LA BICICLETA ESTÁTICA

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LA BICICLETA ESTÁTICA

Sergi Pàmies Traducción libre de Guillermo de Castro Empiezo el 14 de febrero del 2011. Termino el 5 de Marzo del 2011

Los naufragios de la madurez están en el centro de esta nueva entrega de veinte relatos de Sergi Pàmies. Las fatalidades individuales y colectivas, la capacidad de sobrevivir y las emociones de todas clases que provocan están tratadas con el obsesivo y sobrio estilo que ha caracterizado los últimos libros del autor y que ha conseguido atrapar a miles de lectores. Por primera vez, Pàmies construye ficciones a partir de materiales autobiográficos, y retrata las dificultades existenciales de unos personajes que, con una determinación tan absurda como heroica, tienen valor para pedalear sin moverse del sitio. Siempre hay alguien a quien, de tanto en cuanto, le apetece resaltar que Pàmies es uno de nuestros narradores más portentosos. Mentiroso, manipulador, Pàmies utiliza su mirada asesina y se aprovecha de su talento de cuentista para morder a la vida.

BENZODIAZEPINA

He quedado conmigo mismo dentro de dos horas. No me conozco personalmente pero hemos hablado mucho por el chat y, una vez – para desearnos un feliz año 2008 – por teléfono. No me gustó mi voz: un poco nasal y con un cierto aire de locutor nocturno. Siento curiosidad por saber si seremos capaces de mantener cara a cara las largas charlas que ahora compartimos de madrugada. Por la pantalla del ordenador el diálogo avanza sin obstáculos, mezclando cuestiones profundas y banales, inventadas y reales, combinando los recuerdos con los proyectos. No me hago ilusiones: en el ciberespacio abundan las falsedades y los que quieren hacerte creer que son de una manera y, a la hora de la verdad, te decepcionan. Claro es que yo también puedo pensar lo mismo de mí, aunque desde el comienzo he procurado ser franco, no por rectitud moral sino porque no tengo suficiente memoria para inventarme cosas que me dejarían en evidencia. Hemos tardado mucho antes de dar el paso de vernos. Esto nos ha permitido conocernos de un modo que, a menudo, no tenemos en el universo presencial. Cuando te presentan a alguien en el mundo real no sabes casi nunca nada y prevalece una primera impresión basada en la mirada, la apariencia y el coctel


neurológico que establece las afinidades y las incompatibilidades. En el chat pasa al revés. Primero hablas, explicas tu vida, aclaras malos entendidos, creas otros, combates los peligros adictivos del vínculo y la mentira, hasta que un día, uno de los dos propone atravesar la frontera. En este caso fui yo, y yo mismo acepté, encantado y algo sorprendido, porque ya me iba bien la costumbre de encontrarnos en el ciberespacio sin obligatoriedad pero con una frecuencia tácita. A veces me envío cortos mensajes y me los contesto, pero son diálogos demasiado breves y el teclado del teléfono no me permite explayarme como me gustaría. Ahora, mientras voy hacia la cafetería donde hemos quedado, intento controlar los nervios. Como cuando he tenido compromisos importantes, me he tomado un comprimido de benzodiazepina. Me rebaja la ansiedad y parece que la sangre se endentece. No lo he comprobado con una báscula, pero estoy convencido que soy mas ligero y si me tomase dos, incluso volaría. No ha hecho falta que nos preguntemos como somos. A veces, cuando quedaba con alguien del chat, daba descripciones falsas para, a distancia, poder evaluar al otro y, casi siempre, acababa yéndome sin decir nada, bien porque me decepcionaba, o al contrario, para no decepcionarlo. En la terraza me sitúo en una mesa desde donde observo toda la cafetería y espero (siento, dentro de mi, el encarnizado combate entre curiosidad y benzodiazepina). De lejos, me veo llegar: me reconozco en seguida. Llevo la misma ropa y, en apariencia, las mismas expectativas. La primera mirada es de desconfianza. Encajamos. Rompemos el hielo con banalidades y sonrisas nerviosas. Poco a poco, vamos perdiendo la batalla contra el silencio, sin osar mirarnos, paladeamos el fracaso con la resignación de un rumiante, como si añorásemos la locuacidad nocturna y las conversaciones que, ilustradas con el sonido de los dedos corriendo por encima del teclado, no se terminaban nunca. Incómodos, no sabemos como reaccionar hasta que, como un solo hombre y activados por la misma vergüenza, nos levantamos y nos vamos en direcciones opuestas.

CUATRO NOCHES

Mis padres me engendraron una noche de primavera, después de ver Le notti di Cabiria, de Federico Fellini. Situémonos: París, 1959. Para poder pasar unas cuantas horas juntos han aparcado a mi hermano con mi tía. Yo no existo ni siquiera como proyecto. Mis padres son exiliados políticos, tienen mas de cuarenta años, creen que el motor de la historia es la lucha de clases, viven en un estado de provisionalidad permanente, no prevén aumentar la familia y no disponen de una casa donde atender las urgencias amorosas (comparten el apartamento con unos camaradas). Por una noche unos amigos les ceden un dormitorio en condiciones. La tregua les da suficiente tiempo para, además, ir al cine y volver a la habitación mientras comentan la película que acaban de ver. Le notti di Cabiria explica las aventuras de una prostituta de un barrio marginal que, después de deambular por las calles de Roma, conoce a un famoso actor con


problemas (acaba de discutir con su novia). El actor, que no soporta estar solo, invita a Cabiria a su mansión. Hablan, beben, cenan, se ríen hasta que, de madrugada, la novia vuelve para hacer las paces. Como si actuase en un vodevil, la prostituta hace lo que le ordena el actor: esconderse y esperar a que salga el sol hasta que el famoso le de dinero para que, sin hacer ruido, regrese a las esquinas y a los sueños de una vida mejor. Otra noche Cabiria conoce a un hombre que, a diferencia de sus clientes habituales, la trata con gentileza y educación y que, después de unos cuantas citas formales, la pide en matrimonio. Hipnotizada por el amor, ella se fía, vende la casa, reúne todos sus ahorros, deja el barrio viejo – y el oficio mas viejo aun – pero, durante una excursión por un bosque de las afueras, descubre que el príncipe azul es, en realidad, un estafador: la maltrata, al insulta y, por la fuerza, le roba el dinero. Abandonada Cabiria llora amargamente y el blanco y negro refuerza la fotogenia de la desesperación. A pesar de que parece hundida, consigue levantarse y ponerse a nadar, sin rumbo, activada por la inercia de los supervivientes. Vemos como atraviesa un bosque hasta que, cuando llega a la carretera, se cruza con un grupo de jóvenes que regresan de una fiesta. La saludan, cantan, tocan las bocinas de las motocicletas y, aunque el espectador sabe que ella está llorando, también intuye que la vitalidad y la alegría de los jóvenes la reconforta. Con el rimel corrido, Cabiria mira a la cámara y sonríe hasta que, justo después de un fundido en negro, aparece la palabra Fin. El personaje de Cabiria estaba interpretado por Giulietta Masina, esposa de Federico Fellini, que ganó el premio a la mejor actriz del festival de Cannes de 1957. En París, dos años más tarde, la película aun se proyectaba en alguna sala que me gusta imaginar medio vacía, con manchas de humedad en el techo y una taquillera fumadora con un heroico pasado anónimo relacionado con la resistencia. He visto la película muchas veces y no he sabido encontrar nada que hiciese presagiar, ni de una manera remota, mi destino. El azar lo quiso así, como hubiese podido decidir que, antes de concebirme, mis padres hubiesen ido a cenar a un restaurante tailandés. Cuando me enteré que había sido concebido bajo la influencia de Le notti di Cabiria, convertía Fellini en mi director de cabecera (mas aun cuando mi madre me dijo que, de haber sido una chica, me habrían puesto Cabiria). Vi todas sus películas y, aun que muchas son mas brillantes y redondas, es la única que conservo (como conservo la anécdota que explicaba el poeta Evtuixenco: en un viaje a Groenlandia, en una de aquellas noches blancas que duran cerca de seis meses, el poeta vio como, sobre una vela de una nave ballenera, en medio de la nada, un esquimal proyectaba la película de la prostituta romana, y como todos los espectadores se emocionaban y reían). Pasaron los años hasta que a consecuencia de una carambola de azares premeditadamente fortuitos, una revista me ofreció escribir reportajes a medias con un amigo. Accedimos porque entonces aceptábamos todo y propusimos al director del semanario un artículo sobre la crisis de los estudios de Cinecittà. Tal vez porque nuestra impostura disimulaba la suya, nos dijo que si y nos proporcionó dos billetes de avión para Roma. Teníamos que pagarnos la estancia y, para ahorrar, lo solucionamos durmiendo en casa de unos conocidos de unos amigos, en una habitación con vistas a una vía de tren por la que desfilaban convoys interminables


de mercancías. Llegamos a Cinecittà en metro. El halo de los estudios de la Vía Tuscolana estaba presente en los decorados, calculadamente abandonados para saciar la mitomanía de los cinéfilos o entretener a los grupos de escolares forzados a visitarlos. Nos recibió el director que en seguida nos explicó que, en realidad, solo era el suplente del auténtico director. Hablamos un poco de la historia – de Mussolini hacia delante – nos ofreció unos prospectos y mirando el reloj antes de decirnos porque se retrasaba a una importante reunión. Salimos del despacho y estuvimos deambulando por los estudios. Visitamos almacenes, hangares con decorados a medio hacer, platós cubiertos de polvo. Al final entramos en la cantina de los trabajadores del recinto y pedimos una cerveza. Unos metros más allá, participando en una charla sobre futbol, vimos al director en plena reunión importante. Nadie paraecía tener prisa. Carpinteros, electricistas, pintores, chóferes, iluminadores, mujeres de la limpieza, todos esperaban la llegada de algún genio que revitalizase los estudios y les hiciera salir de la crisis. Pero solo entramos nosotros, aprendices en la escala natural de la impostura neorrealista. Nos quedamos unos minutos y pensé que, de manera indirecta, Fellini era un poco mi padre, que aquellos estudios eran su casa y, en consecuencia, mía tambien. Arrastrado por la monumentalidad decadente que me rodeaba, levanté el vaso de cerveza y brindé, no por el director suplente, pero si a la Salus de Cinecittà, de mi padre y de mi madre (entonces no podía prever que tanto Fellini como mi padre acabarían en silla de ruedas, recibiendo en el hospital amigos, camaradas y familiares que ya no podían reconocer, intentado traducir en palabras cada vez menos inteligibles los últimos pensamientos de una vida plena). Y finalmente a la salud de Cabiria, rondando por las calles de una Roma en blanco y negro, luchando para que ningún estafador le robase el sueño y los ahorros.

LA ISLA

Durante años pensé en el suicidio. Lo único que me frenaba era el futuro de los hijos. Hablo del futuro económico, porque el otro dependía de circunstancias que no podía controlar. Le di muchas vueltas hasta que decidí informarme sobre precios y condiciones de seguros de vida. Si contrataba una póliza, pensaba, quizá podría solucionar la cuestión económica. Para comprobarlo fui a una agencia situada en el centro comercial Isla Diagonal. De camino, me acusaba de ser demasiado egoísta, de no haber pensado bastante sobre la envergadura de una decisión como esta, de ser frívolo a la hora de especular sobre un desenlace tan accidentado como el que imaginaba – con sogas, jeringas, pistolas, saltos al vacío, ruedas de camiones, venenos – pero que era incapaz de evitar. Cuando la responsabilidad es lo único que justifica la existencia, me repetía, tan peligroso es asumirla como evitarla. Me atendió una mujer que hablaba con acento alemán y que fumaba Ducados – en aquel tiempo fumar en las oficinas aun era legal – Pedí información y en seguida surgieron las preguntas que modificaban la tarifa y las primas en función de las circunstancias que, en el argot del gremio, ella llamaba “variables”. Una vez expuesta la exposición de las dudas más elementales, llegamos a la cuestión del


suicidio. La introduje como una hipótesis: imaginemos un empresario acorralado por las deudas, que , ante la inminencia de la ruina decide contratar una póliza… Sin mirarla a los ojos intuía que la mujer me miraba y, en el momento en que dio una pipada mas intensa que las otras, lancé la pregunta que me había llevado hasta la agencia: si el empresario pagase una cuota anual y, al cabo de un tiempo, se suicidase, ¿los familiares cobrarían? Dicho así, como lo escribo ahora, podía parecer un disparate. En aquel momento, en cambio, con el humo del Ducados enfilándose hacia el techo, la pregunta era procedente e incluso lógica. Fue entonces cuando, con el mismo clima de confianza – la clase de confianza que solo se puede tener con personas que no conoces – la mujer me respondió que era la única empresa del sector que cubría el suicidio. Me sorprendí, procurando que no se notase. Ella continuó: “Suicidarse no es fácil. No se puede imaginar lo que llega a hacer la gente para no morirse”. En aquel contexto, con la gente pasando arriba y abajo tras los cristales, la reflexión me pareció demasiado profunda y la compensé diciéndola que por eso la llaman seguro de vida y no de muerte. Ella insinuó una sonrisa compasiva, que no empática y, con una mecánica ensayada en muchas respuestas idénticas, añadió: “La muerte ya la tenemos asegurada, ¿no? Continuamos comparando precios y estudiando términos y coberturas (por muerte, invalidez o accidente). Al final ella imprimió el resumen de las opciones que pedía y me dijo que, por norma, pedían un análisis de sangre – Velocidad de sedimentación y anticuerpos VIH – que tendría debería hacerme si me decidía a contratar la póliza. Encontré la exigencia de mal gusto y, con la displicencia de quien aun cree en la retórica de los sermones – se lo dije. Nos despedimos con un apretón de manos y me llevé los presupuestos y las condiciones dentro de un sobre. No era un buen día para tener ideas suicidas: hacía una de aquellas tardes soleada en que, peinada por el frío y el viento, Barcelona parecía dibujada por un optimista. Se identificaba cada hoja de cada árbol y, reforzados por el barniz del sol, los colores no eran aproximados y maculados sino precisos y brillantes. Cualquiera que me hubiese visto cruzar la Diagonal no habría dicho nunca que actuaba como un autómata, abducido por argumentos contradictorios. Para rehacerme me paré en el bar Pippermint y recordé la vez que, hacía muchos años había visto al poeta Jaime Gil de Biedma – cuando los políticos le citaban continuamente – siempre con la pose adecuada para no parecer lo que ya era entonces: un hombre enfermo, orgulloso, demasiado inteligente para caer en el histrionismo de la decadencia. Pedí una mezcla de pipermint y naranjada – nunca he tenido buen gusto con las bebidas – abrí el sobre con la propuesta de seguro y leí las cantidades que cobrarían los hijos – con el periodo previsto de tutoría transitoria hasta la mayoría de edad – si me muriese. Lamentaba no poderles ofrecer otra herencia. Solo tenía que resistir seis meses y, aunque la mujer de los Ducados no me lo había dicho de una manera explícita, a partir de entonces ya me podía matar. En un rincón del bar la televisión retransmitía sin sonido un partido de basket. Pedí otro peppermint y me fijé en el resultado sobreimpreso de la pantalla: el equipo que perdía estaba patrocinado por la misma empresa que había visitado. Me hizo sonreír que una aseguradora tuviese que ganarse la vida con deportistas perdedores o suicidas potenciales. Esto, sumado al efecto que me empezaba a producir la bebida –


un enturbiamiento mentolado de los pensamientos – me hizo celebrar que el suicidio fuese una de las cosas que se pueden posponer. Desde entonces, he pensado casi cada día – y si me he olvidado he pensado el doble al día siguiente – Aun conservo el informe, como si fuese el certificado de una enfermedad superada, pero que puede rebrotar en cualquier momento. Los políticos ya no citan a Gil de Biedma probablemente porque murió de sida. Han instalado un tranvía en la Diagonal. El equipo perdedor de basket cambió de patrocinador y el patrocinador cambió de nombre. De tanto en cuando, cuando paseo por el centro comercial, veo a la mujer que me atendió. Está más delgada y, a veces, sale a fumar a la acera – ahora solo se puede fumar en la calle – y mira como pasan los tranvías con una expresión desesperada, como si quisiese lanzarse a la vía.

