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26 DE JULIO DE 2008 • ENTRE FOGONES

ENTRE FOGONES | CAIUS APICIUS

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España huele a sardinas España huele a sardinas asadas. Y ése, y no otro, es el olor del verano (hasta finales de agosto) en las costas españolas. uenta la Biblia que bastó el toque de unas trompetas para derribar las murallas de Jericó; independientemente de que uno piense cómo serían las tales murallas, lo cierto es que hay pequeñas causas que son capaces de abatir grandes construcciones, también del ramo de las psíquicas, incluso si se trata de tópicos muy bien arraigados: la reali-

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dad de las cosas pequeñas es terca, y los hace caer. La mayor parte de los viajeros que llegan a España lo hacen con tres o cuatro ideas fijas sobre la cocina española. Dejando aparte a aquellos cuya única ilusión es probar la cocina ‘de vanguardia’ de los más mediáticos chefs, que no dejan de ser una minoría, lo que tienen en mente son cosas como el gazpacho, la paella, la tortilla de patatas... Cosas todas ellas estimables y estimadas, pero que, siendo parte de la verdad, no son toda la verdad. Cuando ese viajero recala en alguna localidad costera, todos esos tópicos se le caen. Entiéndanme: no es que en ese pueblecito ‘de pescadores’ –de ‘pescadores’ de turistas ingenuos, más bien- no vayan a darle una sopa fría roja a la que llamarán ‘gazpacho’, o un arroz con las más diversas cosas comestibles al que darán

con total desfachatez el nombre de ‘paella’, o un amasijo de huevos y papas duro como una piedra que entienden por ‘tortilla’. No; eso entra en el orden lógico de las cosas. Pero a poco que la pituitaria del viajero sea sensible notará que, a la caída de la tarde, un olor característico invade playas, calas, radas y muelles. Un olor intensamente apetitoso si aún no se ha cenado, insoportable si ya se ha hecho. Un olor que lo impregna todo, que flota en el aire vespertino y que, una vez instalado en la ropa, es casi indeleble. Huele a sardinas asadas. Y ése, y no otro, es el olor del verano, desde San Juan hasta finales de agosto, en las costas españolas. Sardinas. Puede que haya pescados que sepan mejor, pero difícil será que los haya que sepan más... y cuyo sabor, y olor, dure más tiempo. Cuando uno come sardinas en la playa, o en el chiringuito del puerto, no puede negarlo: el olor que desprende lo va proclamando. Naturalmente, a quien se acaba de comer media docena de sardinas asadas eso le trae al fresco; a los demás, seguramente, no, pero que se aguanten. Hay muchas formas de asar sardinas, y cada zona marítima tiene la suya. Yo les diré cuál es la más habitual, que es hacerlas sobre

parrillas. Antes de nada hay que conseguir unas buenas brasas, sobre las que colocar la parrilla. Naturalmente, hay que ponerse en posesión de unas cuantas docenas, según el número de comensales, de sardinas recién pescadas, que habrán pasado algún tiempo cubiertas de sal gorda. Esas sardinas no hay que procesarlas de ninguna manera. Quiero decir que van a las parrillas tal cual, con cabeza, tripas, espinas y escamas. Listas brasas y sardinas, se van colocando éstas sobre aquellas. Cuando se observa que una sardina está pidiendo que le den la vuelta, se hace, sin necesidad de esperar por las demás. El volteo suele hacerse a mano, para lo que es muy útil tener cerca de las parrillas un cubo con agua, para mojarse los dedos antes y después de la operación. Cuando se aprecie que una sardina está en su punto, se retira de la parrilla, se coloca sobre una rebanada de pan y se come. A mano. Con cuidado, pero a mano, terminando con esa rebanada de pan impregnada de la grasa que ha soltado la sardina. Por supuesto, quien dice una dice una docena, siempre con un vino blanco fresco a mano. Y después de comer sardinas asadas junto al mar... ríanse de los tópicos y, si es su gusto, de las mismísimas murallas de Jericó. ❙ EFE


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