; ¿de qué se trata? —Mírame, ¿crees que algún hombre desearía casarse conmigo por mi belleza? Era una pregunta curiosa y Orlina sonrió antes de responder:

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—Creo que sería ciego si no lo hiciera. Eres muy hermosa, Sarah, como lo has sido siempre y me encanta cuando los periódicos te describen como "una de las grandes bellezas de Londres". —Sé que lo soy —afirmó Sarah—, pero por desgracia la única persona a quien deseo escuchárselo decir, nunca lo ha hecho. —¿Quién es? —preguntó Orlina. Vio qué su amiga aspiraba hondo antes de decir: —El Conde de Kentallen. —El Conde de Kentallen —repitió Orlina. Sarah hizo un gesto muy expresivo con sus manos. —Supuse que habrías oído hablar de él —señaló—. Es, sin excepción, el más atractivo, divertido e importante personaje de toda la alta sociedad. Orlina pensó que si tal era el caso, debía haber leído el nombre en las columnas de sociales. A la vez, como sólo buscaba lo que se decía de Sarah no se interesaba en los demás. —¿Vas a casarte con él? —preguntó. Se hizo una breve pausa antes de que Sarah contestara, con lo que a Orlina le pareció dureza en la voz: —Sí, voy a casarme con él, pero no será fácil. —¿Porqué? —preguntó Orlina. —Porque, querida, el conde está decidido a permanecer soltero y aun cuando lo divierto, se rehúsa a reconocer que me ama. Orlina miró a Sarah con sorpresa. —Si así es como siente, ¿por qué deseas casarte con él? —Porque es todo lo que deseo —respondió Sarah— y el marido que siempre he soñado tener. Hizo una pausa y continuó: —Sus caballos son magníficos, tanto los que tiene en Londres como en el campo. Es amigo íntimo del Príncipe de Gales, quien disfruta de su compañía. No hay anfitriona que no intente tenerlo en todas sus fiestas, recepciones o bailes.

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Contuvo el aliento antes de proseguir: —Es el mejor partido matrimonial de todo Londres y como lo encuentro irresistible, deseo ser su esposa. —¿Y no crees que él te lo pedirá? —preguntó Orlina. —Tengo que obligarlo a hacerlo —contestó Sarah con voz firme. —¿Qué puedes hacer? Imposible que te le declares. —Ya lo hice, pero me respondió que desea permanecer soltero hasta que sea viejo. Entonces tal vez condescienda a tener un hijo para su título, que por cierto, es el más antiguo que existe. —Entiendo cómo te sientes —repuso Orlina—. Pero hay tantos hombres que desearían casarse contigo por tu belleza, que ¿por qué tienes que elegir al único difícil? —Porque es el mejor y después de tener lo peor en mi primer matrimonio, no voy a cometer un error por segunda vez. Deseo lo mejor y es lo que voy a conseguir: Orlina la miró, preocupada. —Pero… supón —dijo titubeante— que… nunca… te lo… propone. —Tengo que obligarlo, de una u otra manera —insistió Sarah—. Lo quiero y deseo ser la Condesa de Kentallen, pero te aseguro que hay cientos de otras mujeres que también lo desean. —¿Qué puedes hacer? —Es lo que voy a contarte. Sarah se inclinó hacia Orlina y dijo, en tono de voz muy diferente. —Escúchame bien. Allí es donde tienes que ayudarme. Orlina abrió muy grandes los ojos, pero no habló. —El conde hará un crucero en su yate por el Mediterráneo. —¿Porqué? —preguntó Orlina. —Dice —respondió Sarah— que desea unas vacaciones porque está fastidiado de las interminables diversiones de Londres. Pero creo que hay otra razón. —¿Cuál puede ser? Sarah bajó la voz.

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—Creo, aun cuando el conde jamás lo admitiría, que el Primer Ministro o la Reina desean que averigüe lo que sucede en los Balcanes. Orlina la miró. —En los Balcanes —repitió—. ¿Qué tiene que ver eso con nosotros? —¡Muchísimo! Como tu padre debe saber, la Reina está decidida a mantener bajo control cuanto sucede en Europa. Orlina se sentía un poco confundida. Siempre le habían interesado las cosas que sucedían en otros países y las discutía con su padre. A la vez, ni por un momento supuso que importarían a alguien como Sarah. —Es sólo una idea mía —continuó Sarah con tono ligero—, sólo porque Rollo se muestra tan misterioso en este asunto. Por lo tanto, debemos aprovechar cuanto suceda. —¿Y cómo entramos nosotras en eso? —Es lo que voy a decirte. Rollo me pidió, o más bien, para ser sincera, yo le sugerí, acompañarlo en su viaje por el Mediterráneo. Creo que ha invitado a dos o tres de sus amistades. Pero insiste en que, si voy, lleve a una chaperona conmigo. Orlina la miró con profundo asombro. —¡Una… chaperona! —repitió—. Pero si eres una viuda. No necesitas chaperona. —Eso fue lo que pensé —respondió Sarah—. Pero Rollo es muy astuto, en especial cuando se trata de defender su soltería. —No comprendo —contestó Orlina. —Si me lleva con él sin chaperona, aun cuando vayan otras personas, que supongo no serán nada importantes, yo podría acusarlo de dañar mi reputación y la única forma de repararla sería casarse conmigo. Orlina miró a Sarah. —Ahora entiendo. Pero, Sarah, si así es como él se siente, ¿qué caso tiene que lo persigas? Sarah se rió.

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—Entre más difícil se pone, más irresistible me resulta. Por lo tanto, tengo que encontrar una chaperona que me acompañe en este extraño viaje que estoy segura terminará hasta el Mar Egeo. —Estoy segura de que hay mucha gente deseosa de complacerte —observó Orlina. Se preguntó en qué forma podría ayudar ella en eso. —Te muestras muy tonta. No entiendes. Deseo, Orlina querida, que tú seas mi chaperona. —¡Yo! —exclamó Orlina—. ¿Cómo podría hacerlo cuando soy más joven que tú y soltera? Sarah se movió más cerca de ella. —Escucha y trata de comprender lo que te pido que hagas. Puedes imaginar lo aburrida que sería cualquier chaperona del tipo de mis tías. Sin duda desaprobarían el asunto, se irritarían y molestarían a Rollo. Orlina no dijo nada, pero continuaba confundida. —Si me acompaña alguna mujer casada más joven —continuó Sarah—, sin duda intentará quitarme a Rollo y hará cuanto le sea posible para seducirlo. Vio la expresión escandalizada de Orlina y se rió. —Lo lamento, queridita, pero no tienes idea de cómo se comportan las mujeres en Londres cuando desean a un hombre tan excepcional y encantador como el conde. —Sigo sin comprender cómo podría ayudarte. —¿Has olvidado con qué talento solíamos actuar en las representaciones navideñas? Tú eras especialmente notable, como decía papá, una y otra vez. Orlina admitió que era verdad. Para divertir a los familiares que solían hospedarse con el marqués en Navidad, ella y Sarah solían preparar alguna pieza teatral. Empezaron con alguna obra navideña y después las hicieron más sofisticadas. Participaban también algunos vecinos y niños de la aldea. Orlina recordó que había actuado como mujer, como ángel y como diosa, todos ellos papeles de edad mucho mayor que la que tenía entonces. Había recibido nutridos aplausos.

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Sin embargo, lo había tomado como generosidad del público. Disfrutaba actuar y el marqués le había comentado que si alguna vez necesitaba trabajar para vivir, siempre podría encontrar un buen trabajo en el teatro. Por supuesto, bromeaba. Orlina se había reído mientras pensaba en cómo se escandalizarían sus padres ante la sola idea. Comprendió con exactitud lo que Sarah le pedía. —No puedo hacer tal locura —contestó—. Para empezar, el conde y cualquiera que viaje en el yate se darían cuenta de que no soy tan vieja como deseas que finja serlo. —¿Por qué iban a hacerlo? —la interrumpió Sarah antes que pudiera decir nada más—. Si actúas el papel con habilidad y estás vestida en forma apropiada, no habrá razón para dudar que tienes más de treinta años y, por supuesto, que eres una viuda, para así no tener que explicar por qué tu esposo no te acompaña. —¿Cómo podría hacerlo? Lo lograba en el escenario tal vez durante media hora, pero no durante varios días o tal vez semanas. —¡Puedes hacerlo! ¡Por supuesto que puedes! —insistió Sarah—. Y como estaba tan segura de que no te negarías a hacerme feliz el resto de mí vida, traje conmigo la ropa que necesitarás. —La ropa que necesitaré —repitió Orlina—. ¿Cómo pudiste hacerlo? —Hay pilas de ella en casa, que pertenecieron a mi madre y a una tía que murió en fecha reciente. Me pidieron que me deshiciera de todas sus cosas y conservara las que quisiera. Hizo una pausa y continuó: —Iba a enviar toda su ropa a un asilo cuando Rollo me habló de la chaperona y comprendí cómo podría aprovecharla. —¿Qué edad tenía tu tía? —Más de cuarenta años y su ropa es elegante, pero por supuesto, nada que yo pueda usar. —Por favor, Sarah, no puedo hacerlo —rogó Orlina—. Sólo me pondría en vergüenza y te haría quedar mal. Entonces realmente estarías en un lío. —No del todo. Haría entonces que el conde se casara conmigo por arruinar mi reputación. Orlina lanzó una exclamación.

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—¡No puedes hacerlo! Es algo malvado. ¿Cómo podrías ser feliz si obligas a tu marido a casarse contigo? Sería un desastre. —No en lo que a mí concierne. Si Rollo se molesta conmigo no será por mucho tiempo. Le resulto atractiva, ¡de eso no hay duda! Es sólo que no quiere casarse. —Estoy segura de que es un error obligarlo. —Tal vez lo sea para ti, pero yo pienso diferente. Querida, ¡tienes que ayudarme! No hay nadie más a quien pueda acudir y menos permitirle el permanecer encerrada en un yate, donde haría todo lo posible por tirarme por la borda para quedarse con Rollo. Orlina no pudo evitar reírse. —No creo que las cosas estén tan mal. —Espera a conocerlo. Es tan apuesto que resulta imposible a todas las mujeres dejarlo en paz. Sólo necesitan verlo para arrojarse a sus brazos. —No puedo imaginar algo peor que estar casada con un hombre así —repuso Orlina—. Oh, Sarah, sé sensata y enamórate de alguien diferente. —Lo intenté. ¡Fue un total y absoluto fracaso! No tienes idea de lo desdichada que fui en mi primer matrimonio. —Lo lamento mucho, querida —contestó Orlina—. Pero sin duda comprendes que, para ser feliz, un hombre debe amarte intensamente, de hecho, más que tú a él. —Haré que Rolló sienta eso por mí —aseguró Sarah—, aunque sea lo último que haga. Había una determinación en su voz que Orlina conocía. Sarah se había salido siempre con la suya desde que era pequeña. Se sintió segura de que no era sólo amor lo que la hacía estar tan decidida a casarse con el conde. Se debía a que él se resistía. Sarah la miraba, esperando que le dijera que la ayudaría. De nuevo, Sarah se salió con la suya. Orlina comprendió que tendría que hacerlo. —¿No hay… nadie más… que pudiera ir… contigo… excepto yo? —preguntó desesperada. Sarah negó con la cabeza.

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—En nadie más confiaría. ¿Puedes imaginar cuánto disfrutaría cualquier otra mujer al comentar después que pudo engañar al conde? Orlina no pudo evitar pensar que la razón por la que Sarah no podía pedírselo a otra amiga era porque no tenía ninguna. De todos modos, como era menor que Sarah, siempre había hecho lo que le pedía. —Sí… acepto —contestó— pero…. todavía… no lo decido, ¿cuándo partiríamos? —Dentro de tres días. Orlina lanzó una exclamación. —¿Cómo podría hacerlo? ¿Cómo podría estar lista? —Puedes hacerlo porque tienes toda la ropa lista. No tienes que hacer ningún equipaje, ya está todo guardado —indicó Sarah. Hizo una pausa y como Orlina no hablara, continuó: —Como mamá y mi tía eran delgadas como tú, estoy segura de que toda su ropa te quedará. Si no, llevaré a una doncella conmigo y puede arreglarla mientras estamos a bordo. —Pareces tener respuesta para todo —señaló con voz débil Orlina—. Pero estoy segura de que no debería hacerlo. Si papá lo supiera, lo desaprobaría. Sarah se rió. —Olvidas que conozco a tu padre —respondió— y aun cuando es uno de los hombres más encantadores que he conocido, me doy perfecta cuenta de que apenas nota si estás o no. Lanzó otra risilla antes de añadir: —Vive en las nubes, en un mundo propio, siglos atrás, y cuando vuelvas, dudo que recuerde siquiera que te fuiste. Orlina sabía que era verdad. —Está bien, Sarah —convino—. Como de costumbre, te sales con la tuya e iré contigo. Pero si las cosas salen mal, no me culpes. —No lo haré y si el conde se niega a casarse conmigo cuando volvamos a Inglaterra, sólo me culparé a mí misma por haber sido ineficiente. Lo dijo como si tal cosa fuera imposible.

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Y se veía tan hermosa, que Orlina exclamó, impulsiva: —¡Eres tan linda, Sarah! Tienes todo lo que podría desearse en el mundo, belleza, dinero, una familia distinguida y, si los periódicos tienen razón, a todo Londres aclamando tu hermosura, ¿para qué quieres más? —Quiero al conde —respondió Sarah— y estoy decidida, completamente decidida, a que no se me escape. Hizo una pausa y continuó: —Por supuesto, Orlina querida, como mi mejor amiga, serás la primera en hospedarse conmigo en el castillo Kentallen y serás la madrina de todos mis hijos. Orlina levantó las manos. —Vas demasiado rápido. Cuentas tus pollitos antes de tenerlos. ¿Por qué no lo piensas mejor? —Lo he pensado y pensado y sólo me he convencido de que lo único que deseo y lo único que voy a tener es, sencillamente, al Conde de Kentallen. Casi como hipnotizada por Sarah, Orlina subió con ella por la escalera. Le mostró parte de la ropa que había llevado consigo. Eran tres baúles. Orlina se dio cuenta de que los trajes que Sarah llevara no sólo eran hermosos, sino en extremo costosos. Se enteró de que provenían de las mejores tiendas de Londres y París. Eran de colores serios y con elaborados adornos que jamás usaría ninguna muchacha joven. Para complacer a Sarah se probó uno y descubrió que le quedaba casi perfecto. De hecho, sólo un poco grande alrededor de la cintura. Pero sería fácil ajustarlo desde atrás, de donde partía el polisón que todavía estaba de moda. —Por supuesto, necesitarás joyas —observó Sarah. Orlina se miró al espejo. Lucía un vestido de satén azul profundo adornado con holanes de encaje alrededor del ruedo de la falda, que terminaba en una pequeña cauda en la parte de atrás. El talle era muy ceñido.

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También estaba adornado con encaje, así como las pequeñas mangas que caían un poco abajo de los hombros. Era muy elegante y pensó que le resultaba difícil reconocerse a sí misma vestida así. —Debes levantarte el cabello por encima de la cabeza —decía Sarah— y, por supuesto, ponerte un poco de maquillaje. Creo que deberías usar anteojos, al menos durante el día. —¿Anteojos? —preguntó Orlina. —Te harán parecer mayor —respondió Sarah— y, por supuesto, la joyería ayudará mejor que nada a crear la ilusión de que eres una acaudalada viuda. —No demasiado rica, espero —contestó con rapidez Orlina—. Dudo que papá me dé mucho dinero para el viaje. —Yo te daré cuanto necesites —indicó Sarah—. Como tienes tanta ropa no tendrás que comprar nada, excepto, por supuesto, algunos regalitos cuando bajemos a tierra y estoy segura de que los divertidos son los que le gustarán al conde. Orlina no pudo evitar sentir que, como el conde tenía todo, no disfrutaría del tipo de regalos que ella o nadie más pudiera comprarle en un puerto extranjero. Pero Sarah hacía de ello un cuento de hadas. El Príncipe Encantador le pediría ser su esposa y vivirían felices para siempre. "Debo ayudarla si puedo", se dijo Orlina. A la vez estaba sumamente preocupada de que alguien la descubriera y la tachara de mentirosa y farsante. Sarah la hizo probarse el traje que dijo debería usar para viajar. Lo había hecho colocar en la parte superior del baúl. Era elegante, pero notoriamente confeccionado para una mujer madura. Jamás lo habría usado una jovencita. —Hasta ponérmelo me hace sentir mayor —observó Orlina. —Ahora actúas tu papel con tanta habilidad como en los viejos días — respondió Sarah con satisfacción—. Como estás vestida como mujer mayor, la gente se dirigirá a ti con respeto y nadie adivinará ni por un momento que sólo tienes diecinueve años. —¡Ya tengo veinte! —la corrigió Orlina.

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—Y, por supuesto, a un paso de la tumba —bromeó Sarah. Ambas se rieron. Pero Orlina pensó entonces que, en verdad, los años pasaban y jamás había recibido una proposición de matrimonio. Estaba segura de que Sarah había recibido docenas desde la muerte de su marido. Parecía innecesario que persiguiera a un hombre que no la quería. Casi como si supiera lo que estaba pensando, Sarah dijo: —Rollo me quiere, por supuesto que me quiere. Sería inhumano si no le resultara atractiva, es sólo que no desea casarse. —¿Quieres… decir que… el conde es… alguien muy… especial… en tu vida? — preguntó Orlina titubeante. —Si estás preguntando si es o no mi amante, ¡por supuesto que lo es! — respondió Sarah—. Me encuentra irresistible y somos muy felices juntos. Es sólo que tiene esa ridícula idea de que prefiere permanecer soltero. Orlina estaba escandalizada. No podía evitarlo. Ni por un momento había pensado que Sarah haría algo en su opinión tan incorrecto como tener un amante. Pero pensó que tal vez había sido muy tonta. Se hacían toda clase de murmuraciones acerca del Príncipe de Gales y la sociedad londinense. Pero ella no tenía idea de que se fundaban en la verdad. Jamás había comentado el asunto con nadie, ni siquiera con su padre. Por lo tanto, asumía que las bellezas, incluso las que se mencionaban junto con el Príncipe de Gales, sólo coqueteaban y no hacían nada más serio. No supo qué decirle a Sarah. Cruzó la habitación hacia la ventana y permaneció mirando hacia el jardín. No veía las flores primaverales.

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En cambio, pensaba en lo joven e inocente que había sido Sarah cuando eran niñas. Cómo ninguna de ellas pensaba en los hombres más que como maridos. Daba la espalda a Sarah, quien minutos después preguntó: —¿Te escandalicé, Orlina? Tal vez lo hice, pero es tiempo de que crezcas y te des cuenta de que el mundo es muy diferente de lo que pensamos antes que me casara. Lanzó una risilla antes de continuar: —Supongo que ambas pensábamos en el príncipe de los cuentos de hadas, tan cortés y valiente. Y, por supuesto, en la heroína que se casaba con él y eran por siempre felices. Orlina no respondió y Sarah prosiguió: —Eso era lo que esperaba cuando me casé con Henry, pero descubrí que los cuentos de hadas son mentiras y que la vida es muy diferente. —Sabiendo… eso —balbuceó Orlina en voz muy baja—. ¿Cómo… pudiste… pensar que… el amor… sin matrimonio… podría hacerte… alguna vez… feliz? —Ya no soy tan idealista como cuando éramos niñas —respondió Sarah—. Y también estoy decidida a no volver a equivocarme. Se hizo el silencio, hasta que Orlina preguntó: —¿Quieres… decir que… no te casarías… con un hombre a menos… que hubieras vivido… antes… con él? No puedo evitar pensar que… es incorrecto. —Tal vez lo sea en principio —respondió Sarah—, pero al menos es una protección contra la desilusión al descubrir que en lugar de casarte con un príncipe de cuento, te casaste con alguien muy aburrido. Su voz se agudizo al continuar: —Un hombre que realmente no me atraía y que deseaba alardear todo el tiempo de ser mejor de lo que era. —Eso fue un fracaso —admitió Orlina—, pero no tiene qué suceder con todos los… hombres… que conozcas. —No sucederá si me caso con el conde. Y por eso es que por mucho que se resista, con el tiempo ganaré la batalla. Entonces seré realmente feliz. —¿Estás… segura?

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—¡Tan segura como de que soy lo bastante hermosa y lista para casarme con cualquiera que desee! Orlina intentó comprender, pero todavía estaba muy escandalizada por lo que acababa de escuchar.

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Capítulo Dos Cuando Sarah terminó de mostrar a Orlina los trajes, abrió las dos cajas de sombreros que llevara consigo. En cuanto miró su contenido, Orlina no pudo evitar reírse. —¡No hay duda de que me veré vieja con esos sombreros! —Es justo lo que deseamos. Los sombreros eran muy costosos, adornados y bonitos, pero sólo adecuados para mujeres maduras. Tenían plumas, velos y justo lo que Orlina pensó que debería usar cualquier dama de compañía importante. Había también un estuche de piel en el que Sarah dijo que su tía solía llevar sus joyas y maquillaje. Orlina levantó la ceja al oírlo, pero Sarah dijo: —Por supuesto que tendrás que maquillarte. Las mujeres maduras siempre lo hacen, aun cuando está prohibido para las jovencitas y es otro de los privilegios de las casadas. Orlina se rió. —Me alegro de que tengan alguno. Tú lo haces parecer como carente de todo encanto. —Todo depende de con quién estés casada —respondió Sarah. Para evitar que empezara a hablar del conde, lo que para Orlina era vergonzoso, abrió el estuche de piel. Contenía algunas botellas con tapas doradas. También pomos con cremas para el rostro. —Si tengo que usar todo esto —indicó— no tendré tiempo para nada más. —Te acostumbrarás —respondió Sarah—, y puedo asegurarte que mi tía siempre se veía muy elegante y mucho más joven de lo que realmente era. Orlina sacó una a una las botellas y leyó lo que contenían. Entonces vio una botella muy diferente al final de la fila. Parecía provenir de alguna droguería.

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Leyó la etiqueta, que decía: "Láudano". —Así que tu tía lo tomaba para dormir —exclamó. —Eso supongo —respondió en forma casual Sarah—. Por mi parte, duermo como un tronco en cuanto pongo la cabeza en la almohada. —Yo también —indicó Orlina. Sin embargo, no era del todo verdad. A menos que hubiera cabalgado todo el día, no se acostaba realmente cansada. Sabía que si hubiera estado en Londres como Sarah, asistiría a fiestas donde se bailaba hasta la madrugada. Entonces, sin duda, dormiría como dijera Sarah. Hizo a un lado la botella de láudano. Esperaba, por mucho insomnio que sufriera, no tener jamás que tomar ese somnífero que su madre consideraba peligroso. —Ahora, lo que tienes que añadir a este estuche, que tú o la doncella llevarán, son tus joyas. Orlina titubeó. —Supongo que deseas que lleve las de mi madre, pero no puedo pedirle permiso a papá. —Estoy segura de que tu madre pensaría que lo haces por una buena causa — respondió Sarah—, que soy yo. Orlina se rió. —Será mejor que bajes conmigo a la caja de seguridad y elijas lo que consideres más apropiado. Así lo hicieron y Orlina no se sorprendió cuando Sarah seleccionó lo más espectacular de las joyas de su madre. Estaba el collar de diamantes con pendientes a juego que recibiera el día de su boda. Un enorme broche de diamantes en forma de luna. También algunos brazaletes muy bonitos que Orlina jamás había tenido oportunidad de lucir.

