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Verónica Murguía (México

©Arturo Orta Universum

Verónica Murguía

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México

Nací en la Ciudad de México. Desde muy niña me interesé por los libros y la lectura. Sospecho que no me quedó de otra, ya que durante la primaria y la secundaria usé botas ortopédicas y más tarde un corsé. Mis compañeros de clase se dieron cuenta de que mi torpeza e inutilidad físicas eran incomparables. x Yo me di cuenta de que la mejor forma de tener amigos era contando las historias que leía. Leo de forma omnívora, constante: libros buenos y malos; de autores clásicos y de escritores más jóvenes que yo; de casi cualquier tema. Pero, distraída que soy, durante muchos años no entendí que ese andar añadiendo invenciones a lo que leía eran ganas de escribir. Fui locutora, vendedora de grabados, maestra de inglés, recepcionista y hasta quise ser jardinera, pero las burlas del señor que se ocupaba de podar los arbustos y la yuca del jardín de mis padres, me disuadieron.

Un día ya no me aguanté y escribí una novela de tema árabe que sucede en la Edad Media, una época que, desde siempre, ejerce sobre mí un hechizo poderosísimo. De vez en cuando trato de escapar de esos siglos: pocas veces lo logro. Siempre regreso a hundirme en crónicas, sagas, gestas, sermones y fábulas. Mis personajes históricos más amados son san Francisco de Asís y el príncipe Saladino. También escribo para niños, ocupación que me alegra muchísimo. Además, traduzco y mantengo una columna en el periódico La Jornada desde 1999.

Credo

No creo en la inspiración como un acto de magia ejecutado por una mente excepcional. Casi siempre creo en la inspiración como la llegada a la cima de un laborioso cúmulo de ideas. Excepto por los cuentos: estos llegan como relámpagos, como manifestaciones del mundo natural. Son gotas, guijarros, diamantes, trozos de carbón. La novela es una cadena, un racimo, follaje. El cuento, en cambio, es una sola cosa.

El cuento indaga y muestra sin explicar. Es afín a las preguntas: más humilde y más astuto que la novela. El cuento puede usar recursos poéticos sin menoscabarlos. Su brevedad lo permite. El cuento obliga al autor a ser modesto, a bajar la voz y darle prioridad a las experiencias de los protagonistas.

El cuento es anterior a la novela. Va de la mano con el poema y la parábola de los libros sapienciales. Nació en la oscuridad de la caverna y del templo, entre plegarias y salmodias. Intenta mostrar lo inexplicable. De ahí su misterio En los mejores cuentos lo que no se muestra es tan elocuente como lo que se describe. El silencio, en el cuento, debe ser tan sonoro como una nota musical.

El lector de cuentos es un lector más flexible y ávido que el lector de novelas. Debe ser generoso con su atención y, al mismo tiempo, exigente. La imaginación, en el cuento, debe estar dispuesta a correr una distancia corta con toda el alma.

Las editoriales se niegan a publicar cuento por la misma razón por la que escasean las editoriales que publican poesía: son géneros menos susceptibles a ser usados como vehículos para vender, para anunciar, para “mejorar” o proclamar “valores”. No tranquilizan, inquietan.

El cuento, cuando está bien escrito, tiene la potencia de lo destilado. Y si el final tiene potencia, la satisfacción que produce la lectura tiene un eco físico. Es como cuando uno entiende, cuando “cae el viento”.

Sería bueno leer un cuento diario.