Dos años frente al mastil

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excitante la tarea de tomar rizos; una guardia se encargaba de la gavia de trinquete y otra de la mayor, y ambas rivalizaban en ser la primera en izar la vela. Nuestra guardia tenía ahora ventaja sobre la otra porque el jefe de ésta, el primer oficial nunca asciende a la arboladura, mientras el nuestro —el nuevo segundo oficial— se trepaba a la jarcia con su gente, tan pronto como comenzamos a halar los amantes de rizos y tenía pasada la empuñidura de barlovento antes de que hubiera un hombre en la verga. Así casi siempre estábamos en condiciones de dar antes que ellos el grito de "hala a sotavento" y tomados los rizos, nos deslizábamos a cubierta por obenques o burdas para halar cantando las drizas de las gavias, de modo que supieran que los habíamos aventajado. La maniobra de rizar es la más excitante de todas las tareas del marinero. Todos intervienen en ella, y una vez soltadas las drizas no hay que perder tiempo ni sitio para remolones. Si no se anda ligero, otros le pasan por encima. El primero que llega a la verga va a la empuñidura de barlovento, el segundo a la de sotavento y los dos siguientes a los tomadores llamados "orejas de perro". Los demás se reparten en el paño codo con codo. En el rizado los penóles de las vergas constituyen los puestos de honor para rizar; en cambio para aferrar, los más fuertes y más experimentados ocupan el centro de la verga, donde se acumula el bulto mayor del paño. Si el segundo oficial es competente, jamás permite que otro le tome esos puestos, pero si carece de capacidad, fuerza o voluntad, alguno mejor que él se encarga de penóles o cruz con detrimento inmediato para su reputación. Durante el resto de la noche y todo el día siguiente continuamos con el paño reducido, pues seguía soplando fresco, y si ya no caía granizo, llovía abundantemente, con frío desagradable, por cuanto no estábamos preparados al efecto y vestíamos aun ropa liviana. Mucho nos reconfortó la guardia abajo, cuando pudimos vestirnos ropa abrigada y botas. Al ponerse el sol, algo se aplacó el temporal y comenzó a aclarar por el sudoeste. Largamos los rizos, y hacia media noche dimos los juanetes. Comenzamos a pensar ya en el Cabo de Hornos y sus fríos, y se iniciaron los preparativos necesarios. Las Malvinas. Martes 1 de Noviembre. — Al amanecer avistamos tierra por la aleta de babor. Eran dos islas de diferente tamaño, pero de igual forma, de regular elevación, que comenzaban bajas y se encurvaban hacia el centro. Estaban tan distantes que su color era azul obscuro y muy pronto desaparecieron tras del horizonte nordeste. Eran las Malvinas. Navegábamos entre ellas y la tierra firme de la Patagonia. Al caer el sol, el segundo oficial, que había subido al mastelero, afirmó que había visto tierra por la amura de estribor. Debía ser la Isla de los Estados. Nos hallábamos por lo tanto en la región del Cabo de Hornos, con brisa fresca del norte, alas de gavia y juanete y perspectivas de una feliz y rápida travesía.

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