LA MUJER DE MI VIDA

Yo llevaba los zapatos mal atados y ella se acercó para avisarme que, si me pisaba los cordones, podía hacerme daño. No nos conocíamos, pero resultó ser la mujer de mi vida. Arrodillado y un poco avergonzado me até los zapatos ante ella, con la actitud reverencial del doncel que espera el toque de la espada que le ha de investir caballero. El incidente un poco grotesco fue la excusa para iniciar una conversación, muchas sonrisas, una mirada mantenida a lo largo de los años, viajes, cuatro hijos y la clase de responsabilidad que obliga a usar palabras tan sospechosas como “madurez” o “compromiso”. En el proceso quedó claro que los hombres y las mujeres de nuestra vida, no son nunca los que imaginamos y que este título de nobleza sentimental es, desde todos los puntos de vista, discutible. La temeridad de creerse excepcional se paga con el precio de una inercia que desmiente buena parte de las expectativas. Como a partir de un momento determinado no hubo demasiada diferencia entre ser feliz y no serlo, nos concentramos en las dos cuestiones que mantienen la civilización: La intendencia y el mutuo interés. Fue entonces cuando, en un gesto de rebeldía simbólica, decidí no volver a llevar nunca zapatos con cordones. Sabía que esto equivalía a traicionar mis principios en materia de calzado, a renunciar al convencimiento que el mundo empieza por los cordones, bien anudados, de los zapatos, a olvidar el ritual de agacharse y, como explicaba Charles Trenet cuando tenía noventa años y le costaba mucho anudárselos, prometer que creerás en Dios si te concedía las fuerzas para, al acabar, incorporarse. Acostumbrarme a los mocasines – de piel vuelta, con las costuras marcadas o sin ellas, de suela dura o de goma, clásicos o informales, con borlas o son ellas – fue contra todo pronostico, relativamente fácil. Y aunque no lo admitiese me parecía una aberración haber creído durante tanto tiempo que era el calzado de los inconformistas y que los cordones, en cambio, expresaban más carácter y creatividad. Era una tontería pero no me sorprendió: entonces ya sabía que entre los castigos que conlleva hacerse mayor está el comprobar que puedes menospreciar durante años lo que acabarás haciendo mas adelante con toda normalidad. Pero volvamos a los zapatos. Los mocasines eran más fáciles de poner y de quitar, y eso, en un carácter inclinado


al mínimo esfuerzo, era importante. También me aseguraba que nunca más se me desatarían los cordones y que, por tanto, ninguna mujer de mi vida se acercaría para prevenirme que, si me los pisaba, podría hacerme daño (había descartado las botas porque me parecían un calzado de los que hacen avanzar - y retroceder - la historia y yo tenía una ambición más de estar por casa). Visto con la perspectiva de los años puedo certificar que con los mocasines tambien te puedes hacer daño, y que, de todas las cosas irracionales que llegamos a hacer, querer siempre a la misma mujer – de tu vida o no – no es, ni con mucho, la más absurda.

IRSE A DORMIR TEMPRANO

Del piso recuerdo las paredes y el balcón, con vistas al matadero. También recuerdo que no se oían los chillidos de los animales sacrificados, solo el ruido, de día y de noche, de los grupos electrógenos. Cuando sonaba el teléfono acostumbraba a ser la abogada con malas noticias. A veces los divorcios tienen estructura de epidemia: acabas pagando por los errores que los otros han cometido. El piso fue una consecuencia. La juez dictó sentencia y me obligó a alquilar de prisa y mal. La otra batalla fue por la custodia de los hijos. Después de una negociación con visos de chantaje acabaron viniendo dos noches por semana, sabiendo que eran el instrumento de un reparto legal pero arbitrario. A pesar de las circunstancias, encontramos el modo de reírnos hasta llorar, no pedir demasiadas pizzas por teléfono, hacer los deberes puntualmente, ver partidos de rugby por la televisión e irse a dormir temprano. Nunca hubiese imaginado que las paredes nos ayudarían tanto. Cuando el pequeño me pidió si podía dibujar le dije que si, porque hacía demasiado tiempo que la respuesta a todas las preguntas era “no”. El mayor se sumó con entusiasmo y, semanas mas tarde, habían acabado un zócalo que seguía tres paredes y una puerta y que representaba un zoo con animales de todas clases, incluidos ratas y escorpiones. La minuciosidad de los detalles y la elección de los colores me hicieron sospechar que, de todo lo que habíamos compartido, nada les había satisfecho tanto. Pintaban mordiéndose la lengua con los labios como si este gesto de concentración les aguzase la inspiración y la destreza. Por eso, cuando les dije que podían continuar con el pasillo, el comedor y el dormitorio, me abrazaron y se pusieron a la tarea con el empuje de unos artesanos contratados para terminar los murales de una iglesia de, por ejemplo, la Toscana del siglo XV. Los días en que no estaban – me resisto a usar la expresión “los días que no me tocaban” – me gustaba mirar las pinturas y seguirlas con la punta de los dedos, como el arqueólogo que busca el acceso a un pasadizo secreto. A medida que los hijos crecían, los zócalos cambiaban. Sobre el zoo se levantaban bosques mutantes, planetas precipitándose contra otros planetas igualmente desbocados, robots


alimentados por energías imposibles, monstruos mitológicos y pelotas de rugby vigorosamente infladas. Poco a poco loes estilos evolucionaban y divergían, y la perra cosmonauta que había pintado el pequeño no tenía nada que ver con la sicodelia grafitera coloreada por el mayor. El piso se fue transformando de esta manera, sin equilibrio, acumulando muebles y electrodomésticos en las zonas no pintadas. Cuando alguien me echaba en cara que desaprovechase tantas paredes, le contestaba que me sentía como un cazador de la prehistoria: me rodeaba de pinturas no para informar de nuestras costumbres a visitantes del futuro sino para explicarme como eran estos hijos que, desde el divorcio, solo había podido ver dos días de cada siete. Después vinieron los años de la distancia y de los silencios. Manteníamos el régimen de visitas pero nos fuimos alejando porque lo imponía el protocolo de la adolescencia. Aun así, nos vigilábamos de reojo. Yo veía que se les caían los pantalones y que les olían los pies, y ellos fingían que no se sorprendían cuando estrenaba camisa y salía a cenar con una amiga. “Amiga” era el eufemismo de una realidad que no comentaban: habríamos roto el equilibrio de las cosas no dichas que hay que mantener entre padres e hijos. En aquella época no dibujaron mucho. De vez en cuando añadían signos y símbolos en un rincón de la pared – no siempre sabía lo que significaban – o anotaban frases, consignas o aforismos que les habían impresionado y que, generalmente, pasaban de moda mas deprisa que los dibujos (me percaté que la imagen perdura mas que la escritura). Una noche la amiga resultó ser mas amiga que las otras y se quedó. No lo habíamos pactado pero iniciamos un periodo de convivencia marcado por la cautela y el respeto. Cuando venían a casa, los hijos no entendían que ella estuviese. Tuvieron que aprender a no hacérselo pagar y a discutirlo conmigo sin caer – se lo agradeceré eternamente – en el melodrama. Cuando se ha sobrevivido a un divorcio es difícil volver a plantarse vivir en pareja. Tal vez por eso nadie dijo nada hasta que quedó tan claro que las cosas eran como eran que no hizo falta hablarlo (hay silencios que de entrada coaccionan pero que a medio plazo liberan). Los hechos impusieron la lógica: se compartían las costumbres y se preservaban intactas las paredes. Meses mas tarde cuando, sin malicia, la amiga sugirió que podíamos volver a pintar el piso y redistribuir los espacios con “más racionalidad”, estábamos cenando. Mis hijos no levantaron la vista del plato (albóndigas con romesco de pimientos). Por el modo como simétricamente se rascaron la nuca entendí el efecto que les había producido la propuesta. Yo pensaba lo mismo: en la inoportunidad de según que cambios y en la dificultad de explicar aquello que era intangible y que tenía que ver con los sentimientos de un tiempo en que, sin decírnoslo, habíamos conseguido sobrevivir a muchas angustias. Como la amiga no era idiota se dio cuenta. No le contesté que no pero tampoco que si. Resultado: la indefinición adquirió dimensiones de deuda impagada. En el momento de despedirse de mis hijos, la amiga les abrazó con más emoción que a mí. Me hice cargo: los afectos que no se eligen nunca decepcionan tanto como


los que se buscan. Nos miramos y esperé en balde que el despecho se le disolviese en los ojos como una aspirina efervescente. No nos vimos nunca más, tampoco cuando los hijos empezaron a venir menos, mas adelante poco y, finalmente, nada (llegué a añorar una resolución judicial que les obligase como antes a un régimen de visitas). El matadero cerró y lo derribó un comando hiperactivo de máquinas excavadoras, Construyeron pisos que costaban vender: corrió el rumor que, de noche, se oían los chillidos de los animales que habían matado. Más que la soledad me pesaba en tiempo libre. Llenar las horas me cansaba tanto como dejarlas pasar. Cuando en el trabajo me propusieron cambiar de país y asumir más responsabilidades, lo hablé con los hijos, por si querían el piso. Me dijeron que no: que tenían otros proyectos. Si hubiese sido mío no lo habría vendido pero no me podía permitir pagar dos alquileres al mismo tiempo pero me detenía tener que abandonar los paisajes de las paredes. No quería perder lo que durante tantos años había ido descubriendo: un laberinto de formas y colores que me recordaban ratos que, lejos de aquí, corría el riesgo de olvidar. Los hijos me dijeron que lo tenía que filmar para conservar el recuerdo y, después de explicarme como funcionaba la cámara, lo hicimos. Ahora que estoy en el nuevo apartamento, en una ciudad donde ya hace días que nieva y donde todos se van a dormir antes que yo, miro las imágenes filmadas del viejo piso y me doy cuenta que, vistas en la pantalla, las paredes ya no hablan: los planetas ya no parecen tan desbocados, los monstruos mitológicos han perdido carisma, los robots se han oxidado lo mismo que los animales – incluidos ratas y escorpiones – y las pelotas de rugby se han deshinchado.

LO QUE NO HEMOS COMIDO

Para explicar esta historia necesitaremos una sala de espera de la consulta de una dietista diplomada. Tenemos que poder colocar, sin estrecheces, una docena de sillas y una mesa baja. Después cogeremos un hombre y una mujer heterosexuales, de unos cuarenta y cinco años, y les haremos que se sienten procurando que haya cierta distancia entre los dos. Conviene que no se conozcan y que, cuando se vean, se saluden con la indiferencia propia de esta clase de espacios. No los salpimentaremos ni los enharinaremos. Para ir bien la mujer ha de pesar unos noventa kilos y el hombre ciento quince y ambos han de tener una vida matrimonial moderadamente infeliz. Si puede ser, la dietista tiene que tardar un poco en atenderlos: así se podrán estudiar en silencio – comprobar que sudan mas de la cuenta y que la ropa que llevan intenta hacerles parecer menos gordos de lo que son – y, en función de las circunstancias, romper el hielo y empezar a hablar. Este contacto inicial ha de ser intenso y breve. Las primeras palabras, de apariencia banal, tienen que salpicar una simpatía más visual que verbal. Ellos han de ser los primeros sorprendidos que, sin haberlo imaginado, puedan interesarse el uno por el otro, precisamente allí, en la consulta de una dietista que les tiene que hacer perder, como mínimo, quince kilos.


Cuando la enfermera haya hecho pasar a uno de los dos (lo mismo da cual sea) y se hayan despedido con un “hasta la vista” sonriente, al que se haya quedado solo le notaremos cierta excitación. Acto seguido les pondremos a macerar, cada uno en su casa para que, una vez ablandados, el recuerdo les proporcione el aroma que nos permita pasar a la siguiente fase. La maceración no será fácil. Tanto la mujer como el hombre intentarán disminuir el aporte calórico y mantener una conducta lo suficientemente estricta para perder, la primera semana, tres buenos kilos. Se admirarán de la propia voluntad (no sabían que fuesen capaces de beber tanta agua), de respetar los horarios de las comidas, de pesar los ingredientes y aliñarlos con poco aceite, sin sal, intimidados por el nivel de colesterol certificados por los análisis y por la hipertensión detectada. Tampoco cometerán el error de pesarse antes de tiempo. Por eso, cuando siete días más tarde se vuelvan a encontrar en la consulta, parecerá que tienen mejor color. De hecho, lo tendrán, porque la maceración habrá surtido efecto y las ganas de volver a verse les habrá especiado el humor (si les pincháis con un tenedor notareis que la grasa de ha reblandecido). Llegado a este punto es importante que la dietista tarde más que la otra vez en atenderlos. Han de tener tiempo para hablar del tratamiento, mirarse sin prevenciones y verbalizar las renuncias a platos predilectos (el de ella: pato con nabos; el de el: parmentier de bogavante). Justo en este momento – ni antes ni después – subiremos un poco el fuego para dorarlos y darles una textura crujiente. Los ingredientes harán el resto: la complicidad mutua propiciará que el se atreva a convidarla a tomar un café. “Con sacarina”, insistirá, para que ella entienda que, en apariencia, será solo un encuentro inocente, de compañeros de fatiga. Mientras dure la visita, la dietista notará que ella tiene la presión mas compensada y que, igual que el anterior paciente, ha adelgazado tres kilos. Aunque no dirá nada, también detectará cierta prisa en acabar la visita y percibirá que la manera de andar es más animosa (nada de arrastrar los pies, como hacía antes). El hombre y la mujer atravesarán la calle y, en el momento de entrar en la cafetería, el le abrirá la puerta. La sacarina será el elemento común de una infusión y de un café tomados para justificar este primer encuentro fuera de la consulta. En algunas gastronomías se entenderá que ya están a punto. Nosotros, en cambio, optaremos por una cocción más lenta y lo pospondremos una semana. Por separado, el hombre y la mujer prepararán las anécdotas y las reflexiones que, mas que nunca, necesitarán compartir. El tiempo les pasará deprisa porque deberán atender la agenda familiar y unos trabajos que ya no les parecerán ni tan importantes ni tan esclavos. Desde el punto de vista dietético será una semana productiva: perderán más toxinas y eliminarán una buena cantidad de agua y grasa. De modo que, cuando vuelvan a la consulta, los tres kilos se habrán transformado en cuatro quinientos y la dietista les felicitará con un entusiasmo que les llevará de nuevo a la cafetería. Esta vez las miradas serán mas explicitas y el azúcar menos sacarina. Es el momento de apagar el fuego y emplatar. No usaremos una vajilla solemne. Mas vale recurrir a elementos clásicos; en este caso, la cama de un meublé con sábanas impersonales pero limpias. La primera prueba contendrá la información necesaria para entender la receta. Los dos cerrarán los ojos y, con muecas de gastrónomo, intentarán definir por separado un montón de sensaciones que solo tienen sentido si se analizan globalmente.


