Libro coraje para crear muestra

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A Tolula Hace muchos años, una gran amiga me abrió el camino hacia el arte. Su tenacidad, su fuerza, su imaginación y el amor que puso para guiarme en el único camino que sanó mi existencia: la creatividad, para reinventar mi vida una y otra vez. A mi padre Quien me enseñó a sanar mis vínculos, a comunicarme con amor y a estar en paz con las personas independientemente de su carácter o de su comportamiento. Me mostró el camino de la Unidad. A mi médico Jorge Que pudo guiarme en la orientación de mi mente y a superar mis miedos ante la enfermedad, y me enseñó a sacar fuerzas de lo más profundo de mí, para permitirme elegir la vida. A María Por su amistad incondicional a lo largo de los años, su apoyo y su afecto. A mis hijos Mis eternos maestros, a los que amo incondicionalmente.


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INDICE PROLOGO ………………………………………………………………............pag. 07 Capítulo 1 EL COMIENZO.............................………………………………….......pag. 09 Capítulo 2 LOS OBSTACULOS EN EL CAMINO..……………………………….......pag. 16 Capítulo 3 EL APRENDIZAJE...................................................................pag. 21 Capítulo 4 LA CREATIVIDAD COMO RECURSO DE SALUD………………….....pag. 34 Capítulo 5 EL MIEDO A LA VIDA.………………………………………………............pag. 56 Capítulo 6 ¿AMOR O APEGO?..................................…...........................pag. 66 Capítulo 7 CREATIVIDAD Y ENERGIA SEXUAL.………………………………........pag. 79 Capítulo 8 CREATIVIDAD Y COMUNICACION………………………………….......pag. 87 Capítulo 9 MIEDO A LA SOLEDAD………………………………………………..........pag. 94 Capítulo 10 EPILOGO ……………………………………………………………….........…pag. 100


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Prólogo

En la búsqueda del camino a través de los años vividos, diferentes experiencias fueron las que me han ayudado a encontrar soluciones a los problemas de la existencia, en su mayoría a través de la búsqueda interior. De la imposibilidad de resolver dichos sucesos por la vía lógica, surgió poco a poco la inquietud y la fuerza para sondear en mi interior y extraer distintos elementos que sin duda existían ya, para ponerlos en práctica y encarar las dificultades desde otros puntos de vista. Es decir, cambiando la visión de las ¿CUÁNTAS FORMAS DE EXcosas. PRESIÓN EXISTEN? • • • •

IDEAS. PERSONALIDADES. SITUACIONES VIVIDAS. EMOCIONES

En ocasiones, alguien más fue el detonante para reconocer la necesidad de arrancar hábitos o formas de pensamiento, y en última instancia esa toma de conciencia me condujo a la elección de nuevos caminos. Sin duda fue necesaria una gran dosis de coraje para superar las limitaciones que me mantenían atada a circunstancias no deseadas, mientras el camino se iba ampliando, al mismo tiempo que permitía la apertura a nuevos enfoques. No obstante no era posible verlo como hechos de coraje en aquel momento, sino tal vez, como una cuestión de supervivencia. No entendí el concepto de coraje para crear, sino hasta años más tarde. Y es por ese motivo, que no pretende este libro ser un catálogo de métodos de autoconocimiento, ni de sistemas


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para encontrar salidas innovadoras a las cuestiones que se puedan presentar a lo largo de la vida. Elijo más bien el término de sembrar una duda, tendiente a alejar a las personas del camino siempre transitado, para lograr buscar dentro de sí lo que los une a sus verdaderos sentimientos de amor por el prójimo, por su propia persona y por la vida misma. Este es el modo de utilizar la creatividad a mi entender, en el proceso de desarrollo del ser: conocer las herramientas subyacentes en cada uno de nosotros, y lograr adaptarlas de la mejor forma posible en cada momento, en cada circunstancia. Sólo una vez descubiertas estas, el coraje para romper las estructuras mentales del “deber ser” o el “deber hacer”, pueden permitir su utilización, más allá de las teorías, de las afirmaciones condicionadas, o de las expectativas irrealizables. Ya sea que la semilla de la duda, o la curiosidad por encontrar algo más allá, surjan en el lector a través de estas líneas, el objetivo estará enormemente cumplido.


