en su fondo había un embarcadero protegido por pequeña escollera de piedra, sobre el cual estaban varados dos grandes botes, vigilados por sendos centinelas. En proximidad se veían cantidad de chozas o casuchas, un centenar más o menos, construidas las mejores —unas pocas— con barro o arcilla cruda y blanqueadas; las demás eran estilo Robinson Crusoe, de sólo postes y ramas de árbol. La "casa del gobernador" era la más conspicua, grande, con ventanas de reja, muros revocados y techos con tejas rojas, pero de un sólo piso, como todas las demás. Una pequeña capilla inmediata se distinguía por una cruz. Un edificio largo, bajo y parduzco, rodeado por una especie de empalizada y coronado por una bandera vieja y deshilachada se dignificaba con el título de Presidio. Un centinela montaba guardia en la capilla, otro en la casa del gobernador, y unos cuantos soldados armados con bayoneta, bastante harapientos y con calzado abierto en los pulgares, vagaban entre el caserío o esperaban en el embarcadero el arribo de nuestro bote. Las montañas eran altas, pero no tanto como me las había imaginado de noche a la luz de las estrellas. Parecían alejarse hacia el centro de la isla y eran verdes y boscosas, con algunos valles amplios, sumamente fértiles según se me informó, y con senderos de muía en toda dirección.
No puedo olvidar cómo Stimson y yo hicimos reir a la tripulación con nuestra ansiedad por desembarcar. El capitán había ordenado arriar el bote de la aleta, y ambos, suponiendo que iba a tierra, saltamos al castillo, nos llenamos los bolsillos con tabaco de remar media hora remolcando al bergantín, para regresar luego a bordo y servir de burla a la tripulación que había contemplado nuestra maniobra. 29