Recuperar sabores después de tanto tiempo, identificarlos, apreciar la combinación y la preparación les dará la energía para empezar de cero. Con la luz encendida, si el pánico a dejarse ver dejarán a un lado los años de inactividad sexual a los cuales, acomplejadamente, se habían resignado. Ahora, por el contrario, desprenderán un brillo de aceituna, Agradecerán la falta de espinas, que el calor reconforte tanto como el del caldo o que la cremosidad de los besos sea una mezcla, sin grumos, de salsa y de helado (placeres que sino tuviesen las manos ocupadas, les gustaría tomar con cuchara, pensando en el vino mas adecuado para acompañar). No habrá ninguna extravagancia experimental. A partir de aquí todo serán sobras. A veces, para aprovechar demasiado se acaba alimentando mas la garganta que la gana. Aplicado a la mujer y al hombre, este criterio nos permite observar que, mientras dura la dieta, vuelven a encontrarse, siempre en el mismo meublé e intentan repetir con una determinación paramilitar, las primeras sensaciones. Nada es lo mismo: los gestos se han incubado y la energía se ha resecado hasta el punto de tener que recurrir al engaño de las especies, en este caso cada vez más domésticas y, posteriormente, a la decadencia de los disfraces (colegiala-maestro, enfermera-paciente, criada-señor). Mas delgados con la autoestima recuperada – les gustará sentirse halagados por miradas inéditas – aun se irán encontrando, a pesar de que cada vez les hará menos ilusión. Hasta que, sin excusas – ninguno de los dos las necesitará – se lo harán venir bien para no coincidir. A primera vista parecerá que la historia se ha acabado, pero si tenemos paciencia y esperamos, veremos llegar a la consulta, procedentes de otros pastos, alimentados por piensos distintos, destinados a otros mataderos, nuevas parejas potenciales que, en el momento de descubrirse el uno al otro, disfrutarán la oportunidad de vivir y de dar lo mejor de si mismos.

EL MAPA DE LA CURIOSIDAD

La curiosidad nace en un solar abandonado de la periferia. Se amontonan puertas de nevera, guardabarros, cascos del ejército alemán, sofás destripados y rincones reservados para las jeringas que no tardarán en llegar. Mientras tanto, es el cuartel general de un grupo de chicos que encuentran en el barrio las raíces que los padres olvidaron en sus países (Argelia, Portugal, Marruecos, España, Polonia, Senegal). Para matar el tiempo apedrean gatos y nubes y mastican un argot que nos diferencia de otras tribus de la zona. El líder de la banda es carne de correccional. De un vistazo localiza las salidas de emergencia y evalúa las posibilidades de victoria, derrota o empate. De tanto en cuando diserta sobre las diferencias entre las sirenas de la policía, de las ambulancias y la de los bomberos. Sus apóstoles tomamos apuntes mentales que solo aplicamos cuando hemos de superar el examen de una emboscada. Ninguno de nosotros tiene previsto vivir mucho en este barrio (los hay que no tienen previsto vivir mucho en general). Cuentan los años por las veces que hemos visto instalarse el circo, Grande, Mundial, Ruso, Internacional, de los hermanos Tonetti. Lo mismo da el número o la altura del entoldado: aplaudimos cuando levantan el palo central porque nos gusta que empiecen la casa por el tejado. El circo siempre


acaba siendo una suma de personajes tatuados – de cuando tatuarse era un signo de identidad penitenciaria, marinera o militar – Los trapecistas tienen una mirada de hermano mayor bala perdida que sugiere putas en cada puerto y todo el lujo que permite la pobreza: ir mudados los días de fiesta y llevar zapatos de bailarín de claque (la raya del pelo y la de los pantalones están tan afiladas como la hoja de las navajas que esconden en la americana, en teoría para pelar naranjas; en la práctica, como declaración de principios). El hombre aun no ha llegado a la Luna y el circo conserva el halo de los espectáculos terrenales. Como no tenemos dinero para pagarnos la entrada ni influencia para conseguirla gratis (los hermanos mayores controlan la reventa y el tráfico de invitaciones promocionales), los pequeños vagamos por los alrededores de las jaulas donde los animales se mustian. Allí descubro que la curiosidad se paga con decepción. Visto de ceca el elefante es una montaña de arrugas. Lejos de los focos, el rey de los animales es el súmmum de la costra. La visita se acaba cuando, a la hora de cenar, la madre saca la cabeza por la ventana y me llama por mi nombre, procedente de un gentilicio latino. El nombre coincide con el de una documentación tramitada con un criterio laxo de legalidad. No decir toda la verdad nos ha permitido vivir en un piso de protección oficial (bloque de viviendas sociales, buzones con nombres extranjeros y medio barrio por urbanizar). En casa la curiosidad no permite manifestar sorpresa ni miedo. Un acuerdo tácito establece que la naturalidad y la contención con que se debe asumir el exilio es el secreto del éxito. Si alguien llama a la puerta con un timbrazo que no respete la contraseña pactada previamente y el padre ilegal (que ni tan solo puede darme su apellido) se esconde dentro de un armario, conviene actuar con indiferencia porque, mas adelante - cuando Franco haya muerto, la tierra siga siendo para el que la trabaja y los cosmonautas soviéticos hayan llegado a la Luna – todas las puertas del mundo estarán permanentemente abiertas. Por suerte los otros padres de la escalera tampoco son muy normales. Hay uno que cuando bebe zurra a la mujer (cuando no bebe es ella la que le sacude a el) El del séptimo, en cambio, habla solo porque se le murió un hijo. La curiosidad en este caso recomienda callar. En silencio se asimilan mejor las experiencias ajenas. Que la casa parezca de un país y la calle de otro, que el origen marque las amistades, los olores, los nombres y las promesas enseña, nos dicen, a tolerar las diferencias. No es verdad. La acumulación de preguntas sin respuesta dispara la tendencia a la fabulación, refuerza la habilidad de mentir y enseña que la diversidad también consiste en mantener a capa y espada las diferencias. La mentira, pues, se impone como el instrumento de la comunicación mas habitual. Por indicación materna miento cuando en la escuela me preguntan donde trabaja mi padre. Por interés miento cuando mi madre me pregunta si tengo deberes. Por mimetismo miento cuando veo que todos mienten. La curiosidad y la falsedad tienen vidas paralelas. Cada descubrimiento contiene una parte de verdad y una de mentira. Cuando llega Navidad y voy a visitar los grandes almacenes con mi padre, por ejemplo, veo Papás Noel en cada planta y en todos los ascensores. Entonces el padre que no puede darme ni su apellido se agacha, sonríe para transmitirme confianza y me explica una evidencia que contradice el paisaje: Papá Noel son el y mi madre. Que no exista y que al mismo tiempo hayan tantos me


refuerza la curiosidad y, por al día siguiente, busco criaturas que aun no lo saben y se lo explico con la satisfacción de romperles la inocencia antes de que la pierdan en manos de algún desaprensivo. El regalo de Navidad que yo mismo her elegido y puesto al pie del abeto, es una pistola de balines que funciona con aire comprimido. En un futuro pensaré con frecuencia en esa pistola (y en el aire comprimido): balines disparados contra un blanco formado por siluetas de distintos colores. Lo primero que descubres es que el balín tiene vida propia y que, una vez disparado, se pierde bajo el sofá o por las rendijas de un parquet de mala calidad que se instaló porque lo mandaba el proyecto de viviendas populares sin prever que el proveedor reventaría el precio del material u descuidaría la calidad de la mano de obra y que los listones empezarían a saltar a los pocos días después de la ceremonia de entrega de pisos. Consecuencia: aprendemos a andar sobre las zonas del parquet que aun no se mueven y parece que estemos permanentemente bebidos o que seamos aprendices del maestro Fred Astaire. En casa nadie bebe, tal vez para compensar el consumo etílico del barrio. Hay un montón de borrachos y la curiosidad me lleva a intuir que el origen de cada pozo sin fondo es diferente. Hay la sed viciosa, incontrolable, y también hay otras con más pedigrí. La diferencia se nota, porque ni los camareros ni la parroquia de los locales tratan con la misma consideración a un bebedor calavera que a quien macera en alcohol penas identificables: males de amor y de familia y, sobretodo, trabajos perdidos dramáticamente por la ley de la oferta y la demanda. Cuanto mas triste es la historia, más crédito tiene el bebedor: es uno de los mandamientos de las tabernas. A veces entramos, no para beber sino porque fuera llueve a cántaros y no hay mejor espectáculo que contemplar un diluvio tras los cristales de un café. Como cuando empieza a llover aquí no se acaba nunca, hemos de aprender a correr bajo la lluvia sin mojarnos mucho. El líder de la banda es capaz de llegar a su casa relativamente seco. Toda el agua que no le empapa a el me la llevo yo. Los otros nos miran con desconfianza porque tienen la teoría de que quien mas se moja es más cobarde. Cuando me ve llegar mi madre hace lo que le toca: repite que donde se ha visto correr con este tiempo de perros. Mientras me seca el pelo aprovecho para olerla. No me atrevo a preguntarla que le dicen los hombres cuando vamos al cine y pasamos por delante de las tiendas de los argelinos. Es una sala destartalada, pero dan a buen precio dos películas cada semana. Tiene nombre de filósofo ilustrado porque en este país donde he nacido pero que no es el mío (me lo recuerdan a todas horas, no vaya a ser que me enraizase) les gusta bautizar calles, plazas, teatros, cines y auditorios con nombres de eminencias con mala salud y, si puede ser, peluca blanca. Las películas son la materia primera de los juegos. Cada semana es monográfica: Gángsters, sioux, nazis, resistentes, vampiros, mosqueteros, espías, pistoleros. El aluvión de imágenes alimenta los ratos en que no pasa nada, aquellas en que la tribu se dispersa para que cada uno soporte obligaciones familiares establecidas más por la costumbre que por propia voluntad. No nos cansaríamos nunca de jugar en la calle, de seguir lo que hacen los otros, de mentir, de exagerar, de ver como el asfalto cambia de color cada vez que las brigadas municipales intentan tapar un agujero que, con el alquitrán aun tierno, volveremos a horadar en cuanto se hayan ido. Y, a veces, llegan noticias importantes. Por ejemplo, que el hermano mayor del líder ha salido de la cárcel. Lleva gafas de sol y todos le


respetan. No tardarán en detenerlo de nuevo y solo tendremos que cerrar los ojos y abrir las orejas para reconocer dos sirenas policiales. Son días de silencio y de rencor. Aunque nos hagamos los fuertes intuimos que las celdas no son el horizonte de nuestras aspiraciones, a pesar de que, en mi caso, tal vez si. Los amigos no lo saben pero vivo en un ambiente de conspiración en que la cárcel marca el escalafón de un ejército de mártires. Tantos años de condena, tanto prestigio. Tantos días de tortura, tanto respeto. En casa veo héroes tatuados por los torturadores y, incluso sonríen. Continúan conspirando, miran el armario cada vez que suena el timbre de la puerta y la curiosidad hace intuir que la ilusión que sienten, las satisfacciones que les proporciona lo que hacen (no se bien lo que es, solo que tiene que ver con una inminente revolución y, tambien, eternamente pospuesta) y la camaradería que comparten deben ser mas fuertes que todos los obstáculos (la causa, en estos casos, no está a la altura de sus militantes). Quieren ser el ejemplo de una cosa (el reparto igualitario de la riqueza, la abolición de los privilegios, la muerte del imperialismo) y, sin saberlo, lo son de otra (la tenacidad, el compromiso, la generosidad). Están hechos de otra pasta; solo así se entiende que se vayan a dormir tan tarde para confeccionar una revista clandestina llamada Nuestra bandera (¿es que hay otra?). No es una vida convencional pero aun no me doy cuenta: viajo con papeles falsificados y formo parte e una armada de exiliados conspiradores. Cada vez se habla mas de volver y yo entiendo que mis días aquí están contados, no por las visitas de un circo más decadente que nunca sino por las hojas de un calendario que, por desgracia, no puedo controlar. No tengo derecho a quejarme porque me han avisado con la suficiente antelación. “Volveremos, volveremos, volveremos”, he oído decir desde que he nacido. Volvamos pues, sin esperar que el dictador muera – nadie lo dice pero sospechamos que es inmortal – en un tren que sale de un país verde y racional y que llega a una tierra desordenada donde los niños no llevan camiseta y donde, a nivel de la vía, las pizarras de los bares con techo de uralita anuncian una comida de nombre sonoro y fascinante: calamares a la romana. Mejor dicho: vuelven ellos, yo quizá no tanto, porque no se puede volver del lugar donde has nacido. A veces, sobretodo por las noches que no puedo dormir o siempre que oigo La Marsellesa, pienso que aun estoy y que, bajo una luna inaccesible – las naves espaciales soviéticas van a ser desmanteladas y los cosmonautas se van a reconvertir en taxistas perturbados – levanto el palo central de una casa que empieza por el tejado y que los vecinos y amigos (el que tenía una hermana que se llamaba Valerie y el que acabó siendo una estrella del rugby) aplauden y sin nostalgia, solo por la curiosidad de volvernos a oír las voces que teníamos entonces, entrecruzamos las espadas fabricadas con listones de cajas de fruta y de verdura, y mirando al cielo, proclamamos:” ¡Todos para uno, uno para todos!”.

