Dos años frente al mastil

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Como este trabajo debíamos emprenderlo muy pronto nosotros, observamos con curiosidad cómo procedían. Entraron el bote al agua hasta el punto en que cada ola grande lo hacía flotar y dos tripulantes con los pantalones arremangados lo aguantaban por la proa, uno en cada amura, manteniéndolo siempre en la misma posición con la proa al mar. Es éste un trabajo penoso porque aparte del constante esfuerzo para aguantarlo, las grandes olas les levantaban los pies y les quitaban el apoyo. Entre tanto los demás tripulantes, corriendo desde la playa seca al bote embarcaban los cueros de novillo, apilados fuera del alcance del agua. Estos estaban doblados a lo largo y eran tan duros que parecían tablas. Tomando uno o dos de ellos los llevaban sobre la cabeza y los depositaban en el bote donde otros tripulantes los estibaban. Era necesario llevarlos de esta manera para impedir que se mojaran y vimos que los hombres llevaban puestos unos gorros gruesos de lana para llevar los cueros más fácilmente. —Mira, Bill, y observa lo que te espera, — dijo uno de los nuestros a otro compañero. —Bien, Dana —me observó el segundo oficial—. ¿Esto no se parece mucho a la universidad de Harvard, no es así?, pero en cambio es lo que se puede llamar "trabajo de cabeza". —Para decir verdad no me parece muy estimulante, — le contesté. Después de terminar con los cueros, los Kanakas cargaron los sacos con sebo (sacos hechos de cuero y del tamaño común de las bolsas), llevando cada saco sobre los hombros de dos hombres, uno en cada extremo, y así lo conducían hasta el bote. Cargados todos los sacos, los marineros se embarcaron, y aauí comenzó para nosotros la otra lección. El hombre que gobernaba, armó su remo y se colocó a popa y los dos que manejaban los remos popeles ocuparon su bancada, con los remos armados, y listos para usarlos tan pronto como el bote flotara. Los otros dos saltaron al agua y se establecieron a proa uno por banda. Cuando llegó una ola grande que levantó el bote haciéndolo flotar, lo empujaron hacia el agua honda hasta llegarles el agua a las axilas y saltaron a bordo, chorreando agua, mientras los dos remeros bogaban vigorosamente, pa-'ra apartarse de la costa, pero sin lograrlo poraue otra ola grande atropello el bote y lo llevó rápidamente a la playa, dejándolo en seco. Los dos marineros volvieron a saltar al agua y la maniobra se repitió esta vez con éxito, pues con el esfuerzo y la ayuda de un surtido de frases indígenas -pudieron zafarse de la costa. Los seguimos observando hasta verlos en franquía de las rompientes y bogar en dirección a su barco, apenas perceptible en la obscuridad reinante. La arena de la playa empezó a enfriarnos los pies, los sapos comenzaron a croar en los pantanos, y una solitaria lechuza nos enviaba desde la punta lejana, sus melancólicas notas, endulzadas por la distancia. Este cuadro nos hizo pensar en que ya era hora que el "Viejo", como comúnmente se llama al Capitán, llegara. Pocos momentos después vimos un bulto que se aproximaba; era un hombre a caballo, que venía al galope y sofrenando se detuvo frente a nosotros, dirigiéndonos algunas pa-- labras aue no recibieron contestación y entonces hizo girar el caballo y se retiró galopando. Ese hombre de piel casi negra, como la del indio, llevaba puesto un amplio sombrero español, poncho, polainas de cuero y un gran cuchillo en una de ellas. —Esta es la séptima ciudad que he visitado y donde no he visto aún ningún cristiano, — dijo Bill Brown. —Cállate, —le contestó Juan—, porque aún no has visto lo peor. En el curso de e\te diálogo apareció el Capitán; viramos el bote y lo empujamos a la orilla del agua, preparándolo para regresar a bordo.

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