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—Llévate también todos los pendientes —ordenó Sarah—, porque las mujeres maduras siempre los usan y, por supuesto, el anillo de bodas de tu madre. Orlina titubeó por un momento. Sentía que no debía involucrar a su madre en esa farsa de Sarah que era, para decirlo con claridad, una mentira. Después se dijo que era una tontería. Si así hacía feliz a Sarah, difícilmente podía negarle algo, sobre todo porque le tenía afecto desde hacía muchos años. Se puso el anillo. Le quedaba un poco flojo. Por lo demás, sería la mejor prueba de que había sido casada. Llevaron arriba las joyas y las guardaron en el estuche de piel. Para entonces era casi la hora de la cena. —Di por sentado que pasarías aquí la noche —indicó Orlina. —Por supuesto que lo haré —respondió Sarah—, pero debemos partir mañana temprano porque deseo hacer notar que te hospedas conmigo antes que abordemos el yate. —Creo que sería un error —observó con rapidez Orlina— que me conozcan tus amistades. Podrían hablar de mí, mostrarse curiosas y sería difícil para mí hacer un buen relato de quién soy y de dónde provengo. —Ya pensé en eso —respondió Sarah—. Serás mi tía, o sería más sensato decir que eres la viuda de alguno de los Avingforde. Anoche pensaba en que sería un error escogerte un nombre difícil de recordar. Estoy segura de que yo sería la primera en equivocarme. —¿Qué sugieres entonces? —Creo que sería más sencillo para ambas llamarte Lina. Es un nombre bonito y no tan raro como Orlina. —De acuerdo, eres muy lista —acordó Orlina. —Como sabes, el apellido de nuestra familia es Dale. Si usas ese apellido, nadie dudará de que eres mi parienta. —A menos que uno de los curiosos sea tu familiar. Es por eso que no debo llegar a Londres demasiado pronto. —Te comprendo y es muy sensato de tu parte. Si liegas a Londres la tarde del jueves, podríamos abordar juntas el yate. Estará en el Támesis, así que no tenemos que ir muy lejos para abordarlo. Orlina pensó que eso sonaba muy elegante.

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A la vez, sin lugar a dudas sería más seguro que estar con Sarah en Londres antes que la farsa empezara. —Yo regresaré mañana, pero debes prometerme bajo palabra de honor, que no cambiarás de opinión ni me fallarás en el último momento. —Por supuesto que no lo haré —prometió Orlina. Notó el alivio en el rostro de Sarah. Realmente temía que Orlina no hiciera lo que le pedía. "Estoy segura de que cometo un error", se dijo. Pero había dado su palabra y no había remedio. —Lo que haremos —indicó en voz alta—, es arreglar los vestidos y elegir lo que realmente necesitaré para el viaje. Si me llevo todos estos, el conde pensará que supongo que daremos la vuelta al mundo. Sarah se rió. —Deseará que se te vea elegante. No olvides que Rollo es muy perceptivo en lo que se refiere a las mujeres. —Ahora empiezas a asustarme. Supon que adivina en cuanto me vea que no soy lo que pretendo ser. —Si actúas tan mal como para que suceda eso, me sentiré profundamente avergonzada de ti. Aceptabas los aplausos y todos los halagos de mi padre cuando actuabas en Navidad y no puedes fingir ahora que no sabes qué hacer. Orlina se rió. —Intentaré, querida Sarah, hacer lo que deseas, pero no puedo evitar sentir temor. —Si actúas con habilidad, dudo que el conde te preste mucha atención. Sarah hizo una pausa y continuó: —Te tendría allí para su propia seguridad y para evitar ser llevado a fuerza al altar y no hay razón para que haga nada más que mostrarse cortés y aceptarte como una de sus invitadas. Orlina se dio cuenta de que Sarah estaba inquieta por eso. Se estaba delatando.

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—Te prometo —dijo— que me mantendré a la sombra y seré muy discreta. Pero en lo único que insisto es en que haya suficientes libros a bordo. Me llevaré algunos conmigo. Sarah se rió. —Recuerdo que tu vieja niñera decía que te acabarías los ojos leyendo, pero ahora lo aceptaré porque es para una buena causa. Se fueron a cambiar para la cena. Cuando bajaron, Sir Nicholas se mostró, encantado de ver a Sarah. —Es una gran sorpresa —dijo—. Pensé que te habías olvidado de nosotros. —Por supuesto que no —respondió Sarah—, pero he estado muy ocupada en Londres y ahora deseo que sea usted muy generoso y permita que Orlina pasé una corta temporada conmigo. Sir Nicholas sonrió. —Estaré encantado de hacerlo. Me es muy útil y la echaré de menos. A la vez, me doy cuenta de que es muy aburrido para ella estar aquí sin tener con quién hablar, excepto los fantasmas del pasado que conjuro en mis libros. —Pero lo hace con tal genialidad —observó Sarah—, que todos los que los leen están fascinados con ellos. Orlina comprendió que su padre se sentía complacido por el halago y que Sarah mostraba mucho tacto. Durante la cena hizo cuanto pudo para interesar y divertir a Sir Nicholas. Orlina pensó que hacía mucho tiempo que no había escuchado a su padre reír tanto. "Sarah es tan fascinante —se dijo— que no puedo imaginar por qué el conde no desea casarse con ella". Cuando se retiraron a acostar y estando a solas, no se durmió, sino permaneció despierta pensando en el conde. Supuso que sería un hombre muy vanidoso y desagradable. Realmente era una equivocación por parte de Sarah el estar involucrada con él. Si se comportara correctamente, pensó Orlina, no habría enamorado a Sarah si no tenía intenciones de casarse con ella.

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Como era tan inocente, no sabía con exactitud qué sucedía cuando un hombre le hacía el amor a una mujer. Sentía que era algo muy íntimo y maravilloso cuando ambos estaban realmente enamorados. Pero era evidente que el conde no estaba enamorado de Sarah. Por lo tanto, su comportamiento había sido abominable al seducirla y permanecer en la posición de poder alejarse de ella cuando ya no le interesara. "Es cruel y malvado —se dijo—, y aunque Sarah sea viuda, él debe saber que fue desdichada en su matrimonio". Cuanto más lo pensaba, más llegaba a la conclusión de que Sarah perseguía al conde sólo porque él no la perseguía a ella. Era evidente que, después de quedar viuda, había sido pretendida por muchos hombres. Orlina estaba segura de que la mayoría habría deseado casarse con ella. Al recordar su niñez, Orlina reconoció que Sarah siempre deseaba lo que no podía obtener y jamás estaba satisfecha con lo que tenía. Era Sarah quien siempre deseaba montar los caballos más grandes y mejores que el que su padre le obsequiara. A pesar de que le decían que era peligroso, insistía en montar los caballos que el marqués reservaba para él. Y cuando crecieron, exigía sin cesar vestidos, sombreros y otras prendas de las tiendas más caras de Londres. Orlina se conformaba sin problemas con los vestidos bonitos pero no costosos que podían adquirirse en la población más cercana. Pero Sarah protestaba y rogaba hasta que la llevaban a Londres a comprar la ropa que veía en las revistas. Era a la última moda y mucho más elegante que cualquiera que pudiera comprar en el campo. Orlina recordaba muchos otros ejemplos de Sarah deseando siempre lo que estaba fuera de su alcance. Generalmente, por medio de una intensa persistencia lograba lo que quería. "Ahora comete otro error en lo referente al matrimonio", se dijo.

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Cuanto más lo pensaba, más convencida estaba de que el conde era la última persona con la que Sarah debía casarse. De hecho, él debía ser una persona echada a perder, mimada y egoísta. El jueves por la mañana, Orlina partió en tren hacia Londres. Pensaba, y a la vez elevaba una pequeña oración, para que de alguna manera encontrara la forma de que Sarah fuera feliz. Era tan bonita y tan dulce en muchos sentidos, que parecía incorrecto que desperdiciara su tiempo con un hombre que no la merecía. Además de que, sin duda, avanzaba en una dirección que, con el tiempo, la conduciría al desastre. "Debo ayudarla a evitar otro matrimonio desdichado", decidió Orlina. A la vez se sentía desvalida e ignorante. Entraba en un mundo del que nada conocía. La idea de conocer al conde y a sus amigos la asustaba. —Pásala muy bien, queridita —había dicho Sir Nicholas al darle el beso de despedida—. Te mereces toda la diversión que puedas disfrutar después de permanecer aquí sepultada en vida con nadie más que yo para conversar. —He sido muy feliz, papá. —Y muy útil —respondió él—. No sé qué haré sin tu ayuda para traducir algunos de esos viejos manuscritos que acabo de descubrir. —Lo haré cuando regrese —prometió Orlina. Sabía que los manuscritos de los que hablaba su padre estaban en griego antiguo. Pensó con tristeza que el tipo de conocimientos que tanto apreciaba su padre no le sería de mucha ayuda en Londres. Le llegaban manuscritos históricos de todas partes del mundo. Orlina había aprendido varios idiomas poco usuales para ayudarlo en sus traducciones. Algunos que provenían de los monasterios del Tíbet estaban en un idioma que pocos historiadores podían traducir. Otros eran de lejanos lugares del Oriente.

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Y muchos de ellos venían de Grecia, Turquía y algunos lugares de los Balcanes. En su último libro, su padre había necesitado algunas traducciones del ruso y para Orlina resultó difícil, pero no imposible. No obstante, a veces se preguntaba si lo que aprendiera con su padre alguna vez le sería de utilidad en otra parte. En su mayoría los manuscritos eran en lenguas extranjeras antiguas. No podía esperar encontrar gente de su edad que las conociera. —No trabajes demasiado, papá —pidió— y recuerda que, por ocupado que estés, debes tomar los alimentos a sus horas. Sir Nicholas se rió antes de responder: —Te prometo que seré un buen chico y recordaré todo lo que me has dicho hasta que regreses. Orlina le rodeó el cuello con sus brazos y lo besó de nuevo. —Te amo, papá, y tengo la sensación de que todos los jóvenes que conoceré en Londres me parecerán muy aburridos después de estar contigo. —Ahora me estás halagando —protestó Sir Nicholas—. Pero disfruto cada palabra cuando lo haces. Se rieron mientras caminaban hacia la puerta. Orlina subió al carruaje que la esperaba para conducirla a la estación. Una vieja doncella la acompañaría y regresaría en cuanto la dejara en Londres. —No queremos que regrese y comente lo diferente que te veías cuando estabas conmigo —había dicho Sarah—. Mi doncella se encargará de ti. Es francesa y nada la sorprende. Por la mente de Orlina cruzó la idea de que la doncella de Sarah no se sorprendería, por lo tanto, de que su ama sostuviera un romance. Una doncella inglesa lo habría hecho. Entonces se dijo que no deseaba pensar en esas cosas. De todos modos, no eran asunto suyo y sólo tenía que ignorarlas. Llegó a Londres ya avanzada la tarde del jueves. El elegante carruaje de Sarah la esperaba afuera de la estación.

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Llevaba con ella dos de los baúles que Sarah le dejara. También dos cajas de sombreros y el estuche de piel que ella misma portaba porque contenía sus joyas. La casa de Sarah estaba en una de las calles principales que daban a la Plaza Berkeley. Condujeron en seguida a Orlina al dormitorio que iba a ocupar. Sarah se reunió con ella. —Debes apresurarte —indicó— porque tienes que cambiarte y estar lista para conocer a Rollo, quien llegará dentro de media hora. Orlina se sobresaltó. —¿Lo conoceré esta noche? —Insistió en ello —respondió Sarah—. Cuando supo que había invitado a una de mis tías para que fuera mi dama de compañía, dijo que lo cortés era conocerla antes de subir a bordo. Si me lo preguntas, creo que lo hace por curiosidad. Orlina se preocupó. —¿Y si cuando me vea no le agrado o dice que soy muy joven para ser tu acompañante? —Eso es lo que temo —observó Sarah—. De hecho, fácilmente podría sospechar que lo estamos engañando. Orlina lanzó una exclamación de horror. —Oh, Sarah, pienso en lo incómodo que será si sospecha la verdad. Por favor, déjame regresar a casa. Busca a alguien más. —No seas tonta —respondió Sarah—. Estoy segura de que el quisquilloso conde sólo se está protegiendo de morirse de aburrimiento con una de sus invitadas. Hizo una pausa y agregó: —O de que sea alguien que, bajo ninguna circunstancia, podría considerarse una dama de compañía apropiada. —Eso es lo que soy —repuso con rapidez Orlina—. Por favor, Sarah, sé sensata. Déjame ir a casa y dile que te tomará un día más encontrar a la persona adecuada. —Tú eres la persona adecuada para mí. Por lo tanto, tienes que convencer a Rollo de una vez por todas de que eres una dama sumamente encantadora y que de ninguna forma te inmiscuirás con sus invitados.

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—Al menos de eso, puede estar completamente seguro. Si las cosas se presentan muy mal, puedo permanecer en mi camarote y decir que estoy indispuesta. —Estoy segura de que no habrá necesidad de ello —respondió Sarah—. Ahora, rápido, déjame que te arregle. Mientras hablaban, habían subido los baúles al dormitorio y los colocaron en el vestidor contiguo. La doncella de Sarah los había abierto. —Como partimos mañana —explicó Sarah a Orlina—, le pedí que te buscara un vestido elegante para lucir hoy. El conde y yo saldremos a una fiesta de los Duques de Rutland, así que no te volverá a ver hasta mañana cuando abordemos. Orlina quiso añadir: "si es que me acepta" Sin embargo, no tenía caso discutir con Sarah, así que se dirigieron al vestidor para ver qué ropa habían sacado. Era un elegante vestido de satén negro adornado con holanes y costosos bordados. No era momento de discutir y en cuanto Sarah lo aprobó, Orlina se lo puso. —Ahora debemos arreglar tu cabello y, por supuesto, maquillar tu rostro. Obediente, Orlina se sentó en el banquillo del tocador. Tenía un bonito espejo con cupidos de oro. Reflejaba tanto a ella como a Sarah detrás. Preocupada como estaba, Orlina tuvo que reconocer que ambas formaban una preciosa imagen. El cabello de Sarah era rubio oscuro con destellos rojizos. Hacía marco a sus facciones clásicas, enormes ojos y barbilla puntiaguda. Tenía un cuello largo como de cisne y su belleza era la de una diosa griega. Orlina era muy diferente. Su cabello era rubio muy claro, que a veces parecía casi plateado. Sus facciones eran perfectas, pero pequeñas. Sus ojos azules dominaban su rostro, que tenía forma de corazón y su frente estaba en proporción perfecta con el resto.

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Era preciosa. A la vez, tenía una belleza diferente a las demás mujeres. Era un aura espiritual. Cualquiera que conociera a Orlina desde que era un bebé, pensaba en seguida en flores y en las primeras hojas verdes de la primavera. Ahora, ambas reflejadas, resultaba evidente quién era la mayor y la más sofisticada de las dos. —Ahora debemos ser astutas y hacerte ver cuando menos quince años mayor —observó Sarah. —¿Realmente lo crees posible? —preguntó Orlina. —Tiene que ser —afirmó Sarah. Una vez más, Orlina comprendió que Sarah estaba decidida a salirse con la suya. La doncella arregló el cabello de Orlina levantándolo sobre su cabeza. Era un estilo que, sin duda, la hacía verse un poco mayor. Entonces Sarah fue a su habitación y regresó con una gran caja. Contenía, comprendió Orlina, los polvos y pomadas que usaban durante sus representaciones del pasado. Con habilidad, Sarah oscureció las cejas de Orlina y después aplicó un ligero toque de máscara en sus pestañas. —Me veré demasiado teatral —protestó en seguida Orlina. —No cuando haya terminado —aseguró Sarah—. Traje unos anteojos y también unos impertinentes que pertenecieron a mi madre. Terminó añadiendo polvo y un poco de rubor en el rostro de Orlina. Inmediatamente después la hizo ponerse los anteojos. Le resultaba difícil a Orlina vera través de ellos. Sarah dio un paso hacia atrás para ver el resultado. —No, te hacen ver casi grotesca. Le quitó los anteojos y le entregó los impertinentes.

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—Ahora está mejor —dijo—. Úsalos continuamente cuando te muestren algo o cuando mires el rostro de alguien. Orlina lo ensayó y Sarah lanzó de pronto una exclamación. —Ya sé qué está mal —señaló—. Sería un error que Rollo viera tu cabello. Orlina la miró sorprendida. —Tendrá que verlo tarde o temprano —contestó. —Por supuesto, pero tarde es la palabra conveniente. Lo que necesitamos es un sombrero y como acabas de llegar del campo no has tenido tiempo de quitártelo. La doncella, que las escuchaba abrió una de las cajas de sombreros. Sarah acudió y tardó un rato eligiendo el que quería. Luego regresó al tocador y lo puso en la cabeza de Orlina. En forma instantánea la hizo verse muchos años mayor todavía. Era un sombrero muy elegante adornado con plumas que ninguna jovencita usaría. También tenía un velo que ocultaba el rubio cabello de Orlina. —Eso está mejor —exclamó Sarah—. Ahora, algo de joyas. Para cuando le añadieron perlas, un broche de diamantes, y unos pendientes de perlas en forma de lágrimas, a Orlina le empezaba a costar trabajo reconocerse. Sarah miró la hora y lanzó una exclamación. —Debemos bajar —apremió—. Vamos, Orlina, y recuerda que acabas de llegar y no has tenido tiempo de quitarte el sombrero. La doncella entregó a Orlina un bolso de mano y un par de guantes de cabritilla. Orlina se levantó un poco la falda para poder bajar por la escalera casi a la carrera. Lo hacía con una rapidez muy diferente a la que habría usado Lady Dale. Llegaron al salón. Apresuradamente, Sarah le indicó un sillón de espaldas a la ventana. —Ahora te veo perfecta, absolutamente perfecta, tal como deseaba —aseguró Sarah.

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—Estoy asustada —respondió Orlina. —No necesitas estarlo. Sólo recuerda ser encantadora con él y hacerlo sentir que anhelas unas tranquilas vacaciones en el mar. Apenas acababa de hablar cuando el mayordomo abrió la puerta. —El Conde de Kentallen, milady —anunció. Sarah lanzó una exclamación de sorpresa. Y, mientras el conde entraba en la habitación, se levantó de un salto y corrió hacia él. —No te esperaba hasta más tarde —dijo. —Pensé que te había dicho que vendría a las seis —contestó el conde. Habló con voz profunda, con lo que a Orlina le pareció un cierto tono divertido. Como estaba asustada, su corazón latía apresurado. Fue con la mayor dificultad que no se volvió para mirarlo. En cambio esperó hasta que Sarah expresó: —Estoy tan emocionada de verte y llegas en el momento justo en que mi tía, Lady Dale, acaba de llegar. El conde miró hacia donde Orlina estaba sentada, como si no hubiera notado su presencia antes. —Ven a conocerla —pidió Sarah—, porque me ha prometido acompañarnos en tu yate y tuve que arrancarla de su jardín, lugar que prefiere más que el mar. Sarah hablaba con rapidez y excitación. Orlina comprendió que estaba nerviosa. Eso la asustó todavía más. Con dificultad se obligó a recordar que representaba un papel. Ya no era Orlina Runford, sino Lady Dale. Una viuda entrada en años que había sido convencida, en contra de su voluntad, a fungir como dama de compañía de Sarah porque le tenía mucho afecto. Casi como si un director de escena se lo indicara, volvió la cabeza en el momento justo.

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El conde se acercó y ella le extendió la mano. —Es usted muy amable —dijo— al invitarme a su yate. —Estoy encantado de que pudiera aceptar —respondió el conde—. Creo que el Mediterráneo en esta época del año es cuando está mejor. —Es lo que siempre he oído decir —respondió Orlina en voz muy lenta—. Pero nunca he estado en el Mediterráneo en el verano. —Entonces será una experiencia nueva para usted —observó el conde—. Espero que no la desilusione. —Estoy segura de que disfrutaré cada momento —contestó Orlina. Habló tal como solía hacerlo su madre. Y también la madre de Sarah. De hecho, era con las voces de ellas, no con la suya, con las que hablaba. Sabía que al permanecer elegantemente reclinada en el sillón, con las manos sobre el regazo, parecía muy a sus anchas. El conde se sentó a su lado. —Sarah me dice que pocas veces viene a Londres y es por eso que no nos hemos conocido. —Prefiero el campo —respondió Orlina—. Es tan hermoso para esta época del año, cuando las flores están en botón y las aves anidan entre las hojas de los árboles. Sonaba muy poético y el conde contestó: —Ahora me hace lamentar dejar el campo, aunque sea por poco tiempo. —Fue Robert Browning quien dijo: "¡Oh, estar en Inglaterra, ahora que abril está allí!" —respondió Orlina—. Siempre he pensado cuánta razón tenía. —También yo —indicó el conde. Levantó la vista hacia Sarah y dijo en tono un tanto burlón: —¿Estás segura de que no preferirías quedarte en Inglaterra que enfrentarte al tempestuoso mar? —Preferiría estar contigo —respondió Sarah—. Pero espero que el mar no esté tan tempestuoso y también que tú estés en calma.

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—Por supuesto, lo intentaré —respondió el conde—, pero no debes esperar demasiado. Orlina pensó que la forma en que hablaba tenía un doble sentido. Al atreverse a mirarlo pensó, como Sarah le había dicho, que era en extremo apuesto. A la vez, se dijo, era vanidoso, mimado e indigno de confianza. "No me agrada", decidió. Sin embargo, sabía que debía tener cuidado de no mostrar sus sentimientos. El conde se volvió de nuevo hacia ella. —Supongo que Sarah le ha dicho que partimos mañana. Les agradecería si pudieran abordar a las nueve y media. —Estoy segura de que podremos hacerlo —respondió Orlina—. Como vivo en el campo estoy acostumbrada a levantarme temprano y eso no me molesta. Es la gente joven, como ustedes, la que se desvela mucho y por lo tanto le resulta difícil levantarse con los primeros pájaros que cantan. El conde lanzó una risilla. —Es verdad. Una de las razones por las que estoy encantado de alejarme es para disfrutar de un buen descanso por las noches y no arrastrarme a la cama cuando está casi amaneciendo. Miró a Sarah al decirlo. Orlina comprendió de pronto lo que insinuaba. Una vez más se escandalizó y sintió que la invadía el desagrado que sentía por el conde. Miró hacia el reloj. —Creo, Sarah querida, que debo subir a descansar un poco. Ha sido un largo viaje y salí desde muy temprano. Así que me siento un poco cansada. —Por supuesto, tía Lina —respondió Sarah. Orlina se puso de pie. —Esperaré con ansia, milord, verlo en su yate —dijo al conde—. Sarah me dice que es muy moderno y eso, en sí, me resultará muy interesante. —Y yo estoy ansioso por mostrarle al Sirena —contestó el conde.

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—Es usted muy amable —respondió Orlina. Puso su mano sobre el brazo de Sarah y juntas se dirigieron hacia la puerta. Sarah la abrió y ella la cruzó. El conde se había puesto de pie para despedir a Orlina. Permaneció observando a Sarah que regresaba a su lado. —¿Qué te parece mi dama de compañía? Como te dije, es encantadora y complaciente. —No hay duda de que es muy atractiva —repuso el conde—. No sé por qué no la habías mencionado antes. —Vive en el campo y la veo poco —respondió Sarah—. Bueno, espero que estés satisfecho, ya que hice lo que me pediste. —Para ser sincero, no pensé que encontraras al tipo de dama de compañía que yo aceptaría y, por lo tanto, me habría visto obligado a no llevarte. Sarah lanzó una exclamación. —¿Cómo puedes ser tan cruel y malvado conmigo, Rollo? Sabes que todo lo que deseo es estar contigo. Me pediste una acompañante y la conseguí. —Eso veo. Pero sólo me pregunto si sabe a lo que se lanza. —¿A qué te refieres? —preguntó Sarah. —Tal vez se escandalice con facilidad por el resto de mi grupo. Sarah levantó la ceja. —¿Porqué lo dices? —Cuando los veas, no habrá necesidad de explicaciones. —¿Por qué te muestras tan misterioso? ¿Qué me ocultas? —No oculto nada. Tú sola te invitaste a mi yate pero dije que no podías venir a menos que tuvieras una acompañante. Ahora la tienes y supongo que nada puedo hacer. —¿Por qué ibas a querer hacer algo? Seamos felices juntos, como siempre. Te amo, Rollo, y sabes que deseo estar contigo. No tengo intenciones de permitir que te vayas a lejanos lugares, donde podrías olvidarme. El conde sonrió.

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—Haces muy difícil a la gente el olvidarte, Sarah. —Bueno, puedes estar seguro que lo haré difícil para ti. Y como partimos mañana temprano, no puedes ponerme más dificultades ahora, en el último momento. —Supongo que no —contestó renuente el conde. —Lo que es más —continuó Sarah—, no me has besado ni dicho que te alegra verme. Ha pasado mucho tiempo desde anoche. Se acercó más a él. Casi como si no pudiera evitarlo, el conde la rodeó con sus brazos. —Eres una joven muy persistente —aclaró. No sonaba a halago, pero Sarah se limitó a ofrecerle sus labios. —Te amo, Rollo —repitió—. Bésame. El conde pareció titubear un momento y entonces miró el hermoso rostro y la acercó más a él. Sus labios cayeron en los de ella y la besó. Los brazos de ella rodearon su cuello, para que no pudiera escapar.

