Amor Y Sexo En La Antigua Grecia - Juan Eslava Galán333

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Ju an Eslava G alรกn

Amor y sexo en la antigua Grecia


Juan Eslava Galán nadó en Arjona (Jaén) en 1948. Se licenció en Filología por la Universidad de Granada y poste­ riormente estudió en el Reino Unido. En 1983 se doctoró en Filosofía y Letras. Historiador, ensayista y traductor, ha publicado sus trabajos en diversas revis­ tas especializadas. Entre sus obras cabe destacar los ensa­ yos Roma de los Césares, Verdugos y tor­ turadores, Historia secreta del sexo en España, La vida amorosa en Roma (los tres últimos publicados por esta edito­ rial), El sexo de nuestros padres, Tartessos y otros enigmas de la historia, Cleopatra, la serpiente del Nilo, Julio César, el hom­ bre que pudo reinar, Historia de España contada para escépticos y El fraude de la Sábana Santa v las reliquias de Cristo', las biografías noveladas Yo, Aníbal y Yo, Nerón, y las novelas En busca del unicor­ nio (Premio Planeta 1987), El comedido hidalgo (Premio Ateneo de Sevilla 1994) y Statio Orbis.


Juan Eslava Galรกn

Amor y sexo en la antigua Grecia


El contenido de este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados. Colección: Historia ©Juan Eslava Calan, 1997 © Ediciones Temas de Hoy, S.A. (T.H.), 1997 Paseo de la Castellana, 28. 28046 Madrid Diseño de colección: Rudesindo de la Fuente Primera edición: septiembre de 1997 ISBN: 84-7880-869-8 Depósito legal: M-28.174-1997 Compuesto en EFCA, S.A. Impreso en Talleres Gráficos Peñalara, S.A. Printed in Spain - Impreso en España


ín d ic e

Introducción. La tierra de los dioses desnudos.

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Capítulo 1, La cultura del hedonism o........... Mercaderes y artistas......................................... La ciudad y sus gentes....................................... Baños y palestras................................................

15 17 22 28

Capítulo II. Los cuerpos gloriosos.................. El culto al cuerpo............................................... Vestida para conquistar..................................... El tocador de Afrodita.......................................

31 33 35 42

Capítulo III. El descubrimiento del amor .... El hijo de Afrodita............................................. Enamorarse es cosa de m ujeres......................

47 49 51

Capítulo IV. La pederastía, una institución bajo sospecha...................................................... El pecado griego................................................. Pintadas en el tem plo........................................

61 63 69

Capítulo V. Amantes del mismo s e x o .......... La edad del m ancebillo..................................... El complicado cortejo.......................................

75 77 80


Las procaces vasijas............................................ Cuestión de longitud......................................... El amor perfecto: efebo o m ujer........................ El mundo g ay...................................................... Safo y las lesbianas.............................................

86 88 91 99 101

Capítulo VI. Madres o cortesanas..................... Pierna quebrada.................................................... La misoginia griega...............................................

111 113 125

Capítulo VIL El denostado matrimonio....... 137 El deber de engendrar guerreros........................ 139 Evolución del matrimonio................................ 146 Vamos de boda.................................................... 149 Los hijos.................................................................. 157 El siglo del cuerno................................................. 160 C apítulo VIII. El convite y la fiesta, una oportunidad para el s e x o .................................... 171 El simposio.............................................................. 173 Dioses y diosas. Los festivales del am or........ 177 Capítulo IX, Polvos m ágicos.............................. La celestina............................................................ Los atajos del am or.............................................. Los anticonceptivos..............................................

189 191 193 196

Capítulo X. Los pecados de la carn e............ 201 La práctica del sexo.............................................. 203 Masturbación y felación...................................... 211 Las perversiones y los tabúes.............................. 213 Castrados e infibulados....................................... 220 Capítulo XI. El amor pagado............................. D e criada a hetera................................................ La prostitución sagrada....................................... •8

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Putas humildes.................................................... La cosmopolita Alejandría................................ Las bien pagas..................................................... Escuela de seductoras........................................ La bella codiciosa............................................... Galante galería.................................................... Las cortesanas del Renacimiento.................... Putos y chaperos................................................

231 236 239 248 250 253 261 263

Epílogo. La herencia griega.................................

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Notas......................................................................

273

Bibliografía...........................................................

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El autor agradece a su buen amigo el profesor Mariano Benavente y Barreda la revisiรณn del texto y las valiosas sugerencias con las que lo ha enriquecido.


IntroducciónLa tierra d e los d io s e s d e sn u d o s

Hace dos mil quinientos años, un pueblo de labriegos y marinos inventó la democracia y el deporte, el teatro y la parranda, la filosofía y las sandalias. También inventó otras muchas cosas sin las cuales no seríamos lo que so­ mos, ni existiría Europa ni civilización occidental. Lo que más les costó fue inventar el amor. Usted, lector, y yo, seguimos siendo griegos. Los pálidos y luminosos espectros de aquellos sujetos fallecidos hace milenios nos acompañan con terca insistencia y presiden nuestros diarios afanes. Cuando hablamos de las medidas draconianas propuestas por el Gobierno estamos evocando a Dracón, un severo legislador ateniense del siglo vil; cuan­ do hablamos de un régimen espartano aludimos a la vida dura y disciplinada de una ciudad griega, Esparta; por el contrario, llamamos sibarita a la persona regalada y refinada sin reparar en que la palabra alude a Síbaris, colonia griega en el sur de Italia cuyos habitantes eran tan cómodos que dormían en lechos de pétalos de rosa y tenían prohibidos los gallos para que no los despertaran demasiado temprano. Del mismo modo, cuando decimos platónico señalamos las enseñanzas del filósofo ateniense Platón. Para nosotros so­ meter a alguien al ostracismo significa condenarlo al destie­ rro político. Entre los atenienses el ostracismo era una insti­ tución: las personas non gratas podían ser desterradas


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durante diez años sólo con que seis mil ciudadanos escribie­ ran su nombre en otros tantos tiestos de vasija (óstmkon). Piense el lector que ese rechazo ciudadano, trasplantado a nuestros días, supondría que, por ejemplo, un capo dél nar­ cotráfico que ha escapado a la justicia con argucias legales podría no encontrar dónde establecerse si los ciudadanos de cada lugar lo sometieran al ostracismo. Grecia es una península festoneada de islas, golfos, ba­ hías y ensenadas. El trazado de la costa es tan sinuoso que ningún punto del interior dista más de setenta kilómetros del mar. El aislamiento impuesto por esta tortuosa orogra­ fía, sumado al acendrado amor a la libertad que caracteri­ za a los griegos, determinó que los habitantes de aquellas tierras nunca constituyeran una nación en el sentido que hoy damos al término. Grecia, mientras fue libre, nunca pasó de ser un complicado mosaico de autonomías, las lla­ madas ciudades-estado, unas más importantes que otras, cada cual celosa de su territorio, sus leyes y sus costum­ bres. Esta fragmentación política no facilita la tarea del historiador, ni siquiera la del historiador del amor, pero la dificultad se acrecienta si tenemos en cuenta que la histo­ ria de los antiguos griegos abarca casi milenio y medio y que en este dilatado espacio de tiempo las costumbres amorosas de las diferentes ciudades-estado evolucionaron mucho. Hecha esta aclaración, el lector debe saber que la imagen de Grecia que vamos a ofrecer en este libro co­ rresponde preferentemente a Atenas, la ciudad-estado que más ha influido en la cultura latina (que es la nues­ tra), la que alcanzó más altas cotas de civilización, espe­ cialmente en su Siglo de Oro, el llamado siglo de Pericles, el v a. C. También, inevitablemente, sabemos más del amor de los griegos de las clases acomodadas que del de los pobres. Éstos, a pesar de ser más numerosos, dejaron menos rastro literario o arqueológico.


CapĂ­tulo I

La cultura del hedonismo


Mercaderes y artistas Es costumbre distinguir tres periodos principales en los casi mil quinientos años que abarca la historia de los antiguos griegos: una protohistoria a veces lúgubremente llamada periodo oscuro, que abarca desde los remotos orígenes hasta el siglo vm a. C.; un periodo arcaico, entre el 800 y el 480 a. C , y un periodo clásico, entre el 480 y el 323 a. C. En la protohistoria, los principales hitos son la civi­ lización micénica, la guerra de Troya y la invasión doria (1100 a. G ). En el periodo arcaico, los griegos se lanzan a fundar colonias y a buscar mercados y proveedores por todo el Mediterráneo. El periodo clásico abarca la derrota de los invasores persas y el nacimiento de la democracia ateniense (así como la grandeza del estado militar de Esparta). Hay, finalmente, un periodo helenístico o deca­ dente que se prolonga desde el 323 a. C, hasta el declive de Grecia, ya convertida en provincia del Imperio romano, en los primeros siglos de nuestra Era. Naturalmente, las fe­ chas propuestas son orientativas, pero servirán para hacer­ nos una idea de los cambios sociales que vamos a describir. La cultura griega no se limitó a la península y a sus is­ las. La tierra era pobre y la población, que no dejaba de 17 ♦


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crecer, no podía mantenerse con un puñado de bellotas y media docena de sardinas. Muy pronto la superpoblación obligó a los griegos a emigrar (como los obliga hoy; casi un tercio de ellos reside en el extranjero). Los habitantes de las ciudades superpobladas se echaron al mar y funda­ ron colonias por todo el ámbito mediterráneo: en las is­ las, en Asia Menor, en Italia, en Francia y en España (Ampurias). En todas partes exportaron el modelo griego de sus ciudades de origen, su urbanismo, su organización social y política, su cultura y sus creencias. En todas par­ tes el ciudadano procuraba enriquecerse y aspiraba a una existencia libre de cuidados; en todas partes, el que po­ día, adquiría esclavos que le hicieran el trabajo, lo que le dejaba tiempo para dedicarse a la vida contemplativa y al deporte, a la especulación filosófica y a la conversación con los amigos, a los banquetes y al sexo. Atenas brilló tanto que su esplendor ofuscó al resto de la constelación griega. La potente capital del Atica se erigió en modelo de sus hermanas, especialmente cuan­ do se puso a la cabeza de todas ellas en la empresa nacio­ nal de derrotar a los invasores persas (que la destruyeron en 480 a. C.). Al prestigio de la victoria se sumaron las otras cualidades que garantizaban la hegemonía de Atenas: estaba espléndidamente situada en el centro de una fértil región densamente poblada, contaba con un puerto muy importante (El Píreo) y sus instituciones po­ líticas le permitían sacar gran provecho de todas estas ventajas. Después de la victoria, Atenas vivió su mejor época bajo el sabio gobierno de Pericles. Hoy la aldea global que pretende ser el mundo tiende a imitar el modo de vida de la potencia hegemónica, el modo de vida americano, incluidos jearts y hamburgue­ sas. En el mundo griego ocurrió algo parecido. Las otras ciudades copiaron el modelo ateniense. Lo ateniense, su arte y su pensamiento, su política y su comercio, ganó tal


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prestigio que se erigió en paradigma cultural de la comu­ nidad, el modelo que luego Alejandro Magno exportaría a los confines de Asia y que posteriormente, en la época helenística, los romanos, grandes admiradores y razona­ bles imitadores de la cultura griega, acabarían de divulgar por todo su imperio. Atenas estaba consagrada a la virgen Atena (o Atenea), en cuyo templo, el Partenón (de parthenos, «vir­ gen»), el más importante de la ciudad, situado en lo más alto de la Acrópolis, se veneraba la sagrada imagen de la diosa, una talla de madera chapada en oro y marfil y ata­ viada con ricas vestiduras, como cualquier Virgen de los pueblos mediterráneos actuales. Había en el panteón griego cientos de dioses más o menos importantes, prácticamente un dios para cada ac­ tividad humana. Cada cual tenía su historia, a veces sor­ prendente y tan interesante como una buena novela, y su parcela específica de actuación, algo parecido a los patro­ nazgos de los santos que constituyen el equivalente cris­ tiano de aquellos dioses (y una forma encubierta de poli­ teísmo). Sobre todos los dioses estaba Zeus, casado con Hera, a la que no perdía oportunidad de ser infiel. En el rango inferior había docenas de divinidades, pero las más importantes eran Afrodita, la diosa del amor; Ares, el dios de la guerra; Atena, la de la inteligencia, y Apolo, el de la medicina, la salud y las artes. Afrodita y su hijo Eros, el amor, a menudo se asociaban con Pheitó, la per­ suasión. Cuando un dios se unía sexualmente a un mortal, lo cual ocurría con cierta frecuencia, el resultado era el na­ cimiento de un héroe o semidiós, participante de las dos naturalezas. El héroe más famoso fue Heracles, es decir, Hércules. Los griegos honraban a los dioses ofreciéndoles exvo­ tos y sacrificándoles animales. También organizaban en 19 •


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su honor juegos y festivales. Las competiciones deporti­ vas de los juegos olímpicos, por ejemplo, no eran sino una manera de honrar a Zeus en su santuario de Olimpia. De este modo la religión suministraba un excelente pre* texto para que gentes de distintas ciudades se encontra­ ran en un espacio común y se enzarzasen en actividades lúdicas, lo que anudaba lazos y alentaba a la amistad y al conocimiento mutuos a pesar de la inhóspita geografía. La cultura griega es un canto a la vida, especialmente al amor y a la sensualidad. Suponía el filósofo Empédocles que, en los tiempos más remotos, la humanidad sólo ve­ neraba a la diosa del amor y estaba tan libre de hipocresía que las leyes parecían hechas para que el individuo disfru­ tara de la vida, no para amargársela. «La propia naturaleza exige que obtengamos el máximo placer de la vida», seña­ laba Poliarco. Para Píndaro, primero hay que buscar la feli­ cidad y en segundo lugar la reputación (Pítica, I, 99). Otro griego ilustre, Teognis (255-256), pone en primer lugar la salud y en segundo lugar «conseguir lo que uno ama», un deseo que, por cierto, estaba inscrito en el vestí­ bulo del santuario de Leto en Delfos. En cualquier caso, el erotismo franco e inocente ocupaba un espacio funda­ mental en la vida del griego y la sexualidad constituye una de las claves para entender el pensamiento y la vida de aquel pueblo. La cultura griega es fundamentalmente hedonista, como todas las de los pueblos pobres que no se resignan a serlo. Cuando banqueteaban, los griegos cantaban una cancioncilla; «Lo primero es la salud; lo segundo, la belle­ za; lo tercero, la riqueza, sin engañar a nadie; lo cuarto, ser joven entre los amigos.»1 Muchos griegos se sabían de memoria el epitafio, evi­ dentemente apócrifo, del rey asirio Sardanápalo: «He sido rey desde que vi la luz del sol: he comido, bebido y home­ najeado a los placeres del amor, sabiendo que la vida del