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Capítulo 1

EL COMIENZO

A lo largo de la experiencia de una vida, es muy fácil olvidar que el engranaje de nuestra vida se mueve constantemente, un poco cada día, y que sin duda va a ir marcando diferencias imperceptibles para el ojo desatento. Mi infancia transcurrió en un pueblo de provincia, cuando todavía vivir en las afueras de las aglomeraciones urbanas era vivir en el campo: en otoño las calles de tierra que se embarraban con las copiosas lluvias de la estación, a veces imposibilitando el paso de automóviles, que corrían el riesgo de quedar atrapados en esa superficie fangosa, ya que el agua no alcanzaba a deslizarse hacia las zanjas laterales, poceando la superficie de la calzada y creando charcos, cuyo fondo era simplemente, más barro; la escarcha sobre el pasto que crujía en las mañanas de invierno al salir hacia la escuela y congelaba los pies a pesar de las gruesas medias y los zapatos con suela de goma; en primavera, la posibilidad de treparse a los árboles y ver como todo reverdecía desde el lugar de los pájaros; y en verano, jugar al croquet con mi hermana mayor y nuestros amiguitos de enfrente. ¡Todo era divertido! Nuestro primer televisor llego a mi casa cuando tenía unos 5 años. ¡¡¡¡Qué gran suceso!!!! Poder ver en movimiento aquello que, hasta el momento, sólo podía verse en los libros, o en las revistas. Recuerdo que cuando tenía apenas 4 años, tuve por primera vez contacto con una persona que marcaría mi vocación para


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el resto de mi vida. Le decían Tolula (apodo por Lucía). Esta mujer, muy interesante y llamativa, se había mudado poco tiempo atrás a un costado de la casa paterna. La recuerdo en su primera visita a mi casa. Vestía colores muy vivos y su cabello era tan negro, que parecía tener reflejos azules. Sus ojos verdes profundos hablaban de algo mágico. Era artista plástica. Había estudiado 11 años de Bellas Artes terminando su formación en la Escuela Superior Ernesto de la Cárcova, y había sido además alumna particular del pintor argentino Horacio Butler. Quedé como hipnotizada por esa imagen que jamás se borró de mi mente: sus dedos largos, que ya daban idea de su capacidad innata de convertir la vida en belleza, su voz grave y dulce que llenaba el lugar y en particular su sonrisa, que mostraba unos dientes perfectos detrás de unos labios delgados, delineando una boca prominente que resaltaba su nariz aguileña y sus pómulos angulosos, los cuales enmarcaban sus ojos transformándolos en ventanas dentro de un rostro absolutamente geométrico. Su magnetismo no tenía límites. Tampoco su creatividad. Poco después, un día me invitó a conocer su atelier, ubicado en el altillo de su casa, la cual, minuciosamente, ella misma pintaba por dentro y por fuera. Era igualmente factible llegar a su casa y encontrarla subida a una escalera pintando los aleros exteriores de su tejado, como de rodillas en el interior, decorando con toques de dorado los zócalos de un placard o los frisos del muro, utilizando en todos los casos colores muy particulares, como también lo hacía en la selección de los cortinados y del empapelado de su propiedad. El día de la invitación fue todo un acontecimiento, y no podía imaginar entonces que ese encuentro marcaría mi vida para siempre. Los escalones que subían al desconocido recinto estaban alfombrados y a ambos lados de la escalera había paredes de madera lustrada, que encerraban el espacio como un túnel poco iluminado. De pronto, la luz que entraba por la ventana en el espacio