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Capítulo Tres A la mañana siguiente, Orlina daba los últimos toques a su cabello cuando entró Sarah. Llevaba numerosas cosas en los brazos. —¿Qué tienes allí? —preguntó sorprendida Orlina. Pensó que ella y la doncella ya habían cerrado los baúles. —Primero que nada vengo a darte los buenos días —dijo Sarah con cierto tono de reproche—. Y aun cuando te dejé sola anoche, espero que hayas dormido bien. —Sólo dormí cuando logré dejar de preocuparme por el día de hoy —admitió Orlina. —¡Oh, deja de preocuparte! Todo está bien. Y aunque renuente, Rollo aceptó que, con mi dama de compañía, vaya con él. —¿Estás segura de que es lo sensato? —preguntó Orlina—. Si él no te quiere allí, sin duda sería mejor que te quedaras en casa y así se sentirá feliz de volver a verte cuando regrese. —Lo haría de estar segura de que sería así, pero es más probable que regrese acompañado de alguna otra hermosa mujer y nunca vuelva a hablarme —respondió Sarah. Orlina pensó que todo lo que oía decir del conde hacía que le desagradara aún más. Sabía, sin embargo, que sería un error comentarlo con Sarah. De nuevo miró a lo que su amiga llevaba en los brazos. —Te compré esto —señaló Sarah—, porque de pronto, anoche, recordé que cuando mamá envejecía y su cabello se puso muy delgado y escaso, solía usar siempre estas atractivas bandas, turbantes y plumas, como suelen hacer las francesas. —¿Sugieres que yo haga lo mismo? —preguntó Orlina. —Intento evitar que Rollo te vea el cabello. Tengo que admitir que había olvidado lo hermoso que lo tienes hasta que lo vi ayer en el espejo y pensé, molesta, que es más atractivo que el mío. —No compito contigo, pero creo que es muy buena idea que me pruebe esas lindas cosas que traes en los brazos.

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—Ahora no hay tiempo. Voy a decir a la doncella que las guarde en tu caja de sombreros, pero no olvides que están allí. Usa una cada noche. —¿Y qué uso durante el día? —preguntó Orlina. —Puedes usar sombrero o pañoleta, para evitar que el viento te despeine. Sea lo que sea, usa tu ingenio, siempre tuviste suficiente. Lo dijo en tono cortante. Eso hizo que Orlina se diera cuenta de que estaba más nerviosa de lo que fingía acerca del viaje que les esperaba. Terminó de vestirse y se puso otro de los adornados sombreros que pertenecieran a la tía de Sarah. Fue sólo hasta que se dirigían hacia donde el yate las esperaba, que Sarah dijo: —No olvides que tu marido, mi tío, era mucho mayor que yo y, por lo tanto, casi no lo recuerdo y por eso te llamo tía Lina. —Eso, al menos, me hace sentir vieja —contestó Orlina. Sarah se volvió para mirarla. —Realmente no luces lo bastante vieja. Creo que sería buena idea que con el lápiz de cejas marcaras un poco el contorno de tus ojos, como si te estuvieran saliendo arrugas allí. —Qué lista eres. Por supuesto, debí pensarlo yo misma. —Te mostraste sumamente hábil al maquillarnos en la última obra que todos festejaron —comentó Sarah. —Eso era diferente —respondió Orlina—, todos estábamos disfrazados. Si ahora estuviera vestida de Reina Isabel o de Cleopatra, me sentiría mucho más confiada que en el papel de tía tuya. Sarah se rió. A la vez, Orlina notó lo nerviosa que estaba. El yate que las esperaba a corta distancia de la Cámara de los Comunes era mucho más grande y elegante de lo que Orlina esperaba. Las recibió el capitán, quien dijo que su señoría estaba abajo revisando los motores. Estaría encantado de saber que habían llegado.

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Sarah avanzó hacia el salón, decorado en forma muy atractiva con cortinas inglesas de chintz. Parecía muy cómodo. Orlina se sintió encantada al ver que había dos libreros a cada extremo del salón. Esperaba que los libros que los llenaban fueran interesantes. Había llevado algunos con ella, pero era una lectora muy rápida. Si tenía que pasar mucho tiempo eludiendo al conde, necesitaría algo que leer. Inspeccionaba un librero, cuando él entró, en el salón. Sarah corrió a su lado y lo besó en ambas mejillas. —Ya estamos aquí y muy emocionadas —dijo—. Zarparemos alrededor del mundo y quién sabe qué tesoros encontraremos para traer de regreso con nosotros. —No alrededor del mundo —la corrigió el conde—. Pero, por supuesto, recordaré que estás buscando tesoros. Sarah se rió y expresó: —Me gustan más si brillan como diamantes. —Eso es algo que he oído con frecuencia antes —indicó el conde. Entonces se zafó de los brazos de Sarah y avanzó hacia Orlina. —Permítame darle la bienvenida a bordo, Lady Dale —dijo—. Espero que se sienta cómoda. —Estoy segura de que así será —respondió Orlina—. Y como soy una ávida lectora, espero que tenga suficientes libros para mantenerme entretenida. —Eso es algo que no esperaba —respondió el conde—, Pero encontrará gran número de libros en mi camarote. Sin embargo, me temo que en su mayoría serán un poco pesados para usted. Orlina sintió deseos de reír. Estaba segura de que el conde suponía que ella buscaba novelas frívolas. No tenía idea del tipo de libros que solía preferir. No obstante, no hubo tiempo para más conversación porque llegaron dos nuevos invitados.

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El primero fue presentado como el Vizconde Charmont. Era un joven francés muy apuesto y de exquisitos modales. También tenía un encanto que se ponía de manifiesto en cuanto abría la boca. Primero besó la mano de Sarah y después la de Orlina y dijo al conde lo encantado que se sentía de estar con ellos. Después presentó a la joven que había subido detrás de él. —Creo que ya conoces a René Dupré —dijo al conde. —Por supuesto. Es un placer verla de nuevo, René, más linda que nunca. —Eso, por supuesto, es lo que deseaba que dijera —fue la respuesta de la francesa. Hablaba excelente inglés, pero con un acento que hacía sonar más fascinante cuanto decía. El conde presentó primero a Orlina y después a Sarah. Orlina se había dado cuenta de que al verla entrar en el salón, Sarah se había puesto muy rígida. Era evidente que no se sentía complacida de que fuera una de las invitadas. René Dupré era, sin duda, muy espectacular. No era exactamente bonita, pero como muchas francesas, tenía una fascinación imposible de ignorar. Estaba muy maquillada. Su vestido era muy ceñido y acentuaba su diminuta cintura. Tenía un innegable chic, pero a la vez era un tanto atrevido. —¿Cómo va a divertirnos, monsieur? —preguntó al conde, mirándolo a través de sus espesamente maquilladas pestañas—. Sus reuniones siempre son muy divertidas, pero este grupo me parece pequeño. Los ojos del conde brillaron divertidos. —Realmente pensé, René —respondió—, que usted estaría aquí para divertirme. De hecho, para ponerlo en claro, es por eso que se le invitó. —Eso supuse —respondió René—. Pero si esa es mi posición, esperaré que se muestre muy, muy agradecido por mi actuación.

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Ambos hombres se rieron y el vizconde expresó: —Puede estar segura de eso y, por supuesto, René, ninguna buena fiesta sería completa sin usted. Era la forma en que hablaban, más que lo que decían, lo que hizo a Orlina preguntarse qué se planeaba. Pero antes que pudiera hacer alguna pregunta, llegaron dos invitados más del conde. Lord Fenton era un inglés, no particularmente apuesto, pero de agradable aspecto. En realidad era, pensó Orlina, el típico joven aristócrata, como los que conociera de niña en las fiestas del marqués. Con él iba una joven tan sorprendente como René. La presentaron como Penny y era evidente que todos los hombres la conocían. Le tomó un poco de tiempo a Orlina enterarse de que su apellido era Popkins. Como trabajaba en el teatro, Orlina pensó que era evidente que el nombre habría sido inventado, como una atracción más de ella, por algún productor o por la propia Penny. Tanto la francesa como Penny parecían sentirse muy a sus anchas entre los hombres. Era sólo Sarah la que se mostraba un tanto tensa con ellas, como si al instante las reconociera como potenciales enemigas. Aun cuando vivía en el campo, Orlina había aprendido a ser muy astuta respecto a la demás gente. Tal vez se debía a que había leído tanto y que con su padre comentaba las curiosas diferencias de caracteres qué él describía en sus libros. Sin embargo, lo más probable era que tuviera una percepción natural en cuanto a los demás. Como llevaba una vida tan tranquila y solitaria, había desarrollado ciertos sentidos que la gente común no utilizaba. Fuera lo que fuera, ahora se daba cuenta de que ella y Sarah no debían formar parte del mismo grupo que René y Penny. Podía comprender la renuencia del conde a llevar consigo a Sarah en su yate.

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Había intentado evitarse dificultades con ella. Aun así, Sarah se había propuesto, con su habitual determinación, salirse con la suya y estar con él. Mientras bajaban a sus camarotes, Orlina no pudo evitar pensar que era una suerte que la marquesa ya no viviera. Se habría sentido muy perturbada al saber que Sarah se mezclaba con mujeres del teatro. También que formara parte de ese grupo de invitados, sin importar quién fuera el anfitrión. El yate se movía por el río. Orlina comprendía que no podía hacer nada más que intentar hacer feliz a Sarah. "¿Por qué quiere casarse con el conde cuando a él le gusta rodearse de este tipo de personas y cuando se case con él tendrá que tolerarlas en su casa?", se preguntó. A ella, como no estaba personalmente involucrada, le resultaba divertida la forma en que tanto René como Penny coqueteaban con los hombres. Nunca había visto algo así antes. Lo hacían de forma muy atractiva. Pero sabía que habrían escandalizado a su madre y sorprendido a su padre. A la vez, las dos eran en verdad divertidas. Era imposible no reírse de lo que decían. Sea que intentaran atraer al hombre con quien hablaban o contaran una anécdota, siempre parecía que actuaban sus parlamentos. Bebieron gran cantidad de champaña durante el almuerzo. Orlina no comprendió algunos de los chistes que contaron. En cuanto la comida terminó, pensó que era evidente que estaba de más y que entre más pronto se desapareciera, mejor. Bajó y encontró que la doncella de Sarah ya había deshecho el equipaje: Su ropa estaba acomodada en el sorprendente número de armarios que había en su camarote.

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El camarote en sí era pequeño, pero atractivo. Todo estaba hábilmente adosado a las paredes. Tenía dos ojos de buey por los que podía mirar el mar. La cama tenía cortinas de muselina detenidas de una corola fijada al techo. La alfombra era gruesa y había numerosos espejos. Eso facilitaba que se vistiera, aun cuando el barco se zarandeara. "Es un yate muy elegante", pensó. Le había impresionado durante el almuerzo que Lord Fenton comentara que el conde mismo había diseñado la mayor parte. —El Sirena tiene todo tipo de adelantos que puedan imaginarse —dijo—. De hecho, Rollo se molestaría enormemente si supiera que alguno tiene algo que el suyo no posee. —No había pensado en ello antes —respondió Orlina—, pero ahora creo que tal vez los hombres son tan competitivos con sus yates como lo son con sus caballos. Lord Fenton se rió. —Tiene usted toda la razón, y si alguna vez puedo tener un yate, intentaré que sea mejor y más elegante que el de Rollo o de quienquiera que yo conozca. Los demás que escuchaban se rieron y el vizconde dijo al conde: —Tengo intenciones de hacer construir un yate para mí y necesitaré tu consejo, Rollo. ¿Quién podría dármelo mejor? —No sé para qué quieres un yate cuando tienes el castillo más bello de toda Francia, además de una villa que supe acabas de construir en la costa. —Debes ir a conocerla —respondió el vizconde—. Aun cuando por el momento tengo pocos vecinos y la mejor vista del Mediterráneo, tengo la desagradable sensación de que muy pronto otra gente buscará el cálido aire del sur y habrá demasiados competidores. —No me ha invitado a su villa —dijo René al vizconde con tono de reproche. —Muy pronto será mi huésped —respondió él—. Por el momento mi familia la ocupa, así que tendremos que esperar hasta que se vaya. Orlina consideró que era una respuesta un tanto insultante, pero René la aceptó y sólo respondió:

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—No lo olvide, porque me encanta el mar. Ya a solas en su camarote, Orlina se quitó el sombrero, que empezaba a resultarle muy pesado. La luz del sol que entraba por el ojo de buey brilló sobre su dorado cabello. Pensó que Sarah tenía razón al decir que debía mantenerlo cubierto. Por fortuna, entre las cosas que llevara consigo había muchos listones. Su intención había sido usarlos alrededor de su cintura como banda si algún vestido le quedaba demasiado holgado. Ahora pensó que sería muy adecuado convertir algunos de ellos en prendas para cubrir su cabeza. Como era muy hábil con la aguja, en menos de media hora había hecho una pequeña gorra de listones, que podía usar durante el día. Así evitaría que su cabello volara con el viento. Por supuesto, algunos pequeños rizos se asomaban en la frente y a los lados de las mejillas, pero no eran muy notorios. Su cabeza descubierta habría llamado especialmente la atención con el sol brillando sobre ella. Permaneció en su camarote un buen rato. Pero como sentía curiosidad subió a cubierta a ver lo que sucedía. El yate entraba ahora en mar abierto, aun cuando todavía podía verse con claridad la costa de Inglaterra. Orlina comprendió que se dirigían hacia el canal de la Mancha. Pensó en lo emocionante que sería viajar al extranjero por primera vez en su vida. Tal vez conocería algunos de los países que estudiara con su padre. Sólo deseó qué él estuviera con ellos. Habría tenido tanto que contarle de la historia de Francia, Portugal, España y cualquier otro país que cruzaran cuando llegaran al Mediterráneo. Pensó en lo emocionante que sería si realmente pudiera ver una sirena. Si los libros de historia decían la verdad, habían existido en el pasado.

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De pronto, una voz preguntó: —¿Admira el mar o mi yate? Era el conde y ella supuso que acababa de bajar del puente. Estaba segura de que había estado observando cómo su yate entraba en mar abierto y tal vez ayudó a guiarlo. —Realmente pensaba en las sirenas —respondió Orlina— y me preguntaba si realmente existieron en el pasado. Hay tanto escrito acerca de ellas que siento que no pudieron ser solamente producto de la imaginación de los exploradores. —Tal vez tenga razón —respondió el conde—. No había pensado en eso antes. Si le interesan las sirenas, hay un libro en mi camarote que creo que le resultará interesante. —Lo será, sin duda —exclamó Orlina— y espero que pueda prestármelo. —Veré que lo reciba y como el camarote que uso como estudio privado está frente al suyo, le daré permiso para que tome de sus libreros lo que quiera. Los ojos de Orlina brillaron y contestó: —Es muy generoso de su parte. Le estoy en extremo agradecida. El conde la miró en forma crítica. Había escuchado a tantas mujeres hablar sobre sus libros porque consideraban que así lo complacían, pero no pasaba de allí. Tal vez pasaban las hojas de uno o dos, pero los demás permanecían en los estantes sin ser tocados. Tenía la sospecha de que Lady Dale, aun cuando era mayor, no leería ningún libro completo, sólo las revistas femeninas. Se alejó porque bajaría para ver cómo funcionaban los motores que había instalado. En cuanto se alejó, Orlina también bajó, pero en otra dirección. Encontró la biblioteca, ubicada justo frente a la puerta de su dormitorio. El conde había convertido el camarote en un pequeño estudio. Los muros estaban cubiertos por libros. Había un escritorio y dos o tres cómodas sillas.

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Se dirigió hacia los estantes. Le admiró descubrir que la biblioteca del conde era muy diferente de lo que esperaba. Pensó, por lo que había oído hablar de él, que le interesarían los deportes, las carreras de caballos y tal vez el criquet. Para nada había supuesto encontrar libros que le interesarían tanto a su padre como a ella. Había, y eso fue una sorpresa adicional, muchos libros no sólo en inglés, sino en otros idiomas. Ni por un momento podía creer que el conde los supiera. Pero le pareció interesante saber que formaban parte de su biblioteca. Entonces se dijo que lo más probable era que se los hubieran elegido en alguna librería grande. Como la mayoría de los hombres jóvenes, él sólo se interesaría por lo que podía leerse en los periódicos. Sin embargo, con rapidez eligió tres libros que le parecieron interesantes y se los llevó a su camarote. Había uno acerca de Italia, con las descripciones de sus principales tesoros. Otro acerca de Grecia, que sabía le haría conocer cosas que no sabía sobre los dioses y diosas y los templos en Delfos. El tercero estaba escrito sobre Constantinopla. Pensó que no sería probable que llegaran tan lejos. A la vez, su padre había visitado y comentado la belleza de la ciudad y ella deseaba saber más de ella. Estaba absorta en el libro acerca de Italia cuando más tarde Sarah entró en el camarote. —¿Estás bien, Orlina? —preguntó. —Sí, por supuesto, ¿qué sucede? —Nada, en lo que a mí respecta —contestó petulante Sarah—. Estoy furiosa por formar parte de este grupo de gentuza que Rollo invitó. —¿No lo esperabas? —preguntó Orlina.

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—Tenía mis sospechas, cuando Rollo se resistía a que viniera a este viaje, de que preparaba lo que papá habría llamado "una reunión para hombres". Pero no esperaba que llegara tan bajo como para incluir a esa René, que es una de las bailarinas del ballet de Drury Lane o a la otra. —Ya me imaginaba que ambas debían ser mujeres del teatro. —Y es un insulto que yo me mezcle con ellas —replicó Sarah, moviendo la cabeza. Orlina pensó que era demasiado tarde para decir que el conde había intentado evitar que lo hiciera. Pero ella misma había insistido. Así que trató de calmarla: —No veo razón para que interfieran contigo. Es evidente que se concentrarán en el hombre que las acompañaba al subir a bordo. —Y será mejor que lo hagan —aseguró Sarah—. Si se concentraran en Rollo, las arrojaría al mar. Orlina intentó no reírse. Después dijo: —El vizconde me pareció muy encantador, ¿ya lo conocías? —Por supuesto —respondió Sarah—. Va a todas partes en Londres porque por el momento es un agregado en la embajada de Francia. Me gustaría conocer su castillo, el cual Rollo alaba de una forma que casi nunca hace con las casas de los demás. —Supongo que no debería llevar allí a la señorita Dupré —dijo Orlina. Sarah lanzó una risilla aguda. —Su familia, sin duda, no lo permitiría. Por lo que sé, se dan terribles aires de grandeza y sólo aceptarían a una princesa de la corona como pareja de su valioso hijo. Orlina sintió que no había nada que pudiera decir. Sólo esperaba que Sarah estuviera de mejor humor más tarde. Sospechaba que estaba molesta porque el conde no le prestaba mucha atención. Intentó hablar de otras cosas, pero Sarah no dejaba de repetir:

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—¿Cómo voy a deshacerme de esas mujeres? Lo disfrutaría si no estuvieran aquí. —¿No sería lo más indicado —preguntó Orlina un poco titubeante— si regresáramos a Inglaterra para alejarnos de este grupo que es evidente que tanto te molesta? Sarah la miró. —¿Te refieres a regresar por tierra? —Es mejor que sentirte desdichada —respondió Orlina—. Estoy segura de que el conde comprendería tus razones. —Rollo no entiende nada, excepto que se alegraría de deshacerse de mí — repuso Sarah—. Ahora me doy cuenta de que soy la última persona que desearía en su precioso yate, cuando el vizconde y Lord Fenton venían acompañados de tal tipo de mujeres. Orlina comprendió su problema. Pero no tenía idea de qué podían, ella o Sarah, hacer al respecto. Era, se dijo, por completo culpa de Sarah por ser tan insistente. Ahora estaban lejos de tierra y de sus amistades. Lo único que podía hacer Sarah era sacar el mayor provecho posible. Lo pensó un momento y dijo: —Como, queridita, eres mucho más lista y bonita que cualquiera de esas dos mujeres, sólo ignóralas y conviértete en la estrella del grupo. —¿A qué te refieres? —preguntó Sarah. —A que ellas podrán ser las chicas del coro, pero tú eres la principal, y sin duda, la más importante huésped del conde. No puedes pedir más. Se hizo el silencio y entonces Sarah respondió: —No lo había pensado así. Tal vez tengas razón. —Sería un gran error que le dijeras que te molesta su grupo y mostraras una notoria hostilidad hacia sus amigos. Orlina hizo una pausa y notó que Sarah la escuchaba. —Lo que sugiero que hagas —continuó— es mostrarte tan encantadora, tan atractiva, que nadie se ocupe más que de ti. Sólo piensa, Sarah, que tienes todas las

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ventajas del linaje, la distinción y, por supuesto, la admiración de la alta sociedad de Londres, ¿quién puede igualarse a ti? Sarah se apretó las manos una contra otra. —Tienes razón, por supuesto que la tienes. Nunca lo pensé así. Deslumbraré y opacaré por completo a esas dos mujeres y me aseguraré de que tanto Kevin Fenton como Pierre no piensen en nadie, excepto en mí. —Eso, por supuesto, incluye a su señoría —añadió Orlina. —Pero, por supuesto, ¿cómo se atrevería a pensar en nadie más que en la mujer que ama, aun cuando no se case con ella? Al terminar de hablar se puso de pie de un salto y besó a Orlina. —Sabía que eras la única persona a quien era posible que trajera conmigo. Tienes más sentido común que nadie y ahora me has vuelto a hacer feliz. Se sentó frente al tocador y miró su reflejo en el espejo. —Realmente soy hermosa, ¿no es verdad, Orlina? —Eres hermosa, muy dulce y adorable —aseguró Orlina. —¡Ningún hombre podría pedir más! —murmuró Sarah. —No, por supuesto que no —admitió Orlina. —Haré que se me declare antes que este viaje termine. De nuevo, Sarah hablaba en la forma positiva en que Orlina la había escuchado hablar desde que eran niñas. Se miró una vez más en el espejo y se puso de pie. —Subiré a cubierta —comentó— para buscar a Rollo y decirle que lo amo. Cuando me mira y escucha, ¿cómo es posible que piense en alguien más? No esperó la respuesta de Orlina, salió del camarote y cerró la puerta tras ella. Orlina lanzó un pequeño suspiro. Pensó que sería mucho más sensato si Sarah esperaba a que el conde la buscara. Correr tras él, si estaba ocupado en algo, podría fácilmente molestarlo. No se preguntó por qué sabía mejor que Sarah lo que era correcto hacer. Excepto que siempre recordaba lo hábil que era su madre al entender a su padre.

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Como era tan apuesto y tan inteligente, siempre había mujeres dispuestas a halagarlo. Sin embargo, él jamás miró a nadie excepto a su esposa desde que se casaron hasta que ella murió. Orlina podía comprender que para un hombre como su padre, su madre era en extremo inteligente en la forma en que lo manejaba. Jamás le exigía nada que él no deseara hacer. A la vez, siempre conseguía lo que quería. Se mostraba muy agradecida por todo lo que recibía. Hacía creer a su padre que era el único en todo el mundo capaz de hacerla feliz. Por supuesto, era verdad. Cuando estaban juntos, su padre se sentía fuerte, apuesto y muy masculino. Deseaba proteger a su madre y evitarle todo lo que pudiera perturbarla o hacerle daño. Sabía que confiaba en él y no podía defraudarla. "Eran muy, muy felices", pensó Orlina. Se preguntó si Sarah, con su insistencia por salirse con la suya y su determinación porque un hombre hiciera lo que ella deseaba, realmente podría lograr un matrimonio dichoso. "Por su bien, tiene que hacerlo", se dijo. Los días parecían pasar con gran lentitud, aun cuando Orlina siempre tenía algún libro fascinante que leer. En cuanto llegaron al canal caminó por cubierta varias veces. El sol brillaba. El mar estaba en calma y era hermoso. El resto del grupo parecía haber desaparecido, pero ella se sentía muy feliz de estar a solas. Cuando el capitán la invitó a subir al puente, aceptó al instante. Era un hombre de edad madura, agradable, que había pasado toda su vida en el mar.