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hombre es breve y sujeta a mucho cambio y desventuras y que otros alcanzarán el beneficio de lo que yo deje detrás de mí. Por este motivo no dejé pasar un día sin vivir de este modo.»2 Más brevemente exponía su filosofía de la vida el gran rey en la inscripción de una de sus estatuas: «Come, bebe, ama, que todo lo demás es nada.» Es quizá una visión de la vida algo desconcertante para los que nos hemos educado en el desprecio cristiano de los placeres del mundo y en la exaltación del sacrificio y del ascetismo. Los griegos, por el contrario, no tenían ni siquiera una pa­ labra similar a la nuestra «pecado». Su idea del bien y del mal se ajustaba estrictamente a los delitos contra el dere­ cho individual o las leyes del Estado, después de valorar lo que puede ser injusto para el prójimo o para la comuni­ dad. Fuera de eso, cada cual podía disponer a placer de su cuerpo. Masturbarse o fornicar no era malo. El adulterio, la violación y la corrupción de menores sí lo eran. La pe­ derastía con una pareja mayor de doce años se considera­ ba una forma de amor no sustitutoria o enemiga del ma­ trimonio, sino como una etapa previa. Come, bebe y ama parece estar presente, en ese preci­ so y conveniente orden, en las conclusiones de Hesíodo (Trabajos y días, 582-588] cuando advierte que en la es­ tación seca «las cabras están más gordas, el vino está en su punto, las mujeres más receptivas, pero los hombres más flojos porque el calor les reseca la piel». N o obstante, como lo uno ayuda a lo otro, buena comida y buen vino dan fuerzas para cumplir debidamente. Este gusto por la vida y sus placeres pudo ser exagera­ do en ciertas comunidades especialm ente jaraneras. Ateneo (XII, 526b) asegura que muchos habitantes de Colofón, colonia griega de Asia Menor, nunca habían vis­ to una aurora ni un crepúsculo porque «cuando amanece están todavía borrachos y cuando anochece ya están bo­ rrachos de nuevo».3


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Existían, por supuesto, actitudes ascéticas de despre­ cio por la sensualidad, y en Grecia se elogiaba la fortaleza moral de los que las adoptaban, si bien tal proceder no concitaba unánime admiración. «Considera, amigo mío, todo lo que implica ser bueno (sophronein) y todos los placeres que te vas a perder: muchachos, mujeres, juegos del kóttabos, buena comida, bebida, diversión. ¿De qué sirve vivir si pierdes todo esto?» (Aristófanes, Las nubes, 1071 - 74). El amor sensual, el éros, constituía para el griego la mayor felicidad del hombre sobre la tierra. Amor y belle­ za eran los más altos ideales y, como tales, podian estar destinados a una minoría. En su libro Sobre el placer, Heraclides el Póntico, discípulo de Platón, sostiene que la lujuria es el premio de las clases dirigentes, mientras que a los pobres y a los esclavos les queda trabajar mucho. Esta filosofía fue cálidamente celebrada por^fiertos go­ bernantes. Demetrio de Falero, que durante muchos años rigió Atenas, organizaba «secretas orgías con mujeres y nocturnos amores con jovencitos; el hombre que pro­ mulgaba leyes para los demás y actuaba como el guardián de sus vidas reclamaba para sí la mayor licencia. También se enorgullecía de su aspecto personal, teñía su pelo de rubio y se maquillaba el rostro. Quería ser guapo y causar buena impresión a todo el que lo conociera».4 Un retrato que podría aplicarse a más de un político de nuestro tiempo.

La ciu d a d y sus gentes Las ciudades griegas, nacidas del agrupamíento de al­ deas agrícolas, nunca perdieron la impronta de su origen rural. No eran muy grandes, como mucho de veinte o treinta mil habitantes, el tamaño justo para que todo el •22


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mundo se conociera. El ciudadano podía controlar la ciu­ dad y la ciudad podía controlar al ciudadano. A la ciudad acudían los campesinos de su territorio, y aun los de los territorios vecinos, a comprar y vender, a votar, a demandar justicia o a participar en las grandes festividades religiosas, según fuera el caso. La rivalidad entre ciudades limítrofes estimulaba el embellecimiento de los espacios urbanos con ágoras, campos de deportes, templos y columnatas. Ya hemos dicho que la ciudad modélica de Grecia era Atenas, de la que otras muchas copiaban. Atenas era más bella de lejos que de cerca. D e lejos, entre las dispersas arboledas, bajo el cielo luminoso y azul, brillaban los her­ mosos templos de la Acrópolis, sobre su cerro amesetado y circundado por sólidas murallas. Antiguamente, la Acrópolis había sido un maloliente dédalo de chozas que los persas incendiaron cuando conquistaron la ciudad. Sobre la explanada resultante los atenienses construye­ ron, con muy buen criterio, los grandes templos y monu­ mentos que debían prestigiar a la ciudad. Atenas era más grande por sus ciudadanos que por su urbanismo. A los pies del cerro se extendía el caos urba­ nístico, un amasijo de callejas retorcidas que se adapta­ ban a la irregular configuración del terreno. La calle ma­ yor, las Panateneas, atravesaba el agora del Cerámico y se prolongaba en la Vía Sagrada que conducía al santuario de Eleusis. Las Panateneas cortaban diagonalmente la ciudad dejando a un lado los edificios públicos y al otro los mercados, los talleres y las tiendas. Había en Atenas barrios residenciales y suburbios. En los barrios pobres, que eran los más, la gente se hacinaba en cabañas miserables de barro y paja alineadas en medio del mayor desorden. Luego estaban los sectores artesa­ nos, donde el fragor de los talleres y los olores de las tene­ rías hubieran molestado a otros vecinos más conciencia­


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dos con los problemas de la contaminación ambiental. Solamente en los sectores más acomodados la existencia de-letrinas y retretes facilitaba la vida de unos pocos, pero la mayoría de los ciudadanos, incluso las damas* de m edio pelo con posibles, cuando tenían que cumplir ciertas necesidades fisiológicas, se levantaban la enagua en el corral, entre atentas gallinas y expectantes cerdos. En Grecia el clima es benigno y la gente estaba habi­ tuada a vivir en la calle. Ello explica el gran contraste existente entre los edificios de uso público, los templos, teatros y foros que prestigiaban a la ciudad, y las vivien­ das privadas, que solían ser pequeñas y comparativamen­ te modestas, especialmente las de los ciudadanos menos afortunados. Desde luego el gobierno, como no era ejer­ cido por políticos profesionales sinp por ciudadanos co­ munes a los que se exigían detalladas cuentas, no despil­ farraba grandes fortunas en acondicionar palacios presidenciales ni en similares gastos de representación. Atenas debió de ser una ciudad ruidosa y ajetreada, quizá algo incómoda para el gusto moderno, pero bastan­ te habitable para el de sus moradores o para el de casi to­ dos ellos. Tengamos en cuenta que el griego era un pue­ blo pobre, establecido sobre una tierra escasa en recursos. N o comían mucho. La comida principal era una merien­ da cena, y el menú bastante monótono. Los productos básicos eran pan de trigo o cebada, higos y aceitunas, len­ tejas y cebollas. También consumían queso y pescado, ra­ ramente carne, que era manjar de lujo. Esos sacrificios de cien vacas o «hecatombes» (hekatón, «cien», bous, «vaca» o «toro») debieron de ser bastante raros. Cada ciudad te­ nia su especialidad local, que tampoco variaba mucho. En lo que casi todos estaban de acuerdo era en despreciar como bazofia la famosa sopa negra que los espartanos ha­ bían elevado al rango de comida nacional. Los esparta­ nos, por su parte, respondían a este desprecio con su des­


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den: para apreciar nuestra sopa hay que haberse bañado en el Eurotas (el río local donde se zambullían en pleno invierno). No se sabe en qué consistía la sopa negra pero al parecer llevaba ingredientes parecidos a la morcilla: sangre, carne de cerdo, sal y vinagre. La vida cotidiana era menos refinada de lo que parece en las películas y dan a entender los hiperbólicos poetas griegos. Esos vastos palacios de ornadas y bien construidas techumbres, con las paredes cubiertas de tapices o frescos de vivos colores, eran muy escasos. Evidentemente los po­ tentados vivían en esta esp.ecic de chalecitos, a menudo en los alrededores de las ciudades, rodeados de fincas y jardi­ nes y de las viviendas de sus esclavos o aparceros, pero la tónica dentro de las ciudades era mucho más modesta. Aunque también existieron corrales de vecinos (en los que hay que suponer que reinaría gran confusión y algara­ bía), casi todas las casas eran unifamiliares, pequeñas, de una sola planta, no más espaciosas que un pisito moderno, con dos o tres habitacioncitas apenas capaces de contener un camastro, aprovechando que las puertas abrían hacia afuera, y un minúsculo patio. Algunas casas disponían de un altillo o buhardilla con acceso por escalera de madera, a veces desde el exterior. Los muros principales, al menos uno de ellos, eran suficientemente sólidos como para sos­ tener el resto de la vivienda, porque los tabiques eran del­ gadísimos, apenas armazones de cesta o cañas y cuerdas, repellados de barro y encalados. Estas viviendas carecían de agua corriente. Algunas disponían de pozo, pero la mayoría de la población tenía que surtirse en las fuentes públicas, con jarros y cántaros. Las calles no estaban empedradas: en verano eran pol­ vorientas, en invierno se convertían en un lodazal. Tampoco disponían de saneamientos. Los desperdicios se arrojaban directamente a la calle hasta que, en el siglo IV, se construyeron cloacas en las vías principales. 25 •


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Las figuras que coronan los pedestales son falos erectos (a los que falta la parte superior). En el que vemos en primer término se pueden distinguir los testículos y el vello púbico. Entre los griegos y roma­ nos el falo tenía una significación apotropaica, es de­ cir, servía como amuleto protector contra las influen­ cias malignas y, en ciertas ceremonias, como talismán propiciador de abundancia, fecundidad y buena suer­ te, Esto explica que los griegos organizasen procesio­ nes y fiestas primaverales fáíicas que han dejado cier­ tos vestigios en procesiones y festividades religiosas cristianas de ámbito mediterráneo. Avenida de Príapo en la isla de Délos (siglo III a. C ),

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Si de día reinaba gran animación en las calles, de no­ che se quedaban desiertas y se tomaban peligrosas. La ciudad no disponía de iluminación pública. El que se veía obligado a salir por una urgencia, o regresaba tarde dé un convite, llevaba su propia luz, en linternas de aceite, y, si se lo podía permitir, una escolta suficiente para disuadir a los atracadores. Los noctámbulos arrostraban estos ries­ gos de buena gana porque se sentían sobradamente com­ pensados por la alegría de la fiesta, el vino, los manjares, la amistosa conversación, las danzantes de Tesalia y las flautistas (que al propio tiempo eran prostitutas y actua­ ban desnudas o sucintamente vestidas).

Baños y palestras Estas precarias condiciones sanitarias no impedían que los griegos, en general, fueran limpios, al menos comparados con otros pueblos vecinos. En los palacios micénicos, durante los siglos XV al XIII a. C. existieron cuartos de baño y esclavos encargados de servirlos. En ge­ neral el griego no perdía ocasión de remojarse en ríos o fuentes, especialmente hasta el siglo Vi a. C. Un siglo más tarde, los chapuzones promiscuos ya no eran tan admisi­ bles. Hay que suponer que en invierno, con los fríos, se lavarían menos (o sólo los potentados propietarios de un barreño donde echar agua caliente). En el siglo iv a. C. los baños públicos eran cosa corriente, como vemos en Teofrasto (Los caracteres, IX). Se dice que los primeros que utilizaron baños calientes fueron los habitantes de Síbaris, los sibaritas, quienes, además, cuando se embo­ rrachaban en sus juergas usaban orinales (amides) para vomitar, una costumbre que parecía censurable a los ate­ nienses pero que después adoptarían los romanos. En la época clásica, la situación evolucionó. Aunque


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los espartanos seguían zambulléndose en las heladas aguas del Eurotas en lo crudo del invierno, otros griegos menos heroicos le tomaron gusto a los baños calientes en pequeñas bañeras caseras, de cerámica o de ladrillo, si bien existían ciertos prejuicios contra los baños calientes porque hacían a los hombres afeminados. Platón, en su Estado ideal, se muestra partidario de reservar los baños calientes para los enfermos (Las leyes, VI, 761). También acudían a los baños públicos. Estos establecimientos constaban de diferentes estancias para sudar y remojarse en agua tibia. Eran, además de baños, casino, mentidero, barbería y centro social. Solían estar situados en las pro­ ximidades de gimnasios y palestras y tenían un horario para los hombres y otro para las mujeres (en algunas épo­ cas también los hubo mixtos). Todavía no se había inven­ tado el jabón, pero los pudientes usaban en su lugar acei­ te de oliva perfumado y los menos pudientes diversos sustitutos tales como carbonato de sodio, greda e incluso un tipo de piedra calcárea llamada kimolía. En las residencias de gente acomodada, la mejor habi­ tación, abierta al patio, la ocupaba el andrnn o sala de banquetes, mientras que en la parte más oculta y guarda­ da de la casa estaba el gynaikonitis o gineceo, donde las mujeres hilaban, cosían o intercambiaban secretos de to­ cador lejos de la curiosidad de posibles visitantes mascu­ linos. Cercano al gineceo, o en la planta superior, cuando la había, estaba el dormitorio matrimonial o thálamos. El mobiliario era suntuoso en las residencias de los potenta­ dos, como vemos en Jenofonte ( Económico, VIH, 19-23), pero en las viviendas corrientes era mínimo: apenas algu­ nas camas, vasijas y cestas, algunas sillas y taburetes. Y ar­ cas para la ropa, la vajilla y las joyas. Además de los templos y ágoras, el esfuerzo ciudada­ no se manifestaba en la construcción de murallas y de­ fensas. Los griegos fueron grandes fortificadores y sus 29 •


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principios poliorcéticos no fueron superados hasta des­ pués de la Edad Media, cuando la aparición de potentes cañones obligó a modificar radicalmente las técnicas constructivas. Del roce viene el cariño. El amor, en su doble vertien­ te de éros y philia, nace, como sabemos, del trato huma­ no. Y las calles griegas, estrechas y concurridas, eran un lugar muy a propósito para rozarse, un dominio común donde el pudiente recibía igual tratamiento que el gana­ pán, dado que, como dice Platón, quejándose de vez en cuando hasta los burros y los caballos parecen tener dere­ chos democráticos. Un lugar muy concurrido por la población masculina era el gimnasio y la palestra, un amplio espacio abierto, enarenado y acondicionado para los ejercicios, a menudo adornado de estatuas y jardines. Los gimnasios eran, por otra parte, el casino y mentidero al que acudían a pasar el tiempo los ciudadanos desocupados y los ociosos. Eran también los lugares más a propósito para que pederastas y homosexuales echaran sus redes después de tasar con ojo perito la belleza de los jovencitos que se entrenaban desnudos.

