Dos años frente al mastil

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El barquito cortaba el agua como si hubiera perdido los sentidos, mientras las olas lo envolvían y sus mástiles inclinados por el exceso de escora se apartaban en gran ángulo de la vertical. En el mastelerillo del otro palo, estaba Stimson cobrando la vela que se le escapaba de las manos, en cuanto pretendía cobrarla. Aferré pronto el juanete, lo que redujo el laboreo del mastelero y pude entonces bajar a cubierta, pero perdí mientras descendía mi nuevo sombrero de lo que me molestó más que todo lo demás. Trabajamos así durante más o menos media hora con todas nuestras fuerzas y voluntad y una hora después de empezado el vendaval, el que nos hizo flamear todo el velamen, nos quedamos con doble mano de rizos en las gavias y con las velas de capa. El viento se había puesto de proa durante el chubasco, así que hacíamos proa directamente hacia la punta. Tan pronto como tuvimos aparejado el barco viramos afuera rumbo hacia Monterrey a una distancia de unas cien millas, con fuerte viento contrario. Antes de anochecer comenzó a llover, lo que continuó durante cinco días con tiempo tormentoso y velas reducidas. En estas circunstancias descubrimos que el mastelero del trinquete se había astillado, lo que seguramente ocurrió durante el chubasco, y tuvimos que arriar mastelerillo reduciendo en lo posible el paño del trinquete. Nuestros cuatro pasajeros, estaban lastimeramente mareados, por cuya razón supimos' poco o nada de ellos. El sexto día comenzó a aclarar y el sol inició su brillo, pero el viento soplaba fuerte y la mar era muy movida. Nos hallábamos en alta mar otra vez, la costa se hallaba a cientos de millas de distancia y el Capitán tomaba alturas todos los días a la hora meridiana. Los pasajeros aparecieron sobre cubierta y tuve la oportunidad de ver por primera vez los efectos miserables de abandono que imprime el mareo en el ser humano. Desde el día en que estuve mareado, tres días después de zarpar de Boston, no había visto otra cosa que hombres robustos y sanos, con piernas marineras, capaces de conducirnos a cualquier parte (porque no llevábamos pasajeros entonces), y éramos dueños de nuestra voluntad que nos permitía considerarnos seres superiores y habilitados para andar sobre cubierta, comer a voluntad, encaramarse en el aparejo, cualidades que no podían compararse en lo más mínimo con el aspecto de estas dos pobres criaturas, miserables, pálidas y asustadas, que arrastraban los pies por la cubierta y nos miraban lastimosamente cuando ascendíamos al aparejo hasta los penóles de las vergas más elevadas. El hombre sano en el mar tiene poca simpatía por el mareado, porque su ánimo le permite establecer conscientemente comparaciones que siempre resultan favorables a su propia virilidad. A los pocos días recalamos en Punta Pinos que es el extremo sur saliente de la entrada a la bahía Monterey. Como navegábamos próximo a su costa y hacia el fondo de la bahía, podíamos apreciar bien el aspecto que presentaba, encontrándola mucho más montuosa que la de la parte sud de Punta Concepción. Después supe que esta última punta, constituye la línea divisoria de dos diferentes zonas para la vegetación del país. A medida que avanzábamos hacia el norte de la punta, la tierra se cubría de mejores bosques y tenía aspecto de ser más rica, y disponer mayor provisión de agua. Este es el caso de Monterey y aún más notable de San Francisco, mientras que hacia el sud, como en Santa Bárbara, San Pedro y especialmente San Diego, hay muy pocos bosques y la tierra tiene un aspecto árido y llano a pesar de ser fértil. 51


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