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Le hizo relatos sobre sus viajes, que a ella le parecieron fascinantes. Le dio las gracias en forma muy efusiva cuando abandonó el puente. El té se servía en el salón. Al principio, Orlina era la única que lo tomaba. No le sorprendió que las mujeres se hubieran retirado a sus camarotes. Sin embargo, le pareció extraño que los hombres, al parecer, también estuvieran descansando. Entonces llegó Sarah con aspecto feliz. Orlina se dio cuenta de que había estado con el conde. Se sentaron mientras Orlina servía el té. Luego apareció el vizconde. Como iba solo, Sarah charló con él en una forma muy animada y divertida. Más tarde, tanto él como el conde reían de todo lo que ella decía. Sin duda se veía preciosa y Orlina sentía casi como si tomara parte en una extraña obra de teatro. Pero no estaba segura de cuál sería el final. Cuando el conde dijo que deseaba ir al puente para hablar con el capitán, para sorpresa de Orlina, Sarah no fue tras él. En cambio se concentró en el vizconde. Como parecían tener cosas muy íntimas que decirse, Orlina se retiró a su camarote. Supuso que las otras dos jóvenes y Lord Fenton bajarían posteriormente a tomar el té. Sin embargo, no había razón para que los esperara. También era muy evidente que Sarah y el vizconde no deseaban incluirla en su conversación. "Supongo que realmente —reflexionó mientras tomaba un libro— veo la vida en una forma que nunca la había visto antes, pero no tomo parte en ella". Pensó que sería muy emocionante si lo hiciera.

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A la vez, era inesperadamente interesante observar a los demás integrantes del grupo. Pensó lo mismo durante la cena. Como sería la primera vez que el conde la vería con traje de noche, se tomó gran trabajo en elegir uno adecuado para una mujer de edad. Se puso una de las guirnaldas de la marquesa en la cabeza. La que eligió estaba hecha de terciopelo verde oscuro para hacer juego con el vestido que usaría, adornada con plumas doradas de aves del paraíso. Cruzaban sobre su frente y caían a cada lado de su rostro. En forma muy efectiva ocultaban su dorada cabellera y la hacían ver mayor. Los tres hombres se mostraron muy respetuosos y encantadores con ella. Como la sentaron a la derecha del conde, charló mucho con él durante la cena. Él descubrió que la forma en que ella respondía a sus preguntas y las cosas que criticaba eran muy diferentes de lo que esperaba. Aun cuando no era divertida en la misma forma que René y Penny, era en extremo interesante y mucho más culta de lo que suponía. —Es afortunado —dijo al conde— al viajar tanto como lo hace. Yo sólo he podido hacerlo en mi mente. Aun así, siento que he visto mucho del mundo. —Un día debe viajar en realidad —contestó él—. Tal vez yo mismo me proponga la tarea de encontrarle un esposo para que lo haga. Orlina levantó las manos en una expresión de horror fingido. —Eso es completamente incorrecto —repuso—. Yo debería estarle buscando a usted, y a los demás jóvenes que están aquí, esposos y esposas. De hecho, no estoy segura de que no sea parte de mis deberes. —No en lo que a mí se refiere —objetó el conde—. No tengo intenciones de casarme, como lo saben todas mis amistades. —¿No es muy egoísta de su parte? —preguntó Orlina. —¿Egoísta? Nadie me había acusado antes de eso. —Por supuesto que sí. Tiene tanto que dar al mundo que es evidente que debe compartirlo y no reservarlo sólo para usted. —¿Habla de mí o de mis posesiones?

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—De usted. Pero admito, aun cuando pueda ser grosera, que no lo conozco personalmente lo bastante. El conde la miró interrogante. —Lo juzgo por sus libros —continuó ella—. Regresé y los miré por segunda vez y me asombró lo que ha leído o, al menos, lo que puede leer. El conde sonrió. —Y lo he hecho, en te mayoría de los casos —respondió él—. Así que pensó que era yo un ignorante y que sólo leía las páginas de deportes de los periódicos. —Me temo que es verdad —reconoció Orlina—, pero estaba equivocada y eso sólo se añade a lo que puede usted brindar al mundo. —Comprendo lo que dice y lo pensaré —respondió él—. Pero soy muy feliz como estoy y no deseo cambios. —Por desgracia llegan, los quiera uno o no, y si hacemos la elección equivocada, es culpa nuestra. —La mayoría de la gente lo atribuye al destino o a la mala suerte, pero casi nunca a su propia estupidez —indicó el conde en tono cínico. —Es algo que usted debe evitar y sólo recuerde que ningún novelista ha convertido en héroe a ningún avaro. El conde se rió. Cuando, con gran tacto, Orlina se retiró, él comentó con Sarah: —Me agrada tu tía. Es muy diferente de lo que esperaba y la encuentro sorprendentemente interesante. —Lo que deseo que hagas —respondió Sarah— es concentrarte en mí. Sabes que te amo y sólo vine a este viaje porque no soporto estar sin ti. El conde no respondió y ella puso su mano en el brazo de él. —¿Subimos a cubierta a mirar las estrellas? El conde negó con la cabeza. —Estoy muy a gusto aquí. El mar estará allí mañana y al día siguiente— —Entonces, ¿por qué —preguntó Sarah con voz muy suave— no estamos juntos donde pueda decirte cuánto te amo y tú puedas decirme lo mismo? El conde comprendía la insinuación.

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Pensó, como sabía Orlina que lo haría, que era algo que él debía proponer, no Sarah. Tomó la copa de champaña que estaba a su lado. —Vamos, Penny —dijo—, deseo brindar a su salud, pero primero tiene que bailar para ganarse la vida. Muéstrenos esas altas patadas al aire del último acto de la obra de Drury Lane. —Bailaré para usted, si eso es lo que desea —contestó Penny— pero, ¿quién tocará? —Yo lo haré —respondió Lord Fenton. Había un pequeño piano al fondo del salón. Se sentó en el banquillo, abrió el piano y recorrió el teclado con sus dedos. Penny saltó al centro del salón y se levantó las faldas. Entonces, con la música de Lord Fenton, empezó a levantar las piernas más arriba de su cabeza, en la forma que provocaba estruendosos aplausos en el teatro. Abajo, Orlina oyó la música. Estaba ya acostada y le pareció muy divertida. Supuso que estarían bailando en parejas. Había hecho bien en retirarse. Alguno de los hombres habría considerado cortés invitarla a bailar. Habría tenido que negarse o bailar muy suavemente. A la vez, pensó que le encantaría bailar con un joven que supiera hacerlo realmente bien. Se preguntó cuál de ellos sería. Estaba segura de que era el conde.

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Capítulo Cuatro El mar estuvo muy agitado en la Bahía de Vizcaya. Orlina descubrió que no se sentía para nada mareada, aunque nunca había viajado por mar antes. Disfrutó ver la batalla del yate contra las olas. Tanto René como Penny se retiraron a sus camarotes. Después que no aparecieron durante veinticuatro horas, Orlina preguntó a Sarah: —¿Están enfermas? ¿Debo hacer algo al respecto? —Están muy bien —respondió Sarah—, es sólo que les preocupan sus piernas. Orlina la miró interrogante y entonces Sarah explicó: —Ambas son bailarinas y si sufrieran algún daño en sus piernas, perderían el trabajo. —Oh, entiendo. Fui una tonta al no pensarlo antes. Sarah estaba encantada porque tenía a los tres hombres para ella sola. Después de lo que Orlina le dijera, le divirtió ver a Sarah coquetear con el vizconde en la misma forma en que lo hacía con el conde. Cuando llegaron a Gibraltar, el mar se calmó y las otras jóvenes aparecieron de nuevo. Mientras el yate avanzaba por el calmado y azul Mediterráneo, durante el almuerzo René dijo: —Me desagrada el mar, y si no es problema para nadie desearía regresar a casa desde Marsella. El conde la miró con sorpresa. —Desea regresar a Inglaterra —comentó—. Pero eso arruinará la reunión para Pierre. —Pierre puede verme cuando regrese a Londres —respondió René—. Por el momento, quiero pensar sólo en mí misma y, con franqueza, me agrada tener suelo firme, que no se mueva, bajo mis pies. Todos se rieron de eso. Orlina comprendió que Sarah estaba complacida por librarse de una de sus opositoras.

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—Si está absolutamente convencida de que desea irse —repuso el conde—, creo que contaremos con un guía esperándonos en Marsella, ya que pedí a mi secretario que me enviara con él la correspondencia importante que requiera mi respuesta. Orlina pensó que era una forma muy costosa de viajar. A la vez, de mantenerse en contacto con lo que sucedía en casa. Sin embargo, no lo dijo y el conde continuó: —Si insiste en regresar, René, mi guía la llevará. Es un hombre muy confiable y se encargará de que no tenga usted molestia alguna. —No espero sufrir ninguna molestia en mi propio país —respondió René—, pero gracias, ya que me gusta la comodidad, aunque me sentiré sola. Miró a Pierre al decirlo. Orlina comprendió que le pedía que fuera con ella. Sin embargo, Pierre no tenía intención alguna de abandonar el yate. Ésa noche, después de la cena, Orlina y Pierre quedaron a solas cuando los demás salieron a cubierta a ver un barco que pasaba y ella comentó: —Lamento que su amiga tenga que dejarnos. Llegué a suponer que usted se iría con ella. —No lo haré —respondió el vizconde—, por la sencilla razón de que no sería capaz de defraudar a Rollo. Orlina no lo comprendió y él agregó: —Creo, aun cuando no lo ha dicho, que tiene alguna razón para desear llevar a un grupo en este viaje. —¿Quiere decir que desea que lo diviertan? —preguntó Orlina. —Me refiero a algo más que eso —respondió Pierre—. Rollo es un joven extraordinario, que pocas veces hace confidencias a alguien, pero en la embajada oí decir que ha hecho algunos trabajos excelentes para el Vizconde Cranbrook, que como usted sabe es el Ministro de la Guerra. Orlina se sorprendió. Era algo que no había esperado oír decir acerca del conde. De hecho, estaba convencida de que era sólo un joven rico en busca de diversiones.

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No hubo oportunidad de que Pierre dijera más porque los otros regresaron. —Era un barco muy grande —comentó Sarah—. Llevaba todas las luces encendidas y pudimos escuchar la música de una banda. Así que supusimos que los pasajeros la estaban pasando muy bien. —Como debemos hacerlo nosotros —repuso Lord Fenton. Se sentó en el piano y empezó a tocar una pieza para bailar. Para sorpresa de Orlina, Sarah casi se arrojó a los brazos del vizconde. Era un excelente bailarín y mientras danzaban por el salón, el conde se vio obligado a pedir a Penny que bailara con él. También bailaban muy bien. Como era evidente que se divertían. Orlina consideró prudente retirarse. Y bajó a su camarote. Al entrar vio los tres libros que tomara del estudio del conde. Los había leído mientras el yate se tambaleaba en el agitado mar y realmente era imposible subir a cubierta. Lo hacia cada vez que podía. También había conseguido una forma ingeniosa de mantener su cabello cubierto aunque el viento soplara muy fuerte. En su baúl encontró algunas pañoletas largas de chifón. Era evidente que se utilizarían para cubrirse los hombros sobre un vestido de noche si hacía fresco. Una era negra y la otra de un azul oscuro. Orlina se ponía primero la gorra de listones que se había hecho y después la cubría con la pañoleta de chifón. Enredaba las puntas en su cuello y después las ataba en un lazo para que no se soltaran. Eso significaba que podía enfrentarse a los más fuertes vientos sin preocuparse porque se le volara el cabello. Y el resultado era muy favorecedor. Así que lo conservaba durante las comidas.

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Por las noches variaba los diferentes adornos para la cabeza que Sarah le proporcionara. El que ahora usaba era de plumas negras con algunos toques de plata en las puntas. Hacían juego con el vestido que llevaba puesto. Era muy bonito, con el talle también adornado con cuentas plateadas. Se miró en el espejo al entrar en el camarote. Pensó con una sonrisa que su disfraz era muy bueno y que nadie dudaría, ni por un momento, que no era la vieja tía de Sarah. Tomó los libros y cruzó el corredor hacia el estudio del conde. Como de costumbre, miró con deleite las filas de libros. Le alcanzarían para todo el viaje, por mucho que durara. Había disfrutado los que leyera y los dejó sobre una silla. Los colocaría en sus lugares antes de salir. Empezó a buscar otros libros para reemplazarlos. Le resultaba difícil elegir cuál leer primero. Todavía se sorprendía de que el conde tuviera tal variedad para elegir. Miró las Odas de Píndaro, que era un volumen grande con bella encuadernación. Debió imprimirse muchos años antes, pensó. En forma inesperada, se abrió la puerta y entró el conde. Ella lanzó una exclamación de sorpresa y él dijo: —Pensé que se había ido a descansar. —Eso me proponía —explicó Orlina—, pero cuando llegué a mi camarote recordé que no había cambiado los libros. Los vine a devolver. Gracias por prestármelos. El conde les dirigió una mirada. Entonces se fijó en el que tenía en la mano. —No irá a decirme que piensa leer ese.

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—¿Por qué no? —preguntó Orlina— Píndaro fue uno de los más grandes poetas de la antigua Grecia y sus poemas me parecen deliciosos. —¿Intenta decirme que ha leído a Píndaro en su propio idioma? —No he sabido que se haya publicado ninguna buena traducción todavía — respondió Orlina. Deseó añadir que la habría, porque era uno de los libros en los que su padre estaba trabajando. Había sido muy difícil porque Píndaro había nacido en el año 518 A.C. Sus obras habían sido ignoradas durante años, incluso por los eruditos. Pero su padre estaba decidido a que el mundo moderno conociera lo que Píndaro había escrito. Ambos habían trabajado intensamente en traducir sus obras. Después de observarla un momento, el conde dijo: —Con toda sinceridad, Lady Dale, no le creo que haya leído esos poemas. Orlina sonrió. —No tengo el hábito de decir mentiras. El conde retiró el libro de sus manos. —Muy bien —acordó—. Léame esto. Dio vuelta a algunas páginas y señaló una oda. Cuando siguió la dirección de su dedo, Orlina casi se rió. Era una de sus favoritas y no sólo había ayudado a su padre a traducirla, sino que la leía con frecuencia. Su padre calculaba que Píndaro tendría treinta años de edad cuando la escribió. Con lentitud y con voz tranquila, leyó: Porque en tus dones están todas nuestras alegrías mortales, y cada cosa dulce, sea sabiduría, belleza o gloria, que enriquece el alma del hombre. Se detuvo porque el conde quitó el dedo. —No puedo creerlo, ¿cómo es posible que pueda leer así el griego antiguo? Orlina lanzó una risilla y respondió:

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—Ahora, lo más justo, milord, es que yo lo ponga a prueba. Volvió las páginas hasta encontrar otra oda que recordaba muy bien. Señalándola igual que lo hiciera el conde, le entregó a él el libro. Él leyó con lentitud y voz profunda: Pero a quien se le da nueva gloria, en la rica dulzura de su juventud, remonta el vuelo lejano, colmadas sus altas esperanzas, en alas de ascendente valor. Sólo titubeó en la palabra "ascendente". Por lo demás, Orlina se dio cuenta de que lo había traducido en la misma forma que lo hiciera su padre. —Muy bien —aseveró—. Obtuvo el primer lugar de la clase. —Lo mismo digo de usted —repuso el conde—. Me resulta imposible creer que alguna mujer, más bien debo decir, de las que conozco, sepa griego antiguo. —Yo soy la excepción —observó Orlina—. Y confío, por supuesto en que se colmen sus altas esperanzas. —¿Y tiene idea de cuáles deben ser? Ella negó con la cabeza. —Si a usted le resulta difícil creer que yo sepa griego antiguo, yo siento lo mismo. Pensé que, si leía algo, sólo le interesarían los deportes. Los ojos del conde brillaron divertidos. —Y yo estaba seguro, Lady Dale, que usted jamás leería algo más serio que una revista femenina. —¡Es el peor insulto que he recibido en mi vida! Ella tomó el libro de poemas que él todavía conservaba en sus manos y dijo: —Ahora debemos irnos a descansar y si ambos soñamos en la antigua Grecia, estoy segura de que los dioses nos bendecirán. —Estoy seguro de que a usted ya la bendijeron, pero no estoy seguro respecto a mí. —Pero yo sí —respondió Orlina—. Remontará el vuelo lejano en alas de ascendente valor.

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Notó que él se quedaba pensando en cómo responderle y cruzó el corredor, rumbo a su camarote. —Buenas noches, milord —se despidió—, y muchas gracias. Y cerró la puerta antes que él pudiera contestar. Lanzó una risilla mientras dejaba el libro sobre la mesa. ¿Cómo podía haberlo sabido? ¿Cómo habría podido adivinar que el conde era tan culto? Deseó poder decirle quién era su padre y asegurarse de que había oído hablar de él y de sus libros. Nadie más del grupo lo habría hecho. "Sin duda, esto divertirá a mi padre", se dijo mientras se acostaba. Entonces recordó que su padre jamás debía saber qué había ido a ese viaje disfrazada. Sin duda se molestaría de que actuara como dama de compañía de alguien mayor que ella. Y no aprobaría al resto del grupo. "Tendré que ser cuidadosa para no traicionarme cuando regrese a casa —pensó con tristeza—, igual que lo hago ahora". Mientras se quedaba dormida continuaba repitiéndose la oda que el conde eligiera para ella. "Que enriquece el alma del hombre". A la mañana siguiente, como el sol brillaba y hacía calor, todos quisieron estar en cubierta. Habían zarpado de Marsella muy temprano. René Dupré había bajado a tierra después de dar a todos un beso de despedida. Su último abrazo había sido para el vizconde, pero Orlina se daba cuenta de que estaba molesta. Él no regresaba con ella, como era evidente que esperaba que lo hiciera. Se veía muy elegante y muy francesa mientras descendía por la rampa. Subió al carruaje que los conduciría a ella y al guía que venía de Londres, hacia la estación.

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El conde estaba ansioso por proseguir el viaje. El vizconde, por lo tanto, no había podido acompañarla al tren. En cuanto zarparon, Orlina subió a cubierta. Miraba la costa francesa cuando el conde se reunió con ella. —Permanecí despierto —comentó— preguntándome cómo es posible que sea tan culta y me resulta incomprensible que sepa griego antiguo. —Lo considero una gran grosería —respondió Orlina—. Y la verdad es que sé muchos idiomas. —Pero, ¿cómo si no ha viajado? Como no podía explicarle quién era su padre y consideraba el tema peligroso, Orlina respondió: —Yo quedé igual de sorprendida de que usted supiera griego antiguo, pero soy demasiado cortés para decirlo. —Por el contrario, anoche dejó muy en claro cuáles consideraba los límites de mi inteligencia —repuso el conde—, y ahora tengo que probarle que realmente utilizo mi cerebro. Orlina intentaba pensar en algún comentario ingenioso que pudiera hacer. Entonces se percató de que el capitán estaba junto a ellos. —Disculpe, milord —dijo—, me pregunto si podría hablar un momento con el joven Edward. —¿Edward? —preguntó el conde. —El grumete, al que siempre llamamos Teddy. Está muy perturbado. —¿Qué ha sucedido? —preguntó el conde. —El guía me trajo una carta que me envió el administrador de su señoría para pedirme que avisara al joven Edward que su madre ha muerto. —Lo lamento mucho —contestó el conde—. Conocía yo a la señora Richardson, una mujer muy agradable. —El muchacho lo ha tomado muy mal, milord —agregó el capitán—, incluso habla de tirarse al mar. El conde se puso de pie.

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—Iré a verlo —dijo. Se detuvo y, titubeante, miró hacia Orlina. —¿Puede venir? —preguntó. —Por supuesto, si así lo quiere —respondió Orlina. Siguieron al capitán hacia la cubierta de abajo. El muchacho, Teddy como le decían, estaba sentado en la habitación que la tripulación utilizaba para comer y descansar. Orlina notó que estaba bien amueblada y era bastante atractiva. Teddy era un chico de trece años. Estaba sentado en un banco, con la cabeza inclinada y las manos sobre sus ojos. El conde avanzó y se sentó a su lado. Teddy retiró sus manos del rostro y lanzó una ahogada exclamación de sorpresa, antes de empezar a intentar ponerse de pie. —No, no te muevas —pidió el conde—. El capitán acaba de darme la noticia y lamento, lamento mucho, que perdieras a tu madre. Teddy volvió a cubrirse el rostro con las manos y Orlina comprendió que lloraba. Se sentó junto a él, al lado opuesto del conde. —Mamá… es todo lo que… tenía —murmuró Teddy con voz que apenas si podía escucharse—. Sin ella… no quiero… vivir. —Entiendo que te sientas así —respondió el conde—, pero tienes que ser valiente. Sé que es lo que ella hubiera deseado. —No puedo… hacerlo —objetó Teddy—. Ahora que… ella está muerta… no puedo. El conde pareció no saber qué decir y Orlina dijo con voz muy tranquila: —Sé con exactitud cómo te sientes. Cuando mi madre murió sentí que se había acabado el mundo y nada volvería a ser igual. Entonces comprendí que, aun cuando no podía verla, todavía estaba cerca de mí. Teddy no respondió, pero ella comprendió que la escuchaba.

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—Verás —continuó—, cuando la gente muere pensamos que la hemos perdido para siempre, pero realmente está más cerca de nosotros al morir, que cuando está viva. —¿Cómo… puede decir… eso? —preguntó Teddy—. Cuando vuelva… a casa… mamá… no estará… allí. —Sentirás que lo está si así lo deseas —indicó Orlina—, y está ahora aquí, contigo. Estoy segura de que está preocupada al verte tan perturbado. —No… comprendo… lo que… dice —murmuró Teddy. —Cuando te sientas tan desdichado como ahora —prosiguió Orlina—, sólo recuerda que puedes hablar con tu madre y contarle lo que sientes. Ella te escuchará, igual que lo hacía en vida. Teddy continuaba con el rostro cubierto. Como no respondiera, Orlina continuó: —Te juro que te digo la verdad. Todo lo que tienes que hacer es contarle a tu madre lo que sientes y hablar con ella. Hizo una pausa, pero Teddy no habló. —Por supuesto —dijo—, es más fácil durante la noche que a cualquier otra hora. Sé que no escucharás sus respuestas, pero en tu mente sabrás lo que ella quiere decirte y estará allí con la misma claridad como si te respondiera en voz alta. —¿Es… cierto? —preguntó Teddy. —Te juro que es verdad —aseguró Orlina—, y perturbaría a tu madre, más que ninguna otra cosa, que sólo llores y no intentes continuar tu vida como ella desearía que lo hicieras. Y será más fácil para ti que antes, porque estará cerca de ti para ayudarte y guiarte si sólo le pides consejo. Teddy retiró las manos de los ojos. Las lágrimas corrían por sus mejillas y las enjugó con el dorso de su mano. —¿Es verdad… realmente… lo es? —insistió. —Te juro que lo es y es lo que creen en todos los países de Oriente que visitarás. Si puedes hablar con la gente de ellos, te dirá que es en lo que ha creído desde los albores de la civilización. Teddy lanzó un profundo suspiro. —No lo… creo… posible, señora.

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—Debes convencerte haciendo lo que te digo —indicó Orlina—. Y sé que cuando hagas bien tu trabajo y todos te feliciten, como estoy segura que lo harán, sentirás cómo tu madre estará complacida, igual que lo estaba cuando podías escribirle y contárselo. —Quiero… creer… en lo que… me dice —contestó Teddy. —Déjame decir que yo creo en lo que la señora te acaba de decir —terció el conde con voz muy suave—, y como conocí a tu madre, estoy seguro que ella desearía que también tú lo creyeras. —Lo intentaré… milord— murmuró Teddy. —Es lo que quería que dijeras —respondió el conde—. Ahora estás siendo muy valiente y como sé que tienes muchas cosas que hacer, en tu lugar me ocuparía de hacerlo. Pero recuerda, antes de dormirte esta noche, lo que te acaba de decir la señora. —Lo recordaré —prometió Teddy. El conde puso la mano sobre el hombro del muchacho. —Buen chico —dijo—. Me da mucho gusto tenerte a bordo del Sirena. Orlina vio cómo el muchacho se ruborizaba ante las palabras del conde. Y, mientras se ponía de pie, ella estrechó la mano de Teddy y dijo: —Si alguna vez deseas que venga a hablarte mientras estamos en este crucero, lo haré. —Gracias, señora —agradeció cortés Teddy; El conde y Orlina salieron del camarote y afuera en el corredor se encontraron al capitán. —Fue usted muy bondadoso al ver al chico, milord. —Gracias a la señora —respondió el conde—, estoy seguro de que se siente mejor ahora. Continuaron su camino. Cuando llegaron a sus sillas en cubierta, el conde expresó: —Muchas gracias. Ayudó al pobre chico mucho mejor de lo que yo podría haber hecho. Todavía no se lo he preguntado, pero, ¿tiene hijos? —No, por desgracia —logró responder Orlina.

