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Beatriz Espejo (México

Beatriz Espejo

México

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Fui una lectora voraz. Empecé con narraciones infantiles a las que siguieron novelas importantes seguramente impropias para mi edad; pero en conjunto despertaron mi vocación. Como la mayoría, intenté escribir poemas y tuve la desvergüenza de enseñárselos a maestros consagrados. No me desilusionaron, aunque tampoco fueron capaces de instigarme a continuar ese camino que necesita colaboración de ángeles benévolos. No, no sé cuándo ni cómo, intenté cuentos, el género más exigente después de la poesía. Necesita una técnica esmerada; sin embargo, William Faulkner decía que al escritor interesado en la técnica más le valía dedicarse a cirujano o a colocar ladrillos. En cierto modo tenía razón. No del todo. Ningún manual, ni siquiera un taller literario, indica la forma de hacerlos.

Nadie enseña la manera de saber contar. Se requiere un estilo personal ligado a la respiración y a la forma de mirar el mundo. El cuento es una gema preciosa de la que debe desterrarse lo innecesario, un problema individual que va gestándose casi insensiblemente mientras se trabaja impulsado por un anhelo de perfección que jamás se alcanza. Incluso sabiendo esto cada vez pienso que en esa ocasión o en la próxima lograré lo que me propongo. Por ello sigo trabajando y no renuncio al oficio que me ha dado tantas satisfacciones.

Intento de decálogo

Uno. El cuentista necesita talento, disciplina y sobre todo permanecer alerta para continuar en el ejercicio de su tarea. Dos. No hay que sentirse satisfecho con lo obtenido porque nunca es tan bueno como podría ser. Tres. Hay que soñar y apuntar más alto cada vez sin preocuparse por sus contemporáneos, ni siquiera por los autores de su mayor estima. Simplemente hay que tratar de ser mejor que uno mismo. Cuatro. Antes de empezar un cuento necesita saberse lo que se quiere decir, de ahí que sea tan importante la primera frase. Lleva implícito el tono, el ambiente, incluso los personajes. Porque la forma y el fondo son lo mismo. Cinco. Es indispensable que el final esté sostenido por puntos de apoyo bien escondidos, los cuales se van descubriendo en la medida que se escribe y que quizá sólo los encuentre el lector si lo investiga con el mayor cuidado. Deben quedar ocultos como las vetas de una mina. Seis. Si un cuento no sale de una jornada requiere revisarse cada día para continuar, reescribirse o decididamente olvidarse de él. Siete. Evitar que en el texto existan hoyos negros. Es decir, cosas que no quedaron resueltas y de las cuales se habló sin dar mayores detalles y sin que volvieran a surgir en lo contado. Ocho. Uno puede estar cierto de que en una narración del tipo hay mucho más de lo que se leerá la primera vez; pero al escritor no corresponde descubrirlo. Nueve. El autor de cuentos es un ladrón. Siempre se apropia de cuanto lo rodea. Por eso a veces recibe quejas de amigos y parientes que se sienten retratados y no del todo satisfechos ni contentos. En eso, créanme, tengo varias y dolorosas experiencias. Diez. Según anoté antes, uno conoce la historia pero la modifica a medida que va saliendo. Como la música y la pintura, el cuento tiene movimiento propio. Por lo regular se mueve imperceptiblemente mientras avanza, luego empieza a detenerse hasta quedar quieto. Cuando esto sucede, el escritor se siente impotente para proseguir. Hay cuentos que no están dispuestos a hablarnos y con ello parecen terminados o al menos lejos de nuestro alcance. Numerosos escritores, yo entre ellos, procuran darles un tiempo de espera antes de integrarlos a una nueva colección. Otros conllevan mayor movimiento, siguen en la mente, indican que algunos pasajes requieren modificarse y sólo así, cuando han tenido una revisión definitiva, se consideran terminados.