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a lo alto de la escalera, iluminó un recinto que, para mí, era gigantesco. Allí, en el fondo de esa vastísima y encantadora buhardilla, había un atril de pintor y un alto banco delante; junto a ellos, una mesa llena de óleos, pinceles, pasteles, lápices, tarros con agua, paletas llenas de colores, papeles y telas pintadas y en blanco. Me sentí como un pirata que encontraba un barco lleno de tesoros. Quería absorber todo lo que ahí veía y llevármelo conmigo. ¡Nunca imaginé que ese recuerdo quedaría tan impregnado en mí! Tímidamente caminé hacia el atril y Tolula me invitó a sentarme en el banco. Me ayudó a subir, ya que era más alto que yo; colocó un papel en blanco sobre un tablero que estaba apoyado en el atril; acto seguido me entregó un pincel y algunas témperas, un tarrito de agua, un trapo y una huevera para mezclar los colores. Pinté con mucho esmero un patio con baldosas a cuadros y toda mi familia tomada de la mano, parada sobre esas baldosas. Aún conservo mi obra de arte. , mi madre aprendió que cada vez que desaparecía de mi casa, debía irme a buscar a la casa de Tolula, porque sin duda allí iba a estar, abstraída de todo, dibujando o pintando. Entre el fondo de su casa, que quedaba a la vuelta de la esquina y el costado de la casa de mis padres, había un cerco de ligustrina. Muy pronto mi padre decidió serruchar una franja, ubicada junto a una cabina de supergas (como llamaban en aquella época al lugar donde se ubicaban los tubos de gas envasado), que dejaba abierto un agujero vertical que hacía las veces de pasadizo, para que yo pudiese ir a lo de Tolu, como la llamábamos, sin tener que salir a la calle. Y así comenzó todo. Mis visitas a su atelier eran frecuentes, cuando regresaba de la escuela. En ocasiones sólo iba a verla pintar, y permanecía sentada en el piso observándola hacer, mientras escuchaba la música clásica que siempre acompañaba su trabajo. Sus manos, que tenían una característica de plasticidad asombrosa en su forma, hacían volar las carbonillas y los pinceles sobre las telas, que pronto se transformaban en explosiones de colores y


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líneas. Inmóvil desde mi posición, podía pasar muchísimo tiempo observándola en acción, boquiabierta, sólo admirando las imágenes que iban surgiendo en un fondo que había comenzado blanco y al cabo de unos minutos se veía completamente cubierto de colores. Para mi visión infantil, eran obra de una magia que ella poseía en sus manos para crear formas, y yo me sentía hechizada por ese pensamiento. Con el correr del tiempo la vi decorar las puertas de los placares de sus dos hijos varones con figuras estilizadas de soldados, las ventanas y sus muebles con pátinas, dorado a la hoja y telas, los rincones con objetos creados por ella misma. Todo lo que tocaba lo convertía en arte, mientras los nudillos de sus dedos meñiques plegados y levantados le daban un toque de femineidad y de misterio. En mis visitas a su casa también me enseñó a tocar el piano y la guitarra, y a amar la música clásica, escuchándola con los ojos cerrados, es decir, con todo mi cuerpo. A medida que fui creciendo, fui escuchando sus historias acerca del arte nacional e internacional y de música, lo cual me fue empapando de conocimiento. Escuchaba los relatos de los pintores que había conocido en su paso por la Academia superior de Arte, hojeaba sus libros de arte y miraba imágenes que ella me explicaba desde su punto de vista. Su imaginación volaba siempre y cualquier objeto que le dieran, ella era capaz de recrearlo y transformarlo en algo bello. El concepto de la belleza también entró a mi vida como algo sin lo cual, nada tenía sentido. Y la belleza se fue transformando dentro de mí en simplicidad. Las cosas, cuanto más auténticas y sencillas, más belleza me mostraban. A los 15 años, cursando el 3º año de la escuela secundaria, informé a mi madre mi idea de estudiar Bellas Artes. En esa época existía un bachillerato artístico dentro de la Escuela de Bellas Artes y se podía terminar la formación secundaria dentro de la misma. Pero mi madre consideró que sería mejor terminar el 5º año de