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—Estoy seguro de que habría sido una excelente madre. Orlina tomó asiento, pero él permaneció de pie. Entonces dijo, casi como si hablara consigo mismo: —Me parece extraordinario, que siendo viuda durante tanto tiempo, no se haya casado de nuevo. —Tal vez, como usted, me gusta sentirme libre. —Eso está bien en un hombre, pero no en una mujer. Debería tener quien la cuidara y protegiera. Orlina lanzó una risilla. —Soy muy feliz como estoy —contestó— y después de lo que dijo usted sobre el matrimonio, no puede criticarme. —Es muy diferente cuando se trata de una mujer… —empezó a decir el conde. Estaba a punto de sentarse junto a ella, cuando Sarah apareció en cubierta. —Oh, allí estás, Rollo. Te estaba buscando. Te necesitamos en la cubierta de tenis para hacer el cuarteto, así que apresúrate a venir. —No tengo muchas ganas de jugar tenis esta mañana. —Oh, no seas malo —se quejó Sarah—. Tanto Kevin como Pierre quieren jugar y quiero que formemos parejas. —Sólo espero que-seas tan buena como nosotros, o entorpecerás nuestro juego —respondió el conde. Sarah le hizo un gesto. —Te detesto cuando estás de ese humor. Quiero que juguemos, así que apresúrate a cambiarte. El conde titubeó y Orlina pensó que se rehusaría. Luego, como si no pudiera encontrar ninguna razón para hacerlo, se alejó. Sarah sabía que iría a cambiarse de ropa. Y se sentó junto a Orlina. —¿Estás bien? —preguntó. —Por supuesto que lo estoy —respondió Orlina.

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—No quiero que te aburras —comentó Sarah—, pero actúas en forma tan espléndida que todos creen que de verdad eres mi tía y dama de compañía. Nadie tiene la menor sospecha de que, en realidad, eres la bebé del grupo. Orlina se rió y miró sobre su hombro. —Ten cuidado —advirtió—, sería horrible si nos descubren. —Somos demasiado listas para ellos —alardeó Sarah—. A la vez, como eres tan buena, no quiero que te aburras. —No estoy aburrida en absoluto. De hecho, me divierto muchísimo. ¿No te molestó que René se fuera? —Me alegra que lo hiciera. El vizconde me resulta muy divertido y trato de poner celoso a Rollo. —Eso supuse que estabas haciendo, pero ten cuidado. —¿De qué? —preguntó Sarah—. Si el vizconde se enamora de mí, Rollo se lo habrá buscado. No creo que haya conocido nunca a alguien que prefiera a otro hombre que a él. Orlina no pudo evitar sentir que el juego de Sarah era muy peligroso. A la vez, ahora conocía un poco mejor al conde. Estaba segura de que si estaba decidido a no casarse, a Sarah le resultaría imposible conducirlo ante el altar. Como si se percatara de lo que pensaba, Sarah dijo: —No te preocupes, Orlina querida, me saldré con la mía, puedes estar segura de ello. Rollo en verdad me ama. Lo sé. —Entonces todo estará bien —respondió Orlina. Sin embargo, no pensaba así en su corazón y para cambiar de tema, preguntó: —¿En dónde está Penny? ¿Por qué no juega tenis con ustedes? —No sabe jugar —contestó con desdén Sarah—. Es toda una londinense. Cuando no viste de gala, prefiere recostarse. Supongo que se presentará para el almuerzo, pero no antes. Orlina no tuvo qué contestar. En ese momento reapareció el conde, vestido para jugar tenis.

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Se veía muy atractivo con el pantalón blanco y su suéter azul sobre camisa blanca. —Oh, al fin llegas, mi amor —exclamó Sarah—. Ahora, disfrutemos de un emocionante partido. Por supuesto, tú juegas mejor que nadie. —No debes subestimar a Pierre. A diferencia de la mayoría de los franceses, es muy buen deportista y cuando lo veas jugar polo te darás cuenta de que es un verdadero campeón. —No hay duda de que es muy apuesto —observó Sarah. Dirigió una mirada de soslayo a Orlina al decirlo. Esta comprendió que era parte de sus esfuerzos por encelar al conde. Después Sarah deslizó su brazo en el de él y lo condujo por la cubierta. —Vamos —dijo—, jugaré contigo y los derrotaremos. Orlina no escuchó la respuesta del conde. Sólo pensó que formaban una pareja muy atractiva. Sin embargo, su instinto le dijo que, por primera vez en su vida, Sarah no se saldría con la suya. Orlina estaba muy segura de que, por mucho que lo intentara, el conde no se casaría con ella. Almorzaron tarde porque el juego de tenis se prolongó mucho. Penny se presentó luciendo muy atractiva. Indicó que no tenía intenciones de jugar nada pesado y sólo deseaba descansar en un lugar sombreado. —Te buscaré uno —ofreció Lord Fenton. —Quiero que estés conmigo —respondió Penny—, tengo muchas cosas de las que quisiera hablarte. Orlina tenía la idea de que a Lord Fenton le habría gustado jugar otro partido de tenis. Sin embargo, accedió a descansar en cubierta con Penny, lo que dejó a Sarah sola con los otros dos hombres. Antes que pudiera decir algo, el conde anunció:

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—Pasaré en el puente la mayor parte de la tarde, así que si alguien me necesita, allí me encontrará. —¿Tienes alguna razón en particular para esa decisión? —preguntó el vizconde. —Quiero averiguar qué tan rápido puede navegar el Sirena ahora que el mar está en calma —respondió el conde—. Mis nuevos motores se bautizaron en la Bahía de Vizcaya. —¿Estás complacido con ellos? —preguntó el vizconde. —Son los mejores que se pueden conseguir y podré darte la respuesta esta noche, después de probarlos durante la tarde. —Si Rollo va a estar en el puente —dijo Sarah—, espero, Pierre, que tú me cuides. De lo contrario me sentiré muy sola y desdichada. —Lo cual debo impedir —respondió el vizconde. —Y yo intentaré asegurarme de que no te aburras —repuso Sarah con suave y seductora voz. —Puedo asegurarte que jamás me he aburrido contigo. De hecho, me intrigas, fascinas y excitas. No puedo decir más. Era el tipo de respuesta que sólo un francés podría dar sin sentirse avergonzado. Orlina miró al conde a ver si le molestaba. Para su sorpresa, no prestaba atención a lo que Sarah decía. Discutía con Lord Fenton los méritos de sus nuevos motores. Sarah se dio cuenta de ello y resultó evidente que eso la molestó. Puso su mano sobre la del vizconde. —Eres muy bueno y dulce conmigo —dijo con voz suave. —Es justo lo que deseo ser —respondió él. Se llevó la mano de ella a los labios y la besó. Orlina se dio cuenta de nuevo de que Sarah miraba hacia el conde, quien seguía sin prestarle atención. Se puso de pie.

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—Vamos en busca de un lugar acogedor —insistió— donde podamos estar solos. Acentuó la última palabra. Salió del salón, seguida del vizconde. —Como ves —decía el conde a Lord Fenton—, es una total innovación en lo que a yates se refiere. Si tiene éxito, supongo que todos los que puedan pagarlo, seguirán mi ejemplo en sus yates. —Estoy seguro de que lo harán —respondió Lord Fenton—. Fuiste muy hábil, Rollo, al adaptarlo en la forma en que lo hiciste. Estoy seguro de que nadie lo había pensado antes. —Por supuesto que no —respondió el conde—. Sabes lo lentos que son los ingleses para aceptar nuevas ideas, aun cuando debo reconocer que sus ideas por lo general son mejores que las de nadie más. —Eso es lo que siempre he pensado —admitió Lord Fenton—. Pero tu invento será sin duda sensacional una vez que compruebe ser mejor que todo lo que se ha instalado hasta ahora. —Es lo que intento probar esta tarde. —Me gustaría verlo —murmuró Kevin. Hizo una pausa y miró a Penny. —Oh, vamos —dijo ella—. Haz lo que quieras. Estoy cansada, así que me iré a recostar y si más tarde quieres reunirte conmigo, puedes hacerlo. Le dirigió una mirada que decía más que con palabras cuál era su intención. Orlina se sintió turbada. Luego se dijo que sería muy tonta si esperaba algo diferente. Comprendió que en su papel de acompañante de Sarah, lo mejor era mostrarse ignorante. Salió del salón y se dirigió a su camarote. Algo era evidente. A nadie le importaba lo que ella hiciera durante la tarde. Nadie deseaba su compañía. "Desearía que papá estuviera aquí", se dijo.

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También pensó que, si tuviera elección, le gustaría estar en el puente con el conde. Sería interesante saber por qué sus motores eran diferentes a los de los demás. Y muy emocionante ver si las pruebas que haría esa tarde tendrían éxito. "Él opina —se dijo— que sólo soy una molesta dama vieja a quien él no deseaba tener a bordo y que no le importa en ningún sentido". Recogió su libro y regresó a cubierta. Pensó que si se sentaba lo más cerca posible del puente, podría ver lo que sucedía. Podría saber si el resultado era mejor o peor de lo que el conde esperaba. Había cierta satisfacción en ello, aun cuando ella deseaba saber mucho más. Entonces, mientras el sol la envolvía y admiraba el mar tan azul, se dijo que se mostraba muy ambiciosa. Veía la vida como nunca había pensado que lo haría. Aun cuando era muy diferente de lo que esperaba, era interesante y, en cierto modo, educativo. "Soy muy afortunada en estar aquí —pensó— y hay tres hombres atractivos a quienes puedo observar y escuchar. Cada uno, a su propia manera, podría enseñarme lo que antes no sabía". Era como recibir clases, pensó, igual que lo hacía con sus institutrices y maestros. Todos ellos habían sido elegidos por su padre debido a su notable talento. ¡Y también lo tenía a él, que era diferente de todos los demás! Le había dado una educación que cualquier joven, y ya no digamos una muchacha, habría sido muy afortunado en recibir. Ahora tenía oportunidad de ver el mundo, aun cuando fuera de una manera extraña y desempeñando una farsa. Por lo tanto, tenía todas las razones para estar agradecida y no quejarse. "Tal vez —pensó—, el conde se detenga en Nápoles, para que pueda practicar mi italiano. También, ahora que sabe que hablo griego, tal vez se detenga allí". Pensaba en lo que deseaba.

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Anhelaba preguntarle directamente si era probable que sus sueños se convirtieran en realidad. También se dijo que sólo tenía que esperar y ver. Tal vez el vizconde tenía razón y había algún motivo que ellos ignoraban para el viaje del conde. Podría ser la razón de que deseara en ese momento, cruzar el Mediterráneo a una velocidad mayor de la que cualquiera lo hiciera antes. "¿A dónde vamos y por qué razón?" Las preguntas parecían formularse por sí mismas, pero Orlina no tenía la respuesta. Sólo podía decirse que tomaba parte en un drama. No tenía idea de cuál sería el final cuando, al terminar, cayera el telón.

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Capítulo Cinco La cena fue una velada hilarante porque el conde estaba seguro de haber batido el récord de todos los tiempos. Brindaron con champaña y Pierre expresó: —Estoy seguro de que el Sirena debería recibir un premio de algún tipo. Después de todo, creo que fuiste el primer dueño de un yate en ponerle luz eléctrica y ahora tienes el récord de velocidad. —Tendré que compararla con la de otros cuando regrese a casa —respondió el conde—, pero estoy encantado de que podamos viajar tan rápido. —¿Por qué tiene tanta prisa? —preguntó Penny. Se hizo una pausa antes que el conde respondiera: —Me gusta hacer las cosas rápido. No hay nada más aburrido que la lentitud. —En eso estoy de acuerdo contigo —convino Lord Fenton. Todos empezaron a discutir acerca de la gente a la que consideraban lenta y se volvió una conversación muy animada. Había mucho que beber. Cuando terminó la cena retiraron la mesa para que tuvieran espacio si deseaban bailar. Sin embargo, Pierre manifestó: —Deseo ver a Penny dar de nuevo sus patadas. Si puede sostenerse de pie después de toda la champaña que ha bebido, pueden estar seguros de que le daré un premio. —El cual, por supuesto, estoy deseosa de obtener —indicó Penny. Lord Fenton se sentó al piano. Empezó a tocar la música con la que Penny bailaba en el teatro. Orlina sintió que era el momento de retirarse. No la escandalizaba el baile de Penny. Sin embargo, pensó que la presencia de una mujer mayor haría que los demás se sintieran cohibidos.

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Salió del salón sin despedirse y bajó a su camarote. Mientras lo hacía pensó que ella o el conde deberían preguntar cómo estaba Teddy. Vio a Wilkins, el ayuda de cámara del conde, salir de su camarote. Ya había hablado antes con él y le pareció un hombrecito amable y amistoso. Estaba segura de que era muy capaz en su trabajo. En cuanto se le acercó, dijo: —Buenas noches, Wilkins. Me preguntaba cómo estará el grumete y si se ha reanimado un poco. —Creo que está mejor, milady —respondió Wilkins—, pero estoy seguro de que le gustaría darle las buenas noches a la señora, si puede usted disponer de tiempo para hacerlo. —Por supuesto que sí, ¿dónde puedo encontrarlo? —Lo averiguaré. Wilkins se alejó y Orlina lo siguió, a paso más lento, Se escuchaban risas y voces alegres en la habitación donde ella y el conde hablaran con Teddy. Se dio cuenta de que la tripulación cenaba. Estaba segura de que el conde habría celebrado su éxito proporcionándoles vino o cerveza para que brindaran a su salud. Wilkins desapareció y ella esperó. Dos minutos después, regresó. —Enviaron a Teddy a acostar, milady, y está en su camarote, si desea usted hablar con él. —Por supuesto, eso haré —repuso Orlina. Wilkins le mostró el camino y después abrió una puerta. Teddy, debido a su juventud, había sido alojado en un camarote pequeño. Había apenas espacio para su litera, una mesa y una silla. Estaba en la cama y se incorporó cuando apareció Orlina.

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—Vine a ver cómo estás —dijo ella. Como la silla estaba cubierta con la ropa de él, ella se sentó en una orilla de la litera. —Estuve pensando en lo que me dijo, señora —indicó Teddy—, y traté de hablar con mamá. —¿Sentiste que estaba cerca de ti? —Creo… que sí —contestó Teddy. Ahora, Orlina pudo verlo sin los ojos hinchados ni las lágrimas rodando por sus mejillas. Se dio cuenta de que era un muchacho bien parecido, de tipo muy inglés, cabello rubio y ojos azules. Parecía demasiado joven, no sólo en años, sino en carácter, para estar alejado de su hogar y su familia. No obstante, los Richardson trabajaban en la finca del conde. Por lo tanto, estarían muy orgullosos de que su hijo tuviera empleo en el yate de su señoría. Al mirar a Teddy, Orlina pensó que era algo duro para cualquier muchacho. Lo habían alejado del hogar donde viviera desde su nacimiento para convivir con desconocidos, todos adultos. —¿Sabes leer, Teddy? —preguntó. —Sí —respondió él—. Cuando estaba en la escuela me decían que era bueno para eso. —Entonces debo intentar encontrar algunos libros para que leas, ¿te gustaría? Teddy asintió. —Me gustaría leer algún cuento. Los libros que había en la escuela eran aburridos. —Estoy segura de que es cierto —acordó Orlina—, así que te buscaré algo emocionante para leer. Teddy sonrió, como si no estuviera seguro de cómo darle las gracias. —Ahora debes dormirte —sugirió Orlina—, pero no olvides decir tus oraciones y pedir a tu madre que te cuide.

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—Mamá siempre decía que eran los ángeles los que lo hacían —respondió Teddy. —Y tenía toda la razón —convino Orlina—. Los ángeles nos cuidan durante la noche y tú tienes un ángel especial que sólo te cuida a ti. Teddy lanzó una risita. —Creo que lo tendré muy ocupado. Orlina se puso de pie. —Buenas noches, Teddy —se despidió—. Si deseas hablar conmigo, avísale al señor Wilkins. —Así lo haré —respondió Teddy. Levantó su mirada hacia ella y Orlina sintió que una expresión de confianza aparecía en sus ojos. Se inclinó y lo besó en la mejilla. Los brazos de Teddy rodearon su cuello. —La quiero —dijo—, como quise a mamá. —Ningún hombre podría decirle algo mejor —dijo una voz desde el umbral. Teddy retiró sus brazos y Orlina se dio vuelta para mirar al conde. —Supuse que aquí estaría —observó él—, y también yo me propuse venir a ver si el chico estaba bien. —Ha sido muy valiente —respondió Orlina— y puede estar muy orgulloso de él. —Lo estoy —respondió el conde— igual que lo estoy de lo bien que se portó el Sirena hoy. —Va muy rápido, milord —indicó Teddy. Había un tono de admiración en su voz que antes no tenía. —Si ha roto un récord —contestó el conde— no se debe sólo a los motores, sino a los hombres que lo cuidan y eso, por supuesto, te incluye. Teddy sonrió. —También irá muy rápido mañana.

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—Al menos, podemos intentarlo —respondió el conde—. Ahora buenas noches, Teddy, y duérmete o estarás tal vez demasiado cansado para verlo. —No lo estaré, milord —aseguró Teddy. Orlina le acarició la mejilla. —Buenas noches —dijo—. Te buscaré un libro para que leas, pero con seguridad podré comprarte uno en el siguiente puerto en el que nos detengamos. Salió del camarote y el conde la siguió. —¿De qué se trata? —preguntó cuando ya estaban en el corredor—. ¿El chico sabe leer? —Dice que sí —respondió Orlina—, y yo me preguntaba si tendría usted en su biblioteca algo adecuado para él. —Lo dudo mucho —repuso el conde—, pero buscaré. Caminaron hacia el camarote del conde. Cuando el conde apretó el botón, Orlina pensó en la conveniencia de que hubiera instalado luz eléctrica en el Sirena. El Sirena viajaba a velocidad récord. Pierre le había contado los experimentos que hiciera el conde. Había sido el primer dueño de un yate en instalar luz eléctrica en lugar de lámparas de aceite. —Nunca pensé que la hubiera en un barco —comentó Orlina. Pierre sonrió. —Predicen que en pocos años todos la tendrán. Pero me dicen que hay una gran competencia entre las diversas navieras por ser la primera. —Estoy segura de que así es —afirmó Orlina. —La Línea Ingran experimenta en estos momentos con luz eléctrica en el salón y en la sala de motores —continuó Pierre— y en algunos otros. —¡Qué emocionante! —exclamó Orlina—. Me resulta fascinante tenerla en mi camarote. ¡No dejo de prenderla y apagarla para asegurarme de que funciona! Pierre se rió y entonces dijo:

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—Estoy seguro de que todas las mujeres piensan que se les ve más bonitas con luz eléctrica que con las viejas lámparas de parafina. Ahora resultaba fácil ver todos los libros que el conde tenía en su camarote. Orlina fue de estante en estante, igual que él, para ver si había algo adecuado para el muchacho. Fue el conde quien lanzó una exclamación de alegría primero: —Lo tengo —señaló. —¿Qué es? —preguntó Orlina. Le presentó un libro que estaba tan viejo que resultaba difícil leer el título. —Son Los cuentos de hadas de Grimm —explicó el conde—. Suponía que los tenía en algún lado. Pero el chico tendrá que cuidarlo mucho. —Estoy segura de que lo hará —indicó Orlina—, en especial si se lo recomiendo. El conde puso el libro sobre su escritorio. —Hace mucho tiempo que leí estos cuentos de hadas —comentó—, pero les echaré una mirada esta noche, antes de dormirme. —Entonces podrá soñar que es un caballero de reluciente armadura que sale a matar al dragón para salvar a la bella princesa. —Me alegra qué me vea en tan heroico papel —respondió el conde. —Por supuesto —respondió Orlina mientras caminaba hacia la puerta—. Píndaro dijo que usted estaría: "en alas de ascendente valor" Mientras cerraba la puerta tras de sí, escuchó la risa del conde. Ya en su camarote, pensó de nuevo lo diferente que era él de como había esperado. Su bondad con el pequeño grumete era algo que jamás habría supuesto. El conde, a su vez, pensaba lo mismo. No podía imaginarse a ninguna de las bellas mujeres con quienes pasaba tanto tiempo en Londres ocupándose de un grumete. Pensó que, de hecho, Lady Dale era muy diferente de cualquier mujer que hubiera conocido antes.

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Incluso, en algunos sentidos, se parecía a su madre. "Ha mostrado mucho tacto en este viaje —se dijo—. Habría podido hacer las cosas muy difíciles si se hubiera quejado de René o de Penny". Al día siguiente, el conde experimentó de nuevo. El Sirena avanzó incluso más rápido que el día anterior. Las pruebas continuaron día con día. Para desilusión de Orlina, eso significó que no se detuvieron, como esperaba, en Nápoles. Tuvo que conformarse con mirar la costa de Italia a través de los binoculares del conde. Anhelaba bajar a suelo italiano, aunque fuera por un corto tiempo. Pero a su pesar, el conde conducía al Sirena más y más adelante, hasta que tuvieron Grecia a la vista. —Espero que nos detengamos en Atenas —le comentó Orlina a Pierre cuando estaban a solas. El conde estaba en el puente. Sarah, quien había estado con Pierre toda la mañana, había bajado a buscar algo que necesitaba. Por lo tanto, Pierre se había reunido con Orlina, que estaba sentada en cubierta leyendo uno de los libros del conde. —Lo dudo —respondió Pierre. —Oh, ¿por qué tenemos que ir tan rápido? Sin duda, podríamos detenernos unas horas en Atenas. —Supongo que desea ver la Acrópolis —sonrió Pierre. —Me gustaría, más que nada, ver Delfos —respondió Orlina—, pero sé que es imposible. —Me temo que sufrirá una desilusión —respondió Pierre—, porque creo que Rollo tiene sus razones para hacernos viajar más rápido que el viento. No dijo más porque Sarah regresó y se puso de pie ansioso. No dieron ninguna excusa para alejarse hacia la proa.

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Orlina comprendió que se debía a que allí había menos probabilidades de que los interrumpieran que en cualquier otro lugar. En cierto sentido estaba encantada de que Sarah pareciera tan feliz con el vizconde y ya no persiguiera al conde. A la vez, estaba preocupada. Sabía lo especiales que eran los franceses respecto al matrimonio. Entre las familias aristocráticas siempre eran arreglados. Pierre tenía casi la misma edad que el conde. Hasta ahora, ambos habían logrado escapar de los lazos del matrimonio con las mujeres que los asediaban. "Deseo que Sarah sea feliz —pensó Orlina—. Necesita un marido y un hogar propio". Sin embargo, tenía la desagradable sensación de que Pierre sólo se estaba divirtiendo con Sarah. A la vez, era un partido mucho mejor que el primer error que ella cometiera. No había nada que Orlina pudiera hacer al respecto, más que pasar largo tiempo pensando en Sarah. Estaba absolutamente segura, y le molestaba pensar en ello, que ni el conde ni el vizconde tenían intención alguna de casarse. En tal caso, si Sarah no estaba arriesgándose a perder el corazón, no había duda de que desperdiciaba su tiempo. "¿Qué puedo hacer?", se preguntó, pero no pudo encontrar la respuesta. Para su desilusión, pasaron Atenas sin entrar a puerto. Iba a pedirle al conde que se detuvieran allí, cuando menos una hora. Pero Lord Fenton había comentado durante la cena: —Mañana debemos llegar a Atenas y espero, Rollo, que tengamos un poco de tiempo para ir de compras. Necesito una corbata nueva y tu ayuda de cámara me informó esta mañana que mis calcetines tienen agujeros. El conde se rió. Entonces respondió:

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—Me temo que tendrás que resignarte. Estoy muy ansioso por ir más adelante antes que nos detengamos. —¿Por qué? ¿Cuál es la prisa? —preguntó Lord Fenton. —Habrá tiempo de sobra para que lo hagas durante el regreso —contestó el conde. —No puedo ausentarme del teatro demasiado tiempo —dijo Penny en forma inesperada—, o me despedirán. Dije que sólo estaría fuera dos semanas. —Creo que podremos lograrlo con facilidad —observó el conde—. Pero sus compras y las de Lady Dale deberán esperar hasta nuestro viaje de regreso. —Te muestras muy misterioso, Rollo —opinó Pierre. —¡Tonterías! —exclamó el conde—. Sólo me apego a mis planes, que hice con todo cuidado. Tal vez les anime saber que no nos moveremos tan rápido mañana, ya que cruzaremos entre las Islas Griegas. Orlina lanzó un profundo suspiro que nadie notó. Anhelaba, como nunca lo había hecho por nada, conocer un poco de Grecia. El Partenón estaba descrito en muchos de los documentos que ella y su padre tradujeran. Más que nada le habría fascinado visitar Delfos, pero era evidente que resultaba imposible. Pensaba que allí sentiría realmente la presencia de los dioses, en especial la de Apolo. Había leído con bastante frecuencia cómo llegaba él a tierra montado en el delfín en que viajaba. Lo envolvía la luz que los griegos veneraban desde entonces. "Tal vez el conde se detenga allí aunque sea por poco tiempo, durante el regreso", pensó. Pero, mientras los otros protestaban, guardó silencio. Después de todo, el conde no la había invitado al viaje. Fue Sarah quien le impuso su presencia. Sería muy descortés de su parte no sentirse agradecida por lo que tenía y no podía pedir más.