PAPIROFLEXIA De pequeño intenté leer un cuento que empezaba así: “Cuando tenía seis años, una vez vi un dibujo magnífico en un libro sobre la selva virgen que se llamaba Historias


vividas. El cuento era el Pequeño príncipe y, mas allá de esta frase, fui incapaz de continuar. A los diez años, en un segundo intento, también me quedé encallado justo donde el narrador habla del proceso de digestión de las boas. No me fío mucho de la memoria pero recuerdo que, a principios de los setenta, hubo una pasa de petitprincipismo. El libro de Antoine de Saint-Exupéry se consideraba el más adecuado para despertar la imaginación de los niños. Si Alicia en el país de las maravillas y Peter Pan eran los mitos impuestos a los niños anglosajones, El Pequeño príncipe se transformó en un referente para los padres modernos de aquí. Con inquietud observaba que los amigos lo leían y, con más inquietud aún, que entusiasmaba a las amigas. Para hacerme una idea elegí el atajo poco honorable de mirar solo las ilustraciones. Pero los dibujos no me deslumbraron. Yo estaba acostumbrado al enérgico trazo de Asterix y de los hermanos Dalton, y aquel príncipe inexpresivo, jardinero de un planeta con volcanes que había que vaciar como si fuesen chimeneas, no me acababa de convencer. Asterix en cambio formaba parte de un pueblo irreductible, tenía poderes toxicomaníacos y cazaba romanos y jabalíes a tortazos, y los Dalton representaban un modelo de familia alternativo y divertido. A pesar del éxito que tenía el cuento entre los amigos me di cuenta que lo importante era no vanagloriarme de no haberlo leído. Fue fácil: no me enorgullecía de ser incapaz de apreciar la dimensión metafísica de aquella historia. Así como, en otros casos, si que me veía capaz de hacer bandera de mi objeción lectora, en el de Saint-Exupéry me sentía culpable y algo avergonzado. Pensaba que, mas adelante, repararía el agravio y estaba convencido que encontraría la clave para acceder a aquel universo tan inverosímil como fantástico. Pasaron muchos años y la fama del personaje continuó creciendo (ochenta millones de ejemplares vendidos, traducciones a mas de ciento cincuenta lenguas). Una noche, cenando en casa de unos parientes, vi que habían decorado la habitación del hijo – seis años – con un papel pintado que reproducía parte del universo petit principesco: la oveja, el geógrafo, los baobab, la rosa, el zorro y, por descontado, la ninfa de la bufanda. “La decoración debe ser el resultado de una obsesión de los padres”, recuerdo que pensé. Cuando conocí al niño, lo entendí: era el pequeño príncipe de las ilustraciones. Llevaba el cabello despeinado y un pijama con un estampado poético cósmico. Desde entonces he comprobado que el mérito más espectacular del libro es haber creado reencarnaciones humanas del protagonista. No es un fenómeno exclusivo Todos hemos conocido reencarnaciones de Alicia, (angelicales de pequeñas, inestables de adolescentes, perversas de jóvenes y, en la plenitud, sobreactuadas en la manifestación del placer sexual – mas para acomplejar a los amantes que por necesidad -) y de Peter Pan (adictos a las fracturas de huesos, con un irregular control de la adrenalina y una mezcla de talento para la seducción y cobardía para la separación). Los pequeños príncipes que, con los años, creía haber conocido – era mas fácil etiquetar que leer el libro – desarrollaban una sensibilidad histriónica inducida por los padres, eran caprichosos y dispersos y tenían una vida interior tan rica que les sobraba la mitad. La experiencia del papel pintado y del niño en pijama me marcó lo suficiente para, a los treinta y cinco años, hacer otro intento de lectura.


Más allá de la boa, el aviador que hacía de narrador de la historia sufría una avería premonitoria en medio del desierto y, entre las dunas, descubría a su pequeño protagonista. “Basta” pensé y, en una reacción que no me honraba, tiré el libro contra la pared (aún está la marca). Pensaba erróneamente y cegado por los prejuicios, que no necesitaba continuar. En aquellas páginas había encontrado condescendencia con el lector y una trama que me fastidiaba: la supuesta inocencia de los niños antes la insensibilidad de los adultos. Buena parte de la literatura infantil trafica con esta idea y para combatirla me divertía imaginando que haría Asterix o los Dalton si, en nombre de la imaginación, un extraterrestre tratase de convertirlos a una filosofía blanda y seudo espiritual. Me quedaba una duda: para criticar un a trama que no me agradaba y para satisfacer lo que empezaba a intuir como un ansia enfermiza – y un poco arrogante – de polemizar, ¿no era más riguroso leerlo entero? El día que me disponía a hacerlo, mi mujer me comunicó – no se me ocurre un verbo más preciso – que estaba embarazada. De mellizos. Consecuencia: caí en una espiral de responsabilidad y durante los siguientes diez años no tuve ni un segundo – ni ganas – para pensar en Saint-Exupery. El ritmo doméstico se tornó tan trepidante y las prioridades tan diferentes que me olvidé – imaginad una década hiperactiva filmada a cámara rápida – hasta que, un día, las mellizas me dijeron que habían ido al teatro con la escuela a ver la obra El pequeño príncipe. Esperé a que hiciesen lo que se espera que hacen los niños (moralmente superiores a los mayores): comentar de modo espontáneo si la obra les había gustado o no. Pero ellas no dijeron nada, y lo interpreté como una fatalidad hereditaria. Por eso les sugerí que leyesen el libro. Se pisaron a hacerlo de inmediato y, cinco minutos más tarde, cuando ya creía que habrían conseguido llegar mas allá de las dunas, me dijeron: “La dedicatoria nos ha gustado pero la historia es un poco extraña. Ya lo leeremos más adelante”. No recordaba la dedicatoria y la devoré allí mismo, de pié: “A León Werth. Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona mayor. Tengo una buena excusa: esta persona mayor es el mejor amigo que tengo en el mundo. Tengo otra excusa: esta persona mayor lo puede entender todo incluso los libros para niños. Tengo una tercera excusa: Esta persona mayor vive en Francia, donde pasa hambre y frío. Y claro está necesita mucho que la consuelen. Si con todas estas excusas no hay bastante, quiero dedicar este libro al niño que fue esta persona mayor. Todas las personas mayores empezaron siendo niños (aunque hay pocas que se acuerden), Corrijo pues la dedicatoria: a León Werth cuando era pequeño”. Me gustó lo suficiente para hacer un razonamiento que, en aquel momento, me pareció lógico: tal vez, porque antes no tenía hijos, no había podido entender todo este juego de personas mayores que habían sido niños y de niños que serán mayores sin dejar de ser niños (o algo por el estilo). Elegí la misma butaca donde había leído historias memorables (El bacalao, de Mark Kurlansky, o Como escribir una historia seria sobre el amor, de Diane Schemperlen) y fui avanzando hasta el capítulo IV, cuando el autor escribe: “Los niños deben ser indulgentes con las personas mayores”. Había estado más de diez años desconectado del cuento, abrumado por batallas domésticas y profesionales pero me volvía, intacta, la discrepancia con el tono del niño que pedía indulgencia para los mayores cuando, en realidad, solo era la creación


de una persona mayor que, a través de sus personajes, tiene la presunción de entender a los niños. Por suerte el río familiar me arrastró durante otra década hasta que, por razones de trabajo, tuve que ir a Montpellier a participar en una mesa redonda con escritores europeos de segunda división. Allí alguien comentó, con un corrosivo desprecio, que Saint-Exupéry era un ególatra sobrevalorado. Los demás colegas celebraron el comentario con sonrisas de superioridad y yo me sumé para disimular mi ignorancia. Concluí que a pesar de que tenía cuarenta y seis años (una edad que Saint-Exupéry nunca tendría), debía cerrar ese tema. Saliendo de la sala de conferencias me acerqué a una librería y compré dos biografías del presunto ególatra. De aquella lectura me ha quedado un recuerdo febril: la incapacidad para retener tanta información y la contradicción entre el interés por el personaje y la prevención por su obra. Entendí que Saint-Exupéry buscaba una inocencia que, por la edad, no le correspondía pero que había sido lo suficientemente valiente (o temerario: se arriesgaba a hacer el ridículo) para, según sus estudiosos, escribir desde la oscuridad personal una fábula poética aparentemente luminosa. El libro había nacido en 1942, durante una comida en el café Arnold de Nueva York. Los editores de Saint-Exupéry hartos de verle consumirse en perdidas batallas sicológicas, le propusieron que escribiese un cuento navideño. Era un intento de hacerle olvidar la condición de exiliado en los estados Unidos, huyendo de la Francia colaboracionista, y de alejarle del convencimiento de que la humanidad era de una crueldad irrecuperable. En aquella comida los editores consiguieron ilusionarle con un proyecto que debía compensar las inercias del hombre ciclotímico, impaciente, de una virilidad hiperactiva, el tipo de persona que no duda en llamar a sus amantes y a sus amigos a horas intempestivas para leerles el párrafo de un manuscrito o desahogarse sobre miserias sentimentales, o a convidarles a su apartamento – con vistas al Central Park – para escucharle declamar sobre la energía de la ciudad y de la noche, o para beber mucho, perfeccionar trucos de prestidigitación o fabricar helicópteros de papiroflexia. Todo lo que había leído sobre Saint-Exupéry – incluso el desesperado regreso al ejército en un último vuelo, culminado por una desaparición y una frase en el informe del oficial de enlace que sonaba a epitafio: Pilot did not return and is presumed lost – me llevaba a la misma conclusión. Tenía cuarenta y nueve años y hablando con las mellizas les prometí que cuando cumpliese los cincuenta me iría a un hotel y leería El pequeño príncipe de tirón (ellas lo habían cumplido lo habían leído con un entusiasmo que, por mezquindad, fui incapaz de celebrar). Llegó el día. Dormir en un hotel de la ciudad donde vives provoca curiosas sensaciones. Y los cincuenta años son suficientemente representativos para que todos sean indulgentes con las extravagancias que puedas cometer para celebrarlos. Sin los prejuicios de la ignorancia y con la fatuidad mas domesticada avancé lentamente notando la arena de las dunas (y de las palabras) bajo los pies, salvando viejos y nuevos obstáculos, deslizándome por aquel cuento pueril y extremadamente simbólico. De vez en cuando subrayaba una frase, como “Lo esencial es invisible a los ojos”, la más conocida y explotada por la industria de la autoayuda. Al final me apetecía escribir, a pesar de que por experiencia desconfío de estos impulsos y de los arranques trascendentes que comportan. Llegar al final de la


historia no me había hecho sentir ni mejor ni peor. En aquel día especial, sin velas, sin pastel, me pregunté que se habría hecho del niño del pijama poético cómico y, me puse a escribir, casi toda la noche, oyendo las carrerillas, risas y gemidos propios de un hotel (y, en segundo plano, la energía de la ciudad). Si hubiese tenido amantes y vistas al Central Park tal vez les habría telefoneado para, en un ataque de importancia, leerles lo que había escrito. Pero preferí esperar que se hiciese de día notando el tacto de unas sábanas que no eran las mías, saboreando algún pasaje del libro (el del bebedor que bebe para olvidar que le da vergüenza beber, por ejemplo). Sin dejar sonar el despertador, me levanté, me duché – ¡como me gusta la presión del agua de las duchas de hotel! – pagué la cuenta y regresé andando a casa. En el momento de abrir la puerta me sentí como si acabase de llegar de un largo viaje. Un viaje que me había confirmado que la imaginación puede ser tramposa y fascinante y que, por suerte, los libros no son como los trenes y los puedes dejar escapar para recuperarlos (o no) mas adelante, y que en el planeta donde vivo lo esencial es perfectamente visible. ¿Qué es lo esencial? La manera como las mujeres hacen ver que no se dan cuenta que las miras, los colores de los taxis, la obstinación del joven que ensaya escalas en un contrabajo, la credibilidad que tienen los mayores cuando explican mentiras a los pequeños y las botellas, que cuando se tiran al contenedor, ya no están ni medio vacías ni medio llenas.

TRES MANERAS DE NO DECIR TE QUIERO

1.- LO IMPORTANTE ES PARTICIPAR Hace años que intento escribir una historia de amor entre el amor correspondido y el amor no correspondido. Hasta ahora no lo había conseguido porque los protagonistas no permitían ningún avance en la relación. “Si es tan correspondido como dice, el primero encontrará el modo de seducir al segundo”, me repetía para animarme. Pero la realidad se imponía cuando el segundo se no dejaba que le correspondiesen. Al principio imaginaba el amor correspondido como una mujer atractiva y distinguida, y el no correspondido como un hombre rechoncho y torturado. Era una trasposición demasiado evidente de mis circunstancias. Durante años conviví con este argumento. Cuando pensaba – con una intensidad sometida a los imponderables domésticos y a los ponderables profesionales – me desesperaba. La idea no avanzaba: ninguno de los protagonistas renunciaba a su propia esencia. También intervenían factores externos que lo dificultaban: había decidido que se conocerán en un avión, pero entonces se puso de moda en todas las películas, novelas y series televisivas que los aviones tuviesen un papel relevante y, a pesar de que creía que lo había pensado antes – arrastro esta idea desde los Juegos Olímpicos de 1992 – no tenía que renunciar a ella, al final las dudas me hacían volver al bloqueo o a los fracasos de los desenlaces excesivamente dramáticos.


No es casual que la idea naciese durante los Juegos Olímpicos. Hasta entonces yo había sido la viva expresión del amor no correspondido, pero aquel verano vivía una tregua inusual de correspondencia. La mujer con quien compartía este paréntesis también tenía un historial suficientemente sólido de relaciones fracasadas. De modo que de cuando en cuando nos preguntábamos: ¿es más excepcional que dos amores correspondidos no lo sean o que lo sean dos amores no correspondidos? La prueba de que la condición de no correspondido se volvió a imponer, es que el último día de los Juegos – con el inicio de la epidemia de vanidad que transformó la ciudad, con kilómetros de playa recuperada que multiplicaron los peligros de naufragio – ella me dejó. Lo viví con la miopía de quien, por falta de práctica, confunde la excepción con la regla. De aquella circunstancia me quedó durante mucho tiempo, una antipatía militante contra el olimpismo, no por razones deportivas sino porque, siempre que se hablaba, me obligaba a recordar lo que prefería olvidar. La historia que me hubiese gustado escribir – cuando aun no había renunciado – hablaba precisamente de romper esta paradoja y conseguir que los antagonismos sentimentales superasen sus propios límites. Lo admito: simpatizaba más con el amor no correspondido que con el correspondido. El problema era que, para meterme en la piel de los correspondidos me faltaba experiencia y tuve que documentarme y hablar con amigos y conocidos con una vida amorosa mas activa que la mía. Observé que no valoraban mucho sus privilegios. Esperaba encontrarme satisfacciones pletóricas y rotundos agradecimientos. El lugar de eso recogí indulgencia y un poco de ostentación. Desde entonces respeto más el amor no correspondido y, tal vez porque el tiempo transforma las decepciones en una especie de engañosa prudencia, intuyo que ser correspondido o no depende de dos interpretaciones del mismo sentimiento: la necesidad de depender de alguien o, peor aun, que alguien dependa de nosotros. Por eso ya no reacciono con virulencia contra los Juegos Olímpicos. Al contrario: durante la ceremonia de apertura de de los de Beijing, me conmovió el atleta que, antorcha en mano, corría por el cielo, transgrediendo la ley de la gravedad (y de la ingravitación), observado por miles de millones de espectadores. Y aun sabiendo que aquel efecto era la consecuencia de una tramoya militarizada y siendo consciente de la artificiosidad que disparaba los flashes del estadio, deseé que el atleta llegase al pebetero y encendiese la llama, que, desafiando a los malos augurios y dando sentido a meses de entrenamiento – probando una cosa aparentemente tan imposible como que el amor correspondido y el no correspondido viviesen una historia perdurable – obtuviese la justa recompensa a su esfuerzo.