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bachillerato común y luego, con más madurez, decidir si quería estudiar arte, u otra carrera. Supe por ella que soñaba con que fuese médica, lo cual no estaba en mis planes, si bien más tarde la salud fue mi inquietud y mi motivación de investigación, durante buena parte de mi vida. Cuando terminé por fin el 5º año, ingresé a la Escuela de Bellas Artes, donde estudié 7 años hasta completar el profesorado Superior de Dibujo y Escultura. Mis charlas con Tolula en esa época abarcaban desde arte y filosofía, hasta cómo enfocar los problemas en forma creativa. Para entonces ya era una adolescente tendiente más bien a la soledad. Devoraba todos los libros que encontraba, y pasaba horas sentada en el piso del living de mi casa escuchando música y leyendo. Otra gran parte de mi tiempo la pasaba punteando y practicando los temas que me enseñaba mi profesor de guitarra, cuando no estaba componiendo canciones. En suma, salía poco de mi casa y pasaba la mayor parte del tiempo disfrutando de mis cosas a mi manera, sin abrir demasiado mis emociones a quienes me rodeaban. Paralelamente fui aprendiendo también de mi padre que siempre, desde que recuerdo, había trabajado en recursos humanos; él me mostraba, con su ejemplo, cómo relacionarme con la gente para poder llegar a un mejor entendimiento en cualquier situación. Mi padre fue un gran comunicador y un maravilloso conciliador en la vida y en el trabajo, y también sabía disfrutar a pesar de sus enormes responsabilidades. Todos lo que lo conocían lo saludaban con cariño. Fue una persona muy querida en todos los ámbitos. Aún después de su retiro, era común encontrar gente en la calle que lo saludaba afectuosamente, porque había tenido algún tipo de relación laboral con él. Entonces ante mis preguntas, me explicaba a veces hasta en qué situación había estado ligado a tal o cual persona, que hoy lo reconocía y saludaba tan cálidamente al cruzarlo en la vía pública.

Mi padre amaba el baile y desde muy pequeña, lo vi organi-


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zar con mi madre reuniones en nuestra casa, donde todos bailaban, cantaban y se divertían. Mi hermana y yo dormíamos temprano en esas ocasiones. Pero en realidad yo fingía dormir, porque me encantaba espiar (desde la puerta del pasillo de los dormitorios que daba a la sala, la cual entreabría furtivamente para no ser vista), y observar cómo bailaban. Cuando tuve una edad que él consideró suficiente, me permitió participar de esas reuniones y me enseñó a bailar. Me explicó de entrada que si aprendía a cantar las canciones, el ritmo saldría de adentro de mí, y así sería más fácil seguirlo con mis pies. De modo que ponía temas que ambos cantábamos repetidamente hasta aprenderlos, mientras yo iba sintiendo de a poco, que mis pies se movían más allá de mi voluntad. El ritmo salía “por mis poros” y me permitía el movimiento. Ya no había impedimento para desplegar mi imaginación con respecto a cómo podían moverse mis piernas, mis caderas, o mis brazos y mi cabeza. La voz despertaba aún más mi capacidad de moverme, y todo junto constituía un deleite que me liberaba cada vez más. Aprendí entonces una regla: que todo lo que uno cree que no puede hacer es posible, si se lo propone. Que existen innumerables formas de expresión que van a depender, no sólo de las distintas personalidades, sino también de las ideas que cada persona tenga, las pautas morales a través de las cuales se mueve, con las situaciones que ha vivido, y con las emociones que dichas situaciones le hayan provocado. En mi caso, fue la toma de conciencia que el conectarse con las sensaciones que la música despierta en el cuerpo, era lo único que se necesitaba para poder bailar, y que cuando la conexión es tal, no existe la dificultad de aprender, sino sólo el miedo y la vergüenza que provienen, ni más ni menos, de la falta de conexión con uno mismo. Dicho de otra forma, esa falta de conexión se produce por estar con la mirada volcada hacia afuera, o, dicho de otra forma, a la opinión de otros sobre lo que uno hace, o la forma en que lo realiza.


