Dos años frente al mastil

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Después de almuerzo, el segundo oficial fué enviado a tierra con cinco hombres, para hacer aguada, y cuando el oficial llamó "cuatro hombres al bote", casi nos rompimos el pescuezo por ser los primeros al costado; con lo que tuvimos el privilegio para trueques en tierra, y con gran satisfacción me vi elegido entre ellos. Remamos a tierra con los barriles vacíos, y aquí la fortuna me favorecio una vez más; pues estando demasiado barrosa el agua para los barriles, el gobernador envió gente a limpiar el arroyo más arriba, y nos proporcionó así dos horas de holganza; las empleamos en recorrer el caserío y en comer una fruta pequeña que nos ofrecieron. Abundan en la isla manzanas, uvas, melones, cerezas y enormes frutillas. Se dice que las cerezas fueron plantadas por lord Anson. Los soldados vestían miserablemente, y nos preguntaban si no tendríamos a bordo calzado para vender, aunque dudo que tuvieran con qué adquirirlo. Manifestábanse ávidos por conseguir tabaco, en cambio del cual nos ofrecían conchas, frutas, etc., también había demanda de cuchillos, pero el gobernador nos había prohibido vendérselos, por ser toda la gente de la isla, excepto soldados y unos pocos oficiales, convictos enviados desde Valparaíso, a quienes no se debía proveer armas. La isla, según parece, pertenece a Chile, y es utilizada por su Gobierno como colonia penal desde hace dos años. El gobernador, inglés incorporado a la armada chilena, un sacerdote, media docena de capataces, y un grupo de soldados, están encargados de mantener el orden; la tarea no resultó fácil, y hace pocos meses algunos de los convictos robaron de noche un bote, abordaron a un bergantín fondeado en el puerto, desembarcaron con el bote a capitán y tripulación, y se hicieron a la mar. Informados del hecho, cargamos las armas, mantuvimos de noche severa vigilancia a bordo, y cuidamos en tierra de que nuestras navajas no pasaran a manos de los convictos. Los más peligrosos de éstos se mantienen durante la noche encerrados, con centinela, en cuevas cavadas en la ladera de la montaña a media altura, a las cuales se llegaba por senderos de mula; de perezosos hasta para hablar ligero, nada hacían fuera de algún paseo por los bosques, por las casas, por la playa, para observarnos y contemplar nuestro barco, mientras los otros eran conducidos al trote y en fila de a uno, cargas al hombro y seguidos por los capataces, provistos de largas varas y con grandes sombreros de paja. No pude saber en qué razones precisas se fundaba la diferencia de trato, pues el gobernador era en la día se les sacaba para trabajar con los capataces en la construcción de un acueducto, un muelle y otras obras públicas. El resto vivía en casas construidas por ellos mismos, y me parecieron ser los hombres más haraganes del mundo. Demasiado isla, el único hombre que hablaba inglés y estaba fuera de alcance para un simple marinero como yo. Llenados los barriles regresamos al barco, y poco después llegaron a bordo para comer el gobernador, vestido con uniforme parecido al de los oficiales de la marina norteamericana ; el Padre, con el hábito dé los frailes grises, capucha y demás atavío; y el capitán, de grandes patillas y uniforme raído. Durante la comida recaló sobre la isla un gran velero, y poco después vimos que entraba a remo una liviana lancha ballenera. El buque se mantenía afuera, dando bordadas, y la ballenera se nos vino al costado trayendo al capitán, joven cuáquero vestido sencillamente, todo de color marrón. El barco era el Cortes, ballenero, de New Bedford: su capitán deseaba saber si había en el puerto algún barco procedente del Cabo de Hornos, y conocer las últimas noticias de Norte América. Permanecieron poco tiempo a bordo, tuvieron corta conversación con los tripulantes y regresaron a su barco, que luego de bracear en viento el aparejo, pronto se perdió de vista. Un botecito que vino del embarcadero para recoger al gobernador y su "séquito", trajo como obsequio para la tripulación, un gran balde de leche, algunas conchas y un trozo dé madera de sándalo. La leche, la primera que veíamos desde nuestra salida de Boston, pronto quedó despachada, y conseguí para mí un pedazo de la madera de sándalo, que supe crecía en las colinas del centro de la isla; sentí no haber obtenido otras cosas, pero la madera de sándalo y unas florecillas que corté y me traje metidas en el sueste encerado (y que luego guardé entre las hojas de un volumen de las Cartas de Cooper), se me perdieron con la caja y todo su contenido, por negligencia de otros después de terminado el viaje.

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