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C a p í t u l o II

Los cuerpos gloriosos


El culto al cuerpo Para mucha gente la cultura griega está simbolizada en las desnudas estatuas de dioses y héroes. Sin embargo, cabe preguntarse ¿eran los griegos tan liberales como cree­ mos? En lo que se refiere a los órganos sexuales la acti­ tud griega, y después la romana, era completamente dis­ tinta a la nuestra. Para ellos el sexo merecia el mayor respeto, debido a su alta y sagrada función. De hecho, el falo tenía un significado religioso y protector contra el mal de ojo, que, por cierto, aún mantiene a nivel popular en todo el ámbito mediterráneo a pesar de la influencia negativa de veinte siglos de cristianismo. Falos estilizados son, sin ir más lejos, esos llamadores de puertas que ve­ mos en nuestros pueblos, con sus correspondientes testí­ culos a uno y otro lado. Los pináculos que rematan mu­ chos tejados y chimeneas y hasta los marmolillos que acotan el espacio sagrado de algunas iglesias y santuarios encierran el mismo significado. Incluso muchas de nues­ tras romerías se emparentan con las fiestas primaverales de griegos y romanos, en que se llevaba el falo en proce­ sión para atraer la fecundidad de la naturaleza sobre las cosechas y los animales. En muchas fiestas, los devotos se entregaban a excesos que ni siquiera el cristianismo, con


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su moral estricta, pudo desarraigar por completo. Por eso Góngora llamaba a las romerías «ramerías» . Los griegos celebraban alegremente la vida represen­ tada por los órganos sexuales. No obstante, en según qué * ocasión, sentían cierto pudor en la exhibición de sus atri­ butos. De hecho la expresión «las vergüenzas» [tá aidota), en su acepción señaladora de los órganos sexuales, es una de las escasas pertenencias del legado griego clási­ co que la pacata moral cristiana ha ratificado sin reservas, quizá a través del latín pudenda. Otros eufemismos grie­ gos para los órganos sexuales eran tá apárrela, «los que no se nombran»; tá ártkrn, «las partes»; tá aphrodisia, «los ór­ ganos de Afrodita», Ulises, arrojado por la tempestad a una playa incógnita, se cubre las vergüenzas cuando oye acercarse a un grupo de nenies jovencítas, Nausícaa y sus esclavas de hermosas trenzas, con femenil jolgorio y del todo descuidadas: «Desgajó con su fornida mano una rama frondosa con la que pudiera cubrirse las partes ve­ rendas» [Odisea, VI, 128 y 129), aunque más adelante Homero nos explica el motivo de su pudor: «estaba des­ nudo, pues la necesidad lo obligaba». Es decir, había m o­ mentos en que el desnudo era aceptable: en competicio­ nes deportivas, en baños, etc., y momentos en que lo correcto era tapar ciertas partes, especialmente cuando se estaba de visita, ante extraños. Así fue al menos en tiempos arcaicos. Luego las cos­ tumbres alcanzaron mayor permisividad. Los primeros atletas de las Olimpiadas cubrían sus genitales con una especie de taparrabos, pero a partir de la Olimpiada quince, en 720 a. C., comenzaron a actuar completamen­ te desnudos y finalmente el modelado del cuerpo y la ad­ miración por la armonía de las formas originó incluso concursos de belleza tanto femeninos como masculinos, como réplica de los certámenes de los dioses.' Uno de los pasajes mitológicos más conocidos es precisamente aquel


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en el que discuten Hera, Atenea y Afrodita sobre cuál de las tres es más hermosa y toman a Zeus por juez. Pero el dios, como no quiere líos con su esposa y es juez y parte, deja el asunto en manos de París, el príncipe troyano, que era un joven muy bello.

Vestida p a r a c o n q u ista r Los griegos vestían cómoda y elegantemente. Y no gastaban casi nada en sastres porque usaban piezas de tela sin hechuras, sujetas por dos puntadas o por un bro­ che y por un cinturón que servía, en algunos casos, para embolsar bellamente el talle y disimular traseros y michelines. El ceñidor tenía un valor erótico parecido al de las ligas o liguero en nuestros días. A veces los poetas usa­ ban la eufemística metáfora «soltar el ceñidor» para signi­ ficar «perder la virginidad». Naturalmente no todo el mundo sabía llevar elegantemente ropa tan versátil y en eso se distinguían los elegantes de los palurdos. Algunos creen que en la época egea o minoica el dise­ ño del vestido femenino era tan atrevido y sugerente como el de los más osados modistos de hoy. Es porque han tomado a esas esbeltas damas vestidas de falda de vo­ lantes que llevan los pechos al aire, cuyas estatuillas apa­ recen en Cnosos y los otros palacios cretenses del segun­ do milenio a. C., como representaciones de la mujer de su tiempo. Lo malo es que hay motivos para creer que se trata de trajes ceremoniales usados por plañideras o sa­ cerdotisas en ocasiones rituales. Ya en época arcaica se impuso como pieza básica el khitón jónico, una amplia túnica recta y con numerosos pliegues, de lana fina o de lino, cosida por los lados y su­ jeta desde el cuello a los brazos con broches o alfileres a intervalos regulares más o menos espaciados, según se


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quisiera lucir la carne de los mórbidos hombros y brazos. Esta especie de camisa solía alcanzar las rodillas, excepto en los niños, los esclavos y los soldados, que la llevaban algo más corta, a medio muslo. Iba directamente sobre la piel, ya que la ropa interior y la lencería estaban poco di­ vulgadas. No obstante, en la época clásica, las mujeres elegantes llegaron a usar una banda llamada stróphion que hacía las veces de nuestro sujetador. Otras posibles prendas entre el sujetador y la faja fueron las denomina­ das meloúkhos y mitra. Incluso conocieron su cruzado mágico, con unos tirantes en X según diseño del apódesmos, en la época de Pericles.2 Una variante del khitón era el peplos, una prenda tradi­ cional, sin mangas, lo que permitía lucir los brazos de aquellas que los tenían especialmente bellos (recordemos el frecuente apelativo poético «la de los niveos brazos»). Los griegos, como todos los pueblos cultos, conocían la relación que hay entre brazos y muslos y sabían que una mujer de brazos bien proporcionados y carnosos tendría buenos muslos. También existió, ya en época tardía, un vestido largo sin entallar, la kimberiká, que anuncia mo­ das más actuales. Los niños vestían clámide corta hasta los dieciséis años, en que la nueva condición posefébica los autorizaba a vestir prendas de adulto. En Esparta los muchachos usaban khitón y los niños tribón, o túnica de batalla, siem­ pre del mismo tejido basto, tanto en verano como en in­ vierno. En Atenas y otros lugares menos austeros el ciu­ dadano con posibles usaba lino en verano y en invierno un manto de lana, la khlaina. Sobre el khitón podía llevarse un manto rectangular de lana, el himatión, de tejido más o menos fino, dependien­ do de la estación. En la intimidad del hogar y en tiempo caluroso las mujeres se despojaban del himatión y queda­ ban en camisa. 36


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El khitón usado en Esparta estaba provisto de una abertura lateral hasta muy arriba, como esas laidas chinas tan insinuantes y, como ellas, dejaba escapar el muslo fu­ gazmente a cada paso. Esto explica que las chicas espar­ tanas fueran conocidas como phainomerides, «las que en­ señan el muslo». No siempre, porque cuando hacían gimnasia se quedaban en cueros vivos, lo mismo que los muchachos. Por eso ponerse en pelota picada era, para el resto de los griegos, «hacer el dorio». Cuando era menester, especialmente en verano y en los viajes, los griegos se cubrían la cabeza con sombreros de lana, de cuero o de paja. Fuera de estas ocasiones, solían llevar la cabeza descubierta, quizá para marcar la diferen­ cia respecto a esclavos y campesinos, que usaban gorros de lana. No obstante, cuando salían al campo o a la palestra se cubrían con un pétasos, sombrero de fieltro, de ala ancha, que servía de quitasol. Hay que tener en cuenta que entre los griegos el bronceado era propio de esclavos, militares y marinos. Las mujeres y los elegantes apreciaban la tez clara como signo de alcurnia. También las damas de ciudad usa­ ban pétasos o sombrillas bastante parecidas a las actuales cuando tenían que exponerse prolongadamente al sol. Entre los griegos, como entre nosotros, la calidad del calzado pregonaba la posición social (con la natural ex­ cepción de los inevitables horteras, que calzaban por en­ cima de sus posibilidades). El calzado más común eran las sandalias de cuero o alpargatas de esparto y, en la esta­ ción fría, los botines cerrados por el tobillo. Ninguna de estas prendas tenía tacón, aunque existían a veces alzas interiores de quita y pon, cuando el usuario quería pare­ cer más alto. Ya se ve que no hay nada que no esté inven­ tado. En el interior de las casas, cuando el tiempo lo per­ mitía, solían ir descalzos. El peinado era más complejo que el vestido. Las muje­ res llevaban el cabello largo y recogido en distintos peina­


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dos, con diademas, redecillas y adornos. Algunas, espe­ cialmente las heteras, usaban pelucas. En un epigrama de Lucilio (XI, 68) leemos: «Nidia, mucha gente cree que te tiñes el pelo pero lo has comprado bien negro en el mercado.» Los atenienses no estaban tan pendientes del pelo como sus mujeres. Los adolescentes lo llevaban largo, pero al llegar a la edad adulta se cortaba. Una actitud jus­ tamente opuesta a la de sus vecinos y competidores los espartanos, que pelaban al cero a los niños y sin embargo de adultos gastaban melena. En lo que unos y otros se asemejaban era en el gusto por las barbas largas y corta­ das en pico. En Atenas los únicos que prestaban gran atención a su cabello eran los petimetres y los libertinos. Éstos, antes de visitar a una famosa hetera, se rizaban el pelo y se cor­ taban y pulían las uñas cuidadosamente. Los griegos usaron también prendas de seda. Al prin­ cipio la importaban de Oriente, por lo que alcanzaba al­ tos precios que restringían su uso a los más pudientes y elegantes, pero más adelante comenzó a producirse en la propia Grecia, especialmente en la isla de Cos, donde abundaban las moreras. Las heteras o cortesanas de alto staruling fueron gran­ des consumidoras de vestiduras de seda cuya calculada transparencia permitía velar los encantos resaltándolos al propio tiempo. Antes de la llegada de la seda habían al­ canzado un efecto parecido con el lino fino de gran cali­ dad producido en la isla de Amorgos. Con vestidos de seda, de lejos, las danzarinas parecían desnudas, «una es­ pecie de tejido ligero como el aire», que lo llama Petronio, y Teócrito habla de «prendas mojadas», lo que nos recuerda, por la erótica intención, las exhibiciones de camisetas mojadas de nuestros disolutos veranos. A pro­ pósito, si extremamos el paralelismo también podríamos


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señalar la existencia de concursos de belleza (en Lesbos, en Ténedos, en Basilis...), aunque con respetables alcan­ ces rituales, y los certámenes de lucha con chicos y chicas desnudos (en Esparta, en Creta). D e striptease parece que no hay rastro, pero quizá este tipo de espectáculo es­ tuviera compensado por la existencia de bailarinas tesa­ bas que actuaban desnudas en los banquetes de gente im­ portante.3 Nada nuevo bajo el sol. Las vestiduras de lujo se teñían en vivos colores obte­ nidos de diferentes tintes vegetales o animales. Incluso lograron un aceptable sucedáneo barato de la prohibitiva púrpura, el famoso tinte que los fenicios obtenían del ca­ racol marino llamado «cañaílla» en los puertos andaluces. Los griegos lo sacaban de un insecto, el querques o cochi­ nilla. En la época de mayor demanda, cuando los vestidos de seda se pusieron de moda en la Roma de los Césares, los gusanos de seda de Cos no daban abasto para fabricar los capullos necesarios y nuevamente hubo que importar la seda de Asiria y de Oriente. Las griegas eran aficionadísimas a las joyas y a los adornos, al oro y a toda clase de cuentas y abalorios y a los cinturones profusamente bordados y enjoyados con los que enriquecían el vestido sencillo. En el joyero de la bella había collares de cuentas o placas, diademas, cintu­ rones bordados y engastados de metal o piedras, sortijas, pendientes, pulseras, brazaletes en espiral para brazo o antebrazo. Las más pudientes llevaban encima un patri­ monio en oro; las menos, se contentaban con baratijas y quincallería. Los hombres, por el contrario, no eran aficionados a las joyas. Como mucho podían llevar un anillo que a ve­ ces servía de sello. Las mujeres sabían usar postizos para disimular defec­ tos o enmendar la plana a la naturaleza allá donde ésta les 39*


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Un e ra s té s corteja a un é ra m e n o s. El adulto persuade al efebo mientras le acaricia delicada­ mente los genitales; el mancebo, por su parte, toca respetuosamente la barba de su mentor. Es un comportamiento muy ritualizado que se refleja en gran cantidad de vasos pintados. Detalle de un vaso decorado con figuras negras (siglo VI a. C.), Museo de Boston.

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había escamoteado sus encantos. Los vientres prominen­ tes se fajaban con vendas adecuadas (perizóstra o perízoma) y los defectos se disimulaban con toda clase de tru­ cos: «Cuando una chica es bajita se cose suelas de corcho en los zapatos; cuando es alta, usa zapatillas muy finas y lleva la cabeza hundida entre los hombros; la escurrida de caderas se pone rellenos debajo de la ropa para que los que la vean alaben en voz alta su eupygta, es decir, su es­ tupendo trasero.»4 Por cierto, en esa expresa alabanza de un trasero transeúnte hemos de ver la primera mención del piropo. Obsérvese que la fea costumbre, sin duda for­ ma de acoso sexual atenuada y verbal, pero no por ello menos inaceptable, no es española de origen. O, al me­ nos, no es exclusivamente achacable a los españoles.