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No fue sino hasta mucho más tarde que comprendí que este entrenamiento inconsciente que realicé con mi padre, me fue útil en la mayoría de las situaciones difíciles de mi vida. Es cierto que determinadas técnicas pueden darnos herramientas cuando el cuerpo está bloqueado, o si los temores invaden nuestra mente, pero en el fondo es posible reconocer que todo está dentro de nosotros mismos. Nada se inventa, sino que lo hacemos surgir desde lo más profundo del inconsciente, desde lo más recóndito de la memoria, logrando que se muestre como real y natural para nuestra esencia, si logramos o podemos permitir su libre manifestación.

Preservar o recuperar la salud en el correcto camino hacia nuestra evolución requiere: • TRABAJAR LAS CREENCIAS. • MODIFICAR LAS ESTRUCTURAS QUE POR GENERACIONES LO VIENEN MODELANDO. • ESTIMULAR LA CREATIVIDAD PARA ROMPER CON LOS MANDATOS • GENERAR CONFIANZA EN QUE LA ENFERMEDAD ES PARTE DE LA MISIÓN ELEGIDA. • REENCONTRAR EL SENTIDO DE LA VIDA MISMA.


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Capítulo 2

LOS OBSTACULOS EN EL CAMINO

A los 24 años contraje matrimonio, con el ideal de ser feliz y tener una familia numerosa y unida; no podía imaginar que alguna cosa o, alguien, pudiese torcer mi sendero, una vez que el rumbo había sido trazado. La creencia era que una familia se arma para siempre y personalmente no tenía dudas al respecto. Mi creatividad se manifestaba con el arte, la música, y yo jugaba a vivir. Todo parecía girar sobre ruedas. Mis tres hijos me llenaron de alegría y los amaba profundamente, como sigo haciéndolo hoy en día en su adultez. Pero de pronto, un día me encontré con la tristeza de haberme perdido a mí misma y a mi creatividad en el camino. Quería hacer arte, pero mi emoción me bloqueaba. Mi alegría innata se manifestaba acompañando a mis hijos en su proceso de crecimiento, y al mismo tiempo, al detestar los conflictos entre adultos; cualquier perspectiva de roces, me hacía cerrarme sobre mí misma. Y comencé a apagarme. Mi cuerpo empezó a manifestar todo tipo de síntomas fuertes y dispares, aparentemente sin ninguna conexión entre sí. Paseaba de un consultorio al otro sin encontrar respuesta alguna al aumento constante de síntomas totalmente inexplicables, que me desconcertaban y al mismo tiempo me impedían desarrollarme como persona, e incluso como madre, ya que me limitaban en mis movimientos y en mi resistencia. Para entonces, alguien me nombró a Mataji Indra Devi, y me sugirió una charla con ella. Fui a verla con un cuello ortopédico por una artrosis cervical incipiente que me habían descubierto, y


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lo primero que me dijo, ante mi asombro fue “¿para qué querés ese cuello si podés hacer yoga?” Como mi curiosidad nunca tuvo limites, decidí probar, con rápidos resultados de alivio y mejoramiento de la movilidad de mi cabeza. Nuevamente mi curiosidad sin límites y mi metodicidad, me empujaron a buscar una explicación a este cambio tan rotundo y así me inscribí en el Profesorado de Yoga. En mi segundo mes de clases, se presentó en el Instituto para dar una charla introductoria, una persona que hablaba sobre Flores de Bach. Me pareció “algo distinto”. Tenía claro para esa entonces, que los mensajes para la vida siempre llegan en “envase de personas”, así que luego de la charla, una compañera de estudio con la que había compartido algunos de los malestares que había estado sufriendo en los últimos tiempos, me sugirió a una psicóloga que trabajaba con el sistema Bach, para que me ayudara con mis temas emocionales. Curiosamente fui a verla sólo dos veces y fue ella misma quien me sugirió hacer unas sesiones de Shiatzu para estabilizarme y mejorar el estado general, orientándome definitivamente al tema de recuperar mi salud, desde el trabajo del autoconocimiento. Con mi compañera, con la que compartí estrechamente los años de estudio, no volví a tener contacto luego de finalizado mi profesorado de Yoga. Fue de ese modo que conocí a María, que vivía del otro lado de la avenida de circunvalación de la Capital, hacia el norte. Yo vivía en zona sur, de manera que cada vez que tomaba una sesión de Shiatzu, atravesaba toda la ciudad. Pero nada me amedrentaba. Tenía la firme decisión de ponerme bien y sentí que conocer mi cuerpo era el camino de volver a un estado de armonía. Comencé por lo tanto a ir a su consultorio dos veces por semana. En el primer encuentro que tuvimos, llegué llena de incertidumbre y con un gran signo de pregunta, ya que buscaba una ayuda pero no sabía cuál podía ser el beneficio que este tipo de tratamiento podía aportarme. Lo que encontré al abrirse la puer-