2. LA MASCARA MORTURIA

Se conocen durante un congreso, en el vestíbulo de un hotel, mientras esperan el autocar que les tiene que conducir, a ellos y a treinta y ocho cirujanos maxilofaciales más, de visita turística. De manera simultánea, identifican los efectos del amor a primera vista. Pero saben por experiencia que el deslumbramiento se agota, que la atracción se ablanda, que la coincidencia de intereses y de opiniones – que trenza una conversación que les hace olvidar los peligros de la circulación por las calles del


Cairo y, en el museo, el magnetismo y la fatalidad que desprende la máscara mortuoria del faraón – puede ser un espejismo. Por la noche, cuando les proponen participar en una cena de cocina egipcia o en concursos de karaoke, buscan el modo de coincidir en la cafetería donde, entre risas y bebidas no alcohólicas, pierden la noción del tiempo hasta la hora de cerrar. Los síntomas, entonces, son incuestionables: el amor se les ve en la mirada, a pesar de que lo menosprecian con la madureza de quien ha decidido no tropezar dos veces en la misma piedra. Por eso, aunque se sienten invencibles y arrebatadamente vivos, no dan importancia a la taquicardia compartida ni a la fiebre que les empuja a tocarse y a cogerse. Los besos y las caricias que intercambian en el ascensor no son la expresión basta de unos debutantes sino los de una pareja experta. En el momento de desnudarse – el uno al otro, saboreando tanto el contenido del regalo como el ritual de deshacer el envoltorio – se miran con el deseo que esta sea la primera, la única y la última vez: tres noches en una. Para conseguirlo necesitan esquivar, con el radar de la intuición, las palabras comprometedoras. Entonces intensifican todo aquello que, a partir de mañana, no podrá ser utilizado en su contra. La voluntad de fugacidad sin consecuencias es tan evidente que ninguno de los dos intenta corregir la actitud del otro. El valora que, venciendo la tentación de quedarse dormida, ella se levante y, sin hacer aspavientos, se vista. Y aunque no quiere que se vaya y que le gustaría prolongar ese instante hasta el infinito (por lo que tiene de proyección de futuro más que por la satisfacción inmediata), deja que le sonría mientras se pone los pendientes – inclinando suavemente la cabeza, como si quisiese quitar importancia a lo que acaban de vivir – y que salga de la habitación de puntillas, descalza, sin dar un portazo ni darle un beso sujeto a malos entendidos. Ninguno de los dos dormirá pensarán el uno en el otro. Sabrán que las últimas horas no se parecen a otras emboscadas estrictamente sexuales. Sin pesadumbre, destruirán estos pensamientos para demostrarse que saben aplacar los impulsos y que no permiten que nada les modifique ni la agenda ni la carrera. Cuando el viaje y el congreso sean solo un recuerdo, soñaran cada vez mas a menudo con la máscara mortuoria del faraón – pura perfección máxilofacial – Cuando despierten tendrán un sabor agridulce en la boca y visualizarán como un relámpago de ucronia aquello a que, por madurez, renunciaron. Las imágenes, a medio camino entre la alucinación y el sueño, serán tan contundentes que las tendrán que mitigar con duchas de agua muy caliente y un silencio suficientemente denso para digerir la visión de lo que hubiesen podido ser los primeros años de una vida en común. Será como si lo viesen: compenetración, intercambio bidireccional de propuesta y adhesión, conexión mental, entendimiento aerodinámico de los cuerpos, viajes y despedidas apasionadas en las terminales aeroportuarias. Y, en una segunda fase, verán, con la misma precisión paranormal, la aparición del compromiso, del vértigo de la responsabilidad, la tentación de los cambios. Y, como consecuencia, la invasión de los ultracuerpos: criaturas que con la metodología de un ejército les obligarán a ceder paz por territorios, y que pondrán a prueba los límites de la renuncia y del control, hasta ahora inexistente de la generosidad (era mas fácil ser generoso cuando solo era una forma sofisticada de egoísmo). Una vez digerida la mezcla de silencio y de duchas calientes recuperaran el pulso, sobre todo cuando rebobinen las imágenes mas desagradables de estas


secuencias vistas pero no vividas; la inapetencia, los conflictos amplificados por el deseo de mantenerlos como el único elemento de comunicación, patrimonio universal de las parejas que prefieren la rutina de la discusión a la aventura de evitarlas. Asustados por el desenlace, tanto el como ella mirarán el orden que les rodea. Agradecerán las actividades programadas – vida social, viajes, ocio – y se notaran legítimamente aligerados. Durante unos cuantos segundos les quedará la sombra de una duda mantenida en el subconsciente. La sospecha de que tal vez habría valido la pena arriesgarse y que, a pesar de las medidas de precaución desplegadas para evitar la dependencia de los sentimientos, a pesar de la estrategia de no dejarse engatusar por la lógica del amor, tal vez hubiesen recogido, contado y debatido, mas beneficios que pérdidas.

3. NADA Cuando la mujer te dice que ya no te quiere te miras las uñas de las manos. En lugar de dejarte arrastrar por las emociones, tragas saliva. Por su tono de voz deduces que debe esperar una respuesta, pero acostumbrado a llevarle la contraria, te callas. Percibes matices de tristeza y también una incomodidad que tiene que ver con las sospecha que tal vez sea lógico que no te quiera. Aún así te aferras al silencio hasta que cuando te pregunta “¿Qué haces?” – en un tono de voz que rezuma perplejidad y pánico – contestas: “Nada”. Aunque la palabra nada es corta, el significado te parece infinito y contradictorio. Te levantas y te pones a andar por el comedor. Moverte te ayuda a digerir mejor una evidencia que si no la has visto venir es porque has fingido no verla. A estas alturas, la posibilidad de discutir te parece estéril y vulgar.. Intentar ganar tiempo y, después de una dolorosa negociación, arrancarle aquello que las convenciones llaman “periodo de reflexión” tampoco te convence. Del mismo modo en que un día una mujer te dice que te quiere y que, si te conviene, lo aceptas como una bendición, tambien has de admitir que todo se acabe sin que intervengan argumentos racionales. Lo sabías entonces y lo sabes ahora y, por coherencia, no deseas entrar en el intercambio de reproches ni en el beneficio de evitar cicatrices. Para no sentirse culpable hay quien busca estrategias en las que el abandonado, además de arrastrar su propia cruz, debe aceptar un montón de condiciones pensadas para atenuar la mala conciencia del que abandona. Es un ritual indigno pero normal y quieres evitarlo, aunque no sabes si tendrás suficiente valor para hacerlo. Tampoco quieres escuchar la frase: “No quiero hacerte daño” porque conoces el grado de falsedad. Sabes que ninguno quiere hacer daño pero que las decisiones que se toman, sobre todo en un ámbito tan arbitrario como el sentimental, dejan muertos, inválidos y heridos. Pero ella insiste. No se conforma con el impacto del “No te quiero”. Necesita comentar las secuelas, argumentar y refugiarse en el efecto narcótico del monólogo. No es una cuestión de buenos y malos. Eres consciente de que los papeles hubiesen podido intercambiarse y que, en otros momentos y en otras relaciones, has sido tu quien ha decidido abandonar sin mancharse las manos, presionando con chantajes emocionales que respondían mas a los intereses del verdugo que no a los de la víctima. Ahora te percatas de la manipulación en que has caído y, con efectos


retroactivos, te arrepientes. Demasiado tarde: es un arrepentimiento retórico, que no corrige el pasado. En el momento de empezar a recoger cosas, te das cuenta que los tópicos del teatro, la literatura y el cine no te sirven. Sentado en la cama comprendes que, a diferencia de lo que pasa en las películas, nunca tendrás bastante con una maleta hecha histéricamente delante del armario. Para llevarte lo que te pertenece necesitarías, para empezar, un camión de mudanzas y una brigada de operarios eficaces (y si es posible madrugadores). La escena requiere un gesto y, poco a poco, eliges la ropa justa para llenar la mochila, recoges el neceser – cuando comenzabais a vivir juntos solo llevabas un peine, un cepillo de dientes, un desodorante y preservativos; ahora acumulas además medicación para la hipertensión, la arritmia, vitaminas contra la vista cansada y la pomada que te han prescrito para prevenir fisuras anales – En el bolsillo de la mochila metes el talonario, el pasaporte y dos libretas de ahorro y piensas que, aparte de eso, tendrías que llevarte algo mas (a la espera de empaquetar el resto mas adelante). Se te ocurren alguna de las cosas mas polémicas de la relación – tal vez por eso insististe tanto en comprarlos – un telescopio, una bicicleta estática y una barbacoa. Al final optas por el telescopio. La mujer te sigue y, como si sirviese de algo, te repite la misma pregunta de hace un rato (una de las mas repetidas en los últimos años): “¿Qué haces?”. Recuerdas cuando los que haces eran tiernos, de curiosidad y complicidad. Ahora, en cambio, tienen una carga de rencor. En general los que haces mueren en silencio, pero esta vez, sientes la tentación un poco perversa de contestar: “Desmontar el telescopio”. Te abstienes pero porque sabes que desde hace demasiado tiempo, vivís perdidos en un territorio donde tan inútil es hablar como no decir nada.

ATARAXIA

El hombre llega al servicio de urgencias. Después de una larga espera una medico afectada por el estrés le pregunta que síntomas tiene. El describe el vértigo, la taquicardia, los ataques de ansiedad, la sensación de dulzor permanente en la boca y, si es posible, en el alma. Le auscultan. Le toman la presión. Le examinan las pupilas – con el convencimiento de encontrar pruebas de consumo de psicotropos – y ordenan hacerle un TAC. “Para descartar” dice la medico sin percatarse que, mientras no lleguen los resultados, el hombre alimentará las hipótesis mas adversas. En las horas posteriores alterna ratos de pánico y de autocontrol. Echado en la litera busca en las dolencias de otros pacientes el consuelo para animarse. Cuando le sacan sangre no mira la jeringa. Cuando le introducen dentro del cañón radiológico que le ha de inspeccionar el cerebro, memoriza lo que acaba de leer en un letrero informativo en la sala de espera: “la tomografía axial computerizada – TAC – explora de manera incruenta regiones antes inaccesibles”. En el momento de informarle, la medico le transmite una inexperiencia que se evapora cuando le comunica que, de ahora en adelante se ocupará de el un cirujano que, cuando llega trae un punto de vista mas resuelto y mas entendido. El tono de voz, la confianza en


si mismo, el dinamismo, todo se junta hasta el punto de que aunque no sabe lo que le han encontrado el hombre desea que le operen. El cirujano quiere saber cuando comió por última vez, pide que localicen al anestesista y le explica, por encima, la naturaleza de sus males. Por lo que el hombre entiende, las constantes vitales y los análisis obligan a intervenir de inmediato: hay una imagen en la ecografía que podría confirmar algunos marcadores sanguíneos adversos. En otras circunstancias harían mas pruebas pero, confrontados los pros y los contras prefieren equivocarse por acción que no por omisión. La persuasión pedagógica del cirujano le convence. Si estar en buenas manos quiere decir algo, el lo está. Cuando le trasladan a la zona de quirófanos el paisaje cambia: aquí no se queja nadie, ni se lamenta, ni delira y la enfermera que le abre la vía de los alimentos y medicación tiene una actitud reconfortante. Durante la operación el hombre acumula percepciones que no recordará once horas después, cuando recupere la conciencia. Si las pudiese analizar se daría cuenta de que no ha vivido ningún peligro y que las sensaciones han sido mas sonoras que visuales, como si el cerebro fuese una radio incapaz de mantenerse estable en un punto del dial: conversaciones entrecortadas, finales de anuncios, melodías interrumpidas, interferencias, aplausos, señales horarias, nada que se asemeje a los sueños o a los efectos de la fiebre. Cuando despierta nota el mordisco de los puntos de la cicatriz. Le duele al tragar saliva – pero al menos no es dulce – y concentrarse en lo que le dice el cirujano aun más. Por su tono de voz y la expresividad de su mirada interpreta que la operación ha sido un éxito y que, cuando se haya recuperado, hablarán. A través de lo que oye a su alrededor, deduce cuales han de ser sus prioridades: descansar y dormir. Pero cuanto mas duerme mas cansado se nota, hasta que pasado un tiempo incuantificable, ya no se limita a dejarse llevar por la extenuación sino que participa con esfuerzos de la voluntad. A partir de este momento todo se acelera. Le sacan los puntos y la sonda, le ayudan a levantarse, le cambian la alimentación y le someten a una fisioterapia de rehabilitación. El hombre responde a los tratamientos y cuando se aburre revive mentalmente la visita informativa del cirujano. Llevaba un frasco de cristal con dos masas deformes sumergidas en formol, como babosas hipertrofiadas por una mutación de laboratorio. “Esto es lo que ha estado a punto de matarle”, recuerda que le explicó con la satisfacción del cazador que regresa a casa con un jabalí. El hombre contempla las babosas – una verdosa y la otra amarillenta – con una expresión de repugnancia y de incredulidad y, antes de que pueda preguntar nada, el cirujano le responde: “Son la nostalgia y la esperanza. En según que organismos pueden desarrollarse hasta anular otras funciones vitales y provocar una muerte extremadamente dolorosa”. Dos semanas más tarde, mientras se cambia para ponerse la misma ropa que traía al llegar al hospital, el paciente mira por la ventana. Un avión publicitario sobrevuela la ciudad arrastrando la sonrisa de un candidato. El hombre comprueba que lleva las llaves y la cartera y se sorprende de que no le falte nada. Se despide de las enfermeras, se lleva el informe, agradece las atenciones recibidas y, como el ascensor no funciona, baja por las escaleras y se van despertando el agotamiento propio de la convalecencia. En el momento de darle la dirección al taxista que lo ha de llevar a casa, no siente nada especial. Por la ventana ve desfilar edificios, monumentos, vehículos mal aparcados y contenedores. Como le han extirpado la


nostalgia no le pesa la inercia hacia unos recuerdos alterados por el poder transformador de la memoria. Como no tiene esperanza no gasta energías en proyectarse hacia un futuro improbable. Liberado del dulzor físico y anímico que tanto le torturaba – había llegado a combatirlo con cucharadas de mostaza – paladea la saliva felizmente insípida.