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A la vez, mientras miraba en la distancia hacia el puerto de Atenas, sintió como si su corazón fuera atraído hacia allí. La misma noche en que dejaran atrás Atenas, anclaron en una pequeña bahía del Mar Egeo. Pierre acudió al camarote del conde después que el resto del grupo se había retirado a dormir. Como esperaba, encontró al conde anotando con cuidado en una bitácora los experimentos que hiciera durante el día con el Sirena. En su rostro había una sonrisa de satisfacción. Cuando Pierre entró, lo miró con sorpresa. —Pensé que te habías acostado —dijo. —Deseaba primero cruzar unas palabras contigo y es muy difícil encontrarte solo durante el día. Era verdad y ambos lo sabían. El conde siempre estaba o con el capitán en el puente o con el resto del grupo durante las comidas. Mientras que Pierre, durante los últimos días, había tenido a Sarah a su lado adondequiera que iba. El conde no parecía en lo más mínimo molesto de que el afecto de Sarah se enfocara ahora hacia el francés. De hecho, para ser sincero, lo consideraba un alivio. Estaba tan ocupado y entusiasmado con su yate, que las continuas exigencias de ella le resultaban una molestia. Se pregunta ahora, en forma vaga, por qué Pierre no estaba con ella. El vizconde se sentó en una cómoda silla. Pareció titubear y buscar las palabras. —¿Qué sucede, Pierre, te preocupa algo? —Deseo que me des una respuesta muy sincera a la pregunta que voy a hacerte. Nos conocemos desde hace mucho tiempo, Rollo, y creo que siempre hemos sido francos.

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—Por supuesto que sí —respondió el conde—. No veo razón para que no sea así. Se preguntó qué sería lo que el vizconde iba a preguntarle. Lo miró fijando en él toda su atención. Como el vizconde no hablara, el conde lo animó: —Vamos, Pierre, dime qué te molesta. No puede ser tan horrible como para que temas hablar de eso. —No es tan malo. Sólo deseo saber, Rollo, ya que siempre has sido mi mejor amigo, si tienes intenciones de casarte con Sarah. El conde lo miró sorprendido. Era una pregunta que no esperaba. —Si deseas saber la verdad, Pierre, ya que siempre hemos sido muy francos el uno con el otro, la respuesta es "no". No tengo intenciones de casarme con Sarah, ni con nadie más. Aun cuando creo que es una de las mujeres más bellas que he conocido y disfruto su compañía, no es alguien a quien desearía hacer mi esposa. Pierre lanzó un suspiro y el conde pensó que sonaba como de alivio. —En tal caso, Rollo, cuento con tu autorización para seguir adelante. El conde levantó la ceja. —¿Quieres decir que lo que sientes por Sarah es en serio? ¿Deseas casarte con ella? Se hizo una pausa antes que Pierre respondiera: —Como sabes muy bien, Rollo, he tenido muchas dificultades con mi familia. Cuando tenía veintiún años, mi padre estaba decidido a arreglar mi matrimonio, como sucede siempre entre los aristócratas franceses. —Lo recuerdo. Entonces te fugaste y te fuiste de viaje conmigo a Nepal, donde ambos disfrutamos mucho. —Mi padre se puso furioso, pero eso frenó sus esfuerzos por conducirme al altar. Ha hecho otros intentos, de los cuales he podido librarme, de una manera u otra. —¿Y ahora? —preguntó el conde. —Encuentro encantadora a Sarah —contestó Pierre— y sé que mi familia la aceptará, aunque haya sido casada antes.

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El conde estaba asombrado. No pudo pensar en qué decir. —Lo que deseo hacer ahora —continuó Pierre—, es llevar a Sarah a conocer a mis padres y, por supuesto, al resto de la familia en cuanto nos separemos de ti. Si lo hacemos en Atenas o en Roma, podemos tomar el expreso a París y de allí, como sabes, es muy fácil llegar al castillo. —Si crees que serás feliz con Sarah —opinó el conde—, sólo puedo darte mi bendición. Considerando quién es su padre, y creo que su familia es tan antigua como la tuya, tus familiares la aceptarán sin dificultad alguna. —Es lo que pienso —repuso Pierre—, pero no deseo entrometerme en tus terrenos en ningún sentido. —No me perturbas para nada —afirmó el conde—. Estoy encantado de que, al fin, desees sentar cabeza. Y tienes que reconocer que, aun siendo francés, te has divertido bastante. Pierre se rió. —¡Y vaya que sí! Pero ahora inicio una nueva etapa en mi vida y siento que puede ser una muy feliz en cuanto logre hacer entender a Sarah que mi intención es hacer las cosas a mi modo, no al de ella. El conde se rió. —Te resultará difícil. —No lo creo —respondió Pierre, con un brillo travieso en la mirada. El conde se puso de pie y le extendió la mano. —Te deseo, como que eres el mejor amigo que tengo, toda la felicidad posible. ¡Y no olvides invitarme a la boda! —Espero que seas mi padrino —respondió el vizconde—; de lo contrario no me sentiría realmente casado. Ambos se rieron. El conde se dirigió hacia el carrito de bebidas instalado en un rincón de su camarote. —Creo que ambos necesitamos un trago —sugirió—. Tengo que brindar a tu salud. —Déjame ver qué tienes —respondió Pierre.

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Se acercó al conde y le colocó una mano en el hombro. —Suceda lo que suceda a cualquiera de nosotros —dijo—, una cosa es completa y absolutamente cierta: siempre seremos amigos. —Por supuesto —respondió el conde—, no podría ser de otra manera. Su voz era calmada y segura. No tenía idea de lo temeroso que se había sentido el vizconde antes de reunirse con él. Antes de separarse, como una hora después, el vizconde expresó: —Por supuesto, Rollo, comprenderás que esto es del todo confidencial entre tú y yo, porque todavía no le he dicho a Sarah que me gustaría casarme con ella. El conde lo miró sorprendido. —¿Quieres decir que no te le has declarado? —Por supuesto que no —contestó Pierre—. Primero que nada tenía que contar con tu aprobación y ahora que la tengo, asegurarme de que mis padres lo aprueban, antes de dar el último paso rumbo al altar. —Nunca dejas de sorprenderme —observó el conde—. Aun cuando pasamos mucho tiempo juntos, con frecuencia me resulta difícil entenderte. —Hago las cosas a mi modo —respondió Pierre—. Aun cuando creo que Sarah ha transferido su afecto de ti hacia mí, no tengo intenciones de permitir que se sienta segura de lo que siento por ella hasta que pueda eliminar cualquier obstáculo que pudiera presentarse. El conde, con mucho tacto, no hizo más preguntas. Pensó que a pesar del profundo afecto que sentía por Pierre, con frecuencia descubría que la diferencia de nacionalidades formaba una barrera que ninguno de ellos podía cambiar. A la vez, no podía evitar sentirse aliviado por no tener que preocuparse más por Sarah. Había estado muy encariñado con ella. No obstante, algunas veces le molestaba la forma en que le exigía más de su tiempo y atención de lo que estaba dispuesto a darle. También había notado la determinación de Sarah para siempre salirse con la suya.

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Era algo que no toleraba y jamás aceptaría en su esposa. Lo habían educado con la idea de que un hombre debía ser el amo de su hogar. Y eso era lo que tenía intenciones de ser siempre. Como dijera a Pierre, Sarah era sin duda una de las mujeres más bellas que jamás conociera. Pero también podía ser en extremo irritante. Pensó en ella casada con Pierre. Se dijo con una sonrisa que descubriría lo imposible que era cambiar a una familia francesa, por mucho que lo intentara. Todos sus hábitos y convencionalismos los habían heredado de generación en generación. Ahora eran inalterables e inmutables. Cualquier mujer joven, por hermosa que fuera, se toparía contra un muro si intentaba hacerlo. A la vez, ningún amante podría ser más apasionado ni amoroso que un francés. Mientras el conde cerraba los ojos y se quedaba dormido, pensaba: "Todo está bien si termina bien". Nada podía ser más satisfactorio para él que la boda de Pierre con Sarah. Orlina se sorprendió al día siguiente cuando, mientras empezaba a vestirse, entró en su camarote Sarah, en bata. —Deseo hablar contigo, Orlina. —Por supuesto, querida —respondió Orlina—. Empezaba a disfrazarme, así que habla mientras lo hago. Se sentó en el tocador para ocultar su cabello, como lo hacía siempre. Después empezó a ponerse el maquillaje que la hacía verse mayor. Sarah se sentó cerca de ella. —¿Qué opinas de Pierre? —preguntó en forma casi abrupta. —¿Qué opino de él? Me parece uno de los jóvenes más encantadores y agradables que jamás he conocido, pero como sabes, conozco a muy pocos. Orlina se volvió para mirarla.

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—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó. Sarah aspiró hondo. —Cuando abandonemos el yate me llevará a conocer a sus padres y ya sabes lo que eso significa. —¿Sí? ¿Y qué significa? —Que si me aprueban, me pedirá que me case con él. Orlina soltó la pomada de color para los labios y se volvió. —¿Qué estás diciendo, Sarah? —He decidido que sería feliz con Pierre si me pide que sea su esposa y estoy segura de que esa es su intención. —Estoy asombrada —afirmó Orlina— y a la vez muy feliz. ¿Te agradará vivir en Francia? —Por lo que he oído, me encantará. El castillo de Pierre es, sin excepción, el más grande e importante de todo el Valle del Loira y su familia es la más antigua de toda la aristocracia, ¿sabes lo que eso significa? Orlina se rió. —Por supuesto que he oído hablar del Antiguo Régimen y cómo no mencionan ni aceptan a la sociedad que rodeaba a Napoleón Bonaparte. —Exacto —indicó Sarah—. Son muy, muy importantes y conscientes de ello. Y eso es algo que disfrutaré. —Pero pensé —dijo con cierto titubeo Orlina— que estabas muy enamorada del conde. —Lo estaba —respondió Sarah—. Pero él realmente nunca me quiso y no me sorprendería que permanezca soltero por el resto de sus días. Había cierto tono de desprecio en su voz al decir las últimas palabras. —Sólo espero, queridita —contestó Orlina—, que si te casas con el vizconde seas muy feliz. —Lo seré, sé que lo seré —aseguró Sarah— y disfrutaré en forma enorme ser vizcondesa y poseer, además del castillo del que nunca deja de hablar la gente, una enorme casa en los Campos Elíseos de París. Lanzó una exclamación de felicidad y añadió:

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—Oh, Orlina, reza porque su familia me apruebe. —¿Y por qué no había de hacerlo? —Ya estuve casada una vez y, por supuesto, como son tan estirados, si se enteran, podrían objetar mi reputación dadas las amistades que tenía yo en Londres. —Tal vez, como viven en Francia, no sabrán nada, excepto que eres muy bella y dulce —contestó Orlina. —Es lo que espero —respondió Sarah—. Por supuesto, Orlina, deseo que acudas a mi boda, pero con tu verdadera personalidad y ni siquiera Pierre debe adivinar la verdad. —Creo que sería demasiado peligroso —aceptó Orlina—. Me bastará con enviarte mi cariño. Sarah lanzó un profundo suspiro. —Todavía no se me ha declarado, pero sé que me ama. Estoy bien segura de eso. Orlina tenía la sensación de que había dicho lo mismo del conde. Pero no se lo recordó. En cambio dijo con gran suavidad: —Espero, querida Sarah, que te cases con el vizconde y que, como en los cuentos de hadas, vivan felices para siempre. Cuando Sarah se fue, Orlina se descubrió preocupada por el conde. Tal vez no deseara casarse con Sarah, pero eso no quería decir que quisiera que ella se casara con su mejor amigo. Recordó el afecto con que Pierre hablaba de él. Sin duda no haría nada que lo dañara ni molestara. Sin embargo, aunque parecía extraño, estaba dispuesto a casarse con la joven en la que el conde estaba interesado. Cuando se reunió con los demás, Orlina miraba de Pierre al conde. Deseaba notar si había alguna diferencia en su mutua relación. Pero parecían mejores amigos que nunca. Eso la hizo sospechar que el conde, en realidad, se sentía bastante aliviado de librarse de alguien que lo asediaba sin descanso.

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Orlina recordó que su padre había comentado en cierta ocasión que al hombre le gustaba ser el perseguidor. Estaba segura de que eso aplicaba al conde. Sin embargo, por su mente cruzó la idea de que el conde podría resentir que Sarah hubiera transferido su afecto con tanta rapidez hacia otro hombre. Orlina supuso, aunque no le agradaba pensar en ello, que la relación entre ellos era tan íntima como lo fuera con el conde. Intentó explicárselo, pero le resultó imposible. "Todo lo que deseo —pensó— es que Sarah sea feliz". Entonces, sin proponérselo, comprendió que también deseaba que el conde fuera feliz. Lo detestaba cuando subió a bordo. Ahora que había descubierto que era tan diferente de lo que esperaba, pensó que era el tipo de joven que su padre habría aprobado. En algunos sentidos era como los hombres de los que él escribía en sus libros. Aun cuando habían vivido cientos de años antes que él, había cierto parecido. Ahora el yate, después de su veloz avance, se movía con lentitud y se mantenía cerca de la costa. Orlina pensó que debía haber una razón para ello, aun cuando no tenía idea de cuál sería. Había mucho que ver y admirar. Mientras veía las islas intentó recordar todo lo que había leído acerca de ellas. Con qué dioses o diosas estaban particularmente relacionadas. Pero la conversación del almuerzo la hizo volver al presente. Y la hizo preguntarse si la razón de que acudieran a ese lugar en particular del mundo, tendría algo que ver con la situación política. Fue Lord Fenton quien comentó durante al almuerzo: —Me pregunto qué sucede en este momento entre Rusia y Turquía. La última vez que leí algo de eso en Londres había un gran escándalo debido a la forma en que los turcos habían masacrado a los serbios.

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—Supongo que nada ha mejorado durante nuestra travesía —respondió Pierre—. El año pasado se dijo que los turcos habían asesinado a doce mil serbios. —Gladstone habló mucho de ello en el Parlamento —comentó el conde—. Pero estoy seguro de que iodo se ha calmado por ahora. —Yo no estaría seguro de ello —objetó Lord Fenton— antes que partiéramos se hablaba de que los rusos estaban decididos a dar una lección a los turcos por su comportamiento. De hecho, si recuerdas, el emperador ordenó la movilización en Rusia. —Oh, si van a hablar de la guerra —intervino Sarah—, me voy. Es algo que mi padre siempre hace y no lo soportó. —Supongo que lo que quieres decir —respondió Pierre— es que deseas que hablemos de ti. —¿Y por qué no? —preguntó Sarah—. Soy un tema mucho más divertido y atractivo y si hay alguna guerra, nada podemos hacer nosotros al respecto. —Tienes toda la razón —indicó el conde—, y cuanto menos pensemos en ello, mejor. Lo dijo en tono firme. Orlina sintió que tenía alguna razón especial para dar por finalizado el tema de esa conversación. A la vez, recordó que su padre había dicho que una conferencia en Constantinopla había intentado dar una solución pacífica, pero no había sido muy efectiva. —Lo que nadie desea —había dicho Sir Nicholas— es que los rusos se infiltren a través de toda Europa y se entrometan en todos los países. —¿Crees en verdad que eso harán? —preguntó Orlina. —Es lo que hacen —respondió su padre—, y el zar siempre he tenido intenciones expansionistas para Rusia, aun cuando ya es bastante grande ahora. Orlina no se había interesado particularmente en el asunto entonces. No obstante, ahora pensó que Rusia tenía a Turquía de un lado y a Serbia del otro. ¿Sería posible que el conde estuviera involucrado en esa guerra en algún sentido? Había durado tanto tiempo que la gente en Inglaterra ya no se interesaba en ella.

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Pensó que tal vez podría preguntar al conde su opinión cuando estuvieran a solas. Pero se dijo que estaba segura de que él estaría mucho más interesado en la velocidad de su yate. Cuando terminaron de almorzar subieron a cubierta. Orlina notó que se habían acercado mucho a tierra. Parecía solitaria y deshabitada. "Debo tomar nota de todo lo que vea —pensó Orlina— para que pueda comentarlo con papá. Seguramente que bajo cada piedra podría yo descubrir una historia, si sólo supiera dónde buscar". Se rió de la idea. Entonces miró hacia las franjas de tierra que parecían perderse en el horizonte sin que hubiera ningún ser humano a la vista. "Al menos, aquí nadie combate contra nadie", pensó.

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Capítulo Seis El yate continuó avanzando hasta que, como a las seis de la tarde, ancló en una pequeña bahía que Orlina pensó estaba en Tesalia. Pero no estaba segura, así que decidió pedir al conde que en un mapa le mostrara dónde estaban. Subió a cubierta. Entonces, para su sorpresa, vio que un bote lo conducía hacia la playa, donde desembarcó. Con él iba su ayuda de cámara, Wilkins. Pensó que era poco cortés de su parte irse de paseo con su ayuda de cámara. Podría haber invitado a alguno de sus huéspedes, y a ella, en particular. Anhelaba bajar a tierra. Pero supuso, ya que el conde se había ido sólo, que no deseaba que nadie lo siguiera. Permaneció un rato en cubierta. Más tarde se dio cuenta de que ya era hora de bajar para tomar un baño y cambiarse para la cena. El baño siempre se lo preparaba la doncella de Sarah. Sin embargo, no la ayudaba a vestirse y sólo entraba cuando ella estaba casi lista. Y entonces sólo la ayudaba a abotonarse la espalda del vestido. Orlina sabía que era porque Sarah ocultaba a su doncella quién era ella en realidad. Por lo tanto, la doncella no la veía a menos que estuviera maquillada. Orlina permaneció disfrutando del agua tibia del baño. Se preguntó si, antes de regresar a casa, le sería posible nadar en el mar. Su padre le había enseñado y era muy buena nadadora. Sabía que era poco usual que las damas nadaran.

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Así que era algo que Lady Dale no podría hacer. Se maquilló el rostro, arregló su cabello y se puso un bonito turbante que no había usado antes. Luego eligió otro de los adornados vestidos. Cuando se unió al grupo, estaban todos menos el conde. Pierre le entregó una copa de champaña. Ella no la deseaba, pero le pareció descartes rehusarse, así que la bebió con lentos sorbos. Pasó el tiempo, la hora usual de la cena estaba ya retrasada casi una hora. Finalmente, fue Pierre quien dijo: —Me pregunto qué ha sucedido con Rollo. —Lo vi ir a tierra a dar un paseo —respondió Lord Fenton— así que tal vez sería un error esperarlo. —Creo que tienes razón —respondió Pierre. Habló con el jefe de camareros y todos se sentaron a la mesa. Orlina no dijo que había visto al conde alejarse acompañado de Wilkins. Empezó a preguntarse qué lo detenía y por qué se había retrasado tanto. Terminaban el segundo platillo cuando Wilkins irrumpió en el salón. —¡Lo… captu… raron! —jadeó—. ¡Captu… raron… al… amo! Respiraba con dificultad y era evidente que había estado corriendo. Pierre y Lord Fenton se pusieron de pie de un salto. —¿Qué quiere decir? ¿Quiénes fueron? —preguntaron ansiosos. Wilkins se apoyó en una silla, intentando recuperar el aliento. —Los… rusos —respondió—; eran… cuatro… y se… lo llevaron. Sarah y Penny lanzaron una exclamación de horror. —Siéntese, Wilkins —pidió Pierre con deliberado tono de calma— y cuéntenos con exactitud qué sucedió. Wilkins obedeció, como si sintiera que sus piernas ya no podían sostenerlo.

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—Su señoría y yo salimos… a dar…. un paseo… a mirar por los… alrededores… por decir. Las últimas palabras fueron casi inaudibles y Pierre dijo: —Tómelo con calma. Deseamos saber todo lo que pasó. —Caminamos… un buen… trecho —continuó Wilkins— sin ver a… nadie. Después vimos… un bosque… y lo cruzamos, justo cuando… íbamos a salir… hacia un claro vimos… a tres hombres. —¿Quiénes eran? —preguntó Pierre. —Rusos —respondió Wilkins— y su señoría se dio cuenta que venían… directo a nosotros y me hizo señas… para que me metiera… bajo un… arbusto. —¿Cómo sabe que eran rusos? —preguntó Lord Fenton. —Por su uniforme, milord —respondió Wilkins. —Continúe —indicó Pierre. —Mientras se acercaban, su señoría avanzó para encontrarse con ellos. Les dijo "Buenas tardes" en tono amistoso, pero pude ver que no lo entendían. —¿Quiere decir que él habló en inglés? —preguntó Pierre. —Sí, milord, entonces habló en lo que yo creo que era ruso. —¿Y le entendieron? —preguntó Pierre. —Sacaron las pistolas de sus fundas —respondió Wilkins— y obligaron a su señoría a ir con ellos. Se escuchó un gemido de horror de las dos mujeres. —¿A dónde lo llevaron? —preguntó cortante Pierre. —No me atreví a seguirlos durante un rato, milord. Después me arrastré bajo los arbustos, por si alguno volteaba y me veía. —¿Vio a dónde lo llevaron? —preguntó Lord Fenton. —Sí, milord —contestó Wilkins—, a una cabaña como las que hay en las granjas y allí había otro hombre. —Así que son cuatro —observó Pierre como si hablara consigo mismo. —Así es —convino Wilkins—, y cuando entraron cerraron la puerta. Yo atisbé por una ranura y vi que habían atado al amo a una silla.

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Hizo una pausa y añadió: —Dos de ellos se alejaron. Yo pensé, aunque puedo estar equivocado, que fueron a buscar a otros rusos para preguntar lo que debían hacer con su señoría. —Es muy probable —repuso Pierre—. Debe ser un grupo de vigías y el resto del regimiento, o lo que sea, debe encontrarse en el poblado más cercano. —Eso nos facilita reunir algunos miembros de la tripulación —exclamó Lord Fenton— y rescatarlo. Si Wilkins tiene razón, hay sólo dos hombres vigilándolo ahora y pronto podremos hacernos cargo de ellos. —Sí, por supuesto —aceptó Pierre. Se volvió hacia el jefe de camareros que estaba escuchando. —Alberí, llama al capitán. Fue entonces que Orlina intervino. —¡No! —exclamó—. No deben hacerlo. Todos se volvieron a mirarla sorprendidos. —¿Qué quiere decir? —preguntó Pierre. —Recuerdo haber oído hablar de un caso similar hace poco, en el que los rusos tomaron prisionero a un príncipe serbio. Todos la escuchaban y ella prosiguió: —Igual que ustedes quieren hacer, un grupo de sus propios sirvientes salió a rescatarlo. Cuando llegaron a donde lo tenían, los rusos lo asesinaron de un balazo. Durante un momento se hizo un completo silencio. Entonces Pierre sugirió: —Tenemos que hacer algo. Si se lo llevan para interrogarlo, cualquier cosa puede sucederle. De nuevo se hizo el silencio, hasta que Orlina lanzó una exclamación: —¡Ya sé qué hacer! Se levantó de la mesa y caminó hacia el jefe de camareros. —¿Tienen vodka? —preguntó. —Sí, milady.