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ta fue la serenidad hecha sonrisa. María acababa de volver de la India donde había vivido un largo período, y estaba imbuida de la filosofía de aquel lugar: se la veía calma, sus movimientos y su voz eran suaves, y se la percibía muy segura en lo que hacía. La tranquilidad y el esmero con que se dirigió a mí la primera vez llamaron poderosamente mi atención, ya que mi estado de entonces era totalmente diferente: me encontraba ante una situación tensa y para mí totalmente insoluble a corto plazo. Inmediatamente hicimos empatía y María pasó a ser una pieza fundamental como colaboradora en la toma de conciencia de lo que había sucedido conmigo desde un punto de vista totalmente espiritual en los últimos años, y cuáles eran las consecuencias que tales acciones habían desencadenado en mi cuerpo. Es decir, me hizo ver el origen emocional de mis problemas físicos y comenzó a sugerirme flores de Bach, que rápidamente comenzaron a hacer su efecto. Mientras tanto, terminaba mi instructorado de Yoga, entusiasmada por los resultados reparadores conseguidos conmigo misma. El cuello estaba perfecto, podía moverlo sin problemas, la artrosis había detenido su avance y mi fuerza interior se recuperaba día a día, los demás síntomas habían disminuido notablemente y me sentía más clara, decidida y convencida de que todo dependía de mis decisiones: tanto lo que me sucedía, como lo que elegía, o incluso lo que podía o no podía cambiar en mí. En poco tiempo más pude decidir qué hacer con mi vida y, si bien las consecuencias de las elecciones realizadas en ese momento no fueron del todo fáciles, a los 34 años, di un vuelco que me llevó a empezar de nuevo. Después de mi divorcio encaré mi nuevo camino, con muchos tropiezos sin duda, pero dándome cuenta de que todo, absolutamente todo, depende de uno mismo, o de la visión que cada quien tiene de la vida. Y ahí fue como de pronto todo se transformó y me empujó a pensar en una forma diferente de enfocar mi existencia. No obstante, la vida me tenía reservadas varias sorpresas para hacer mi


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aprendizaje, y ese cambio tuvo muchos momentos difíciles y situaciones inesperadas en los años subsiguientes. Aún así, las flores de Bach fueron, de ahí en más, mis compañeras y mi ayuda en cada situación. Cambiaron mi enfoque, mi profesión (me dediqué de lleno a aprender sobre las flores, el yoga y la salud) como así también mi manera de ver los problemas que generaban las emociones en cada persona, y me ayudaron a encontrar el verdadero camino de la compasión y la comprensión. En mi búsqueda permanente, a los 36 años me inscribí en la Universidad y comencé a estudiar Psicología, pensando que eso me daría un sustento más sólido a lo que había comenzado a hacer. Pronto comenzaron las discusiones con los docentes, que desde mi punto de vista tenían, por lógica, una apreciación poco flexible con los temas de mi interés, y obviamente daban poca cabida en las teorías que transmitían, a aquellas cosas que personalmente me habían ayudado tanto a mejorar mi salud y mi vida en los últimos tiempos. Si bien las enseñanzas de Freud y Lacan eran sumamente interesantes para profundizar en ellas, la disparidad de criterios me creaba choques en mi interior que me impedían disfrutar de algunas de las materias que cursaba. De manera que, después de un año, decidí abandonar la carrera y seguir investigando en los temas de salud física y mental desde otros lugares como la Programación Neurolingüística, la meditación, la medicina China, el Tai Chi Chuan, y el contacto con los libros de Jung y luego de filosofía antroposófica, liderada por Rudolf Steiner. Cuatro años más tarde volví a inscribirme en la Universidad, esta vez para estudiar la carrera de Kinesiología, pero una vez más me encontré con muros de creencias y docentes con una estructura personal y escolástica muy bien armada, donde la verdad única era la que se encontraba en las enseñanzas pautadas por cada programa para cada docente. Indudablemente se trataba de excelentes profesores, y la forma de transmitir sus conocimientos era la correcta, dado el lugar donde se impartían, pero para mi ansia de encontrar un camino diferente al recorrido, no hallaba