LAS CANCIONES QUE LE GUSTABAN A LENIN

Cerrar el piso de los padres quiere decir sumergirse en un espacio ajeno y familiar. Cuando está todo por hacer se plantean dos alternativas: conservar o destruir. Si eres demasiado conservador tendrás que alquilar un guardamuebles o invadir tu casa y desnaturalizarla. Si eres excesivamente radical, en un primer momento te aliviará sacrificar tantas cosas. Pronto te apetecerá volver a ver el álbum de fotografías, recuperar la sartén de las tortillas memorables o escuchar los discos de la música tradicional de Corea del Norte. Entonces lamentarás haberlos tirado: creías que eran un lastre del que tenías que desprenderte cuando, en realidad, eran un ancla para no perderte. Si en este proceso interviene la familia, todo se eterniza. Cada hermano reencuentra estímulos a los que no quiere renunciar. Cada nieto considera que no se puede tirar nada, e incluso los hay que con una solemnidad inoportuna propone una donación a un museo. Mientras dura el debate – marcado por la falta de realismo y cierta mezquindad – puedes entretenerte en detectar la cantidad de grasa que hay en los azulejos de la cocina, los cables arrancados por los operarios de la compañía que se llevaron el contador, la abundancia de clips por el suelo y los cambios de tonalidad de la pintura del techo, fósiles de las inundaciones del piso de arriba. Si no has de discutir con nadie todo será más plácido. Tendrás tiempo para detenerte en tesoros medio olvidados: con precaución, guardarás las fotografías de la hermana silenciosa y silenciada. La descubrirás con la emoción y la extrañeza de la primera vez, cubierta por árboles checoslovacos, tanto en blanco y negro como con el uniforme de las monjas de la Cruz Roja que la cuidaron hasta el final; o con una rama entre los dedos compulsivamente tensos, sonriente sin darse cuenta, con la expresión del síndrome universal, mirando más allá del valle de las colinas bajas. Y a pesar de que agradecerás la intimidad del momento, también encontrarás a faltar el intercambio de argumentos y, si tienes hermanos, las risas compartidas. Un consejo: si alguna vez has de cerrar la casa de los padres no respetes la normativa sobre basura y reciclaje. Si has de separar el cristal de los listones de madera de los marcos y del cartón del paspartú de todas las fotografías enmarcadas – convertidas ahora en setenta y ocho clavos de los que ya solo cuelgan siluetas rectangulares de polvo oscuro – acabarás loco. La abertura circular del contenedor de cristal es demasiado pequeña y no admite piezas grandes, de modo que antes, tendrás que trocearlas y, si eres manazas, herirte o incluso mutilarte. Tener que decidir entre el contenedor y las cajas donde ordenas lo que indultas – como en los toros más valientes de las grandes corridas – es lo más emocionante. Cada decisión es un examen y te escupe evidencias en las que no habías pensado. ¿Cómo defender un patrimonio en un piso


alquilado? ¿Cómo sentirse atado a una casa cuando has sido educado en la creencia de que la propiedad corrompe? Y de repente, como un recuerdo oportuno que te llegará de propia vida, recitarás mentalmente el poema de Gabriel Aresti que aprendiste con los amigos más vascos del servicio militar, cuando justamente empezabas a intuir que quizá algún día serías escritor: “Defenderé la casa del padre | contra los lobos, | contra la sequedad, | contra la usura, | contra la justicia, | pero defenderé la casa del padre. | Perderé los rebaños, | los huertos, | los pinares. | Perderé los intereses, | las rentas, | los dividendos, | pero defenderé la casa del padre”. Aquí en cambio los lobos no tienen la grandeza de las metáforas. Son moscas borrachas de bochorno. Son el ahorro por el ahorro, confundido con la prudencia. Y no hay dividendos. En lugar de rebaños, huertos y pinares, solo te has visto capaz de defender miles de libros – también uno de Aresti – montañas de papeles y documentos. Las dudas que has tenido a la hora de condenar o indultar dependen de realidades muy poco poéticas y vergonzosamente íntimas. ¿El piolet –termómetro recuerdo de Crimea? Indultado. ¿La litografía fúnebre de Antonio Tapies? Contenedor. ¿El anillo fabricado a partir de los restos de un bombardeo norteamericano B-52 abatido en Vietnam? Indultado. ¿El disco Las canciones que le gustaban a Lenin? Contenedor. Antes de llegar a esta fase habrá habido un proceso de selección bien largo. Las cajas acumularán correspondencia, extractos bancarios y documentos de identidad – legales y falsos – y todo el papeleo que oficializa a cualquier familia – tambien de esta – En una fase previa las cosas útiles habrán estado convenientemente aprovechadas – y a veces expoliadas – por familiares, amigos, vecinos y asociaciones sin ánimo de lucro. Platos, ollas, cubiertos, delantales, albornoces, tupperwares, colchas de ganchillo pero también publicaciones de los tiempos de la primera o segunda clandestinidad (un periodo que siempre ha tenido una dimensión geológica: pleistoceno, holoceno, clandestinidad). La ropa tendrá que ser donada a la beneficencia, ahora reconvertida, gracias a una maniobra semántica, en solidaridad. Es importante no desfallecer. La fuerza de algunos recuerdos es devastadora. Lo que te dan de evocación te lo quitan de equilibrio. Hay que blindarse contra estas emboscadas, aunque tengas que beber – preferentemente el eslivovice del mueble bar, un licor que mas que resaca provoca amnesias balcánicas – desinhibirte y liberarte de los escrúpulos que te puedan impedir cumplir el programa (tres viajes al contenedor por cada caja de cosas indultadas es una proporción razonable). De los muebles se ocupará un servicio municipal que enviará una brigada de operarios. Verles trabajar será un espectáculo que no deberías perderte: cinco horas de coreografía de ascensor y de escaleras, de estanterías desmontadas, de cosas que del mismo modo que habían entrado a presión, también han de salir a presión, de cintas adhesivas gritando de dolor y, como banda sonora, un repertorio de canciones silbadas por el jefe de la cuadrilla – nada que ver con las que le gustaban a Lenin – y una vez vacío el piso tendrás la convicción de que no habrá necesidad que te tomen las armas para defender, con las manos, la casa de los padres. Y que nadie habrá tenido que perder el alma, ni la prole para que continúe en pie. No te podrás sentar en parte alguna porque ya no habrá sillas, ni camas, y porque el suelo estará demasiado sucio y polvoriento. Y, como una verdad imprevista, te caerá encima la sensación de etapa concluida, de prueba


aparentemente superada pero en realidad fracasada (te preguntarás si cerrar la casa de alguien que ya no está o que se ha tenido que ir porque no se podía valer es claudicar). Y te sentirás como los perdedores de finales deportivas a quienes, a pesar de la derrota, se les obliga por razones de protocolo, a quedarse sobre el césped, esperando el apretón de manos de las autoridades y la medalla de la consolación. Consolación por haber cerrado al final el piso, último trámite de una larga lista de últimas voluntades. Consolación por aquello que es – lo notarás aun más en el momento de cerrar definitivamente la puerta – puro desconsuelo por no haber sabido honrar, con el empuje y la convicción necesarios, ni a la casa ni a los padres.

SUPERVIVENCIA

Le han recomendado tantas veces que busque las respuestas dentro de si mismo que, un día, organiza una expedición. Equipado con un casco de espeleólogo, un machete, un piolet y cuerdas de alpinista, empieza la travesía. El primer paso es el más difícil. Se tiene que concentrar mucho para encontrar la grieta adecuada y, a presión, meterse en la propia piel. El tránsito desde el exterior hacia el interior le hace sudar y maldecir, pero gracias a una maniobra de contorsionista y al empuje artificial que le proporcionan los antidepresivos, lo consigue (admirado por la eficacia del machete en el momento de abrirse camino y eliminar resistencias). El espacio que le acoge no tiene nada que ver con lo que había imaginado. Le habían hablado de un territorio casi ilimitado y llevaba, por si acaso, un kit de supervivencia. Ahora en cambio mueve la cabeza para iluminar un espacio cerrado, oscuro, en forma de armario. Con la disciplina aprendida en multitud de terapias, evita sacar conclusiones. Sabe que no le conviene precipitarse y se aferra a la posibilidad de encontrar más allá de esta claustrofobia inicial, otros espacios. Para tener más facilidad de movimiento, descarga la mochila y las cuerdas. Con la punta del piolet comprueba la consistencia de los límites que le rodean: toc, toc. Lo que ve – capas superpuestas de oscuridad alrededor de siluetas de estantes vacíos y de colgadores sin ropa – no le tranquiliza. Si este es el armario donde debería encontrar respuestas, piensa, mal vamos. Como siempre que se nota angustiado le entra gana. De la mochila saca dos barritas proteínicas y las devora con la avidez de un náufrago. Lo que le pasa por la cabeza e gusta tan poco como lo que ve. No sabe lo que se esperaba encontrar pero la expectativa que le ha traído hasta aquí no incluía un mueble vacío. Sin esfuerzo reconoce los síntomas de la decepción. Siente la tentación de disparar una bengala para ver, si más allá del techo, hay algo a parte de este espacio que, además le parece, que se estrecha. Es solo una impresión pero tiene bastante para entender que, a pesar de que recuerda que ha venido buscando respuestas, ya no sabe a que preguntas corresponden. Cuando con asepsia o paternalismo, le hablaban del concepto “dentro de ti”, nunca se imaginó un espacio así. Ahora se percata de su error de creer que todo sería amplio, extenso, inalcanzable. Que todo junto sea tan oscuro e irrelevante tal vez, especula, sea una respuesta. Si cuando aun no había empezado este viaje no estaba dispuesto a admitir según que, ahora tampoco. Por eso


impulsado por el efecto proteínico de las barritas, se levanta y empieza a golpear violentamente le fondo del armario. Además de rabia el impacto del piolet le transmite motivaciones más íntimas. Poco a poco consigue abrir un agujero y entrevé, al otro lado, el mundo de siempre. Animado continúa picando. La fiebre recaudatoria de la policía poniendo multas le produce cierta ternura y el mar, colapsado por surfistas y motos acuáticas, le transmiten una vitalidad tan reconfortante como el olor mezcla de sal, sardinas carbonizadas y crema de protección solar. Cuando consigue que el agujero sea lo suficientemente grande para salir de si mismo, echa a correr como si huyese de un incendio, sin preocuparse de la mochila, las cuerdas, el machete, el piolet y las preguntas sin respuesta que deja atrás.

UN AÑO DE PERRO EQUIVALE A SIETE AÑOS DE PERSONA

Cuando suena el teléfono, el perro y la perra están a punto de salir para ir al teatro. El perro descuelga: es el cerdo, su amigo y socio. Por la respiración y los gritos, interpreta que el cerdo está preocupado y le escucha mientras, con la punta de la pata, la perra da golpecitos en la esfera del reloj para recordarle que, si no salen en seguida, llegarán tarde. Entre gruñidos y sollozos, el cerdo le explica que acaba de discutir con la cerda y que necesita hablar con el. El perro cubre el auricular y, en voz baja, le gruñe a la perra: “Es el cerdo. Se ha peleado con la cerda. Quiere que nos veamos”. Ella hace una mueca que, en la escala doméstica de peligros, la sitúa entre la contrariedad y el reproche. El cerdo insiste. El perro querría explicarle que no puede ser, que tiene que ir al teatro, pero entonces le sabe mal por el amigo – con los años cada vez más socio – y, aunque no lo quiere admitir prevé que acabará cediendo a pesar de las consecuencias que entrevé en los amenazadores suspiros de la perra. “Ahora te llamo”, dice el perro. Cuando cuelga, ella no le deja abrir la boca. “Un día que salimos juntos y eres incapaz de hacerle entender que ya es bastante mayor para espabilarse solo”, gime. El le recuerda que son amigos – y socios – y que es lógico que intente no abandonarle en un momento difícil. En lugar de compadecerse, ella le aprieta las clavijas: “Es un inmaduro, y si cada vez que tenga un problema ha de fastidiar la vida a los demás, mas que ayudarle contribuiremos a perpetuarle la debilidad de carácter”. El perro sabe que no tiene la capacidad dialéctica de la perra. Para evitar en enfrentamiento, le propone ir sola al teatro. Ella se indigna: ¿Es que no se acuerda que fue el el que la convidó al teatro y que la dijo que, “para reactivar la pareja”, tenían que hacer mas cosas juntos? Sin argumentos, el perro intenta rebajar la tensión acercándose y olisqueándola. Ella le rechaza. Con desgana, se saca histriónicamente el collar antipulgas y, mientras va hacia el dormitorio, sentencia: “Haz lo que tengas que hacer”. Justo en ese momento, el cerdo vuelve a llamar, aun mas alterado que hace un rato. Consciente de que la discusión no se puede reconducir, el perro le dice que se encontrarán dentro de un cuarto de hora y que hablarán con calma. Cuando entra en el dormitorio la perra se está poniendo el collar de estar por casa. Sin atreverse a mirarla a los ojos le promete que volverá pronto y le


repite que le sabe muy mal. Mientras corre hacia el bar donde han quedado, el perro piensa que la perra debería haber sido más comprensiva. Sabe que no viven un momento de placidez, que la convivencia se ha debilitado y que, desde hace tiempo, reman para salir de la encrucijada, aunque la energía que emplean es más testimonial que eficaz. Cuando entra al bar ve al cerdo apoyado en la barra, demostrando un pesar tan exagerado como los abrazos que le da. El perro le escucha. Participa en la conversación con monosílabos tranquilizadores y alguna pregunta que tiene mas voluntad de réplica que de consejo. La gravedad de la batalla constata que es relativa. El perro le hace entender que aunque a veces nos sacan de quicio y nos manifestamos de un modo hiriente, tenemos la posibilidad de lamentarlo y, si conviene, de excusarnos. El discurso no le convence: se da cuenta que no está del todo concentrado en las miserias de su socio – y amigo – y que le preocupa mas la discusión inacabada que ha tenido con la perra. Pasan los minutos, mas interminables que nunca (si un año de perro equivale a siete años de persona, ¿a cuantos minutos humanos corresponde este rato?, se pregunta), y también las palabras, un río de clichés sobre la pareja, con confesiones del cerdo que le hacen sentirse un poco incómodo (detalles de la vida sexual - una vida sexual de cerdo, diferente a la de los perros -). Aparentemente el perro escucha pero hace rato que, en realidad, atiende a sus propias preocupaciones. Le recomienda que llame a la cerda, que sea valiente, porque si ella coge el teléfono ya tendrá media batalla ganada. Si después encuentra los gruñidos adecuados, añade, seguro que le escuchará y podrán hablar como animales civilizados. El cerdo promete hacerlo con una condición: que antes el perro hable con la cerda. El acepta porque quiere volver a casa cuanto antes mejor. Cuando la cerda descuelga se le notan los nervios en la voz. El perro se muestra cordial. Conduce la conversación con preguntas íntimas que suben el tono de la confidencia, suficientemente cautas para no parecer invasivas. Sin gritar la cerda le dice que de acuerdo, que hablará con el cerdo. Y, de paso, se disculpa con el perro por haberle metido en este enredo.: “Ya tienes bastantes problemas con la perra para que, además, tengas que cargar con los nuestros”. El perro deduce que la cerda sabe cosas que no debería saber. Por el silencio que se instaura en la línea telefónica ella se ve en la obligación de explicarle que acaba de hablar con la perra y que le ha comentado “el golpe bajo del teatro”. La calificación de golpe bajo le parece exagerada y, haciendo de tripas corazón, el perro consigue pasar el teléfono al cerdo para que continúe la conversación y despedirse. Corre hasta casa sacando la lengua y notando como le palpita el corazón. Encuentra a la perra enrollada en el sofá, desconsolada. Se acerca poco a poco, con gemidos tiernos, consciente de que cualquier error puede despertar el volcán. El diálogo se enciende como una traca, con crecientes y sucesivas explosiones. El perro se percata que ha perdido el control. Maldice al cerdo y a su propia debilidad de carácter por no haber sabido mandarle al cuerno. También lamenta haber tenido la idea de haber ido al teatro con alguien que, en realidad, no quiere solucionar nada y que prefiere el conflicto como una forma destructiva de entretenimiento. Siempre ha oído decir que el amor es la otra cara del odio pero le duele experimentar este tópico que, en otras parejas – la cerda y el cerdo, por ejemplo – siempre le había parecido pueril. Cuando, enseñándole los colmillos, la perra amenaza con morder, el perro sabe que para que las cosas no se agraven, tiene


que irse. En la calle nota el peso de la noche, la lluvia circular de los aspersores y la necesidad de tranquilizarse. Tendría que buscar un descampado, reflexionar y por la mañana, tal vez reencontrar a la perra y hablarla con el mismo sentido común que, hace un rato, les pedía a sus amigos. Pero es incapaz. Se nota ahogado, con ganas de aullar y de desfogarse. Se le ocurre que el único amigo a quien puede llamar es al cerdo que, justo en aquel momento, empieza a pacificar la situación con la cerda. Después de haberse excusado, está acariciando la piel de la cerda, que cuando percibe la proximidad del cerdo, se estremece con la inminencia del placer. A pesar de ser absurda y poco coherente, la atracción que siente por el cerdo es más liberadora que la discusión. Y aunque sabe que volverá a decepcionarla – cuando le conoció la catástrofe ya se intuía, pero sentía la necesidad de certificarla con la experiencia – se deja llevar. Y, justo entonces, suena el teléfono y el cerdo, contrariado porque el dring interrumpe un relámpago de excitación primitiva, descuelga. Oye los ladridos entrecortados y los gemidos del perro y, tapando el auricular, le dice a la cerda: “es el perro”. Enojada, la cerda resopla y moviendo la pata de derecha a izquierda como si fuese un limpiaparabrisas, le dice: “Por favor”. El sabe que deberá encontrar la manera de decirle al perro que se espabile, que ya hablarán, pero no puede porque, en los gemidos del amigo – y socio – reconoce la angustia que otras veces ha notado el. Y aunque se da cuenta de que la contrariedad crece en la mirada de la cerda – con una intensidad superior a la de antes, porque cada decepción disminuye el crédito y la confianza – dice: “Me sabe mal pero he de irme”.