El t o c a d o r d e A f r o d i t a Entre las griegas el uso del maquillaje era un díferenciador social. Solamente las señoras y las putas se maqui­ llaban. Las esclavas y las mujeres humildes no tenían m e­ dios (o tiempo, o ganas) de estucarse la faz delante de un tocador. ¿Qué elementos componían el tocador de una dama griega? El fundamental era el espejo, una de las piezas más caras del ajuar, en el que se reflejaba no sólo la figura estilizada u obesa del ama, sino la potencia económica de la casa. Los espejos de la antigüedad eran caros y solían constar de una lámina de bronce, o algún otro metal, pu­ lida por una cara y montada sobre artístico marco. Junto al espejo, damas y heteras acumulaban diversos trebejos de belleza sobre los que nos ilustra la arqueolo­ gía y la literatura, especialmente Aristófanes: pinzas, es­ pejuelos de mano, maquillaje base, tijeras, cintas, posti­ zos de pelo, carmín, blanco de plomo, maquillaje de ojos,


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cadenas, tinte de algas, redecillas, colgantes de oro, peines de hueso, de marfil, de bronce o de concha, collares, pen­ dientes en forma de racimo, brazaletes, anillos, piedras preciosas. Y pomacias, ungüentos, polvos, perfumes de la más variada utilidad y procedencia. El maquillaje consis­ tía básicamente en un fondo blanco de albayalde sobre el que se aplicaba el carmín, generalmente orcaneta, un co­ lorante rojo que se extrae de una raíz, pero con el tiempo las cremas y variantes fueron muy complejas. En un texto atribuido a Luciano leemos: Si alguno pudiera ver a las mujeres cuando se levantan por la mañana, les parecerían más desagradables que esos animales cuyo nombre no se debe mencionar tan temprano [los mo­ nos]. No cabe duda de que ésta es la razón por la que se encie­ rran cuidadosamente y no dejan que ningún hombre las vea; las viejas de la casa y una muchedumbre de sirvientas tan leas como sus amas se apelotonan alrededor de ellas y aplican a sus caras desgraciadas toda clase de cosméticos, porque una mujer no se zambulle en una corriente de agua pura para sacudirse el sueño de los párpados y para inmediatamente después consa­ grarse a algún asunto serio, no; lo que hace es intentar disimu­ lar el color desf avorecedor de su cara con innumerables pintu­ ras y polvos y, como si participaran en una procesión pública, sus doncellas se ponen en lila con diversos adminículos y no digamos de bandejitas de plata, botes y espejos. I lacinan en la habitación montones y filas de cajas, como las que se ven en las tiendas de los farmacéuticos —vasijas llenas de mentiras y engaños—, en los que se almacenan medios de blanquear los dientes o ennegrecer las cejas. No obstante, es el peinado lo que más tiempo les lleva porque algunas se aplican lociones y cosas por el estilo para que brille como un sol de mediodía; y lo mismo que se tiñe la lana, lo mismo lo tiñen entre rojizo y amarillo porque el color natural les parece feo, aunque si por un casual estuvieran satisfechas con el color negro, se gastarían de todos modos el dinero del marido en aplicarse todos los perfumes de Arabia. Existen instrumentos de hierro, que ca­ lientan en fuego suave, que sirven para rizar el pelo y hacerlo largos tirabuzones. ¡Qué de esfuerzos para obligarlo a caer so­ bre las cejas! Casi no dejan sitio a la frente y los bucles traseros


A m o r y sexo en la antigua Grecia caen orguliosamente sobre la espalda y los hombros. Después de esto se atan las sandalias de vivos colores tan fuertemente que las cintas les cortan la carne, y después, sólo por guardar las apariencias para que no parezca que van desnudas, se po­ nen una prenda tan sutil que todo lo que tapa se distingue me­ jor que la cara, exceptuando los pechos colgones que se cuidan de llevar sujetos. ¿Hace falta que diga en qué consiste el capri­ cho más caro? Piedras preciosas eritreas de unas cuantas onzas de peso colgando de los oidos o esas serpientes que se ponen alrededor de los brazos y muñecas (¡ojalá fueran de verdad y no de oro!), y una diadema tachonada de gemas indias en tor­ no a la cabeza. Caros collares rodean y cuelgan de sus cuellos y el pérfido oro les llega hasta los pies rodeando todo lo que queda a la vista desde los tobillos. ¡Mejor estarían esos tobillos con grilletes! Y cuando todo el cuerpo está arreglado con la en­ gañosa belleza de encantos espurios se aplican colorete a ias desvergonzadas mejillas, de manera que la «flor de la púrpura» contraste vivamente sobre la piel engrasada y blanqueada.

Un elemento esencial del tocador eran los perfumes. Los griegos, quizá por influencia oriental, se habían afi­ cionado a los perfumes pesados, por otra parte tan nece­ sarios en tiempos poco aseados, en ciudades malolientes llenas de ciudadanos que apestaban a sudor revenido so­ bre ropa que sólo de tarde en tarde lavaban, cuando lava­ ban alguna vez. El perfume podía aplicarse de muchas maneras distintas: «Se perfumaba la piel para atraer a los amantes y rociaba las piernas con nardo de tarsos y metopión de Egipto. Recubría sus axilas con menta y sus cejas con mejorana de Cos y sahumaba su cabellera con in­ cienso. El ungüento de Chipre corría entre sus senos y el licor de rosas de Faselis embalsamaba su nuca y sus meji­ llas. Se untaba esencia por la cintura antes de alquilarse por cien dracmas.» (Referencia a una puta fina. Ateneo, IV, 229a.) En los tocadores griegos abundaban los tarritos de perfume o aryballos de formas tan imaginativas como las que adoptan los modernos perfumes de diseño. A veces


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tenían lorma de animal: un babuino, un pato, una cabeza de león, un erizo. Los perfumes de Corinto eran famosos y se exportaban en Frasquitos preciosamente decorados. En medio de la atmósfera pesada de tanto aroma, a veces se agradecía un soplo de aire fresco. La vieja criada de la hetera Filematón le recomendaba a su-señora que no se perfumara tanto: «una mujer sólo huele como es debido cuando no huele a nada, porque esas remendadas viejas sin un diente que se embadurnan con mejunjes y disimulan sus defectos con tintes, cuando el olor del su­ dor se agrega al de las cremas exhalan un pestazo como cuando un cocinero mezcla las sopas» (Plauto, Mostelaria, 273-277). En Grecia, como en la actualidad, el vello corporal sólo se consideraba atractivo en los hombres. Los aman­ tes griegos gustaban de una dorada pelusilla de meloco­ tón en el sexo femenino, no la hirsuta pelambre endrina que suele caracterizar a la morena mediterránea. Esto ex­ plica que uno de los complementos esenciales del toca­ dor elegante fuera la navaja de afeitar. Las griegas, de na­ tural muy pilosas, se rasuraban el monte de Venus y sus valles y cañadas aledaños. De hecho la navaja de afeitar se consideraba un instrumento de uso femenino y cuando se asocia al hombre es para femineizarlo dado que los bardajes u homosexuales pasivos también se depilaban el ano. Lógicamente, la frecuentación del afeitado encañaba unas entrepiernas erizadas de pendejos cerdales que bro­ taban cada vez con más brío y espesura. Algunas elegan­ tes soslayaban estos problemas depilándose a fuego, es decir, socarrando el vello con ayuda de una lámpara y mi­ tigando la inevitable quemadura mediante aplicación de una esponja húmeda. También usaban ceniza caliente e incluso las había tan sacrificadas qife preferían entregarse al laborioso calvario de depilarse a mano, con pinzas, lo


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que en poesía dio la metáfora «los manojos de arrayán arrancados a mano».5 Entre los tirrenos, la depilación era tan importante que, como sabemos por Teopompo, existían establecí-* mientos especializados. Los hombres velludos se consideraban especialmente viriles y por ende atractivos, con muy pocas excepciones imputables a modas locales. Por ejemplo, los habitantes de Tarento (Italia) «se depilaban todo el cuerpo y lucían vestidos transparentes bordados en púrpura» (según Clearco, citado por H . Licht) 6. Aunque, todo hay que de­ cirlo, los tarentinos no gozaban precisamente de buena fama en el mundo griego. «Se contaba que cuando des­ truyeron la ciudad de Carbina, en Apulia, metieron a to­ dos los chicos, chicas y mujeres jóvenes en los templos y los exhibieron desnudos ante los visitantes. Y todo el que quería podía meterse entre aquella muchedumbre des­ graciada y satisfacer su lujuria sobre la desnuda belleza de los prisioneros, a los ojos de todo el mundo, y cierta­ mente a los de los dioses. Pero los dioses castigaron ejem­ plarmente aquel abuso porque a poco de aquellos exce­ sos les enviaron el rayo. Incluso hoy día todas las casas de Tarento tienen una piedra conmemorativa delante de la puerta en recuerdo de los muertos que hubo, y cuando se cumple un aniversario de la catástrofe, la gente no la­ menta a los muertos ni les rinde los honores acostumbra­ dos sino que ofrece sacrificio a Zeus Katabaítes (“el que baja con el trueno y el relámpago”).» (Ateneo, XII, 522b.)


C a p í t u l o III

El descubrimiento del amor


El hijo de A fro d ita La palabra griega para amor, éros, es muy antigua pero no siempre ha significado lo mismo. En tiem pos de Homero designaba no sólo el deseo sexual sino el apetito de comer o beber y cualquier impulso relacionado con la hedoné, el placer de la vida. El sexo puro y duro, el gamos, era dominio de la diosa Afrodita, cuyo travieso hijo Eros despertaba en los mortales la pasión sexual, la manía o locura divina. Este deseo de posesión no estaba inspirado por consideraciones de índole espiritual sino por atrac­ ción física hacia la belleza de la persona deseada. De he­ cho Safo, la más antigua poetisa del amor, definía la be­ lleza como aquello que uno ama. Idéntico razonamiento aparece en una repetida máxima de Teognis: «lo que es bello, es querido, y lo que no es bello, no es querido». Platón vuelve sobre la misma idea en su diálogo Pedro. Si lo bello era sinónimo de lo bueno, lo bello era tam­ bién una categoría moral, todo lo kaloskagathós o bello y bueno era aceptable. El culto griego por la belleza llegó hasta el punto de que incluso la ley se sometía a veces a su jurisdicción. Epistenes intercedió ante Jenofonte por la vida de un mancebo condenado a muerte solamente porque era bello. Y la bella hetera Friné fue absuelta por


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el tribunal ante el que el abogado defensor la hizo apare­ cer desnuda. Eran comportamientos lógicos para un grie­ go: en la belleza no cabe maldad. Afrodita, la diosa del amor, nace de la espuma de mar que brotó de los órganos genitales de Urano mutilados por Cronos. La acompañan Eros (amor) e Hítneros o Póthos (el anhelo) e incluso Peithó (la persuasión). Eros, más conocido por su equivalente latino, Cupido, es la personificación del amor, el vehículo del que se sirve Afrodita para liberar la pasión amorosa. Hesíodo usa un acertado epíteto para Eros: «el que desata los miembros» (lysiméles). Habrá notado el lector la laxitud que invade todo el cuerpo y especialmente la flojera que se apodera de las rodillas después de sostener una refriega en cam­ pos de pluma. A Eros lo pintan de muchas maneras. En las descrip­ ciones más antiguas es un dios solemne y majestuoso a cuyo poder nadie resiste. Luego gana en cordialidad y en Eurípides aparece en su aspecto más divulgado, armado de arco y flechas, las flechas del amor, y finalmente en la época helenística es el adolescente caprichoso o el niño que todos conocemos. En sus apariciones más antiguas, esgrimía a veces otras armas. Leemos en Anacreonte: «Otra vez Eros de cabellos de oro me alcanza con su pe­ lota purpúrea»; y, en otro pasaje: «Otra vez Eros me ha golpeado con una gran hacha.» El arma da igual con tal de que sea artera y fulminante, sin defensa posible. Como dice Teócrito: «[Nada más verle, cómo enloquecí, cómo sentí traspasado el corazón, infortunada!... Ni supe cuándo volví a casa; un mal devorador me dejó destroza­ da; yací en el lecho diez días con sus noches» (Idilio, II, w . 82-86).

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E n a m o r a r s e es c o s a d e m u j e r e s El amor era pulsión física, irreprimible deseo de copu­ lar, sed sexual, encalabrinamiento. Los griegos tardaron más de un milenio en aceptar el otro componente que a nosotros nos parece fundamental, el espiritual, esa miste­ riosa fusión de las almas que excluye al resto del universo para recrear una dimensión nueva entre dos amantes. El amor irrumpe en Safo, en Mimnermo y en Arquíloco pero no se generaliza y difunde ganando caudal literario y repercusión social hasta el tiempo de Eurípides, con sus heroínas Fedra y Estenebea. A partir del siglo iv se mos­ trará ya sin tapujos, y en la época helenística triunfará plenamente, cuando la civilización griega, completamen­ te madura, se entregó a la exploración del sentimiento abriendo nuevos caminos que ensancharían los imitado­ res latinos, los que heredan y transmiten todo el prolijo repertorio de achares, celos, rupturas, reconciliaciones, pajaritos de la amada y demás atrezzo sentimental. Es lo que alimenta la poesía hasta las a veces ininteligibles composiciones de los poetas actuales. Para nosotros, los cristianos europeos, como somos producto de una educación sentimental muy distinta, la pasión y el cariño se confunden en la pareja. En Grecia se consideraban sentimientos diversos e incompatibles. Un griego clásico se habría sorprendido de sentir éros por su esposa. El griego no concebía la libido dentro del matri­ monio. En el matrimonio el sexo pasa a ser «trabajo» {érgon), deja de ser «juego» o «diversión» (paígnia, térpsis)], Cuando un marido no odiaba a su cónyuge, lo más positi­ vo que sentía por ella era philía, cariño, un sentimiento civil y reposado que excluye el amor pasional. Lo que se sentiría por una hija, más o menos, una noble afección que, aunque no sea tan arrebatadora como el éros, puede ser igualmente fuerte. Es la que m ueve el llanto de


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Ulises: «Lloró al tener consigo una esposa grata al cora­ zón, de excelentes saberes» ( Odisea , XXIÍÍ, 231). En la literatura griega la sexualidad matrimonial brilla por su ausencia (con notables excepciones: Sófocles^ Tarquinias, vv. 1-662; Aristófanes, Lisístmta). Solamente del hecho irrefutable de que las esposas se quedaban em­ barazadas y tenían hijos se deduce que de vez en cuando se les solicitaba el débito conyugal. La esposa no suscita pasión, su función se limita a engendrar hijos. Quizá le parezca a algún lector una concepción disparatada, pero debe recordar que parecida mentalidad se ha mantenido en ciertos ambientes puritanos de nuestra sociedad hasta hace muy pocas generaciones. Todavía nuestros abuelos mantenían bajo minimos la sexualidad conyugal, aunque luego acudieran a prostitutas con las que podían probar variantes que jamás se hubieran atrevido a solicitar de las santas esposas. Es, salvando las diferencias, la misma idea que ya a las puertas del siglo XXI subsiste en el pontífice felizmente reinante, el que ha declarado pecaminoso que un marido mire con deseo a su propia esposa. Los griegos de la época clásica no siempre concebían que pudiera existir reciprocidad en el éros de una pareja. Al agente sexualmente activo correspondía un sujeto pa­ sivo que servía a su placer. Enamorarse era cosa de mujeres. Un hombre jamás se enamoraba porque éros, el amor-pasión, era nósos, enfer­ medad, que entrañaba la manía, o locura del amante. El enamorado queda ciphron, fuera de razón; éntheos, lleno de dios; kátokhos, poseso. El enamorado pierde el recato, la sophrosyne, e incurre en exceso, hybris. La entrega del enamorado se describe en griego con la expresión que se emplea para la doma de los anímales: hypodmetheis, «so­ metido al amor». Ésta es la mayor abominación de un griego, cuya hombría o andreía se basa en el dominio de si mismo. Era socialmente inaceptable que un hombre • 52


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implorara o se condujera de modo ridículo sólo para atraerse al objeto de su deseo. Un griego clásico jamás hu­ biera exhibido en público su dependencia hacia una m u­ jer con la impudicia con que lo hace el enamorado mo­ derno. Existe un antiquísimo género de poesía popular, con derivaciones cultas más tardías, la paraklausíthyra «o canción ante la puerta cerrada», que a primera vista po­ dríamos tomar por prueba en contrario, pero examinado de cerca resulta que no se trata de un enamorado rondan­ do la puerta de su amada, que se mantiene cerrada, sino el cliente de una prostituta que suplica o amenaza para que lo dejen pasar. El parecido con las entrañables can­ ciones de ronda de nuestro folclore tradicional es míni­ mo, aunque también las hay desenfadadas como aquella que dice: Mientras tú estás en la cama con las teticas calientes yo aquí, bajo tu ventana con la chorra hasta los dientes,

que seguramente habría suscrito con gusto un griego an­ tiguo. El enamoramiento esclaviza, hace perder la compos­ tura, y eso no es masculino. Sin embargo, hay indicios que nos permiten suponer que las cosas no siempre fue­ ron asi. En la época arcaica los héroes, todavia influidos por vestigios matriarcales de periodos anteriores, no des­ deñaban entregarse a la persuasión amable para alcanzar su objeto de deseo, una actitud que volvería a aparecer en la época helenística. Entonces, ¿qué hace el hombre? El hombre conquista simplemente, toma y usa su objeto de deseo sin entregarse a él ni suplicarle, y desdeña el enamoramiento, que es una debilidad femenina. El hom­ bre que se enamora es un imitador de la mujer, es feme­ 53


