Revista DNG Photo Magazine Nº 110 - Octubre 2015

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Entrevista [DNG]

go, cuando el actor está solo y no es más que lo que se ve. En tu caso, en “Novecento”, ¿sería tu propia imagen la que representa la historia? En el teatro, en general, aunque haya mucha escenografía. Hombre, hubo una época en la que el rey, el escenógrafo y a los actores nos colgaban vestidos de cucarachas o de langostino al ajillo para hacer Ricardo III, por ejemplo. El teatro, siendo una convención con sus sillas colocadas y las luces, donde se reconstruye una historia que sabemos que es mentira, paradójicamente termina siendo verdad porque lo que pasa allí, si está bien hecho, es verdad. Tienes a un ser humano a cinco metros que empieza a decir una serie de tonterías y de pronto se te pone de rodillas y comienza a llorar, por lo que tienes delante a un ser humano llorando de verdad. Ahí no hay artificios. Y los besos, si están bien hechos, son de verdad, como el odio. En el caso del monólogo se está más solo y sin arropo de mis compañeros. Y en el que yo hago, además, estoy absolutamente desprovisto de escenografía. Pero no por un ejercicio de minimalismo o porque menos es más, sino porque no hace falta nada más, simple y llanamente. Hay un individuo que tiene una historia y lo único que quiere es contarla, como

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esa gente que cuenta batallitas. La imaginación del espectador es mucho más potente y lo que se cuenta es como ponerle una voz a Mafalda. Si le pones una voz a Mafalda, te la cargas, porque cada uno tiene una voz que no puedes reproducir. En “Novecento” hay un pianista excepcional, ¿pero qué música vas a poner? Cada uno se imagina la música más frenética que le dé su imaginación. Al final de la obra, en el coloquio, cuando pregunto al público cómo se imaginan “Novecento”, a veces hasta hay broncas. Cada uno tiene una imagen que acomoda a su pensamiento. Es lo mismo que ocurre con los locutores de radio. De hecho, hay una frase que dice: “Si del locutor te enamoras, no vayas a la emisora”. ¿Y por qué? Pues porque tú te has imaginado una cara, a través de esa voz. Si vas y ves su cara, como pasa casi siempre, verás que esa voz no le pega. 99 Yo me imagino que “Novecento” suena a Jazz. Suena a Jazz, sí. El chico que toca el piano se convierte en un músico fantástico pero nunca baja del barco. Alguien que le reta a un duelo de virtuosismo tiene que subir al barco. Yo lo cuento porque en la obra soy su gran amigo. De pronto, ese chico, después de treinta y dos años en el barco, dice que se baja en Nueva York,

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