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en la Universidad esa parte de amor y de conciencia de un Alma, que nos permite conectarnos con lo que somos, para crecer sin límites en la comprensión de la naturaleza humana y por ende, de la propia. Entiendo que la dificultad se produjo en mi caso porque el desarrollo en estas cuestiones se había encarado al revés: el comienzo había sido por un sendero más de tipo espiritual y a los 40 años, ya no toleraba las limitaciones que me imponía una formación académica rígida. De esta manera, lentamente, se fue despertando una gran pasión y amor por la vida misma, donde la motivación fue la curiosidad y la fuerza, la conciencia absoluta y clara de que el ser humano es amor en esencia, como parte de una gran Unidad y conciencia cósmica, de la que no se puede desprender. No obstante, su pensamiento y las emociones que este le desencadenan, lo llevan a recorrer incansablemente un sinfín de rutas abruptas, que lo obligan a transitar su vida de una manera a veces salvaje, y otras, desde el dolor o el sufrimiento. Esa misma pasión fue la que me volcó ya por completo, al trabajo de las emociones y a investigar profundamente en el legado del Dr. Edward Bach y en su sistema. Y a lo largo de los años, una y otra vez sigo encontrando respuestas a los incontables conflictos del ser humano a través de las esencias florales, que se transformaron para mí en la herramienta más sencilla y efectiva, para sembrar en las personas la necesidad de volver a su esencia, desde lo que cada uno es, en vez de permitir que su pensamiento, lo empuje a actuar desde el deber ser. Así, en estos tantos años de trabajo e investigación, tanto con temas emocionales como de salud, principalmente en el acompañamiento de pacientes oncológicos, u otras alteraciones de menor gravedad, una y otra vez se fueron mostrando resultados de una fineza maravillosa, con la sutilidad que caracteriza el efecto de este sistema de Flores de Bach.


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Capítulo 3

EL APRENDIZAJE

En el esfuerzo por cumplir con “lo que se debe hacer”, muchas veces se olvida lo que cada uno es en su esencia divina. Es común a veces que se produzcan desviaciones del camino, tratando de interpretar lo que las personas a su alrededor pretenden o piensan de ellas, las expectativas que tienen puestas en ellas, lo que sienten por ellas... También las circunstancias, implacables, pueden condicionar, simplemente por carecer de congruencia con los verdaderos deseos escondidos en lo más profundo de cada individuo. Esto va provocando un cambio gradual, que puede pasar desapercibido a nivel consciente; y sin embargo, va modificando el comportamiento, e incluso, las creencias, las cuales indefectiblemente desembocarán en un hábito y este a su vez, en formas de pensamiento. Algunas creencias pueden, en ocasiones, tener efectos perturbadores, capaces de desencadenar ciertos comportamiento inadecuados: una respuesta fuera de control, un enojo desmedido, furia, silencio, decisión de cierre sobre sí mismo, o cualquier otra forma de reacción, que inconscientemente sea utilizada de manera automática como mecanismo de defensa. Una vez instalado este mecanismo, se transforma en un acto no voluntario, y quien lo realiza puede percibirse a sí mismo actuando o pensando una y otra vez del mismo modo, como si fuese espectador de su propia acción o reacción, sin poder hacer nada al respecto. Es por este motivo que resulta tan difícil cambiar una creencia o un mandato.