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nino. París, el seductor de Helena, es gynaimanés, enamo­ radizo, amujerado, un calificativo humillante. La sociedad griega de la época clásica se nos muestra extrañamente deserotizada. En vano recorreremos la tra­ gedia griega en busca de un hombre enamorado (con la posible excepción de Hemón, el primo de la Antígona de Sófocles). La tragedia no contiene erotismo alguno; en cambio, la comedia es puro sexo, pero esa intoxicación espiritual que llamamos amor raramente aparece en ella. El hombre va directo al deseo, goza a la mujer y se va. La poesía varonil excluye todo sentimentalismo: si aparece la mujer es para hacerla objeto de escarnio machista o para exaltarla como objeto de placer en la euphrosyne, el canto del banquete. Veamos un ejemplo de esta poesía puramente sensual: A Dónde viendo en mi cama y sus nalgas de rosa me sentí como un dios entre flores frescas. M e montaban sus piernas esbeltas y al final de la larga carrera de Cipris llegó sin desmayo mirando con lánguidos ojos; sus carnes purpúreas con la brega temblaban como hojas ante el mentó; hasta que, exhausto el vigor juvenil de uno y otro, se derrumbó Dóride con miembros relajados.2 El comportamiento amoroso de la mujer es muy dis­ tinto. La mujer se enamora, es decir, se enajena. Después usa sus encantos para seducir a su pareja, pero cuando el hombre saciado la abandona, sufre lo indecible. Valga un botón de muestra en este lamento de la abandonada: «El dolor me asalta cuando me acuerdo de cómo me acaricia­ bas mientras tramaba engaños el inventor de zozobras y traidor al amor. Me dominó el amor, no lo niego (...) amar locamente trae gran pena pues es preciso sufrir los celos, soportar, aguantar.»3


El descubrimiento del amor

Este comportamiento típicamente femenino se refleja en la poesía culta de Safo y su escuela y en la poesia po­ pular, especialmente en la Jonia, en cantos de mujeres y poemas de bodas de origen agrario. Una de las fórmulas ancestrales, el paraklausíthyron o canto ante la puerta de la amada, llegó a echar raíces en la Atenas clásica, pero en su versión más prosaica, la del rijoso que aporrea la puerta de una prostituta amenazando con tomar represa­ lias si no lo recibe. Tendría que llover mucho antes de que la antigua fórmula evolucionara hasta la serenata a la luz de la luna, los trovadores bajo el balcón de la dama y Jorge Negrete y sus mariachis. La poesía lésbica, aunque inspirada en relaciones homoeróticas entre mujeres, suministraría en su momento el m odelo de la nueva poesía amorosa heterosexual. Mientras tanto, el hombre no arriesgaba sentimientos, se limitaba a poseer a la mujer, a saciar su deseo. Exceptuando contados ejemplos, como el que suminis­ tran Aspasia y Pericles, pareja ejemplarmente enamora­ da, solamente en época helenística o alejandrina apare­ cen parejas en las que el hombre participa del amor tanto como la mujer (Aconcio y Cidipe, Hero y Leandro). El vocabulario del cortejo amoroso es bastante escaso. En Homero aparecen mnóomai y mnesteúo («pretender a una mujer» ) y en Píndaro, aitéo, con el mismo sentido, pero se aplican a mujeres consideradas especialmente desea­ bles por su alta posición social o por su singular belleza. Muchas veces es la propia situación, el proceder de los personajes, lo que nos indica el progreso de lo que podría­ mos denominar cortejo. Por ejemplo, cuando el escritor Paulo Silentiario llega borracho a la casa de la hetera Hermonasa y se pone a adornar la puerta con flores. Por cierto que ella le vació un cubo de agua desde la ventana deshaciéndole el cuidado peinado. La esquiva bella sólo consiguió el efecto contrario porque, como usó el jarro


A m or y sexo en la antigua Grecia

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El descubrimiento del amor

Un erastés o «amante» penetra analmente a su eróo «amado». Algunos eruditos se resisten a ad­ mitir que el amor entre erastés y cróm enos entrañaba penetración anal, pero el testimonio de cerámicas de­ coradas es concluyente. La relación homosexual entre adulto y jovencito, una institución respetable entre los griegos y otros pueblos de la antigüedad, ejercería profunda influencia sobre el amor y el cortejo hetero­ sexual hasta nuestro días. El erastés o elemento mas­ culino tendría que ganar los favores del femenino o cróm enos mediante persuasión, consejos y regalos. Douris, detalle de una copa decorada con figuras rojas (500-470 a. C.), Museo de Boston. m enos


A m o r y sexo en la antigua Grecia

en el que solía beber agua de sus labios, y no el bacín, lo enamoró aún más. La nueva actitud amorosa se manifestó especialmente en las novelas de amor y aventuras con final feliz y en las convenciones de los pastores enamorados de ninfas que encontramos en Teócrito y su compañía. Este tipo de poe­ sía nunca se desprendió de su ambiente de literario artifi­ cio, ni siquiera cuando un milenio después la reflotaron los humanistas del Renacimiento para crear, a partir de ella, el género pastoril. A la nueva concepción del amor, ya plenamente m o­ derna, que se manifiesta en la última etapa de la cultura griega pertenecen desde los apelativos agradables con que se llama a la amada (peinecito, golondrina, ranita, dulcecito, hermanita, vinito, gacela, marfil, querida, lie­ bre, ternerilla, gorrión, tigresa...) hasta los sencillos orá­ culos a los que se confía la suerte del agridulce amor, del amor glykypikros, «agridulce». Los griegos no deshojaban la margarita sino que se ponían en la palma de la mano un pétalo de ciertas flores, teléfilon, y la palmeaban ligera­ mente con la otra mano. Si la palmada era sonora, la cosa iba bien; si débil, mala suerte. La mentada actitud de sophrosyne, la contención viril que redime al griego de los excesos del enamoramiento, lo salva también de la desesperación cuando el empuje sexual cede. Entre los griegos seria impensable ese perso­ naje de Lampedusa o ese famoso torero del Cossío, que se suicidaron cuando la vejez los inhabilitó para el amor sensual. El griego, en esa tesitura, se sentía liberado. El viejo Céfalo le confía a Sócrates que al envejecer se ha li­ brado de la servidumbre del sexo. Y Sófocles es de la mis­ ma opinión: «¿Cómo te comportas, Sófocles, respecto de los placeres amorosos? ¿Eres capaz todavía de unirte a una mujer?» A lo que él contestó: «Calla, por favor, buen hombre, que me he librado hace ya tiempo de ellos con


El descubrimiento del amor

la mayor alegría, como quien se libera de un amo furioso y cruel» (Platón, República, I, 329c). Nótese que los grie­ gos, los más reflexivos al menos, vieron en la vejez una li­ beración de la servidumbre de los sentidos. Ciertamente es una sabiduría no sólo confinada a los griegos. Cuando redacto estas líneas tengo recién leida una entrevista al novelista John Le Carré en la que el autor de El espía que surgió del frío razona de forma muy similar: «La madurez me parece una buena época para el hombre. Es entonces cuando el sexo ocupa el lugar que le corresponde, que ha de ser modesto.»4

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C a p ítu lo IV

La pederastía, una institución bajo sospecha


El p ecado griego En el siglo xix, sesudos y enlevitados eruditos alema­ nes que consagraban sus vidas al estudio y divulgación de la cultura griega hubieron de enfrentarse a un arduo pro­ blema. ¿Cómo compaginar la racionalidad y la perfec­ ción de la civilización griega, por la que sentían una ad­ miración ilimitada, con el hecho innegable de que los griegos fueron bisexuales e incluso pederastas sin paliati­ vos, con más querencia a los muchachitos en flor que a las mujeres, si nos atenemos a las pruebas? ¿Cómo silen­ ciar una realidad tan evidente que incluso había creado palabras específicas y comprometedoras como erastés, que significa «pederasta activo, adulto», y erómenos que designa al muchacho que se le entrega, es decir al chape­ ra, hablando llanamente? ¿Qué hacer? Los sabios se en­ frentaron a un peliagudo dilema. ¿Hacían de tripas cora­ zón y comunicaban a la opinión pública que Platón y otras grandes figuras de la filosofía, del arte, de la historia griega, eran pederastas? ¿Admitían que posiblemente el autor de la Venus de Samotracia y el anónimo héroe que corrió la primera Maratón eran aficionados a los efebos? ¿Silenciaban este pecado de la cultura griega, dado que el mejor escribano echa un borrón y el que esté libre de 63 ♦


Amor y sexo en la antigua Grecia

mancha que tire la primera piedra? Incapaces de discul­ par la pederastia griega desde la rígida y culpabilizadora moral cristiana en que estaban inmersos, optaron por ocultar la basura debajo de la alfombra y durante casi'un siglo la bisexualidad de la sociedad antigua se silenció o, todo lo más, se despachó en unas líneas, como de pasada, incluso en los manuales que analizaban exhaustivamente las más nimias peculiaridades de la cultura griega. Fue Eric Bethe, en un artículo publicado en 1909, el estudioso que se atrevió a romper el tabú. Abierta la veda, a partir de él se comienza a hablar libremente de la pederastia griega aunque, a menudo, con un tono exculpatorio que delata la prolongación del prejuicio. Lo cual parece inevitable puesto que, al fin y al cabo, los estudio­ sos son personas a las que la tradición cristiana ha incul­ cado un rechazo visceral hacia el pecado nefando en to­ das sus formas. Para disculpar este vicio de los griegos algunos autores intentaron probar que la pederastia no era una característica consustancial de la admirable cul­ tura egea sino más bien resultado de una lamentable adaptación al pueblo dorio que conquistó aquellas tierras hacia el 1100 a. C. Aceptada tal premisa, no tuvieron in­ conveniente en adoptar la expresión eufemística «amor dorio» para aludir finamente a la pederastia griega. Se daba por sentado que entre los dorios era costum­ bre que un guerrero experimentado tutelase la forma­ ción militar de un recluta, el cual pagaba con favores se­ xuales la instrucción y los consejos que recibía. D e bien nacidos es ser agradecidos. El caso es que incluso los pro­ pios griegos llegaron a creer que la pederastia institucio­ nal fue, en su origen, una costumbre doria que pasó de Creta al resto de Grecia. Asi se manifiesta en el tratado de Platón Las leyes. Aceptado que la pederastia era una costumbre extran­ jera, los investigadores no tuvieron dificultad para supo­


I.ii pederastía, una institución bajo sospecha

ner que sólo algunos griegos, más bien pocos, sucumbi­ rían a ella. .1. A. K. Thomson se refirió a «un pecado do­ rio, practicado por una exigua minoría en Atenas»; A. E. Taylor señaló que «los que lo practicaban eran vistos como desgraciados tanto por la ley como (...) por la opi­ nión pública»; Rodríguez Adrados observó que «la pede­ rastia griega (...) ha atraído demasiado la atención (...) la han confundido con la homosexualidad»1; «la pederastia es propia de regiones dorias como Esparta, Creta, Elide y de ciudades jonias como Eretria, Cálcide y Atenas. En Esparta y Creta, entre la clase doria superior; en general entre las aristocracias. Además, en el ejército y en las cla­ ses intelectuales de Atenas, Cos y Alejandría»2; «en Atenas no pasó de ciertos círculos (...) era tolerada»1; el amor pederástico «no era deseado en Atenas por los pa­ dres, que buscaban alejar a sus hijos de los admiradores»1. En su afán por exculpar al griego del pecado nefando, los especialistas llegaron a tergiversar las pruebas hasta el punto de interpretar de la manera más inocente escenas de contenido claramente sexual. Por ejemplo, una de las convenciones del cortejo pederástico, el regalo de una liebre que hace el adulto barbado al jovencito imberbe al que intenta seducir, es un tema recurrente de la cerámica ática. Pues bien, para los eruditos que comentan la repe­ tida escena se trata de discusiones sobre caza. Por eso el adulto muestra la liebre al joven. Otras veces la mucho más explícita escena que repre­ senta al adulto copulando entre los muslos del adolescen­ te retrata, para los pacatos estudiosos, a una pareja de lu­ chadores enzarzados en una llave de lucha grecorromana. Sólo a partir de los años cincuenta de nuestro siglo al­ gunos autores comenzaron a reconocer que, si se consi­ deran desapasionadamente las pruebas, no hay más re­ medio que admitir que la pederastia era extensamente practicada en Grecia, incluso antes de la invasión de los 65


A m o r y sexo en la antigua Grecia

dorios, y que, en el siglo VI a. C., alcanzaba el rango de verdadera institución. Esto explicaba, entre otras cosas, que la mitología griega abundara tanto en parejas homo­ sexuales, especialmente pederásticas (adulto con jovencito, Zeus y Ganímedes), y las sospechosas amistades de al­ gunos héroes homéricos, especialm ente A quíleo y Patroclo. Recientemente la antropología comparada ha acudido en auxilio de los estudios clásicos para suministrar una explicación plausible al origen de la pederastia griega. Parece que se trata de un rito de paso similar a los que to ­ davía se observan en ciertas sociedades poco evoluciona­ das o primitivas. En éstas, el muchacho, antes de integrar­ se oficialmente en el mundo adulto, tiene que sufrir un noviciado iniciático durante el cual permanece alejado de la comunidad durante un tiempo, lo que los antropólogos denominan «segregación». En la Grecia arcaica, la ante­ rior a la organización política en ciudades-estado, la «se­ gregación» implicaba que un adulto, que hacía las veces de tutor y amante, instruyera al novicio en las virtudes necesarias para ingresar en el mundo de los mayores. La existencia de esta institución se pone de manifiesto, por ejemplo, en el rapto ritual practicado en Creta, donde los amantes adultos o erastaí secuestraban y retenían por es­ pacio de dos meses a los adolescentes o erómenoi. Terminado este periodo de segregación, los devolvían a sus familias. En Atenas, en la época clásica, la pederastia era propia de las clases aristocráticas. Las clases bajas seguramente no tenían en gran aprecio las funciones pedagógicas de la institución y no la diferenciarían de la homosexualidad corriente. Los griegos de la época clásica, aunque plenamente inmersos en el fenómeno pederástico, no disponían de los conocimientos antropológicos necesarios para explicar su •66


La pederastía, una institución bajo sospecha

origen y alcance. Esto hace que lo justificaran recurrien­ do a argumentos históricos o mitológicos. Era opinión común que la costumbre comenzó en Creta. Aristóteles sugiere que este tipo de relaciones era regulado y tolera­ do por el Estado como medio para evitar la superpobla­ ción, pues la isla disponía de limitados recursos. Los cre­ tenses, por el contrario, preferían atribuirle un origen mitológico y contaban que la historia del rapto y viola­ ción del mancebo Ganímedes por Zeus se inspiraba en un suceso real acaecido entre su mítico rey Minos y un atractivo muchacho. Este ilustre precedente ennoblecía la institución. En Creta las relaciones entre un erastés y su erómenos comenzaban con un secuestro ritual: Con tres o cuatro días de anticipación, el erastés avisa a sus amigos que piensa ejecutar el rapto. Ocultar al chico o prohi­ birle que salga acarrearía la mayor deshonra para la familia porque significaría que el chico no se merece tal amante. Si se han conocido y el pretendiente es de rango y condición similar a la del mancehillo o incluso más alta, los familiares fingen perseguir al raptor por seguir la tradición, pero de buena gana lo dejan escapar. Pero si el raptor no pertenece a su misma cla­ se, le quitan al niño de malos modos. No obstante, la persecu­ ción sólo dura hasta que el raptor ha metido al joven en su propia casa. A efectos prácticos el pretendiente agraciado se valora menos que el famoso por su valor o su modestia. Después de esto el amante entrega al efebo un regalo (...), a continuación celebran un solemne banquete con los testigos y regresan a la ciudad. Pasados dos meses el chico es liberado con ricos regalos. Sus regalos, iegalmente establecidos, son un equipo militar, un buey y una copa, además de otras cosas va­ liosas adquiridas con la contribución de los amigos. [El equipo militar es un símbolo claro de que, satisfecho el singular novi­ ciado, el joven ingresaba en el estado adulto.] El buey se ofrece a Zeus y con su carne el chico invita a un banquete a sus amigos. Pero si un muchacho guapo y de buena familia no encuentra quien lo quiera, esto se considera una deshonra porque tal rechazo debe obedecer a su mal carácter.