UNPLUGGED

El hijo es como un cuento: habla incluso cuando duerme: habla incluso cuando duerme. Le toco la frente: suda. Ignoro como acabará, solo se que me apasiona. Tanto que tengo pánico de tomar decisiones que pudiesen romperlo. Si le enseño a disparar, por ejemplo, tal vez se hiera con la escopeta, pero por otro lado, el arma podría salvarle la vida. Hace cosas que yo no había previsto: a media noche levanta el brazo y se lo rasca, como si tocase un violín imaginario. Lleva un pijama afelpado, con conejos, osos, elefantes, un estampado tan irreal como el del papel pintado de la habitación. Si se hace daño le consuelo. Si se ponen enfermo le cuido. Si se equivoca le corrijo. A menudo le pido más de lo que puede darme y, casi siempre, me exige más de lo que puedo ofrecerle. Habla para que yo calle y yo solo me reconozco cuando me expreso a través de el. Para que crezca he de encogerme. Para que madure me he de marchitar. Dependemos el uno del otro. Si discutimos yo impongo mi postura aunque el tenga razón. El final llegará cuando ni el cuento ni el hijo me necesiten y yo tendré que fingir que ya me va bien que se salgan con la suya. Si tienen memoria y suerte les aprovecharan los borradores, las horas de ensayo, los momentos de euforia y de decepción, los papeles arrugados dentro y fuera de la papelera. Si son lo suficientemente espabilados sabrán ganarse a otras personas que continuarán la historia. Ahora duermen juntos: el hijo y el cuento. Si cuando


despierten yo ya no estoy, y siempre que no haya nadie delante que les pueda avergonzar o hacerles sentir incómodos, decidles que les quiero.

MISTER TRUJILLO Una familia en el aeropuerto: madre, padre, tres hijos, cinco maletas. Avanzan uno tras otro hacia los mostradores de facturación. A todos les da miedo a volar. A la madre porque no soporta los efectos de la presurización. Al padre, porque está cansado de coger en aviones. A los hijos, porque interpretan los ruidos y las vibraciones del aparato en función de lo que han visto en las películas de catástrofes. A las maletas, porque saben que mas allá de la cinta transportadora, las posibilidades de perderse se multiplican. Una vez en el mostrador les informan del retraso, les dan las tarjetas de embarque y les indican donde está el control de pasaportes. A medida que se acercan actúan igual que todos los pasajeros: miran alrededor y, mientras esperan que les registren, buscan sospechosos. Sin necesitar ponerse de acuerdo, todos tienen un retrato robot parecido en sus cabezas: un adulto joven vagamente árabe con los ojos muy abiertos y una tendencia a sudar demasiado. El arco de seguridad suena sin criterio. Se tienen que sacar los zapatos, los cinturones, abrir y cerrar los bolsos de mano y las mochilas y renunciar a dos tijeras, un cortaúñas y una botella de agua. El padre lo lamenta. Se ha hartado de repetirles la lista de objetos no autorizados por las nuevas normas de seguridad. Que no tengan en cuenta sus observaciones ya no le sorprende. Se resigna lo mismo que se resigna a que, una vez en la zona de embarque, los hijos insistan en tomar bebidas con gas (cuando la presión de la cabila disminuya, el gas les provocará una dilatación gástrica que les comprimirá las vísceras y les producirá un considerable malestar) o a devorar grandes cantidades de dulces (a pesar de que saben que las digestiones pesadas no favorecen un vuelo tranquilo). La madre, mientras tanto, da un ejemplo de serenidad y compra revistas de todo tipo. En una de las portadas aparece una familia real europea. Todos sonríen sentados a la puerta de un palacio de verano. El padre recuerda que hace tiempo leyó que los miembros de la familia real no viajaban nunca en el mismo avión. El rey y el príncipe por razones de estado, porque se interpreta que, si el avión tiene un accidente, la institución queda preservada. El padre recuerda que cuando trabajó en una empresa austriaca el presidente de la compañía no volaba nunca con el vicepresidente. Hasta hoy no había vuelto a pensarlo. Cambió de trabajo para evitar tener que viajar y poder dedicarse a sus hijos. La reflexión le induce a observar a su mujer – ensalivándose el dedo para pasar las páginas de la revista – y los hijos – conectados a aparatos y consolas diversos – y a preguntarse como deberían distribuirse en caso de tener que aplicarse las razones de estado. ¿Quién haría de rey, de príncipe, de presidente o de vicepresidente? Sabe que si se sigue metiendo en esa espiral, corre el riesgo de angustiarse. En las pantallas se informa de los retrasos y de las puertas de embarque de los vuelos. De cuando en cuando la megafonía insiste en reclamar la presencia de Mister Trujillo, un personaje conocido en todos los aeropuertos del mundo y que nuca comparece. El padre se da cuenta de que mientras


asimila lo que pasa alrededor (la luz, el movimiento, la energía) ralentiza los mecanismos de la ansiedad. En una situación ideal, piensa, sin limitaciones económicas, lo más correcto sería que el y su mujer viajasen separados el uno del otro. De esta manera, en caso de catástrofe aérea, la institución familiar quedará preservada. Pero, ¿y los hijos? ¿Deberían viajar con el o con ella? ¿Juntos o repartidos? ¿Cómo se pueden distribuir tres entre dos? Llevando la solución ideal hasta el extremo, concluye que lo mejor sería disponer de un vuelo para cada miembro de la familia. Pero conformándose con un escenario más realista de dos vuelos, se pregunta con que hijos le gustaría quedarse. Siempre se ha dicho que los padres quieren igual a todos los hijos y, aunque nunca se lo ha dicho a nadie, al padre le parece que tener hijos y quererles a todos del mismo modo no tiene mucho sentido, precisamente porque son diferentes. Para ayudarse a encontrar una respuesta convincente, y sin transgredir las reglas del juego que el mismo se ha impuesto, los mira: el pequeño mastica una masa de chicle con una intensidad máxilofacial perseverante, la mediana se muerde las uñas pintadas previamente de negro y el mayor bosteza, mostrando una dentadura asimétrica y una ortodoncia pagada a plazos. El pensamiento del padre se sumerge en el mar de los recuerdos. Escoge y elige, divertido por los estímulos de la especulación. Más allá de los cristales ve el tetra reactor en que han de viajar. Observa el tren de aterrizaje delantero y las alas. Recuerda como, de pequeño, su padre le explicó la función de todos los alerones y como, en lugar de tranquilizarle, la información aún le inquietó más. Ahora procura no estresarse y continúa. Si, pongamos por caso, viajase con la hija, y la madre con los hijos ¿preferiría que el avión que se estrellase fuese el de ellos o el suyo? No lo duda: preferiría mil veces morir el y que, gracias a un milagro de la aeronáutica, la hija sobreviviese. Le reconforta el convencimiento con que ha acabado la hipótesis pero al mismo tiempo – sobretodo si descarta la posibilidad del milagro – le parece terrible. No considera justo que por razones de presupuesto, las familias como la suya no puedan aplicar la lógica de las familias reales o de las grandes empresas. Tal vez porque adivina que se está angustiando y prevé las consecuencias que esto podría tener sobre el ambiente del viaje; la mujer le mira y le sonríe. El se lo agradece y se le acerca, dispuesto a cambiar de tema, consciente que ha dejar de darle vueltas. Le comenta algo sobre el clima de la ciudad donde pasarán las vacaciones y las excelencias del buffet del hotel. Como respuesta ella busca alguna cosa en el bolso de mano – después de la búsqueda, el orden habitual ha quedado alterado por la prisa en volver a meter las cosas dentro – y encuentra un caramelo mentolado, se lo da sin dejar de sonreírle – mientras la megafonía repite el último aviso para Mister Trujillo – y le dice: “Toma, te huele un poco la boca”.

BELGICA Para iniciar esta historia has de tirar un dardo contra el mapa y clavarlo justo en Sitges. Has de imaginar que tienes el poder de ser testigo de lo que pasará y aterrizar en la galería donde se inaugura una exposición de fotografías. Ábrete paso entre la gente que, con una copa en la mano, comenta las imágenes expuestas. Son retratos de


familia pero en lugar de personas, el artista ha preferido fotografiar sus pertenencias. Detente ante la composición central: reúne los objetos de una madre (unos sostenes de color carne, un gorro de ducha, una receta de somníferos, una pandereta), de un padre (un traje convencional – pantalones, chaleco, chaqueta – el carné de un partido político de hoz y martillo, una estilográfica y un pijama) y de un hijo (tres camisetas de colores brillantes, unos zapatos de punta blanca, dos condones para estrenar y la medalla de bronce de una competición escolar). Si aguzas el oído oirás una voz mas ilusionada que las otras: es la del artista. Los zapatos que lleva son los mismos que los de la fotografía – deduce pues que la composición corresponde a su familia – Observa con que humildad acepta los besos, los apretones de manos, los comentarios y los abrazos. Fíjate que de tanto en cuando mira hacia la puerta como si echase a alguien en falta. Agradece que, cuando te vea, no se sorprenda y corresponda a tu curiosidad con una sonrisa. Si quieres presentarte, hazlo, pero deberás explicarle que haces aquí, y no es habitual que los lectores y los personajes de una historia se conozcan personalmente. Mas vale que continúes avanzando entre la gente y que juegues a adivinar si la mujer con la que cruzas una fugaz mirada ha venido sola o acompañada. Mientras la sigues pregúntate porque hay mujeres que, a pesar de casi no tener pecho, llevan escotes abismales. Cuando el galerista anuncie que se acaba de vender la primera fotografía, únete al aplauso general y, aunque hayas de hacer un esfuerzo de concentración, dedica un rato a observar la composición central. Déjate llevar por lo que sugiere. Dos realidades superpuestas: de un lado, la apariencia inanimada de los objetos; por el otro, lo que significan. La elección de las pertenencias de la madre transmite afecto, arrepentimiento y respeto. La del artista efervescencia y exhibicionismo. Los objetos del padre, en cambio, son de una sobriedad casi angustiosa, como si fuesen de una persona muerta o de alguien que ha tenido que desprenderse para cumplir condena. No saques conclusiones cuando veas entrar a un hombre con el pelo blanco, sudando y algo desordenado. Avanza hacia el artista, resopla y se resiste a sacarse la americana, que es de lino, un tejido mas adecuado para un día de julio que no para este jueves de marzo. Para entender lo que está a punto de pasar – y teniendo en cuenta que las expectativas argumentales de esta historia son limitadas – conviene que te centres en la expresión de los dos en el momento de encontrarse: la sorpresa inicial, la resistencia a tocarse, cierta incredulidad y al final, un frío abrazo. El hombre del pelo blanco tomará la iniciativa de darle un beso de una familiaridad protocolaria, que coincidirá con la primera copa rota de la noche. A estas alturas nadie tendrá que explicarte que el encuentro entre padre e hijo ha sido muy distinto de lo que habían imaginado. Haz valer tus poderes de lector, métete en la piel de los personajes, descubre que sienten y confirma que poco tiene que ver con lo que hacen. El padre comenta las fotografías con la locuacidad artificial de los vecinos que, en el ascensor, no soportan el silencio y hablan aunque sea para no decir nada. Los dos se habrán parado ante la composición central. Mientras el hijo se multiplica entre los convidados, el padre hace un recorrido introspectivo. A estas alturas ya te habrás percatado de que el conflicto entre los protagonistas tiene que ver con el egoísmo. Esta es la razón por la cual el padre se centra mas en las pertenencias propias que en la de los otros. Recuerda perfectamente aquel traje pero hace años que lo tiró. De lo que hay en la fotografía


no conserva ni el carné (el partido desapareció como consecuencia de un uso autodestructivo de la hoz y el martillo), ni la estilográfica, ni el pijama. El padre piensa en todos los obstáculos que ha tenido que vencer para llegar hasta aquí: venir especialmente, salir antes de tiempo de la comisión, soportar un vuelo accidentado (en la pista del aeropuerto, el retraso provocado por los famosos pájaros suicidas de Bruselas, que se lanzan contra las turbinas de los motores; en el avión un grupo de waterpolistas borrachos), cambiarse en los lavabos de la terminal del Prat (el euro uniforme y la corbata no eran adecuados y los ha sustituido por la informalidad del lino) y el tostón del taxista. Para no mostrarse excesivamente afectado por la frialdad del hijo, el padre pacta consigo mismo: paciencia, paciencia, paciencia. El artista entretanto parece más centrado en la condición de hijo que en la de fotógrafo. La seguridad de hace un momento, ha quedado en parte desactivada. Más aún cuando después de presentar el padre a los amigos que se le acercan, todos le comentan: “Sois iguales”. Toda la vida había creído que se parecía mas a su madre. Y ahora, después de cuatro años de no verle, le fastidia tener que admitir que se parecen ( no debería de sorprenderle que haya venido; sin decirle nada, el galerista le convidó – “Te guste o no, tu padre es un VIP, y muy considerado aquí, en Sitges”, le espetó cuando se enteró -). No necesitas preguntarlo, ya te lo explico yo: la consideración de Sitges le viene de cuando, en el Parlamento de Estrasburgo, defendió la primera ley europea en pro de los derechos de los homosexuales (no lo hizo porque fuese un experto en la materia sino por el reparto rotativo de las asignaciones del grupo parlamentario). El episodio coincidió con la época mas tensa entre los dos. Vivir en Bruselas (con constantes viajes a Estrasburgo) les había alejado y, una vez asegurada la reelección, los padres se separaron (fiel a una falta enfermiza de imaginación, el padre se lió con la secretaria). Esta vez, la habilidad la habilidad para consensuarlo todo no le sirvió de nada: con pose de Intifada, el hijo rechazó la diplomacia paterna. Se enrocó a favor de la madre y aprovechó el fragor de la batalla para anunciar que era homosexual – entonces las cosas no eran como ahora, conviene que no lo olvides – Por coherencia política (y para preservar el estatus jerárquico), el padre se resignó (a pesar de que estaba cambiando de puntos de vista aun le pesaba la educación homófona que había recibido y el hecho de haber presidido el comité que había denegado el ingreso como militante a un conocido poeta por ser capitalista y homosexual – no te tiene que sorprender: la trayectoria del partido al que pertenecía se caracterizaba precisamente por arrepentirse, siempre con décadas de retraso, de los errores cometidos -). El hijo hizo cruz y raya y el padre adoptó una distancia que pretendía ser provisional pero que, mas por pereza que por cobardía, se fue volviendo costumbre. Sin cortar todos los puentes, se fueron viendo, siempre con una desgana rutinaria, parecida a la que mueve al universo europarlamentario (en los momentos de máxima lucidez – cuando la secretaria le dejó por un hombre mas influyente – el padre concluyó que la complejidad de la política comunitaria y de sus instituciones era consecuencia de la desesperación que provoca el clima de Bélgica). De todo esto te habrías podido enterar preguntando a unos y a otros, o consultando hemerotecas, pero ahora que ya lo sabes, observa el que mas allá de las fotografías, ninguno de los dos dice. Hazte a la idea: No habrá intercambio de excusas ni de explicaciones. Amparados por un orgullo recíproco y hereditario entenderán que a