Al pertenecer al inconsciente, parecen formar parte de la


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personalidad del individuo aunque en realidad no es más que un hábito adquirido. ¿Cómo se instala una creencia? Tal vez por algo que la persona escuchó en su infancia, o que alguien le dijo percibir en ella, llevándolo a anclar tal comentario como una verdad absoluta. Con el único objeto de clarificar el concepto a través de una frase, tomo la siguiente: “La honestidad es más importante que el hecho de tener dinero”. Lejos de intentar aseverar la validez de dicha frase, simplemente este ejemplo da una idea de cómo una creencia puede afectar de innumerables modos, según la interpretación que se le otorgue, en función de las ideas de cada persona y los encuadres en que dichas creencias la ubiquen: creer que tener dinero no es honesto, o que la honestidad no puede ser una cualidad existente en quien gana dinero, o aceptar que la honestidad permite conseguir más que el dinero, u otras acepciones según el filtro de cada persona. Esta verdad a medias, dejará de ser cuestionable, ya que pasará a formar parte de los parámetros que conducen la forma de ver la vida de una persona, a partir del momento en que se haya instalado. Quiero significar que una vez fijadas en el inconsciente, se viven como propias y se utilizan indiscriminadamente en cada situación cotidiana. En cuanto a los filtros de interpretación, sin duda todos los poseemos, dependiendo de la experiencia que se haya recorrido, pero también de la educación recibida combinada con las características propias de personalidad. Veamos una analogía: al observar un paisaje con anteojos de sol oscuros de un tono verdoso, los colores se verán tonalizados de verde; mientras los anteojos sigan puestos, y todo lo que el individuo pueda ver estará filtrado por ese color. Del mismo modo se interpreta o vivencia un hecho cualquiera, difiriendo de la realidad de otros, e incluso de una visión objetiva del paisaje mismo, que podría ser la instantánea tomada por una máquina fotográfica. Cuando alguien dice de sí mismo “yo soy así”, sería interesante preguntarse si se trata en verdad de una característica de su perfil emocional, o de algo incorporado como


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hábito inconsciente, utilizado únicamente como justificación de ese comportamiento y adoptado como creencia de sí mismo, sin una razón fehacientemente válida. Los mandatos, en cambio, suelen provenir tanto de la vida familiar, como de la cultura o de la religión. Infinidad de afirmaciones están relacionadas con factores conectados a la fe que se le inculcó, a la sociedad en la que la persona se desarrolló, a los aspectos político-culturales. Aquí juega un papel fundamental la opinión ajena sobre el comportamiento esperado, como también las expectativas de otros, que en ocasiones consiguen distanciar totalmente al sujeto de su deseo más íntimo y, en última instancia, acallar su voz. La encrucijada se produce ante la confrontación de dos caminos totalmente dispares, que obligarán a ir eligiendo a cada momento la dirección hacia la cual moverse. Es de esperar que si dicha elección aleja al individuo de lo que en realidad desea ser, su vida estará probablemente marcada por inconvenientes y estorbos de todo tipo, que irán exponiendo a cada instante lo inapropiado de la ruta tomada para la circunstancia que se esté atravesando. Caben aquí dos opciones: victimizarse y quejarse, viendo injusticia en lo que le sucede, o decidir cambiar el camino trazado hasta el momento, y encarar una orientación diferente. El problema que se plantea es, indefectiblemente, vencer el temor a lanzarse al vacío; la idea de algo nuevo implica soltar y, a la mayoría de las personas, un cambio las aleja de su “zona de confort” (lo que ya conocen), luego, en una primera instancia, las empuja a rechazarlo. Es bien sabido que las cosas tienen un valor en función de lo que obligan a dejar atrás, o bien del precio pagado por conseguirlas. Sin soltar es difícil recomenzar. Y sin sellar el surco de dolor que esos mandatos han grabado en la memoria, mucho más. El cambio de un mandato implica lograr vaciarse de todos los contenidos mentales utilizados hasta el momento, respecto de un tema en particular, comenzando a descubrir en el entorno, con la curiosidad de un niño, nuevos enfoques y diferentes parámetros.


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