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A m o r y sexo en la antigua Grecia Los chicos que han sido secuestrados [es decir, los ya ini­ ciados] reciben tratamiento honorífico y se les ceden los mejo­ res lugares en bailes y carreras, se les permite que lleven los vestidos que les regaló el amante y de esta forma se distinguen del resto. Además, cuando crecen llevan una prenda especial por la que cualquiera que haya sido kleinós puede ser fácil­ mente distinguido El amado se llama kleinós, es decir, «el fa­ moso, el celebrado»; y el amante, p h iU to r }

La pederastía militar fomentaba tanto la bravura del crómenos como la del erastés. Cada uno de ellos tenía que comportarse modélicamente demostrando al otro que sa­ bía estar a la altura de las expectativas. Como en los torneos medievales, en los que el caballero ansiaba lucirse ante su dama. En la época más recia de su historia, los cretenses y los espartanos llevaron la camaradería hasta sus últimas consecuencias, sustituyendo la familia por el cuartel. La población masculina vivía en cuarteles, incluidos los hom­ bres casados, quienes, no obstante, cuando les apetecía, es­ capaban de noche del campamento e iban a visitar a la es­ posa con fines procreativos. Eran, evidentemente, familias atípicas, en las que la autoridad paternal se había transferi­ do al Estado, que era el verdadero educador del individuo. Naturalmente la vida de cuartel estimulaba los encuentros homosexuales. Esto explica que durante siglos los esparta­ nos fueran objeto de chistes subidos de tono por parte del resto de los griegos. En la escena de reconciliación de Lísístmta, cuando por fin los hombres ceden y renuncian a la guerra y las mujeres, obtenido su objetivo, desconvocan la huelga sexual, el personaje que simboliza a los atenien­ ses dice: «Ahora quiero desnudarme y trabajar el campo», en clara referencia al coito heterosexual, mientras que el espartano replica: «Y yo, primero quiero estercolar», lo que alude al acto homosexual. La comedia ateniense del siglo rv está repleta de referencias parecidas. De hecho, a nivel po­ pular, los espartanos eran considerados inventores del coito anal, incluso del practicado con las esposas.


La p ed er as tí a, una institución bajo sospecha

El secuestro ritual cretense fue imitado en otros luga­ res de Grecia como Corinto o Tebas. En esta última ciu­ dad, por cierto, se suponía que la institución se remonta­ ba a los tiempos del mítico rey Layo, el secuestrador de Crisipo, hijo de Pélope. Según Jenofonte, la especial relación entre un hombre hecho y derecho y un adolescente tenía carácter conyu­ gal, aunque sólo fuera durante el tiempo que duraba el enlace. De hecho, otras instituciones del mundo clásico, no sólo griego sino también romano, toleraban el rapto como forma de acceder al estado m atrimonial. Evidentemente se trataba de un rapto tan fingido como el de los adolescentes cretenses. Incluso entre nosotros ha existido, hasta hace pocos años, una forma de matrimo­ nio por rapto utilizada por parejas impecunes de zonas rurales como medio de soslayar las formalidades sociales. Ed novio se llevaba a la novia fuera del pueblo, supuesta­ mente contra el parecer de las dos familias, y pasados unos cuantos días la nueva pareja regresaba y seguía vi­ viendo en común.

P i n t a d a s e n el t e m p l o

A la luz de la interesante institución cretense y espar­ tana adquieren pleno sentido ciertos grafitti hallados por los arqueólogos en la isla de Tera (hoy Santorini), que hasta hace poco se tenían por groseramente obscenos (y así los sigue considerando K. J. Dover)0. Los grafitti, fechados en el siglo VI a. C., aparecieron en las proximidades del templo de Apolo Karneios, lo que al principio se interpretó como indicio de que el des­ precio que los gamberros sienten hacia los recintos sagra­ dos no es cosa de hoy. Son inscripciones de este jaez: «Aquí Krimón dio por el culo a Amotion»; «Por Apolo,


Amor y sexo en la antigua Grecia

aquí Krimón dio por el culo a su país, el hermano de Bathyclés» (la expresión «su país» —plural, patdes— , puede traducirse por «su chico», pero también podía sig­ nificar «chica», «hijo», «hija», «esclavo»). * Reconsiderando la cuestión, algunos estudiosos han exonerado estas inscripciones de todo carácter soez y, te­ niendo en cuenta que muchas de ellas se relacionan con divinidades educadoras de la juventud, han llegado a la conclusión de que se trata de auténticos exvotos, de so­ lemnes inscripciones conmemorativas de la iniciación ce­ remonial. Lo que nos lleva directamente al escabroso tema del alcance de las relaciones entre el tutor adulto y el edu­ cando adolescente, entre el erastés y el erómenos. ¿Les da­ ban o no les daban por el culo? Ya entre los griegos de la época clásica hubo alguna discusión sobre si el amor de los espartanos a los muchachos era solamente platónico, pero hay autores antiguos bien informados que testimo­ nian fehacientemente la carnalidad de la relación. No obstante, en nuestros días continúa existiendo división de opiniones sobre tan delicado asunto. Para algunos la se­ xualidad no pasaba de coitos interfemorales, es decir, en­ tre los muslos. Sir Kenneth Dover, defensor de la tesis que excluye la penetración anal, aduce como prueba la ausencia de representaciones sodomíticas entre los miles de escenas amorosas que la cerámica griega nos ha lega­ do. A tenor de éstas, las fases del coito eran dos: en la pri­ mera, el adulto se aproximaba al muchacho y le acaricia­ ba el rostro con una mano y los genitales con la otra. A continuación, si el chico se mostraba receptivo, el adulto le practicaba un coito interfemoral. Sir Kenneth Dover asevera que la cosa no pasaba de ahí. Otros autores discrepan de esta opinión y defienden que la evidente existencia de coitos interfemorales no ex­ cluye que la prolongación del romance pederástico cul­


La pederastía, una institución bajo sospecha

minara en ía consumación del coito anal. Al fin y al cabo, si el amor es búsqueda de la belleza, parece natural que la culminación del amor fuera la posesión carnal de esa belleza. Los partidarios de esta opinión aducen en su apoyo que el testimonio de la cerámica dista de ser con­ cluyente porque es evidente que los artesanos que dibu­ jaban estas escenas de cortejo estaban sometidos a ciertos tabúes. Por ejemplo, cuando representan coitos heterose­ xuales las modelos femeninas son invariablemente hete­ ras o putas, nunca esposas, y sin embargo es evidente que los griegos también copulaban con sus esposas. Otros de­ talles, éstos de índole lingüística, parecen confirmar que la institución pederástica aceptaba el coito anal. Incluso puede deducirse de ciertos pasajes que el erastés agarra­ ba el pene del erómenos mientras lo penetraba analmen­ te.7 En algunos pasajes de Teócrito de Siracusa (hacia 300 a. C.) un escritor nada sospechoso de sodomía, se menciona claramente una penetración anal: «Lacón: —¿Y cuándo, que recuerde, aprendí u oí de ti algo bueno, hombrecillo envidioso y deforme? »Comatas: —-Cuando te culeaba, y tú sentías dolor, y estas cabrillas balaban y el macho cabrío las cubrió. »Lacón: — ¿Ojalá te entierren no más profundo que ese culeamiento, so jorobeta!» (Cf. Teócrito, Idilio V, «El cabrero y el pastor», vv. 41-43.) Y más adelante: «Comatas: —¿Acaso no te acuerdas de cuando yo te monté y tú, sonriendo, bien te retorcías, agarrado a esta encina?» (w .l 16-117). Para los defensores de la teoría de la penetración anal resulta esclarecedor que el verbo dorio que aparece en los grafitti de Tera, oíphein, entrañe copular con penetra­ ción, es decir, «encular», dado que los sujetos implicados son hombres. Por si este argumento no fuera suficiente­ mente demostrativo, aducen una serie de bellas metáfo­


A m o r y sexo en la antigua Grecia

ras alusivas al ano, que es llamado «capullo» (proktós) y otras veces «higo» (sykon), una palabra que normalmente designa el sexo femenino. Si no se tratara de un objeto de deseo, argumentan los defensores de esta teoría, los grie­ gos no se molestarían con tanta poesía en la descripción de un elemento anatómico que, para qué nos vamos a en­ gañar, a no ser que medie amor e intención, no se caracte­ riza precisamente por su belleza. Y no olvidemos que el griego era un rendido enamorado de lo bello. Por su parte Martin F. Kilmer hace un esclarecedor análisis del signifi­ cado de las aceiteras (lekyzos) que reiteradamente apare­ cen en la cerámica decorada con motivos eróticos y llega a la convincente conclusión de que es un indicador de co­ pulación anal.8 Finalmente Eric Bethe y Ruppersberg aducen, transfiriendo al caso griego préstamos antropoló­ gicos de otras sociedades de iniciación pederástica y algu­ nas pruebas de psicología clínica, que es bastante proba­ ble que los griegos estuvieran convencidos de que el semen que el erastés eyaculaba en el recto del erótnenos transfería las virtudes viriles del donante.9 Otros reputados autores, entre ellos la doctora Eva Keuls10, prefieren pensar que el acto sodomítico tendría un valor psicológico más que físico pues la sumisión sodomítica humillaba al bardaje o receptor en un acto de «enculturación». Vaya usted a saber. Si el alcance de la institución pederástica, en su ver­ tiente puramente sexual, no está hoy nada claro, consue­ la algo saber que los propios griegos de la época clásica también se interrogaron a veces sobre el origen de la pedofilia ritual. Algunos la justificaban alegando su origen divino y traían a colación la popular historia del rapto del mancebo Ganimedes por Zeus, que lo retuvo en el Olimpo en oficio de copero. Y, en verdad, en los banque­ tes griegos (y en los romanos que los imitaron) se procu­ raba que los coperos fueran efebos agraciados, de largos


La pederastia, una institución bajo sospecha

cabellos (tan largos que, a veces, servían de toalla). En Petronio leemos: «mancebos alejandrinos derramaban agua enfriada con nieve sobre las manos de los invitados al tiempo que otros les lavaban los pies y les escamonda­ ban las uñas con el mayor cuidado». Una función erótico-asistencial similar a la de ciertas atractivas cama­ reras de hoy. En la época clásica se produjo, además, un debate eru­ dito sobre el carácter de la relación entre Aquileo y su amigo Patroclo, tan ambiguamente descrita por algunos autores. Lo escabroso de la relación reside en el hecho de que los dos amantes eran casi de los mismos años, ya bas­ tante crecidos y metidos en una edad en que la relación pederástica bordeaba los límites de la homosexualidad adulta, un comercio que los griegos toleraban mucho menos, como oportunamente se verá. Pero, volviendo a nuestra pregunta, ¿eran o no eran amantes Aquileo y Patroclo? Parece que lo eran y el pa­ pel del crómenos, el pasivo, le tocaba al belicoso Aquileo, el invencible semidiós, por ser el más joven de los dos y todavía imberbe, mientras que Patroclo era mayor y bar­ budo. Y no fue el único que levantó el faldellín al temible héroe puesto que, a la muerte de Patroclo, Aquileo se echó un nuevo amigo, Antíloco. El asunto era del domi­ nio público en Grecia; el propio Sófocles, siglos después, escribiría un drama titulado Achileos erastaí, es decir, «los amantes de Aquileo». Corriendo el tiempo surgieron du­ das sobre quién era el activo y quién el bardaje en la pa­ reja homérica. Al erudito Ateneo le pareció que Aquileo era el erastés, pero Platón se inclinaba por Patroclo. La sustancia de la discusión radica en que los papeles pasivo y activo de la institución pederástica no eran intercam­ biables. El amado que es educado por el amante debe re­ tribuirlo con afecto [philía) y prestación sexual paciente, sin complacerse en ella. Éros sería censurable. En cual73 •


A m o r y sexo en la antigua Grecia

quier caso, algunos autores defienden que la homosexua­ lidad estaba muy extendida en la Grecia homérica, aun­ que otros lo niegan. Eva Cantarella y otros autores consideran que la pederastia era una institución típica y honorable y, como tal, sometida a estrictas reglas. La sociedad trataba de evitar que las relaciones entre el erastés y su erómenos, debido a su especial carácter, pudieran convertirse en una simple tapadera para los corruptores de menores. La estricta re­ glamentación era lo que diferenciaba la institución pede­ rástica de otras formas de homosexualidad consideradas viciosas por los griegos. Veamos en qué consistía este có­ digo.