partir de un momento determinado – que no se anunciará con palabras – podrán firmar el armisticio. Tendrás que estar atento: se producirá de un modo casi imperceptible. Cuando el hijo le pregunte si quiere una copa, tanto el padre como tu tendréis que deducir que por la manera de sonreír que tiene, se están tendiendo mutuamente una mano metafórica (se que preferirías mas que reaccionasen con rabia, pero los intereses de un lector amante de los conflictos no siempre coinciden con las necesidades de los personajes). No te vayas todavía: el final no tardará mucho. La fiesta continuará con la coreografía prevista de aproximaciones y distanciamientos. El espacio será lo suficiente reducido para que vuelvas a cruzar tu mirada con la de la mujer. Esta vez no apreciarás ninguna intención seductora y sospecharás que ella también es una lectora y que, igual que tú, intenta encontrarle sentido a una historia que hasta ahora no lo ha tenido mucho. Las felicitaciones al artista se multiplicarán hasta agotarse. El padre y el hijo saldrán de la galería con la excusa de tomar el aire. Se alejarán un poco – la mujer del escote y tu les seguiréis – y bajaran hasta el paseo. En el momento de sentarse en un banco, el padre notará en sus hombros el cansancio de todo el día y, si exageramos un poco, el de todos estos años. El hijo mantendrá un silencio preventivo y verá como, con una amenazadora precisión, un mosquito aterriza sobre la mano de su padre. El díptero se moverá con cautela y el hijo pensará en fotografiar el instante, inminente, de la picadura. Recordará cuando aun tenían cosas que decirse y cuando, armados con insecticidas de todas clases, organizaban batidas contra las tribus de mosquitos – entonces el mosquito tigre aun no había invadido la comarca ni ganado la guerra – Se mirarán con la suficiente intensidad para que la mujer y tu entendáis que la mirada es lo suficientemente reveladora para cerrar una historia que - ¿ya está? – te desconcertará. Sin decir nada, el padre será rápido y aplastará violentamente al animal. Los dos sonreirán y sin decirlo en voz alta – lo sabréis porque dispondréis de la información privilegiada de los lectores – el padre no podrá evitar preguntarse si hay o no mosquitos homosexuales.

VOLUNTARIOS Érase una vez que había una vez que no era como las otras. Ni los niños, ni los reyes, ni las princesas (con largas trenzas rubias) querían saber nada, ni tampoco los animales mas feos y peludos, habitualmente dispuestos a participar e historias inverosímiles y ridículas. Para que se enterasen de su existencia, la vez que no era como las otras tenía que hacerse notar y, con poca traza y una vergüenza dolorosa, saludaba moviendo la mano a los que, no se sabe si a posta o sin querer, la ignoraban. Cuando creció empezó a envidiar las veces que si eran como las otras. A ella también le hubiese gustado ser una vez un castillo sobre la montaña, y subir a la torre más alta y mirar como, desde muy lejos, llegaban a toda brida, príncipes azules (o de cualquier otro color) cargados de patrimonio y de testosterona. Incluso se habría conformado con ser una vez más sórdida, de terror o de psicópatas destripadores de prostitutas en, pongamos por caso, Londres o Boston. A una vez como Dios manda se le tiene que exigir cierta dimensión dramática y la capacidad de


ordenar los acontecimientos de manera fantástica. Pero ella no se veía capaz de asumir la responsabilidad de ser transmitida de padres a hijos a través de una historia, oral o escrita, con una finalidad moral. Sin capacidad para tirar hacia delante, roída por su propia debilidad, acomplejada por mil y una limitaciones, se fue abandonando. Dormía en la calle, se inyectaba drogas adulteradas y pasaba largas temporadas sin decir nada, fuera del tiempo, acumulando rencor, mirando al mundo con ojos rabiosos y flagelando su autoestima. Sufría de insomnio y alucinaciones hasta que una tarde, una brigada de limpieza municipal la encontró, muy malherida, entre un contenedor de vidrio (verde) y uno de envases (amarillo). La llevaron al hospital y, como no había camas disponibles, la instalaron en el rincón más inhóspito de un barracón provisional, cerca del ala de oncología infantil. Fue allí donde la conoció. Dos veces por semana un grupo de voluntarios nos reunimos para leer cuentos en voz alta a los más pequeños. No tenemos la energía de los payasos, capaces de transformar los pasadizos del hospital en una pista de circo, ni la alegría de los músicos, que hacen vibrar los fluorescentes más apáticos, ni la solemnidad de los curas cuando se acercan para anunciar una muerte inminente. Por el contrario, si encontramos el tono y el texto adecuados a veces conseguimos que se imponga la voz del narrador y que los enfermos esperen expectantes el desenlace de una historia que, a menudo, comienza por “Había una vez…”. Un día, despertó mi curiosidad la presencia distante de una enferma, la pregunté quien era y me costó oír la respuesta. A partir de entonces la visité de cuando en cuando, a veces por compasión y a veces por un interés, un poco patológico, de los que buscamos en la realidad las historias que no somos capaces de inventar. Hasta que una noche murió de la peor manera: sola, entre delirios y apretando con desesperación el dosificador de morfina. No fue ningún drama, porque no nos conocíamos y porque, desde que hago de voluntario, he aprendido a distanciarme de las emociones demasiado destructivas. Unas cuantas horas mas tarde, después de elegir los cuentos que teníamos que leer al día siguiente, ordené las notas que había tomado en el hospital y empecé a escribir la historia de una vez que no era como las otras, porque ni los niños, ni los reyes, ni las princesas (con largas trenzas rubias), ni los animales más feos y peludos no querían saber nada, y porque hay veces que pasan sin dejar rastro, como sino hubiesen existido.

CIEN POR CIEN SEDA NATURAL Antes de morir me gustaría aprender a hacerme el nudo de la corbata. Lo pienso ahora, en el momento de enterrar a mi padre. En el féretro luce, además de un inicio de sonrisa que tenemos que agradecer a los tanatoplásticos de la funeraria, una corbata roja. Aunque el nudo es correcto no tiene la consistencia que el sabía darle cuando, con gestos sabiamente coordinados, conseguía que una tira de tela aparentemente amorfa acabase, a la altura del cuello, teniendo vida propia. De pequeño le pedía que me avisase cada vez que se la ponía. No me quería perder el espectáculo: como la elegía, como valoraba su caída, el tacto, las posibilidades de combinación y, sobre todo, las prestaciones a la hora de ser anudada. Como colofón de la ceremonia, levantaba la barbilla, movía el cuello como una tortuga satisfecha y


sonreía. De adolescente perdí en interés por los rituales de mi padre. Arrastrado por las costumbres de la época y las circunstancias del entorno, me convertí en un anticorbatista radical. Creía que representaba el conservadurismo uniformista, la tradición impuesta y una forma aburrida de incomodidad. La combatí con una energía más dogmática que los valores que intentaba impugnar. Por suerte, los prejuicios se ablandaron y volví a admirar – ahora si: sin complejos – las corbatas paternas. Incluso tuve la satisfacción de comprarle algunas por Navidad o para su cumpleaños. No era un regalo original pero el siempre encontraba argumentos para apreciarla, incorporarla a su colección y, con un gesto eminentemente teatral, decirme: “Algún día, hijo mío, todo esto será tuyo”. Yo no llevaba corbata porque me había acomodado a una informalidad que, en realidad, era pura pereza. Aún así, por razones de trabajo o ceremonias sociales, a veces me la tenía que poner. Entonces topaba con la evidencia de no saber anudármela. En lugar de aprender, elegía el camino más corto: llamaba a mi padre y le pedía que me ayudase. La escena nos divertía – mas a mi que a el - : iba a su casa, le explicaba las características del acto que exigía la etiqueta, elegíamos – la elegía el – la corbata adecuada y, en el momento de anudarla, mi padre me decía que para ir bien tenía que ponerse detrás de mi, como si tuviese que hacerse el nudo para el. “No lo se hacer de otro modo”, me decía. Ante el espejo me transformaba en un ser con cuatro brazos y, de pronto veía como la habilidad paterna conseguía, alehop, el milagro. Después me volvía a casa, aflojaba el nudo cuidando de no deshacerlo, me sacaba la corbata, me vestía para la ocasión y me la volvía a poner. Nunca me quedaba tan bien como a el. Como siempre he tenido tendencia a maquillar mis limitaciones con estrategias literarias, mitificaba aquellos ratos pensando que algún día, tal vez escribiría un cuento o un artículo. Cuando le ingresaron en el hospital con la sospecha – compartida y tácitamente silenciada por ambos – de que no saldría vivo, una de las cosas que mas le molestaban era el uniforme de enfermo: la bata atada tras el cuello y que le dejaba la espalda y el culo al aire. Mientras pudo hablar, se quejaba y nos preguntábamos si una buena corbata podría mejorar la fealdad de aquel uniforme. Mi padre no era un corbatista sofisticado: ni sus medios ni sus principios – los segundos acostumbran a ser la consecuencia de los primeros – se lo permitían. Nada de lujos ni diseños exclusivos pero cuando hablaba se le iluminaban los ojos y pronunciaba el nombre de marcas que sonaban como el súmmum de la elegancia. Por eso, cuando en la funeraria nos dijeron que teníamos que vestirlo, entendimos la importancia de elegir una buena corbata. Reunidos en asamblea – con las limitaciones propias de esta forma de deliberación – hicimos una selección previa, procurando ser fieles a los criterios del difunto – rechazo de la estridencia y de los estampados extravagantes y preferencia por la sobriedad y la discreción distinguida – Finalmente nos quedamos con dos candidatas y el valor simbólico del rojo se impuso por unanimidad. Cuando después de haberles dado la ropa, los servicios funerarios nos dijeron que ya podíamos verle, nos conmovió recuperarle sin la bata hospitalaria. Era como si a cambio de devolverle la dignidad hubiese tenido que dejar la vida. No fue un momento tan dramático porque habíamos tenido tiempo para prepararnos. La tranquilidad y serenidad que mostraba, tan opuestas a la tensión agónica de los


últimos meses, nos aliviaba. La sombra de un atisbo de sonrisa era el detalle complementario idóneo como si, con su socarronería habitual, mi padre relativizase la condición de difunto. Me fijé en el nudo: nunca le había visto con ninguna corbata que no se anudase el. Comparativamente no había color y entendí que ciertas cosas, conviene hacerlas uno mismo y decidí que antes de morir, debía aprender a hacer el nudo. Por desgracia, las decisiones más solemnes son con frecuencia las mas vulnerables. No puedo decir que no lo haya intentado. Pero cuando creo que he conseguido enlazar dos tercios de los gestos decisivos y empiezo a ilusionarme con la perspectiva del triunfo, todo se estropea y la tira de tela amorfa se deshace estrepitosamente. Insistiré, en parte porque me asusta esta incapacidad de usar las manos con cierta garantía, y en parte porque me parece que si no aprendo una cosa tan aparentemente sencilla, no podré disfrutar del momento en que mis hijos, aun demasiado pequeños para notar la sensación del corbatismo o del anticorbatismo, me pidan por favor que les enseñe a hacerse el nudo de la corbata.

TENDRIAS QUE HABER INSISTIDO Se encuentran casualmente en la salida del teatro. Han pasado treinta años y han ganado más de cincuenta kilos pero son lo bastante elegantes para fingir que no les impresionan las respectivas decadencias. De la época en que vivieron juntos conservan la voz y la mirada, y en seguida recuperan las ganas de saber el uno del otro, prescindiendo de la tensión de entonces cuando, después de tres años de una felicidad que no han vuelto a tener, se separaron. La conversación reactiva los recuerdos y acaban hablando del último día juntos cuando encendiendo un cigarrillo tras otro, ella le dijo que ya no le quería. Ahora, muy cerca del teatro donde hace un momento han visto triunfar una compañía de jóvenes actores se percatan que hay sentimientos que se pueden cauterizar pero nunca hacerlos desaparecer. Mantienen una cordialidad afectuosa que, si fuesen sentimentales, les conmovería. El le recuerda el color de las maletas y el momento tan triste de devolverle las llaves. Bajando un poco la mirada ella le dice: “Tendrías que haber insistido”. El se toma el comentario sin reaccionar. Se mantiene en pie, con el cuello del abrigo levantado y las manos en los bolsillos, aunque en seguida percibe la necesidad de cambiar el rumbo de la conversación y, con habilidad, consigue que hablen de lo que han hecho, de los hijos que han tenido (y perdido) y de los trabajos que les ocupan. En el momento de despedirse, con la promesa de volverse a ver, saben que la incumplirán. Ella porque no es partidaria ni de los encuentros de exalumnos ni de cenar de vez en cuando con alguno de sus ex. El porque se siente desconcertado y un poco dolido. Tendrías que haber insistido. ¿Cómo se insiste cuando te dicen que no te quieren? Por descontado que pensó en contradecir la evidencia y seguir los consejos de algunos amigos comunes que le decían que estaban hechos el uno para el otro y que debía luchar por recuperarla. Pero al final optó por un distanciamiento drástico, como si se hubiese acogido a un programa de protección de testigos y hubiese cambiado de vida, de nombre, de profesión y de ciudad. ¿Luchar? ¿Qué quería? ¿Qué, de


madrugada, entrase por la ventana como un Romeo fracasado? ¿Qué, disfrazado de mariachi, capitanease una serenata? ¿Qué contratase un aviador acróbata que dibujase en el cielo una frase cursi? Cualquiera de esos efectos especiales le parecían propios de los que, por egoísmo y orgullo, no respetan la literalidad de un – mas claro el agua – “Ya no te quiero”. Parado en la acera espera que el semáforo cambie de color. Ya no recuerda los esfuerzos de los jóvenes actores sobre el escenario, ni la mirada ilusionada que compartían en el momento de recibir el aplauso electrizado del público. Y le entristece darse cuenta de la complicidad que hubiesen podido tener juntos, pero también cree que cuando se dice que una historia se ha acabado, es importante no insistir, no luchar y poner, del modo más digno y rápido posible, el punto final. ============================================================


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