Artigas, El Mar y los Rios

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comprendió, a poco de producida la invasión portuguesa, que la maquinación elaborada en Río de Janeiro lo vencería. Captó, con certero golpe de vista, la causa del entendimiento de fuerzas tan dispares coaligadas contra él, el fin a que aspiraban Buenos Aires y Río de Janeiro. La invasión estaba destinada a desplazarlo, primero del ambiente de la Provincia Oriental, y luego aplastar a la República como sistema político. El éxito militar portugués se culminaría con la instalación de una monarquía constitucional en las Provincias Unidas del Río de la Plata, ejercida por un representante de la Casa de Braganza, Don Juan VI, u otro de su estirpe, para el caso de que la primera solución levantara resistencias en los pueblos. Artigas comprendió que entre el trono en el Río de la Plata y Juan VI, sólo había una valla: su sacrificio. Lo supo desde el primer momento y a nadie que midiera los acontecimientos como lo hacía Artigas, podía engañar el cuadro que presentaba la situación militar del Protectorado: su vulnerabilidad y sus escasas posibilidades de éxito al tener que batirse con lo más escogido del ejército portugués, veterano de la guerra contra Napoleón. El sacrificio del caudillo oriental y el de sus ejércitos, vencidos batalla tras batalla, ese empecinamiento, que ahora sabemos deliberado, es el tributo más alto que conductor de pueblo jamás haya pagado a su ideal. Consciente de su incapacidad, de su derrota, no vaciló en usar de todos los elementos de lucha a su alcance y de crear otros nuevos contra el invasor, que pese a sus victorias, vivió encerrado en Montevideo durante tres años. En el mar, las naves armadas en corso por Artigas, realizaron una obra paralela a la de ese ejército oscuro que con heroico tesón disputaba el terreno al enemigo. Fueron medios también, medios, en esa trinidad de sacrificios destinados a un fin. Era necesario evitar, a costa de todos los esfuerzos imaginables, que se consumara el plan acordado entre los diplomáticos de Buenos Aires y de Río de Janeiro. Si Artigas hubiera carecido de esa estoica voluntad, si se hubiera entregado o expatriado, no hubiera existido fuerza capaz de impedir la monarquía rioplatense, porque todo conjugaba para ello. Ese ejército y esos corsarios sacrificados, esa denodada permanencia en la lucha, dieron su fruto. Cuando Artigas cayó, todos cayeron: Buenos Aires bajo el peso de la derrota de Cepeda y su núcleo unitario disperso; el portugués, aplastado por el desgaste superior a un esfuerzo mantenido, penosamente, más allá de sus posibilidades. Hubo derrota de Artigas, derrota material por agotamiento de sus recursos. Pero, también, triunfo de los principios republicanos. Aunque su obra había sido frustrada en el aspecto personal, el Protector había cumplido su misión. Triunfó para siempre la independencia frente a las pretensiones de dominación española y portuguesa, la República frente a la Monarquía, y la Federación frente al Centralismo. La lucha de Artigas fue, pues, una afirmación y su sacrificio, la nota de mayor potencia de la soberanía de los pueblos del Río de la Plata.

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