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—Consiga dos botellas —dijo—, ábralas y vacíeles como media copa, no más. Todos la escuchaban. Los dos hombres, sin embargo, parecían perplejos, como si no pudieran imaginar qué era lo que ella iba a sugerir. —Deseo que añadan a las botellas —continuó Orlina— algún licor que les dé un sabor fuerte, ¿qué tienen? Albert se dio vuelta y abrió la puerta del armario que estaba detrás de él. Adentro había muchas botellas y sacó una de Benedictine. —Está este, milady —señaló poniéndola en la mesa—. También hay brandy de durazno. —Ambos tienen sabor fuerte y yo tengo algo más que añadirles —repuso Orlina. Se volvió hacia Sarah. —Ve a traer el láudano que tengo en mi estuche de tocador. Sarah no discutió. Se puso de pie y salió apresurada. —¡Láudano! —exclamó Pierre—. Comprendo lo que intenta hacer, Lady Dale, pero, ¿cómo lograr que lo tomen, a menos qué nosotros se los llevemos? —No nosotros —indicó Orlina—, yo lo llevaré. —No puede hacerlo, Fenton o yo iremos. El tono de Pierre fue casi despectivo, como si pensara que era una ridícula idea de ella. —Eso no es muy práctico —respondió Orlina— porque, en realidad, soy la única persona aquí que puede ir. —¿Qué quiere decir? —preguntó Pierre. —Que hablo ruso —respondió Orlina. No esperó que le respondieran y salió del salón, mientras decía a Wilkins: —Venga conmigo. Wilkins la siguió. Cuando llegaron a su camarote, Orlina dijo:

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—Necesito una de las camisas de Teddy, sus botas, las más viejas que tenga, y un par de sus gruesos calcetines de lana. Wilkins abrió la boca como para decir algo, pero ella añadió: —¡Y rápido! No debemos perder tiempo por si los otros dos hombres regresan y se llevan a su señoría. Wilkins se alejó a la carrera por el pasillo. Orlina entró en su camarote. Sarán estaba de rodillas sacando el láudano de su estuche. Orlina vio, con alivio, que era una botella de bastante buen tamaño que ni siquiera habían abierto. —Llévala arriba —pidió— y asegúrate de que Albert ponga la mitad en cada botella de vodka, que añada el licor y las agite muy bien. —Me encargaré de eso —aseguró Sarah—. ¿Estás segura de poder salvarlo? —Al menos puedo intentarlo —respondió Orlina—. Pero di a los otros que pueden seguirme hasta el bosque entonces, si fracaso y los rusos se niegan a aceptar el vodka, tendremos que arriesgarnos a que hieran al conde antes de poder rescatarlo. —Entiendo lo que quieres decir. Lo comentaré con Pierre. Salió a la carrera del camarote, con el láudano en la mano. Orlina empezó a desvestirse. Pensaba en lo que debía hacer. Sacó su caja de maquillaje y la puso en el tocador. Primero estiró su cabello y lo aseguró con una red. Su dueña origina, la tía de Sarah, debía usarla durante la noche para mantener el cabello en su lugar. Después se concentró en su rostro. Encontró una grasa que usaran para maquillar a los hombres durante sus obras. Cubrió su rostro con ella. La hacía ver como si su cutis estuviera bronceado por el sol y maltratado por los vientos invernales.

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Daba a su rostro apariencia de campesina, no de dama de sociedad. Entonces, con un lápiz para cejas, dibujó líneas bajo sus ojos, nariz y barbilla, como las de una anciana. Para cuando llegara a donde estaba el conde, ya habría oscurecido. Cubrió uno de sus blancos dientes con la pasta negra que solían usar para ponerse lunares cuando se disfrazaran para una obra acerca de la revolución francesa. Eso le dio un aspecto casi grotesco. Casi terminaba cuando Wilkins llegó con las ropas que le pidiera de Teddy. Como Orlina esperaba, tanto la camisa como las pesadas botas le quedaron bien. Posteriormente sacó de su armario la falda de su traje de montar. La había añadido a la ropa que Sarah le diera, por si llegaba a tener la oportunidad de montar. Se la puso al revés para que se viera adecuada al tipo de mujer que deseaba representar. Sabía que debía verse muy vieja. Había leído aterradores relatos de la forma en que se comportaban los soldados rusos al invadir otros países. Según los periódicos, todas las mujeres jóvenes o maduras recibían el mismo horrible trato. —Lo que deseo ahora —solicitó Orlina a Wilkins— es algo para cubrir mi cabeza y también, si es posible, un chal. Tal vez alguien haya comprado alguno en Marsella para obsequiar a su esposa o novia. Les compraré otro en el primer puerto al que lleguemos. Wilkins comprendió y salió a buscarlo. Orlina pensó que debía haber estado con el conde en otras aventuras similares. Comprendió lo que Pierre había estado insinuando. El conde investigaba lo que sucedía en los Balcanes. Sin duda lo hacía para el Primer Ministro o el Secretario para Asuntos Extranjeros.

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"¿Por qué no confió en nosotros?", se preguntó. Pero comprendió que habría sido un error hacerlo. Ella había comentado ese tipo de cosas con su padre. También había leído lo suficiente para comprender que eran actividades sumamente secretas. Tal vez el conde tenía intenciones de enviar un informe a Inglaterra de lo que ocurría allí. Y sólo el Primer Ministro o el Secretario debían saberlo. "Tengo que salvarlo… tengo que hacerlo", se dijo Orlina. Para su alivio, Wilkins regresó casi en seguida. Llevaba un chal de lana en su brazo y en las manos un paño de colores. Era justo lo que Orlina necesita como pañoleta. Tomó las cosas y miró a su alrededor. No había flores porque no se habían detenido en ningún lugar para adquirirlas. Pero en cambio habían colocado una maceta con una bonita planta en un rincón del camarote. Orlina la señaló y puso el chal en el suelo. Wilkins no titubeó. Sacó la planta y, regó la tierra donde estuviera plantada sobre el chal. Lo frotó fuerte con ella, para hacerlo parecer sucio y gastado, como si se hubiera usado mucho tiempo. Lo colocó en los hombros de ella, cubriendo la camisa de Teddy y amarró las puntas a su espalda. Entonces Orlina se puso la pañoleta, que estaba segura era alguno de los paños que usaban en la cocina para secar los platos. La ató bajo su barbilla. Con su cara arrugada y el diente negro, parecía una vieja campesina como las que podían encontrarse en cualquier país. No hubo necesidad de decirle a Wilkins que estaba lista.

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Él la siguió cuando salió del camarote y subió al salón. Al entrar encontró que los dos hombres, tal como esperaba, portaban revólveres y se habían puesto botas altas sobre sus pantalones. Miraron a Orlina con profundo asombro. —Debemos apresurarnos —dijo—, Wilkins y yo iremos primero. Ustedes y quienes vayan a acompañarlos deben mantenerse atrás. No tenemos idea de cuántos rusos puede haber en las cercanías. Al terminar de hablar salió a cubierta. Mientras se alistaba, el capitán, al enterarse de lo sucedido, había acercado el yate a la bahía. Tenía listo un bote para conducirlos a la orilla. Varios marineros, con botas altas, condujeron primero a Orlina y después a Wilkins hasta tierra firme. Los demás los siguieron. Orlina y Wilkins empezaron a caminar rápido. Una docena de hombres los seguían a corta distancia. Ella esperó que nadie los viera al cruzar por los claros. Se sintió más segura cuando se internaron en el bosque que Wilkins mencionara. Era bastante espeso. Oscurecía y resultaba un poco difícil encontrar su camino por él. Orlina pensó que, al menos, si los rusos vigilaban no podrían ver a los hombres que los seguían. Al llegar a la orilla del bosque, Wilkins, quien caminaba frente a ella, se detuvo. No habló pero señaló y Orlina vio que como a cien metros adelante se delineaba el techo de una pequeña construcción. Comprendió que era donde el conde estaba prisionero. Por un momento le pareció casi imposible poder rescatarlo. Estaba vigilado por dos rusos armados.

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En cualquier momento podrían aparecer varios más para llevárselo e interrogarlo. Sabía muy bien lo que eso significaba y con qué frecuencia eso terminaba en tortura y muerte. Por algún milagro tenía que liberar al conde antes que llegaran los refuerzos. Entonces empezó a rezar. Mientras lo hacía comprendió que debía rescatar al conde. No sólo porque era inglés y los rusos no tenían derecho a tomarlo como prisionero. Sino también porque le importaba. De hecho, le importaba más que ningún otro hombre antes. Lo amaba.

Sentado en la cabaña, con una soga alrededor de su cintura y sus pies atados a una silla, el conde pensó que había sido un tonto. Se había lanzado a explorar el lugar, sin esperar encontrar nada extraño. Sólo deseaba tener la oportunidad de hablar con los granjeros locales y sus esposas. Por ellos podría enterarse si, como se sospechaba, los rusos se infiltraban en la campiña. El Primer Ministro era el responsable de la situación en que ahora se encontraba. Mientras estaba en Londres, Lord Beaconsfield lo mandó llamar a la calle Downing número 10. El conde comprendió que se le solicitaría que hiciera un favor al gobierno. —Me preguntaba, milord —dijo Lord Beaconsfield—, si piensa hacer uno de sus frecuentes viajes a Grecia. —En otras palabras, Primer Ministro —respondió el conde—, desea que haga yo algunas investigaciones para usted, sea que haya planeado ir en esa dirección o no. Lord Beaconsfield se rió.

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—En verdad que le estaría en extremo agradecido si lo pudiera hacer y así combinaría negocios con placer. —Todo lo que hasta ahora me ha pedido ha sido en extremo peligroso — respondió el conde. —Y, sin embargo, ha sido siempre sumamente eficiente —lo elogió Lord Beaconsfield—, Y como sabe, sin que yo se lo diga, le estoy muy agradecido y hablo también en nombre de Su Majestad. El conde sabía que era verdad. Todos sabían que la Reina estaba muy molesta con el gobierno. Nadie se sentía tan perturbado como ella por el comportamiento de los rusos. No le había sorprendido que ese año el zar declarara la guerra a Turquía. Serbia había hecho lo mismo dos años antes. Habían sufrido tremendas pérdidas y humillaciones de los turcos, quienes mostraban una crueldad inaudita que escandalizó al mundo entero. A la vez, la Reina y el Primer Ministro estaban preocupados porque miles de rusos se habían enrolado en forma voluntaria para pelear en los Balcanes en contra de los turcos. Ahora llegaban a Inglaterra relatos de que los rusos, no satisfechos con pelear contra los turcos, se infiltraban en todos los lugares de los Balcanes. La gente inglesa, sin embargo, mostraba la actitud de que no era asunto suyo. Tal parecía que sólo la Reina estaba realmente inquieta. —Averigüe lo que pueda —pidió Lord Beaconsfield— le aseguro que le estaremos profundamente agradecidos si puede informamos cualquier cosa que no sepamos ya, y puedo decirle que lo que sabemos es muy poco. —Haré lo mejor que pueda —respondió el conde—, pero no debe esperar milagros. Con toda sinceridad, no deseo involucrarme en una guerra que no me concierne. —Lo que importa a Su Majestad —respondió Lord Beaconsfield— es que se que rumorea que el hermano del zar, el Gran Duque Nicolás, al frente de un gran ejército, intenta tomar Constantinopla y convertirla en la capital de la cristiandad. —Me parece improbable —respondió el conde—. A la vez, uno puede estar siempre seguro de que los rusos harán lo inesperado. —Ayúdenos, si puede —rogó Lord Beaconsfield.

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Un tanto renuente, el conde aceptó. Como la gente podría sentir curiosidad de que se dirigiera a esa parte del mundo, deliberadamente organizó todo para que pareciera sólo un jovial viaje de placer. Él y sus amigos se disponían a divertirse con mujeres bonitas que no serían aceptadas en los salones de Mayfair. Sarah había alterado sus planes al insistir en ir con él. Aun cuando había comprendido que sería un error, cedió ante ella. Pensó ahora, como prisionero de los rusos, que sé encontraba en una muy desagradable situación. Sólo tenía esperanzas de que quienes lo interrogaran creyeran lo que les diría. No había tenido idea de que los rusos hubieran llegado tan al sur como Tesalia. Eso significaba que los rusos que lo interrogarían estarían en control de Volos. Podrían hacer las cosas muy desagradables para él y hasta podría sufrir lo que se consideraría un "lamentable accidente". Se preguntó frenético qué podría hacer. Tal parecía que nada. A la vez escuchaba lo que los rusos se decían. Ignoraban que podía entenderles. —Espero que no tengamos que quedarnos mucho tiempo en este agujero — comentó uno de ellos. —Tal vez cuando el Gran Duque llegue a Constantinopla podremos reunimos con él —respondió el otro. —¿Qué tanto han avanzado hasta ahora? —preguntó el primero. —Anoche oí decir a alguien que estaban en Adrianópolis —contestó el otro. El conde sabía que Adrianópolis estaba a sólo ciento cinco kilómetros de Constantinopla. Era un avance mucho mayor del que los ingleses habían supuesto que lo lograrían.

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Sabía que era importante que Lord Beaconsfield recibiera en seguida esa información. ¿Pero qué podía hacer atado a una silla y prisionero de dos hombres bien armados? Pensó que había sido muy tonto al no llevar consigo un revólver. Pero comprendió que si lo hubiera hecho, habrían sido cuatro contra dos. Él y Wilkins no habrían tenido oportunidad de sobrevivir. La única esperanza era que, antes que lo condujeran a Volos para interrogarlo, pudieran rescatarlo Pierre, Kevin y su tripulación. Pero eso significaba que, aun cuando mataran a los rusos, alguno de sus hombres podría salir herido. Deseó frenético no haber sido tan tonto como para verse envuelto en tan peligrosa situación. El tiempo parecía avanzar con mucha lentitud. Ahora, a través de la ventana de la cabaña, pudo ver que afuera estaba oscuro. Las estrellas empezaban a brillar en el cielo y también había luna. Maldijo encontrarse tan indefenso. De pronto, tocaron a la puerta. Uno de los rusos se levantó para abrir y el conde vio entrar a una anciana muy fea y encorvada. —¿Qué desea? —preguntó el ruso. —Les traigo saludos de mi hijo —respondió la vieja en ruso—. Les envía vodka y fruta de nuestros árboles. —¡Vodka! —exclamó incrédulo el ruso. La vieja levantó una canasta donde había dos botellas. —Si nos envía vodka —comentó el que continuaba sentado a la mesa—, nos alegra mucho recibirlo. —Muy buen vodka —indicó la mujer. Tenía una voz gutural, notó el conde.

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Su ruso parecía traducido del griego porque lo hablaba con lentitud, como si le costara trabajo recordar las palabras. Sin embargo, los dos rusos la entendían. La mujer puso la canasta en la mesa y sacó las botellas. —Es vodka —afirmó uno de los rusos mientras sacaba él corcho—. Será mejor que lo bebamos rápido, antes que los demás lleguen. El otro ruso, que era un hombre maduro y feo, lanzó una risotada. —¡No nos costará ningún trabajo! La vieja sacaba la fruta de su canasta y la colocaba en la mesa. Había higos, albaricoques y pequeñas uvas verdes. Los dos rusos no le prestaron atención. Ambos bebían el vodka a grandes sorbos directos de la botella, a la manera rusa. Entonces uno de ellos miró al conde y ofreció: —Supongo que le gustaría tomar un trago… —¡No, no! —lo interrumpió la mujer—. Mi hijo dijo que era vodka para los rusos, no para ese truhán. Dijo la última palabra en inglés. A la vez, la pronunció con voz tan gruesa y nasal que podía ser cualquier palabra en griego o en cualquier otro idioma. Eso provocó que el conde la mirara asombrado. ¿Cómo era posible que una campesina supiera una palabra de inglés? Entonces, mientras la observaba, sus ojos se agrandaron. ¡No era posible! ¿O sería verdad lo que pensaba? No era fácil ver con claridad en la cabaña, ya que sólo había una lámpara sobre la mesa. Mientras la mujer arreglaba la fruta en la mesa, como para hacer tiempo, el conde notó que sus manos eran muy diferentes de lo que se habría esperado.

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De hecho, no había relación alguna entre ellas y el rostro. Apenas podía dar crédito a sus pensamientos, aunque supuso que era posible. Pero, ¿por qué y qué ganaba con eso? Los rusos se llevaban las botellas a los labios una y otra vez. Bebían y se pasaban la lengua por los labios. También hacían sonidos como de que disfrutaban mucho lo que bebían. Fue el mayor de los dos rusos quien primero dejó caer la cabeza sobre su mano y cerró los ojos. Permaneció unos minutos sentado en esa posición. Con lentitud, sus brazos resbalaron y su cabeza cayó sobre la mesa. —¿Qué… te… pasa? —balbuceó su amigo y era evidente que le costaba mucho trabajo pronunciar las palabras. Inmediatamente después también se desvaneció, su cuerpo resbaló en la silla y cayó al piso con un golpe. Debió ser una caída dolorosa, pero ni se movió. La vieja corrió hacia la puerta y la abrió. Entonces con rapidez se dirigió hacia el conde. Se inclinó para intentar desatar las sogas que ataban sus piernas a la silla. Se dio cuenta de que necesitaba un cuchillo. —¿Realmente es usted? —preguntó el conde. —Debemos salir de aquí rápidamente —respondió Orlina. Lo dijo casi en un susurro como si todavía pudieran oírla los rusos. Wilkins llegó a la carrera. Desató la soga alrededor de la cintura del conde mientras decía: —Los demás están en el bosque, milord. Podría ser un error que se acercaran. —Estoy más que ansioso por irme —afirmó el conde. Luego miró hacia Orlina, como si todavía no pudiera creer que fuera ella.

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—¿Qué demonios les dio? —preguntó. —Láudano —respondió Orlina. El conde se rió. En ese momento Wilkins liberó sus piernas. En seguida se puso de pie y Orlina corrió hacia la puerta. —¡Rápido, rápido! —apremió. El conde saltó sobre el ruso que estaba en el suelo y se reunió con ella. Orlina deslizó su mano en la dé él. —Está… libre —murmuró—, sería un error correr riesgos. —Estoy de acuerdo —respondió el conde. Tomados de la mano corrieron hacia el bosque. Tenían una escolta para regresar al Sirena. Ahora el yate ya había salido de la bahía y el bote los esperaba para conducirlos a él. Mientras el conde subía a bordo, escuchó el ruido de los motores. Comprendió que no necesitaba ordenar al capitán hacerse a la mar en seguida. Así que se volvió hacia los miembros de la tripulación que lo seguían, para decirles: —Muchas gracias, les estoy muy agradecido por estar de nuevo a bordo. Después se dirigió al salón. —Gracias a Dios, milord, que regresó ileso —dijo Albert. —Agradezco mucho que así sea —respondió el conde—. Por favor, déme un trago, lo necesito. —También tengo algo para que cene su señoría —respondió Albert. Hablaba por encima de las cabezas de Sarah y Penny. Ambas se habían arrojado sobre él para abrazarlo al verlo aparecer. —¡Estás a salvo, estás a salvo! —gritó Sarah—. Estábamos tan preocupados.

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—Yo también lo estaba —indicó el conde. Se sentó a la cabecera de la mesa. Mientras Pierre y Lord Fenton se reunían con él, expresó: —No puedo creer que todo esto haya sucedido tan rápido. —Debes agradecer primero a Wilkins por avisamos de lo sucedido —repuso Pierre— y después, por supuesto, a Lady Dale que nos impidió lanzarnos en tu búsqueda como nos proponíamos hacer. —¿Cómo lo impidió? —preguntó el conde. Mientras tanto, bebía champaña. Pierre estiró la mano para tomar una copa mientras respondía. —Dijo que corrías el riesgo de que si asaltábamos el lugar, como deseábamos hacer, los rusos te dieran un balazo. —Yo mismo lo pensé —contestó el conde—. Así que fue idea suya darles a beber el láudano. —¿Funcionó? —preguntó Pierre. El conde se rió. —Yo no tenía idea de lo que hacía. Cuando de pronto cayeron dormidos, pensé que estaba soñando. —Fue una brillante idea de su parte —sonrió Pierre—. Con franqueza, Rollo, ella se hizo cargo. Nos dijo a todos qué hacer y parecía un oficial al frente de sus tropas por la forma en que dio órdenes y nosotros obedecimos. —Brindaremos a su salud —ofreció el conde—. Supongo que se retiró para quitarse el disfraz. —¿La reconociste en cuanto apareció? —preguntó Penny. —No tenía la menor idea de quién era —respondió el conde—. Ni por un instante habría pensado que era ella. Fue sólo hasta que pronunció una palabra en inglés que, de pronto, me di cuenta de que no era quien fingía ser. —Siempre fue una magnífica actriz —comentó Sarah. El conde la miró interrogante y ella comprendió que había cometido un error. Así que añadió:

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—Lo único que importa, querido Rollo, es que estás a salvo y de nuevo con nosotros y cuanto más rápido nos alejemos de aquí y de esos horribles rusos, mejor. —Soy de la misma opinión —respondió el conde. Terminó de cenar y bebió un poca más de champaña. Después dijo: —Creo que tuve suficiente drama para una noche, así que me voy a acostar. —Yo haré lo mismo —contestó Pierre—. Nunca había estado tan preocupado ni tan asustado como mientras permanecíamos en el bosque temiendo que apareciera un pelotón de rusos en cualquier momento, y preguntándonos si podríamos liberarte antes. —Bueno, todo terminó ya —dijo el conde—. No volveré a cometer la tontería de correr tales riesgos, se los puedo asegurar. Se levantó de la mesa mientras agregaba: —Gracias a todos y ahora, en verdad que necesito un descanso. Nada hay más agotador que un drama. Sarah le dio un beso de buenas noches y también Penny. —Agradezco a los dioses de Grecia que estés a salvo —observó Penny. —Yo haré lo mismo, tal vez de una manera más práctica —indicó el conde. Bajó hacia el corredor que conducía a su camarote. Al llegar al de Lady Dale recordó que no le había dado las gracias. Ella no había subido, como él esperaba, al salón. "Debe estar demasiado cansada —se dijo—. Pero no puedo acostarme sin decirle lo agradecido que le estoy". Tocó con suavidad, pero no recibió respuesta. Pensando que tal vez se había acostado y dormido, abrió la puerta. El camarote no estaba a oscuras. Las bombillas sobre el tocador estaban apagadas, pero no la lámpara junto a la cama que proporcionaba una luz suave. El conde entró.

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Lady Dale estaba acostada, pero él sabía que no podría irse a dormir sin darle las gracias. Entonces, al llegar junto a la cama, permaneció mirándola con profundo asombro.

Al regresar al yate, Orlina no quería que la tripulación la viera con ese aspecto. También se sentía exhausta. Las botas de Teddy eran ideales para su disfraz, pero también muy pesadas. Ella y Wilkins habían caminado muy rápido rumbo a la cabaña. Estaba aterrada al entrar, pensando que el láudano no hiciera efecto. O que lo hiciera después de que los otros rusos regresaran. Posteriormente, cuando el conde pudo escapar, corrieron todos juntos hacia el bosque. Fue sólo por profunda fuerza de voluntad que logró mantener el paso de los demás mientras regresaban a toda prisa hacia el yate. Cuando llegó a su camarote pensó que iba a desplomarse. Sin embargo, se obligó a quitarse la ropa y lavarse las manos y el rostro. Entonces se puso su camisón, se quitó la red del cabello y se metió en la cama. En cuanto puso la cabeza sobre la almohada se quedó dormida. Fue un sueño profundo de agotamiento. El conde, al mirarla esperando ver a la encantadora pero ya madura Lady Dale, pensó que sus ojos lo engañaban. El cabello dorado pálido de Orlina se extendía sobre la almohada y sus hombros. Sus ojos estaban cerrados y sus largas pestañas estaban limpias de maquillaje. Ya no había ninguna línea de expresión en el blanco y terso cutis de su rostro juvenil. Al conde le pareció una ninfa que surgiera del mar o una joven diosa que descendiera del Olimpo. Permaneció mirándola.

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Comprendió lo increíblemente tonto que había sido al aceptar lo que fingía ser sin dudarlo. Ahora comprendía que era muy joven, más que Sarah. También tan adorable que era difícil creer que fuera real. Entonces, mientras la miraba, algo extraño sucedió dentro de él. Comprendió que había encontrado algo que había buscado durante toda su vida. Finalmente, como si no pudiera contenerse, se inclinó y, muy suavemente, sus labios tocaron los de Orlina. Sintió una sensación que nunca conociera antes. Era un beso de reverencia y gratitud, pero también de mucho más que eso. Sintió que su corazón respondía de una manera muy extraña y también su alma, si es que la tenía. Luego, mientras sus labios todavía presionaban los de Orlina, sintió cómo un estremecimiento la recorría. No despertó, pero él comprendió que en su interior había respondido a la mágica sensación que había en él. Se incorporó y de nuevo la miró. Pensó que era la persona más adorable y preciosa que jamás había conocido. Apagó la luz y salió con mucho cuidado del camarote, cerrando la puerta tras él.

