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Volver a Guayama

Memoria Noficción Histórica

Capítulo 1

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por ALVILDA SOPHIA ANAYA ALEGRÍA

“Nunca se ha escrito en Puerto Rico sobre este tema desde una perspectiva del que vuelve a Puerto Rico, de la “migración en reversa”, dentro de la literatura puertorriqueña. Los libros que yo he leído, para mi trabajo de investigación, y literario siempre han sido de la experiencia del Puertorriqueño llegando, o viviendo en el norte de América, la diáspora.

AlviLda Sophia Anaya—Alegría en su libro recoge su memoria (1950-1975), sus experiencias de niña, hasta ser adulta y nos lo cuenta, añadiendo su trabajo de investigación sociocultural y económica que estaba ocurriendo en esa era del siglo 19. AlviLda (Alvi) lo comienza a plasmar aquí.” — Dra. Mayra Santos Febres, Editora Volvimos a Guayama por fin, a nuestro terruño. La plaza estaba rodeada de 21 árboles de laurele s redondos, inmensos. Por ella se paseaban muchas mujeres caminando con hábitos marrón con bolitas de diferentes colores guindando. Y a mí me impresionaba ver a tantas niñitas con velos en la cabeza para ir a la iglesia frente a la plaza. Nuestro umbral era nuestra plaza y también nuestro refugio. Muchas otras familias regresamos a la isla en 1967 de Massachusetts, Pennsylvania y New York, sin saber español. El regaño tenía que llegar. Volvimos durante una década bien difícil de manejar familia para las mujeres solteras. Ana Victoria ya había empleado el 100 por ciento de su energía para darnos algo de comer un día a la vez.

“Llevo días diciéndoles que dejen la desorganización, que no dejen los trastes por donde quiera, que tomen las cosas en serio, que hagan sus tareas ¿Qué parte de esto no entienden? Yo me paso trabajando y ustedes seis no componen uno.”

Los seis hermanos nos miramos los unos a los otros. Dos estábamos en la mesa del comedor de hierro y tres están sentados en el piso de madera pelado. El regaño me cogió tirada en el sofá, acostada en otro mueble de hierro blanco con cojines de flores azules muy bonitas. Eran gardenias.

Sépase que dentro de un mes seríamos siete hermanos. Quizás entonces compondríamos algo, pensaba yo. Pero, nada, en aquella casita de tres espacios contiguos, haríamos de tripas corazones.

La casita la construimos valientemente entre los seis mayores con Ana Victoria Anaya Soto, nuestra mamá, junto a muchos compueblanos queridos.

Teníamos entre los siete y doce años de edad. A mí me tocaba velarlos a todos mientras las mujeres y hombres de La Puente (y nosotros) cargábamos con tablones de madera, zinc para el techo, cuatro por cuatros de madera, planchas de plywood, y ventanas de persianas blancas, ya que había que tener la casa hecha, construida antes de que el sol saliera. Sería una obra rápida. Había que tener la casa montada y habilitada antes de que la aurora despertaste sin hacer ruidos, para no crear sospechas de qué estábamos rescatando tierras de la nueva comunidad que haríamos en La Puente de Jobos. Se llamaría Comunidad Miramar. Durante toda la noche sólo se escuchaban los ta ta ta de los martillos. Al amanecer lo qué nos restaba por hacer era un pozo muro e instalar una manguera para bañarnos cuando nos conectaran el agua Y de ahí, Ana Victoria, con el juez Jr. Calzones (amigo personal del barrio) tendrían que darle nombre a todas las calles de la Comunidad Miramar. El sueño de Ana Victoria estaba en marcha. Ya teníamos nuestro pedazo de tierra. Nuestra madre, dentro de su casita, escogió darle el nombre de flores a las calles. El tema sería vivir en un lugar bonito que reflejara la tierra, la flor y la mar. La calle nuestra se llamaría Gardenia, su flor favorita. Otra, Amarilis, como mi hermana. Otra, Margarita, como abuela. Allí empecé a mirar cómo el mundo giraba financieramente a mi alrededor. Tenía 12 añitos y estaba aprendiendo a ser economista urbana. Con los oídos para’os y sus ojos brown grandes, bien abiertos a Alvi no se le nota el miedo. ¿Ajentá?sonreía- No sé en qué se va a convertir- Mami reía.

David nace en Holyoke, MA.

Los vecinos construyen muchas casas alrededor de la nuestra. Para mí fue una experiencia sublime e inspiradora. Mi sonrisa lo decía todo. Admiraba a todas aquellas familias y su grandeza. Supe ese día que la vida no tiene barreras.

Cada una de los sonidos de martilleos me hacían bailar; y según la aurora se levantaba su tintineo abrazado por el sol, y el aire caribeño, nos refrescaba la piel. El brazo de La Mar desde El Puerto de Jobos, y la Playa—Pueblo Pozuelo nos abrazaban y nos daban de comer. Nuestro patio colindaba con una finca de guayabas que nos llevaba su aroma mientras que los terrenos húmedos le servían a los jueyes como morada (y a nosotros para comer). Por el otro lado, a algunos doce pies de distancia, los vagones de la caña nos arrojaban más comida al pasar. De vez en cuando, a alguno de mis hermanos le regalaba una trillita en el tren de ferrocarriles.

Mientras, en nuestro espacio más íntimo del hogar, aunque teníamos un lugar para bañarnos con una manguera, aquella tira de goma se mantuvo allí pendiente de usarse hasta que el alcalde decidiera cuándo nos pondrían el agua y la luz.

Durante los siguientes tres años usamos velitas de cuatro pulgadas, blancas. Ellas tenían su propio ser. Nos alumbraban, pero también nos vieron crecer. También fueron las que nos conocieron nuestros continued on page 12