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C a p Ă­tu lo V

Amantes del mismo sexo


La e d a d del m ancebillo Ya hemos visto que la pareja pederástica canónica es­ taba formada por un adulto, el erastés, y un mancebo im­ berbe, el erómenos. Los erómenoi eran flores de un día. Alcanzaban la edad de merecer cumplidos los doce años y ya se les consideraba demasiado maduros a los diecio­ cho, incluso antes si los caracteres sexuales secundarios, el vello y el cambio de voz, aparecían prematuramente. Esta contrariedad prestaba sustancia poética para algunos poemas de lamentación amorosa. La pederastia constitu­ ye, por lo tanto, un ‘estado transitorio ligado a la edad; amor del hombre mayor al que el mancebo devuelve philia, cariño y amistad. Si la edad terminal del erómenos dependía de esta cir­ cunstancia, la inicial estaba más claramente delimitada por la ley, especialmente en Esparta. Los aficionados a la carne joven tenían que andarse con mucho cuidado por­ que la seducción de un menor se castigaba severamente. Entre los pederastas existía un cierto debate sobre la edad ideal del joven amante. En Estratón leemos: «Me alegra la lozanía del muchacho de doce años, pero mucho más deseable me parece la del que tiene trece. El que tie­ ne catorce, es una flor todavía más dulce y el de quince es

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A m o r y sexo en la antigua Grecia

incluso nnás encantador. El de dieciséis es el de los dioses y el de diecisiete no me cuadra, es cosa de Zeus. Pero si uno suspira por alguno todavía mayor, ya no es cosa de juego, lo que está pidiendo es que le den.» Es decir, al qu'e le gustan granados quizá sea porque es un invertido, un homosexual pasivo, lo que, como veremos más adelante, lo convierte en un ser socialmente despreciable. Había un término peyorativo, philoboúpais, para designar al que prefiere pollancones ya granaditos, es decir boúpais. Esta preferencia se considera perversión, que coloca al indivi­ duo en las lindes mismas de la homosexualidad corriente. También los erastai debían cumplir ciertos requisitos de edad si no querían sufrir cierta repulsa social. En ello se refleja el carácter esencial de la institución pederástica como cauce para la formación militar y moral del ciuda­ dano. Un erastés toma sobre sus hombros durante unos años la instrucción de un muchacho, pero luego, cumpli­ da esa etapa de su vida, el ciudadano responsable debia renunciar a las actividades pederásticas para casarse y en­ gendrar hijos que aseguraran la supervivencia de la ciu­ dad. No había un término claro para este cambio, pero solía producirse rebasados los treinta. Naturalmente, el estado matrimonial no suponía im­ pedimento para los que continuaban prefiriendo mancebillos, o bien la alternancia bisexual. Sófocles, por ejem­ plo, mantuvo sus inclinaciones pederásticas toda la vida. En una ocasión, ya cercano a la vejez, estaba paseando con Pericles y pasó junto a ellos un mancebo agraciado: «Adorable muchacho», com entó Sófocles. A lo que Pericles replicó: «Querido amigo, a un general no sólo hay que exigirle que tenga castas manos, sino castos ojos.» Entre la edad límite de los erómenoi y la del comienzo de los erastai existía un periodo intermedio de inmadu­ rez sexual, el de los neanískoi, entre los dieciocho y los • 78


Amante.1; del misino sexo

veinticinco años aproximadamente, en el que el indivi­ duo debía abstenerse de toda actividad pederástica. Esta prohibición resulta lógica. El estado adulto, al que se ac­ cedía a los dieciocho años, significaba dejar de ser un ob­ jeto pasivo de sexualidad para pasar a serlo activo, pero es evidente que este cambio no se producía de la noche a la mañana. Podía darse el caso de que a un chico ya en las puertas de la madure/, pero todavía desprovisto do la ex­ periencia de la vida necesaria para ejercer funciones tutoriales le apeteciera comenzar a ser el sujeto activo de una relación sexual con otros menores, lo que, de serle permi­ tido, corrompería la razón última de la institución pede­ rástica, que no es sexual sino didáctica (se supone). Del mismo modo era razonable temer que a muchos erómenoi les podía apetecer una continuación de su relación con el tutor incluso después de haber traspasado el umbral de los dieciocho años con lo que, fatalmente, acabarían con­ virtiéndose en bardajes. Para evitar estos peligros, los pre­ visores legisladores determinaban que los ciudadanos de edades comprendidas entre la mayoría de edad y los vein­ ticinco años, es decir, los neanískoi, se abstuvieran de fre­ cuentar el gimnasio (prohibido expresamente por la ley de Bórea en una estela del siglo ll). Cuando rebasaban la edad de la prohibición, ya cumplidos los veinticinco, era de esperar que fueran ya plenamente adultos y, superada la posible ambivalencia sexual propia de la etapa pasiva, estuvieran más inclinados a los roles sexuales activos. Aparte de que a esta edad ya habrían acumulado suficien­ te experiencia de la vida como adultos y estarían conve­ nientemente preparados para desempeñar dignamente el papel instructor con el joven país que escogieran. La ley de Bórea antes mencionada hace extensiva la prohibición de merodear por el gimnasio municipal a otros grupos sociales diferentes a los neanískoi, a saber: esclavos, putos hetaireúkotes, borrachos y locos, es decir, a


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los individuos carentes de las virtudes ciudadanas necesa­ rias para formar a un mancebo. Evidentemente también se excluían los pobres por razones obvias: para pasarse el día en el gimnasio, cortejando a un doncel y ejerciendo las funciones tutoriales propias del cargo, había que ser necesariamente rico y desocupado. La institución pede­ rástica quedaba, por tanto, limitada a las clases acomoda­ das, las depositarías, por otra parte, de la necesaria ins­ trucción. Existía otra razón que fomentaba la pervivencia de la pederastia en la clase alta: los ciudadanos acomodados te­ nían grandes dificultades para relacionarse socialmente con las mujeres de su clase, dado que éstas permanecían recluidas en el hogar. Sin embargo, las mujeres de clase humilde gozaban de la libertad que les confería la obliga­ ción de ganarse la vida. Entre ellas, incluso la más aparta­ da ama de casa podía entrar y salir libremente de su ho­ gar cada vez que tenía que ir por agua a la fuente. Quizá sea éste un lugar a propósito para decir algunas palabras sobre la condición femenina.

El c o m p l i c a d o c o r t e j o Regresemos ahora al mundo de los hombres. Los grie­ gos concedían tanta importancia al deporte como a las disciplinas intelectuales. Su ideal era el kalós cagathós, es decir, la belleza del cuerpo y del alma mediante ejercicio físico y adquisición de virtudes morales. Para conseguir tan ambiciosa meta, los muchachos de clase acomodada recibían lecciones de un pedagogo y pasaban gran parte del día entrenándose desnudos en la palestra o gimnasio municipal. No había ciudad, por humilde que fuera, que careciera de un lugar para estos entrenamientos. Los más modestos se reducían a una pista de tierra pisada situada •80


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en un lugar ventilado y arbolado, cerca de una fuente o de un río que facilitara la higiene de los deportistas. Cuando se trataba de una ciudad rica, se añadían colum­ natas, estatuas y otras instalaciones lujosas costeadas por el municipio o por generosos mecenas. En cualquier caso se trataba de lugares amenos donde era muy agradable estar y pasear. Allí concurrían los ciudadanos desocupa­ dos, entre ellos muchos mirones en busca de carne joven. El paidopípes, es decir, el «mirón de muchachos», era toda una institución. Los espectadores se enzarzaban en ani­ mados debates sobre cuál de los muchachos excedía a los otros en prendas físicas. Los efebos atrajeron tan podero­ samente a los griegos sensibles que los decoradores de los vasos masculinizan la figura de la mujer para acercarla al canon de belleza pederástico apreciado por sus clientes. La observación de los jóvenes en la palestra produce a veces arrebatos de pasión poética en las almas más deli­ cadas. Veamos unos versos de Damóxeno: «Un joven como de diecisiete años estaba tirando la pelota. Procedía de Cos, la isla que los produce semejantes a los dioses, y ■cada vez que miraba a los espectadores o cogía o lanzaba la pelota, nos arrancaba un grito porque en todo lo que hacía manifestaba armonía y carácter. Era la perfección de la belleza; yo nunca había visto u oído de semejante gracia. N o sé qué hubiera sido de mí si llego a quedarme más tiempo. Ahora no me siento bien.»1 Ya hemos visto que en las ciudades, especialmente en las de tradición doria, si creemos a los partidarios del ori­ gen institucional de la pederastia, se consideraba que todo hombre en edad debía apadrinar a un joven y que todo joven debía ser apadrinado por un hombre. La pe­ derastia implicaba la aceptación por las dos partes de una serie de derechos y obligaciones en una especie de com­ promiso nominal asumido ante la sociedad. Por parte del erastés adulto, la obligación de ejercer la tutoría del man-


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Escena homosexual entre mancebos. El efebo de la izquierda, con la cintura prevísoramente apoyada en un cojín, se dispone a penetrar a su vecino. En e! mismo lecho, un tercer participante está preparando la inserción de un descomunal ólisbos en la vagina de una dama que se encuentra felando a otro mancebo. Estas dos últimas figuras no aparecen en la ilustra­ ción. Bajo el lecho hay una palangana. Nícóstenes, detalle de la decoración de una vasija (525-510 a. C ), Museo de Boston.


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cebo, educándolo, aconsejándolo y vigilando su forma­ ción hasta hacer de él un ciudadano ejemplar y un solda­ do valeroso. Por decirlo en palabras de Jenofonte: «Inspiramos nuestro amor en los adolescentes y eso mis­ mo los mantiene libres de codicia y estimula su amor al trabajo y al peligro y fortalece su humildad y templanza.» Los méritos del joven se consideraban un reflejo de los de su padrino hasta el punto de que, si creemos a Plutarco, cuando el muchacho profería un grito en la palestra era su padrino el que se castigaba por ello. Es evidente que la mera remuneración sexual no com­ pensaba los trabajos y la responsabilidad del tutor. Este carácter más formativo que sexual de la pederastia se manifiesta en la actitud de Alejandro Magno al rechazar el regalo de agraciados jovencitos que groseramente le ofrecían los persas creyendo que con este gesto ganaban su voluntad. El verdadero pederasta griego no concebía una relación íntima con un chapero desconocido. La rela­ ción tenía que ser afectiva, nacida de un cortejo ritualizado y de la tutela diaria del muchacho. El tipo de tutoría que el erastés dispensaba variaba se­ gún el modelo de ciudadano propuesto por cada comuni­ dad. En Esparta se valoraba más que otra cualidad el va­ lor militar y la disposición heroica, porque el ciudadano tenía que ser, ante todo, un guerrero. El carácter militar que la institución pederástica tuvo en sus orígenes se mantuvo en toda su pureza en las ciu­ dades más belicosas de Grecia, especialmente en Esparta. Entre los espartanos era costumbre ofrecer un sacrificio al Amor antes de la batalla porque «estaban convencidos de que la seguridad y la victoria dependían de la camara­ dería de los amantes que luchan codo con codo». Los amantes se prestaban mutuo juramento de mantener el campo con honor y de no desampararse. Una inscripción ática de finales del siglo VI lo refleja conmovedoramente: •84


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«Aquí un hombre enamorado de un muchacho pronun­ ció el juramento de no abandonarlo en la lucha y en la la­ m entable guerra. Yo [la tum ba] estoy consagrada a Gnatio y Ereades, que perecieron en combate.» El erómenos no se entregaba inmediatamente a su erastés, lo que habría sido tenerse en poco. Antes bien, tenía que hacerse merecer, tenía que conquistar a su objeto de deseo mediante un prolongado cortejo. El lector no ignora las leyes del cortejo amoroso tal como se han desarrollado en el Occidente cristiano: la so­ licitación amable de la dama, el vencimiento de sus pu­ dores y reservas mediante paciencia, halagos, buenas pa­ labras, pavoneo viril, el fingimiento de que uno es como la otra persona querría que fuera, la alabanza o disculpa de los defectos del amado, el reírle las gracias aunque ca­ rezca de ellas y, en una palabra, tragar carros y carretas y soportar cuanto sea necesario para conseguir lo que se es­ pera: prometer hasta meter, como establece el sabio re­ frán castellano. El erastés griego también sabía de la exhi­ bición de las virtudes características de una persona equilibrada, paciente, generosa y liberal, y no desconocía lo referente al ocultamiento de los defectos contrarios. Además, era ducho en la ciencia de ganar voluntades con regalos, punto éste absolutamente esencial y a menudo el más importante de todos. Todo ello, hoy práctica diaria en las relaciones amorosas de casi la totalidad del mundo civilizado, no es sino el reflejo histórico de aquel cortejo pederástico practicado por los griegos siglos antes de que se generalizara, abarcando también al amor heterosexual cuya invención fue, comparativamente, bastante tardía. Las leyes del cortejo se inventaron para el vencimiento del joven por el adulto, la rendición amorosa o kharízesthai, luego se transfirieron con escasas variaciones al cor­ tejo de la mujer por el hombre. El caso griego no fue ex­ cepcional. De hecho, y volviendo a la antropología, en 85 •


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muchas sociedades primitivas el elemento sexual mente activo tiene que pagar los favores del otro mediante rega­ los. Es posible, después de todo, que sea designio d eja naturaleza más que resultado de la evolución humana, porque la satisfacción de un tributo amoroso como con­ dición previa de la consumación del acto es moneda co­ rriente en la naturaleza y los zoólogos saben de las mise­ rias y sonrojantes ceremonias a las que tienen que someterse muchas especies de insectos, particularmente arañas, y bastantes pájaros, como condición previa para la entrega sexual de la hembra. El hecho es que la convención requería que el mucha­ cho se hiciese de rogar lo más posible antes de ceder, pues si se entregaba inmediatamente demostraba su poca valía. Tenía que disimular sus sentimientos, dejarse con­ quistar lentamente con agasajos y regalos después de cer­ ciorarse de que el interés de su pretendiente no era sola­ m ente sexual sino que buscaba su bien, es decir, su formación en las virtudes sociales más estimadas.

Las procaces va sija s Nuestro conocimiento de la pederastia griega se basa, en buena parte, en el estudio de las abundantes escenas eróticas que decoran la cerámica de lujo (y por lo tanto usada por las clases acomodadas) especialmente en el pe­ riodo comprendido entre los años 570 y 470 a. C. Estos vasos suelen reproducir adolescentes en diversas posturas a cual más sugerente. Probablemente tenían la misma función embellecedora que las fotos de modelos de nuestras revistas y de los almanaques que decoran ta­ lleres mecánicos y cabinas de camión. En el caso de la ce­ rámica griega, algunos temas de corte tradicional se repi­ ten hasta la saciedad: Eros adolescente, Jacinto, Hilas y


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otros donceles mitológicos. O casionalmente también aparecen mujeres, aunque en número notablemente me­ nor al de los mancebos, lo que muestra la clara preferen­ cia erótica de las personas refinadas que adquirían este tipo de cerámica. Además ya hemos visto que el cuerpo femenino representado es efébico (como esas modelos de hoy que vistas de espaldas parecen más bien mucha­ chos), lo que prueba que el ideal de belleza era el del muchacho adolescente moderadamente formado por el ejercicio y la vida al aire libre. En muchas vasijas, especialmente en las áticas del si­ glo v a. C., la figura del joven representado va acompaña­ da por la inscripción kalós, «bello». Más raramente apare­ ce la inscripción kalé, «bella», acompañando a una chica. En algunas piezas, probablem ente procedentes de la mano de afamados ceramistas que trabajaban por encar­ go, la inscripción recoge el nombre del joven. ¿Se trata de un delicado homenaje del erastés? Como sabemos, los pequeños regalos del erastés a su amante eran parte esen­ cial del cortejo, por lo general eran chucherías nada caras que podían hacer ilusión a un adolescente: una liebre de largas orejas, un perro. Quizá también les regalaban be­ llas vasijas «personalizadas» con el nombre del mucha­ cho; los caminos del amor son infinitos: «Smikrós es gua­ po»; «Hippárkos es guapo», «Leagros es guapo». También podría tratarse de nombres de muchachos famosos por su belleza en el momento en que el alfarero fabricó la vasija. La inscripción «bello» acabó haciéndose tan genérica que a menudo los ceramistas la usaban sin referencia a ado­ lescente alguno, simplemente como un elogio al propio trabajo que traían entre manos. Qué bien me ha salido este cacharro: ¡kalósl La satisfacción del ceramista se pone de manifiesto incluso de modo explícito: «Eufronio nunca hizo otra tan bonita.» No obstante, el adjetivo siempre mantuvo su valor como epíteto del erómenos en 87 •


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una situación pederástica. El propio Fidias se atrevió a inscribir el nombre de su amado «bello Pantarkes» en el dedo de la estatua de Zeus en Olimpia. Otros enamora­ dos menos conspicuos legan igualmente en su obra el nombre del objeto de sus sueños. En un ladrillo vemos garrapateado el homenaje del humilde tejero: «Hipeo es bello, eso le parece a Aristomedes.»2 Incluso en losas se­ pulcrales: «Filocíes el Argivo es bello; lo anuncian en las columnas de Corinto y en las lápidas sepulcrales de Mégara y hasta en los baños de Anfiara está escrita su gra­ cia. Pero ¿qué falta hace el testimonio de las piedras si todo el que lo conoce lo admite?»3 En algún caso el código amoroso expresado por las inscripciones kalós se pervierte por obra de un ceramista bíenhumorado que produce una pieza humorística. En una vasija que retrata un sátiro horrendo la inscripción acostumbrada se sustituye por stysippos («pollatiesa», de styein, «empalmarse»).