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Capítulo Siete Orlina despertó y comprendió que había estado soñando con el conde. Durante unos momentos permaneció pensando cómo la había besado en su sueño. Un pequeño estremecimiento la recorrió y recordó que lo había salvado. Estaba vivo y en ese momento podría estar siendo torturado por los rusos hasta morir. "Lo salvé, lo salvé", se dijo. Sintió que su amor por él la cubría como una ola de mar. Entonces se volvió para mirar el reloj que había en la mesa junto a ella. El sol entraba por los extremos de las cortinas que cubrían los ojos de buey. Había suficiente luz para ver las manecillas del reloj de oro. Durante un momento las miró asombrada. Eran casi las doce del día. ¿Cómo era posible que durmiera tanto? Noto que la ropa que se quitara estaba tirada en el suelo. Recordó que se había metido en la cama sin maquillarse de nuevo, y que no había echado llave a su puerta. Se levantó con rapidez y descorrió las cortinas. Se recogió el cabello y se puso la gorra de encaje que se hiciera por sí misma y por si la doncella entraba en la habitación. El sol entraba ahora de lleno y pensó lo maravilloso que sería bajar a tierra con el conde. Entonces recordó que, aun cuando estaba dormida, se había dado cuenta de que el yate se movía. Ahora estaba detenido. Miró hacia afuera con más cuidado y se dio cuenta de que estaban en un puerto. Pensó que sería El Pireo.

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Si era así, ¿podría bajar a tierra? Se dio vuelta y notó entonces que había una nota deslizada bajo su puerta. La tomó con rapidez y una mirada le bastó para reconocer la letra de Sarah. Leyó: Queridita: Rollo averiguó que en el puerto hay un barco de la línea P. & O. que nos llevará a todos a Marsella. Entonces será fácil que Pierre y yo vayamos al castillo y que Kevin regrese a Inglaterra con su amiga. Quería despedirme de ti, pero Rollo no permitió que te despertáramos. Dijo que arreglará que viajes más tarde. ¡Gracias, gracias por venir! Te estoy muy agradecida y si termino felizmente casada con Pierre, te lo deberé a ti. Gracias de nuevo, con todo mi cariño. Sarah. Después de leerla, Orlina pensó que el conde había sido sensato. Si no deseaba llevar el yate a Marsella, era mucho mejor para ellos viajar en barco que soportar el largo e incómodo viaje por tren. Tal vez, esa era su intención para ella. Rezó porque le permitiera quedarse con él en el yate. Si sólo pudiera hacerlo un poco más, sería maravilloso. También sería algo para recordar cuando regresara a casa y no volviera a verlo. "Lo amo", dijo en su corazón, que continuó repitiéndolo. Tocaron a su puerta y se preguntó quién podría ser. Entonces una voz dijo: —Soy Wilkins, milady. ¿Puedo pasar? Con rapidez, Orlina se puso la bata y dijo: —Pase.

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Wilkins abrió la puerta. —Me pareció escucharla moverse, milady —dijo—. Su señoría dio órdenes estrictas de que nadie la molestara. —Me siento avergonzada de haber dormido hasta tan tarde —repuso Orlina. —Nadie podría hablar mal por eso —indicó Wilkins—. Fue usted quien salvó anoche a su señoría y si hubiera dormido todo el día, merecía cada instante de descanso. Orlina se rió y Wilkins prosiguió: —Dijo su señoría que no regresará para el almuerzo, pero que esté usted lista para bajar a tierra a las dos. —¿A tierra? —preguntó Orlina. —Sí, milady, y yo guardaré sus cosas en sus baúles. El corazón de Orlina se hundió. —Ahora comprendía. El conde la enviaría de regreso por tren. Tal vez había encontrado un guía que la acompañara, pero eso no tenía importancia. Lo que importaba era que ya no le era útil y eso significaba el final. No dijo nada y Wilkins empezó a recoger la ropa que usara la noche anterior. —Creo, milady, que, como no desayunó, le traeré el almuerzo. El cocinero le preparará algo delicioso y después puede vestirse y estar lista para cuando llegue su señoría. —Eso será muy agradable —logró decir Orlina. Se sentía a punto de soltarse a llorar. Wilkins salió y ella regresó a la cama. Deseaba llorar, pero se obligó a ser sensata. ¿Cómo pudo ser tan tonta como para enamorarse de un hombre como el conde? Él podía tener a cualquier mujer hermosa que deseara. "Nunca volverá a pensar en mí —se dijo— pero yo siempre lo recordaré y tal vez nunca amaré a nadie en la misma forma".

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Barbara Cartland –Atrapado por el amor

Pensó en que la noche anterior había soñado que la besaba. Se preguntó si podría pedirle que la besara aunque fuera una vez cuando se despidieran. ¡Se escandalizó de su propia idea! ¿Cómo podría perseguirlo igual que lo hiciera Sarah y que resultó evidente que para él fue molesto? Debía comportarse como la dama que se suponía que era, con dignidad y recato. Sólo hasta que finalmente se dijeran adiós y ella viajara sola a través de Europa de regreso a Inglaterra, podría llorar. Wilkins regresó con un delicioso almuerzo y una pequeña copa de champaña que insistió en que Orlina bebiera. —Ha pasado por una experiencia terrible, milady —dijo—, y ya que su señoría le debe la vida, tiene también que pensar en usted misma. Lo que sucedió anoche fue un gran esfuerzo para sus nervios, no lo dude. —Creo —observo Orlina— que usted debió encontrarse en muchas otras situaciones peligrosas con su señoría, por eso es que él lo llevó consigo cuando salió a caminar por ese lugar desconocido. Había reflexionado en que el conde debía estar haciendo algún tipo de espionaje. Supuso que sería para el Primer Ministro o para el Secretario de Asuntos Extranjeros. Ahora comprendía por qué tenía tanta prisa por llegar al Mar Egeo y a Tesalia. Wilkins contestaba su pregunta. —Para esas cosas soy mudo, milady —dijo— pero digamos que usted es tan buena como yo para las adivinanzas. Orlina sonrió. Sabía que Wilkins se mostraba discreto, así que había acertado. Después de terminar su almuerzo y de que Wilkins se llevara la bandeja, se dio un baño y se vistió. Como era la última vez que la vería el conde, se puso uno de los vestidos más bonitos que tenía.

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Su sombrero estaba adornado con plumas de avestruz. Wilkins entró para acomodar sus baúles y ella subió al salón para esperar al conde. Leía cuando él entró y su corazón dio un vuelco. Se veía, pensó, abrumadoramente apuesto y muy complacido consigo mismo. Para su sorpresa, tomó su mano y la llevó a sus labios. —No tengo palabras para darle las gracias —dijo— por lo que hizo por mí, y espero que se haya recuperado. —Dormí hasta muy tarde —respondió Orlina—, pero ya descansada, me siento muy bien. —Creo que deseará despedirse del capitán —observó él— y, por supuesto, de Teddy. —Sí… sí… por supuesto —aceptó Orlina. —Traje algunos libros para él, que pensé que le gustaría a usted dárselos — comentó el conde. Llamó a un camarero, que entró con un gran paquete. —Todos son libros adecuados para un jovencito y que le despertaran el amor a la aventura —subrayó el conde. —Gracias, qué amable al pensar en eso —murmuró Orlina. —También le di dinero al hombre que le prestó el chal para que compre uno nuevo. —Gracias, supongo que fue Wilkins quien se lo contó. El conde sonrió y dijo al camarero que llamara al capitán y al grumete. Al deshacer el paquete, Orlina encontró que el conde había sido muy hábil al buscar libros de aventuras en inglés que parecían muy interesantes y no le resultarían a Teddy difíciles de leer. Él apareció minutos después, detrás del capitán, y sonrió encantado cuando vio a Orlina. Ella le ofreció su mano y lo condujo hacia la mesa donde estaban los libros. —Estos son para ti y espero que disfrutes su lectura.

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—Leeré cada palabra, señora —contestó Teddy—, y creo en todo lo que usted me dijo. —Eso deseo que hagas —respondió Orlina. Emocionado, Teddy empezó a dar vuelta a las páginas de uno de los libros. Orlina se dirigió al capitán. —Muchas gracias, capitán —agradeció—, fue un viaje delicioso. Nunca había estado en un yate antes, pero estoy segura de que jamás conoceré ninguno tan veloz y cómodo como el Sirena. —Es lo que todos queremos que piense, milady —respondió él. Se estrecharon las manos y entonces Orlina dio a Teddy un beso de despedida. —¿Vendrá a vernos de nuevo? —preguntó él. —Por supuesto que lo haré si tengo la oportunidad —respondió Orlina—. Pero te juro que no te olvidaré. Él le sonrió y ella se alejó apresurada porque el conde ya la esperaba al pie de la barandilla. Al bajar a tierra los esperaba un carruaje. Era muy elegante, tirado por dos caballos y en el pescante iban el conductor y un palafrenero. Orlina subió y se dio cuenta de que había otro carruaje que los seguiría, ocupado por el equipaje y por Wilkins. Quería preguntar a dónde iban, pero supuso que sería a la estación. Temía que si hablaba mucho, el conde se diera cuenta de lo deprimida que se sentía. Cruzaron por entre las calles del muelle, hacia la población. Ella deseó poder dar siquiera una mirada a la Acrópolis. Para su sorpresa, el carruaje subió, no hacia la estación sino hacia una casa muy atractiva. Estaba rodeada por un jardín que pudo notar se extendía mucho en la parte de atrás. Miró interrogante al conde.

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—Esta casa pertenece a un gran amigo mío, que es diplomático. Me ha dicho que puedo usarla cada vez que venga a Grecia, pero por ahora él está ausente — explicó él. Al terminar de hablar descendió del carruaje y estiró la mano para ayudar a bajar a Orlina. Ella pensó que tenía suerte de poder pasar un poco de tiempo con él antes que saliera el tren. Ahora tendría oportunidad de hablarle a solas. Entró en la casa y pudo ver que estaba bellamente amueblada. También notó que sacaban el equipaje que había viajado con ellos. Wilkins y el palafrenero lo llevaron al interior de la casa. Se dijo que eso significaba que el tren tal vez no salía hasta la noche. Pasaría con el conde más tiempo del que suponía. Había una hermosa escalera labrada a un lado de ellos y él dijo: —Como deseo hablar con usted, será más sencillo si subimos. Orlina no comprendía la razón para hacerlo. Subieron por la escalera uno al lado del otro y después recorrieron un pasillo. El conde abrió la puerta de una habitación amueblada de forma exquisita. Parecía, pensó Orlina, más un boudoir que un saloncito ordinario. —Supongo —dijo un tanto cautelosa— que como no me iré hasta más tarde, podría tener la oportunidad al menos de ver la Acrópolis antes de partir. —Me temo que no —respondió el conde—, porque la verdad es que Lady Dale tiene que partir al instante. La forma en que lo dijo sonó extraña. Orlina levantó la mirada hacia él. —Así que —agregó él—, debemos decirnos adiós. Ella sintió como si sus palabras fueran un golpe físico y no pudo hacer ni decir nada. —Para hacerlo más sencillo —continuó el conde—, creo que debemos quitarle esto.

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Al decirlo le quitó el sombrero y lo arrojó al piso. Luego, antes que Orlina pudiera darse cuenta de lo que sucedía, los brazos de él la rodearon. Durante un momento le fue imposible moverse ni pensar. Después, la gloriosa sensación del beso que había soñado pareció cruzar todo su cuerpo como un relámpago. Al principio el conde la besó con gran ternura, como temeroso de asustarla. Pero, al sentirla temblorosa y que sus labios respondían a los de él, la abrazó con más fuerza. Sus besos se volvieron mucho más posesivos. Le pareció a Orlina como si todo su cuerpo se derritiera en el de él y se convirtiera en parte suya. Y cuando pensaba que era imposible sentir tal éxtasis y continuar con vida, el conde levantó la cabeza. —Ahora —dijo con voz profunda y un tanto Insegura—, ya dije adiós a Lady Dale. Ve a la otra habitación, amor mío, y cámbiate. Le fue imposible a Orlina moverse. Sólo podía mirarlo. Como si él lo entendiera, la condujo muy suavemente hacia una puerta diferente a la que usaron para entrar y la abrió. Orlina notó una gran cama de postes mientras el conde decía: —Apresúrate. Me caso con Orlina Runford a las tres de la tarde. Antes que Orlina pudiera comprender sus palabras, cerró la puerta tras de sí. Ella permaneció un momento, aturdida. A la vez sentía, debido a que la había besado, que el mundo daba vueltas a su alrededor. En seguida vio algo blanco sobre la cama. Se acercó, y vio que era un vestido muy bello, adecuado para una jovencita. Junto a él estaba una guirnalda de frescas rosas blancas y lo que le parecía un velo corto.

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"No… entiendo", se dijo. A la vez, su corazón cantaba aunque sentía que debía estar soñando. Se quitó el elaborado vestido. Mientras lo hacía notó que junto al lavamanos había un balde, que estaba segura contenía agua tibia. Se lavó el rostro. Desapareció todo rastro de maquillaje y pomada para los labios que la hacía verse mayor. Se puso el vestido blanco que estaba sobre la cama y no le sorprendió que le ajustara a la perfección. ¿Acaso no lograba el conde hacer bien cuanto emprendía? Se arregló el cabello como solía hacerlo antes de convertirse en Lady Dale. El velo no cubría su rostro pero le llegaba a los hombros. Era, pensó, muy favorecedor. Las rosas blancas, todavía en botón, eran, pensó, un símbolo. Era algo en lo que sólo el conde podría haber pensado. Cuando terminó de arreglarse se sintió turbada de volver a ser ella misma, pero a la vez profundamente emocionada. Abrió, la puerta y vio al conde de pie junto a la ventana y se dio cuenta de que también se había cambiado de ropa. Llevaba puesta su ropa de etiqueta, como solían usarla los novios franceses en sus bodas. No habló, sólo extendió los brazos y ella corrió hacia él.

La abrazó, pero no la besó. —Ahora te ves justo como yo deseaba —expresó. —¿Cómo… lo… adivinaste? —logró preguntar Orlina. —Entré a tu dormitorio anoche para agradecerte que me salvaras la vida y descubrí lo que debí suponer desde hace tiempo. Que Lady Dale realmente no existía.

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—Insististe… en una… dama de compañía —murmuró Orlina— y yo soy… la única persona… en la que… Sarah podía… confiar. Titubeó un momento y entonces preguntó: —¿No estás… molesto… porque… te engañé? —No lo estoy —respondió el conde—, por la sencilla razón de que si no lo hubieras hecho, jamás te habría conocido. —¿Y… hablabas… en serio… al decir… que vamos a casarnos? Se sentía tan insegura al decirlo que las palabras temblaban en su boca. —Tal vez debí pedírtelo primero —respondió el conde—. ¿Qué sentiste cuando te besé? —Fue… maravilloso… más… maravilloso que nada… de lo que me había… sucedido —susurró Orlina. —Comprendí que eso sentías —afirmó el conde— porque yo también lo sentía. —¿En… verdad… me… amas? —preguntó Orlina. —Comprendí, cuando te vi anoche, que eras todo lo que había estado buscando y que pensaba que jamás encontraría. Y cuando te bese… Orlina lanzó una exclamación. —Me… besaste —lo interrumpió—. Pero… yo soñé… que lo habías hecho. —Te besé porque no pude controlarme y comprendí entonces que me amabas. Así que ahora vamos a casarnos y después podré decirte cuánto te amo. La soltó, dispuesto a salir de la habitación. Orlina lo tomó del brazo para impedirlo. —¿Estás… seguro… de que… quieres casarte… conmigo? Dijiste… que no… querías… hacerlo… con nadie. —No deseaba casarme con nadie más que con el ideal que conservaba en mi corazón —respondió el conde—. Me decía que tal vez algún día, por un milagro, lo encontraría. Y anoche sucedió ese milagro. —¿Es verdad… realmente es… verdad? —Te amo, querida mía —aseveró el conde—, con todo mi corazón y alma. Ahora casémonos para que pueda demostrarte con más facilidad lo que eso significa. Se inclinó y rozó sus labios con un beso muy suave y tierno.

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Después la tomó de la mano y caminó hacia la puerta. Cuando ya se alejaban en el carruaje, Orlina logró preguntar: —¿Cómo es… posible… que podamos… casarnos… tan rápido? —Cuando acudí esta mañana temprano a la embajada inglesa para enviar, como supongo que adivinaste, un cable secreto al Primer Ministro, me enteré de que era posible, si había lo que llaman una "emergencia", que el embajador extendiera una licencia especial si algún súbdito británico deseaba casarse. —¿Y es… una emergencia… para nosotros? —Expliqué al embajador que, debido a circunstancias inesperadas, el grupo de mi yate que incluía a tu dama de compañía se veía obligado a regresar a Inglaterra a toda prisa. Por lo tanto, yo me veía forzado a quedarme a solas con una jovencita de dieciocho años y sin una acompañante. Si no podíamos casarnos en seguida, eso arruinaría su reputación. Orlina se rió. —Con un poco de presión de mi parte, el embajador accedió —terminó de decir el conde—. Me dio la licencia y nos casaremos en la iglesia contigua a la embajada. Orlina se mostró un tanto inquieta y él agregó: —No asistirá nadie más que Wilkins, quien por supuesto es la única persona que sabe quién eres y otro testigo que llevará el pastor que oficiará la ceremonia. —¿Cómo… supiste… mi nombre? —preguntó Orlina. —Tienes que agradecérselo a Wilkins. No deseaba que Sarah supiera que había descubierto el engaño. Pero Wilkins, que ha estado conmigo durante varios años y ha arriesgado su vida por mí en varias ocasiones, consiguió la respuesta. —¿Cómo… pudo… hacerlo? —Me dijo que cuando aseaba tu habitación se abrió uno de los libros que trajiste contigo de Inglaterra, donde estaba escrito: Para mi amada hija Orlina, a quien tanto debe este libro. De su afortunado padre, Nicholas Runford Orlina soltó una risita. —Así que fue así de fácil. Y ahora ya sabes quién es mi padre. —No sólo lo sé, sino que tengo cuando menos tres libros suyos en mi biblioteca en Tallan.

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—Al principio no pensé que conocieras los libros de papá —comentó Orlina—, pero cuando me di cuenta de lo que hacías y lo inteligente que eres, anhelaba hablarte de él. —Esperaré con gran ansiedad el momento de conocerlo. Pero primero, amor mío, nos iremos de luna de miel ya que tengo mucho que mostrarte sobre Grecia. Orlina contuvo el aliento. —Apenas… puedo creer… que sea… verdad. Anhelaba tanto conocer Grecia… y será maravilloso… hacerlo… contigo. —Eso pensé. Nos colocaremos bajo las Cumbres Brillantes juntos y sé que Apolo nos bendecirá. —Ya nos ha bendecido —respondió Orlina—. Cuando recé anoche porque pudiera salvarte, estoy segura de que fue Apolo quien me indicó qué hacer y me hizo pensar en darles vodka a los rusos. —Fue una idea brillante, muy brillante de tu parte y, si como dices, fue Apolo quien te guió, debemos agradecérselo cuando lleguemos a Delfos y debemos visitar la isla de Delos, donde nació. Orlina reclinó su mejilla en el hombro del conde. —Estoy… soñando… estoy segura de que es… un sueño. El conde sonrió. —Si tú sueñas, yo también. —Una cosa más —preguntó Orlina—, ¿cómo vas a explicar mi presencia a la tripulación del Sirena? El conde sonrió. —¡Ya pensé en eso! Cuando estés lista para regresar a casa, informaré a la tripulación que me casé con la hermana menor de Lady Dale. Se parecen mucho, sólo que la joven es mucho, mucho más bella. Orlina se rió. —Eres tan listo. Piensas en todo. —Pienso en ti, como lo haré siempre. Orlina sintió que a la ceremonia en la bella y pequeña iglesia no sólo asistían los ángeles en los que creía desde que era niña, sino también los dioses y diosas del Olimpo.

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La ceremonia fue muy sencilla y duró poco tiempo. Sintió que la atmósfera de santidad era divina. También que el amor que ella y el conde se tenían no era de este mundo sino que provenía del propio cielo. Cuando regresaron a la casa que les prestaran, les esperaba champaña. La pareja de griegos que los atendía en nombre del amigo del conde, había preparado un pastel para la ocasión. Wilkins brindó a su salud y aceptó una rebanada. Más tarde subieron a la habitación donde Orlina se cambiara. Descubrió que la habían adornado con gran profusión de flores durante su ausencia. Se sentía el aroma de las rosas blancas que había junto a la cama y también en un gran jarrón. —¿Cómo pudiste hacer todo esto por mí? —preguntó. —Es sólo el principio de lo que haré, mi amor. Me resulta difícil decirte lo bella que eres y a la vez, aceptar lo increíblemente tonto que fui al no haberlo notado antes. —Habría sido un desastre que lo hicieras —respondió Orlina—. Porque me habrías enviado de regreso a Inglaterra avergonzada y Sarah habría tenido que irse conmigo porque ya no tenía dama de compañía. —Pero ahora se casará con el vizconde y será muy importante y, espero, muy feliz. —¿Como… lo seremos… nosotros? Él sonrió antes de decir: —Tenemos esta casa para nosotros solos y nadie nos interrumpirá ni molestará hasta que estemos listos para regresar a la civilización y todo lo que nos espera en Inglaterra. Hizo una pausa y agregó: —Ahora, por el momento, sólo deseo estar contigo y sólo contigo. Sería mucho más fácil decírtelo si descansamos, por decirlo así, antes de cenar. No la besó y salió de la habitación.

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Orlina se desvistió. Colgó el lindo vestido de novia en el armario. Para su sorpresa descubrió que había allí varios vestidos más que el conde debió haber comprado para ella. "¿Cómo puede ser tan inteligente? —se preguntó—. ¿Qué otro hombre sería tan imaginativo?" Se puso uno de los camisones y se metió en la cama. Luego la puerta de comunicación con el boudoir se abrió y entró el conde. Llevaba puesta una larga bata oscura. Orlina se sintió turbada al pensar que él estaba vestido mientras que ella tenía los hombros desnudos, sólo cubiertos por el cabello que caía sobre ellos. El conde llegó junto a la cama y se detuvo para mirarla. —Así te veías anoche —dijo—. Comprendí entonces que el cielo te había enviado a mí y que jamás podría dejarte ir. —Esta mañana pensé… que me… despedirías… y nunca te volvería… a ver. En su voz sé percibió casi un sollozo ahogado. El conde sonrió antes de quitarse la bata y meterse en la cama junto a ella. Mientras la tomaba en sus brazos, expresó: —Creo, mi amor, qué ambos comprendemos que todo esto ha sido predestinado desde el principio de los tiempos. Tal vez nos amamos hace mucho tiempo en el Olimpo. Fuimos separados y ahora, al fin, nos hemos vuelto a encontrar. Nunca nos volveremos a separar. —Es lo mismo que pienso y resulta maravilloso que podamos pensar igual — respondió Orlina—. ¿Cómo pude ser tan afortunada como para encontrarte en esta vida? Debes tener mucho, mucho cuidado para no correr ningún peligro de nuevo. Sintió una sensación de horror al pensar que algo hubiera salido mal la noche anterior. Pudo haber muerto a manos de los rusos. —Debo cuidarte y no permitir que hagas nada peligroso en el futuro —añadió cuando esos pensamientos acudieron a su mente.

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—Creo que tendremos suficiente que hacer en Tallan —repuso el conde—. Y, por supuesto, preciosa mía, necesitamos una familia que nos mantenga ocupados. Orlina se ruborizó. Él pensó que era la cosa más adorable que había visto jamás. Ella se acerco un poco más a él. —Deseo darte un hijo —susurró— para que te herede. Pensé, cuando dijiste que deseabas ser libre y que nunca te casarías, que era… algo que… debías… tener. —Ahora he sido capturado por el amor —afirmó el conde— y, mi amor, ningún hombre podría tener una esposa más hermosa ni más inteligente. No esperó la respuesta de Orlina. Sus labios mantuvieron cautivos los de ella. Ella comprendió mientras la besaba y la besaba, que en verdad estaban bendecidos por los dioses. Que el embrujo y el misterio de Grecia eran parte de ellos y de su amor. Y, mientras el conde la besaba, sintió como si volaran hacia el cielo. Se volvían parte del amor que provenía de los dioses. "Te amo, te amo", deseaba decir Orlina. Pero su corazón lo decía por ella. El conde sólo podía expresar lo que sentía por ella, con besos. Más tarde, mientras el éxtasis los hizo elevarse todavía más alto y el conde la hacía suya, dejaron de ser humanos. Eran parte de los propios dioses. Su amor era un amor divino, eterno e inmortal.

Fin

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