Dos años frente al mastil

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El "Lagoda" precisamente se hallaba allí, en estos momentos, preparándose para la partida, lo que me hizo pensar que cuando nos tocara a nosotros esa oportunidad habrían pasado ya dos años por lo menos. Supe también, con sorpresa, que en el lugar desolado donde ahora nos encontrábamos adquiriríamos el mayor número de cueros de los que se pueden conseguir en otras recaladas de la costa. Ese era el único puerto dentro de una distancia de 80 millas, que tierra adentro a una distancia de 30 millas existía una linda llanura donde abundaba el ganado, que en el centro de ello se encontraba el pueblo de Los Angeles, el mayor de California, y que en él había varios de las importantes escuelas misioneras. Habiéndose hecho al día siguiente todos los preparativos para que el oficial fuera al pueblo a caballo, una vez que partió regresamos a bordo patinando sobre las resbaladizas piedras, para luego remar hasta el barco fondeado tan lejos, que apenas lo distinguíamos con la creciente obscuridad de la noche que se aproximaba. Cuando lleeramos a bordo, izamos los botes y la tripulación fué a comer. Bajamos al castillo de proa, comimos, encendimos cigarros y pipas y, como ocurría siempre, la conversación versó sobre lo que habíamos visto y oído en tierra. Todos convinimos en que nos encontrábamos en el peor de los lugares en que habíamos fondeado, sobre todo para maniobrar con los cueros y por la gran distancia que nos separaba de la costa y muy expuestos a las suestadas. Después de varias discusiones, sobre la forma en que descargaríamos, si los cueros había que llevarlos a la cima de la colina, hablamos de San Liego, de las probabilidades de ver al "Lagoda" antes de que zarpara, etc. Al día siguiente, llevamos a tierra al agente que visitaría el pueblo y las misiones vecinas, excursión que duraría los días necesarios para llevar a cabo su labor. Como resultado de ella, pocos días después comenzaron a llegar grandes carretas arrastradas por bueyes y piaras de muías cargadas con cueros, que se divisaron desde lejos, mientras cruzaban la llanura. Cargamos nuestro bote grande con todos los útiles pesados y livianos que pudiéramos necesitar y nos dirigimos a tierra. Desembarcamos e hicimos varar el bote, después de arrastrarlo sobre las piedras y pedregullo de la playa; terminada esta tarea, . esperamos la llegada de las carretas y muías, confiando en que bajarían la colina, pero el Capitán nos ordenó que subiéramos nosotros para bajar los cueros al hombro, porque esa era la moda californiana. De este modo, lo que los bueyes y las mu-las no debían hacer teníamos que hacerlo nosotros. La colina no era alta, pero sí de falda muy empinada y la tierra que la cubría por ser gredosa y estar húmeda con las lluvias recientes, era muy resbaladiza y no permitía asentar bien los pies. En tales condiciones, teníamos que subir los cascos y barriles de vino y licores, hacendólos rodar y empujándolos con mucha dificultad, porque resbalábamos a pesar de apoyar en ellos los hombros y afirmarnos en el suelo también con las manos, de cuando en cuando un pie resbalaba, corriendo en este momento el peligro de ser aplastado por los cascos. Sin embargo, el trabajo más difícil fué el de subir los grandes cajones de azúcar, porque teníamos que colocarlos sobre un par de remos, que a modo de angarillas cargábamos sobre los hombros para ascender así la ladera muy despacacio, dando el aspecto de una procesión funeraria. Después de una o dos horas de arduo trabajo, subimos toda la mercadería y encontramos ya a las carretas cargadas de cueros que teníamos que descargar para cargarlas de nuevo con las mercaderías de retrueque. Los indios perezosos conductores de las carretas, permanecían inertes en cuclillas contemplando nuestro trabajo, y cuando les pedimos que nos ayudaran, solo sacudieron la cabeza o lanzaron un "no quiero". Una vez cargadas, las carretas partieron, cada una arrastrada por una yunta de bueyes, con un indio a cada lado, provisto de largas varas afinadas en la punta para pinchar al buey.

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