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Antonio Ortuño (México

©FIL Guadalajara

Antonio Ortuño

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México

Nací en Zapopan, Jalisco, en 1976, y comencé a escribir cuentos en la infancia. Nunca gané un premio escolar: las profesoras esperaban que uno escribiera sobre la milpa de su abuelo y el mío nunca tuvo milpa. Ya en la juventud dejé de tirar mis manuscritos a la basura. Algunos los reescribí veinte veces. La primera recopilación de mis relatos se tituló El jardín japonés y fue publicada en España en 2008, por culpa del editor Juan Casamayor del sello Páginas de Espuma. Le siguió otro libro en 2011, llamado La Señora Rojo, atribuible al mismo editor. En 2015, Artur Zeballos, editor peruano, me invitó a recopilar aquellos relatos que no me avergonzaban, entre los míos, en una antología llamada Agua corriente (La Travesía, Lima). Con algunos textos agregados, una edición internacional de Agua corriente fue publicada por Tusquets en 2016. En abril de 2017, mi libro La vaga ambición fue el ganador del V Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero y en 2021 publiqué Esbirros. Cuentos míos han sido traducidos al inglés, francés, alemán, holandés, italiano, húngaro y farsi. Esta es la parte pública del asunto. En privado, tengo una relación sensacional con la escritura de cuentos. Los veo como espacios de libertad literaria absoluta, que me permiten desentenderme, además, de la escritura de novelas, que es una de mis ocupaciones principales. Escribo de modo veloz y corrijo obsesivamente. Una novia me terminó en 1999 cuando le mandé un relato pésimo. No pienso volver a pasar por ello.

Credo

Comencé a escribir relatos porque siempre me los conté en la cabeza. Mis juegos con soldados, en la infancia, seguían la secuencia de una historia. Un día (tendría seis años) organicé algo que llamaremos “encuentro narrativo” entre los muñecos de El planeta de los simios de mi hermano y las barbies de mi hermana. He olvidado el argumento de la historia pero cuando mi madre me encontró ni simios ni barbies tenían ropa encima. Siempre ha asociado la escritura con la sensación de ser descubierto en mitad de un empeño escandaloso.

Al principio, entendía mis propios cuentos como producto de dos posturas opuestas. Algunos eran fríos y otros violentos. Los fríos también eran violentos. Lo que los distinguía era que los fríos los escribía ahuecando la voz, es decir, mimetizando un tono que me parecía libresco y emulando el fraseo de autores que me resultaban respetables. Los otros eran viscerales y en ellos aterrizaba ideas más o menos funestas, a las que solía darles vuelta antes de dormir. Con el tiempo aprendí a convertir el registro frío en una voz paralela en la cabeza, que me ayuda a repensar y corregir los relatos, pero no a escribirlos.

Mi método (podría estarlo inventando al teclear estas líneas), consiste en hacer que la idea de un relato circule por etapas. Primero la idea misma, que puede ser cualquier cosa. Desconfío de las intuiciones geniales, porque nadie tiene cien en la vida y yo quiero escribir cien cuentos y no depender de ellas. Tengo, pues, una idea. Entonces la reduzco a un párrafo. Una línea o dos, por lo general. Luego, cavilo y decido el tono en el que quiero escribir el cuento y el tipo de fraseo. Ensayo líneas, a veces una primera versión completa. Luego, cuando está terminada, la dejo ahí, unos días, unas horas. Regreso a ella. La ataco, la vapuleo, la miro con la desafección con que sé que las personas que me caen mal la mirarán. A veces me doy la razón y corrijo menos. La mayoría de las veces arraso el texto y lo reescribo, a pedazos. Mi trabajo son las ideas, sí, pero sobre todo las palabras, las frases, la construcción de espacios narrativos.

Veo el relato como un espacio de libertad, pero es una libertad tramposa, aparente. Del caos y el automatismo no salen más que frases hechas e imposturas, en realidad, muy pensadas. Busco que los textos tengan una superficie simple, que el fraseo atrape y cree intimidad con el lector. Y entonces, gracias a esa intimidad, le refiero toda clase de barbaridades que no quería escuchar, las que me rondan la cabeza y valen la pena contarse. Para ser un bárbaro hay que pensar muchísimo.