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Gabriela Alemán (Ecuador

Gabriela Alemán

Ecuador

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Nací en Rio de Janeiro en 1968 de padres ecuatorianos. Mi abuelo paterno era poeta, mi abuela materna, nacida en el Pacífico colombiano, fue una gran narradora oral. Crecí leyendo literatura fantástica del Cono Sur y luego todo lo que fue cayendo en mis manos, sobre todo, novelas góticas del siglo XIX. Jugué en la Liga de Basquetbol de Ginebra, Suiza y luego en el Club Olimpia de Paraguay.

Viajé a Nueva Orleans a finales del siglo XX y me quedé cinco años mientras terminaba un doctorado en la Universidad de Tulane. Me gusta la ciencia ficción y sospecho que me gustará más, ahora que tengo una rodilla de titanio desde hace siete meses. He publicado ocho libros de ficción, el último Humo (Random House, 2017).

Credo cuentístico

La teoría de la percepción señala que el mundo visible está limitado por nuestro pasado. Lo que hemos visto, sentido, olido, creído, leído. Esa es la experiencia sobre la que se arma cualquier cuento. Mientras más amplia es, crecen las posibilidades de que lo que se escriba resuene en el lector. Un cuento no es solo acción y palabras sino manipulación, edición, selección, interpretación e imaginación sobre ese material conocido. Tiendo a preferir los cuentos que no me llevan de la mano y me dicen cómo pensar. Tiendo a preferir los que no son pura pirotecnia verbal sin un interés por iluminar algo, por volver visible lo que antes estaba oculto. Tiendo a abandonar los que repiten una fórmula reconocible. Tiendo a dejarme llevar por los que me cuentan algo conocido de una manera diferente y me hacen llegar a otro sitio. Huyo de los que señalan el genio del autor. Me gustan los que dejan hablar a los personajes o los silencian y nos señalan su nerviosismo o los gestos que utilizan al callar. Me gustan los que me desconciertan, los que me hacen entregarme a lo que propone el autor. Me gustan los que me enseñan algo: como no intentar mostrarlo todo sino aferrarse a un detalle hasta volverlo esencial, por ejemplo. Me gustan los que prefieren lo desprolijo con alma a lo pulido y muerto. Me gustan los que saben tomar distancia de sus personajes, los que pueden observar y extraer algo de esa observación. Abandono los que respetan los buenos modales en la escritura, pero también a los que juzgan o se burlan de sus personajes. Me molestan los que asumen que todos pensamos igual. No me interesan los narradores que hablan desde un pedestal a sus feligreses. Me gustan los cuentos que no son inofensivos, los que cuestionan las costumbres aceptadas. Me parecen pueriles los que buscan escandalizar.

¿Y después? Me gustan los que se alimentan de varias tradiciones. Los que se pueden leer en voz alta y, al oír un giro o una frase, un diente entra dentro del mecanismo de una rueda y algo hace, clic. Me gusta cuando al leer algo hace, clic. Me gusta cuando al escribir algo hace, clic. Me gusta que el cuento sea varias cosas. Que sea lo que escribía Jorge Ibargüengoitia, Rudyard Kipling, Grace Paley o César Dávila Andrade. Y lo que escribe Lorrie Moore, María Gainza o Claudia Hernández. Me gusta terminar de leer un cuento y querer escribir otro o salir a caminar. Me gusta que un libro de cuentos tenga una línea que los una, y me gusta que en un libro de cuentos todos sean diferentes. Me gusta que los cuentos alimenten lo salvaje que todos guardamos dentro.