Cuestión de longitud La irrupción del sátiro con su generosa dotación geni­ tal parece buen pretexto para introducir el tema de las medidas canónicas. Los pederastas griegos concedían gran importancia a los genitales de sus jóvenes amantes. Ya hemos visto que a menudo los vasos los retratan en actitud de acariciar­ los. La contemplación de los genitales de los chicos re­ sulta al pederasta tan estimulante como al heterosexual un desnudo del sexo opuesto. A tenor de lo que vemos en la cerámica, a los griegos les gustaba el erómenos de pene pequeño y delgado, terminado en un prepucio comparativamente largo, Y hay que descartar que se trate de torpeza de los dibujantes porque, además de repetirse •88


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una y otra vez con escasas variaciones, el escroto lo pin­ tan, sin embargo, de tamaño normal, lo que a veces de­ sentona en el conjunto debido a la pequenez del pene propiamente dicho, que parece desproporcionada. Otra peculiaridad del erómenos típico es que presenta los mus­ los anormalmente gordos, quizá porque de este modo re­ sultaban más apetecibles para el coito interfemoral. listos detalles anómalos han ocupado las vigilias de los estudiosos. ¿Por qué demonios pintan los penes tan mi­ núsculos, tan alejados a la medida estándar del ciudadano europeo que son 9,51 centímetros de longitud y 2,53 de diámetro?'1 Sin embargo, cuando retratan un pene erecto le atribuyen una longitud y grosor normales. Hay que concluir que trataban de imitar la perfección y desde el punto de vista del amante, el erastés o pederasta activo, se prefería a un amado de sexo aniñado, como expresión de modestia y subordinación, de pasividad en la relación ho­ mosexual. Con el tiempo simbolizaría, además, juven­ tud. Esto explica que Heracles y otros héroes o dioses que se supone deben ser atractivos luzcan esos atributos tan ridículos: es por el valor del símbolo. Por el contrario, cuando se retrata a sátiros o personajes mostruosos, se les suele dotar de penes enormes. También es cierto que los sátiros son personajes muy genitales, y seguramente obje­ to de fantasías sexuales, siempre aparejados para la luju­ ria, con la ensoberbecida herramienta en posición de ata­ que y muy a menudo masturhándosela. En el mismo contexto burlesco hay que situar el texto de Estratón que compara la verga de Diocles cuando sale de una piscina a Afrodita saliendo del mar. La iconografía heterosexual griega parece participar de la convención de la pederástica. El macho-macho sue­ le representarse dotado de pene pequeño y culo muscu­ loso y apretado. Por el contrario, y quizá por contraste, el pene grande y el culo flojo significaron tendencia a la ho­ 89 •


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mosexualidad pasiva. Ello se manifiesta en algunos gru­ pos pictóricos. El héroe griego retratado, por ejemplo Heracles, luce pene minúsculo, pero los circuncisos egip­ cios que se le enfrentan lo aventajan sobradamente emarboladura sexual. Lo que significa que el pene grande era expresión de la fealdad de las razas circuncisas. Hay que suponer que estos criterios estéticos fueron puramente masculinos y que probablemente las mujeres, de haberse pedido su opinión, no habrían ocultado sus preferencias por un sexo de mayor presencia y volumen dado que, ex­ ceptuando a las psicoanalistas, ellas raramente acatan ese autocomplaciente y piadoso mito masculino que sostiene que el tamaño carece de importancia. En el arte griego, tan minucioso en la representación de los genitales masculinos, se observa escaso interés por retratar los femeninos, si bien éstos aparecen, siempre algo idealizados, en muchas vasijas corintias. Aparte de los miembros proporcionados y de las faccio­ nes armoniosas, los griegos concedían gran importancia a la belleza de los ojos. En un fragmento atribuido a Aristóteles leemos: «No hay atractivo para un amante como los ojos, en los que yace el secreto de las virtudes ju­ veniles.» Es el viejo tópico de los ojos como ventana del alma. Todavía hoy, en la apreciación estética de Occidente, los ojos ocupan un lugar fundamental quizá sólo superado por las tetas en la mujer y el trasero en los hombres. E.n se­ gundo lugar, los griegos tal vez apreciaran el cabello. La cerámica recoge con fidelidad notarial las distintas etapas del cortejo y sus posibles incidencias, desde la con­ versación inicial hasta la consumación del coito interfe­ moral, pasando por las caricias más o menos intensas, por los regalos, por el rechazo del joven que, de este modo, se hace valer, etc. A veces las escenas desfilan ante nosotros por la redondez de la brillante vasija con la espontanei­ dad y la gracia de un cómic; incluso con los característi-


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eos «bocadillos» en los que se recogen las palabras de los personajes. Un entusiasmado erastés ruega a su mucha­ cho: «Déjame.» Y el erómenos se resiste: «Estáte quieto.» 'lodo este fascinante teatro se despliega ante nuestros ojos en las vitrinas de los museos, en unas vasijas fabrica­ das medio siglo antes de que Platón expusiera sus conclu­ siones sobre pederastia en El banquete y antes de que las comedias de Aristófanes pusieran en solfa los abusos de esta clase de relación. Después de este periodo, a lo largo del siglo IV a. C., la pintura de escenas eróticas en los va­ sos decae y es sustituida por otras modas decorativas. E l a m o r perfecto: efebo o m ujer

El amor, esa locura transitoria que se apodera del indi­ viduo y que lo hace preferir el bien de la persona amada al interés propio en flagrante conculcación de la ley natu­ ral, surgió como un fenómeno típicamente pederástico. El hombre enamorado de otro aparece en la literatura griega a partir del siglo Vil a. C., en la relación entre hom­ bre maduro y efebo. Solamente siglos después se divulgó el mismo sentimiento en la esfera heterosexual, que se desarrolla plenamente en época alejandrina. No obstan­ te, conviene recordar que ya en el siglo vil a. de C. Arquíloco de Paros habla de un amor heterosexual que «traspasa los huesos»’ y su coetáneo Alemán, Igualmente heterosexual, habla de «el Amor que, por voluntad de Afrodita, penetrando dulce me enciende el corazón»*’. La más divulgada formulación del amor pederástico, y de su superioridad sobre el heterosexual, se contiene en Platón (Elbanquete , 178b-178e): Amor es el dios más antiguo y además de ser el más anti­ guo es principio, para nosotros, de todos los bienes. Pues yo al menos no puedo decir que exista para un joven recién llegado a la adolescencia mayor bien que tener un amante virtuoso o,


A m o r y sexo en la antigua Grecia para un amante, que tener un amado. Pues, en efecto, la nor­ ma que debe guiar durante toda la vida a los hombres que ten­ gan la intención de vivir honestamente, ni los parientes, ni los honores, ni la riqueza, ni ninguna otra cosa son capaces de in­ culcarla en el ánimo tan bien como el amor. Y, ¿cuál es esta norma de que hablo? La vergüenza ante la deshonra y la emu­ lación en el honor, pues sin estos sentimientos es imposible que ninguna ciudad, ni ningún ciudadano en particular, hagan obras grandes y bellas. Es más, os digo que cualquier enamora­ do, si lo descubren cometiendo un acto deshonroso o sufrién­ dolo de otro sin defenderse por cobardía, no le dolería tanto si lo hubiera visto su padre, sus compañeros o cualquier otro como que lo haya visto su amado. Y de la misma manera tam­ bién vemos que el amado siente sobre todo vergüenza ante sus amantes cuando es sorprendido en alguna acción innoble. Por consiguiente, si hubiera algún medio de que llegara a existir una ciudad, un ejército compuesto de amantes y de amados, de ningún modo podrían administrar mejor su patria que abs­ teniéndose, como harían, de toda acción deshonrosa y emu­ lándose mutuamente en el honor. Y si hombres tales comba­ tieran en mutua compañía, por pocos que fueran, vencerían por decirlo así, a todos los enemigos, ya que el amante sopor­ taría peor sin duda el ser visto por su amado abandonando su puesto o arrojando las armas que serlo por todos los demás y antes que esto preferiría mil veces la muerte. Y en cuanto a abandonar al amado o dejar de socorrerlo cuando se encuentre en peligro nadie es tan cobarde que el propio Amor no le inspire un divino valor, de suerte que quede en igualdad con el que es valeroso por naturaleza. En una palabra, ese ímpetu que, como dijo Homero, inspira la divinidad en algunos héroes, lo procura el Amor a los amantes espontáneamente.

Es posible que los filósofos del Siglo de Oro ateniense hubiesen ejercido la pederastia con sus discípulos. El am­ biente de los diálogos platónicos es claramente homose­ xual. A Sócrates se le atribuye: «No puedo recordar una época en la que no haya estado enamorado.» Diógenes Laercio asegura que Sócrates, de joven, había sido el fa­ vorito de su maestro Arquelao y tan entregado a la sen­ sualidad como después se entregaría a la filosofía. *92


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Según Platón, Sócrates definió éws como aspiración a la belleza divina, al conocimiento supremo a través de la belleza, una vez superado lo meramente camal. En su ac­ titud se distinguen dos fases: en El banquete (177d y 198d), no tiene inconveniente en ufanarse de que de lo único que entiende es de asuntos de amor. En otros pasa­ jes, sin embargo, pone reparos al amor de los jóvenes: «Te aconsejo, querido Jenofonte, que cuando veas un joven hermoso huyas de él tan rápidamente como te sea posi­ ble.» Los discípulos del gran filósofo aseguraron que su pitilla por la sabiduría era más fuerte que su éros por la carne, lo que, sin duda, es el inicio del platonismo. Quizá alguien pudiera pensar que el gran filósofo, como todo hijo de vecino, propende a considerar el sexo según las urgencias de cada edad: en la juventud es lo mejor del mundo; en la vejez es un incordio perfectamente pres­ cindible. Pero tal vez sea llevar la interpretación demasia­ do lejos y podamos concluir que cuando el filósofo abo­ mina del sexo sólo está censurando los excesos que en su tiempo estaban pervirtiendo a la institución pederástica. El hecho es que en su madurez, cuando ya su reino no era de este mundo, Sócrates se abstenía de los mucha­ chos, aunque le siguieran gustando. En cualquier caso la supuesta semilla de Sócrates ger­ minó poderosamente en Platón, su discípulo, y gran defen­ sor del amor pederástico como camino hacia la Belleza y el Bien. Platón es claramente un pederasta y un homosexual, al menos de pensamiento. En Pedro (251 a) llega a denomi­ nar al amor heterosexual «contrario a la naturaleza» . Los partidarios de la pederastia, muchos de ellos gente de letras, transmitieron historias ejemplares que demos­ traban su excelencia. Veamos una de ellas: En Heraclea, ciudad de la Italia meridional, había un chico llamado Hiparino, hermoso y de noble familia, que era amado por Antileón, el cual por más que lo intentaba no conseguía

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Amor y sexo en la antigua Grecia lograr su favor. En el gimnasio siempre estaba a su lado y no se cansaba de declararle su amor y de prometerle que sería capaz de hacer cualquier cosa que le mandara. El muchacho, de bro­ ma, le dijo que en ese caso le trajera la campana de un castillo celosamente custodiado por Arqueiao, pensando que no sería *• capaz de realizar tan difícil misión. Pero Antileón entró su­ brepticiamente en el castillo, mató al guardia de la campana y luego, cuando regresó al muchacho —quien mantuvo su pro­ mesa—, se hicieron íntimos y desde entonces se amaron inten­ samente, Ocurrió, sin embargo, que el propio rey se enamoró del mancebo y Antileón, asustado por sus amenazas, rogó a éste que no pusiera su vida en peligro rechazando a tan pode­ roso pretendiente porque el tirano tenía poder para cumplir sus amenazas y salirse con la suya. No obstante, atacó personal­ mente al tirano a la salida de su casa y lo mató, tras de lo cual intentó huir y sin duda habría escapado de no entorpecer su fuga un rebaño de ovejas que en aquel momento pasaba por la calle. La ciudad, liberada por la muerte del tirano, erigió esta­ tuas a los dos amantes, Antileón y su mancebo, y aprobó una ley en virtud de la cual se prohibía el tránsito de rebaños de ovejas por las calles de la ciudad,7

La primera poesía amorosa fue, en su mayor parte, más pederástica que heterosexual: «Un hermoso joven, tierno, imberbe. ¡Quién pudiera morir abrazado a él y al­ canzar un epitafio», leemos en un poeta desconocido, Y en Filóstrato: «La corona de olivo adorna al atleta; la alta tiara, al gran rey; el yelmo, al guerrero, pero la rosa es el adorno de un hermoso muchacho porque se le parece en fragancia y color. N o eres tú el que se adorna con rosas sino las rosas las que se adornan contigo.» Y hay un largo etcétera hasta llegar al certero Anacreonte: «¡Oh, mucha­ cho, que miras igual que una doncella, te estoy mirando y tú no me haces caso porque no sabes que eres el auriga de mi alma! » En convención poética, el amante a veces se llamaba «lobo» y el amado «cordero». Un epigrama de Estratón: «... después de la cena, yo, el lobo, encontré un cordero a la puerta, el hijo de mi vecino Aristodico, y rodeándolo


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con los brazos lo besé con ánimo alegre y le prometí mu­ chos regalos». En la época clásica algunos intelectuales se enzarzaron en reñido debate sobre cuál de los dos amores era más sa­ tisfactorio, si el de una mujer o el de un muchacho. Casi todos se inclinaban por el del muchacho alegando su componente espiritual, nacido de la comunión de dos se­ res inteligentes. El muchacho, como alevín de hombre, era portador de valores eternos; la mujer, no; o, al menos, no de manera tan clara. Ya se sabe: ellas piensan con la matriz (hystéra), no con el cerebro (para que se vea a qué aberraciones pueden conducir las actitudes sexistas). La mujer era considerada por muchos una deficiente men­ tal. Veamos lo que opina un personaje de cierto diálogo atribuido a Luciano: «El matrimonio es para el hombre una necesidad vital y algo precioso, cuando sale bien (...) pero el amor de los muchachos es el privilegio de los sa­ bios, porque una perfecta virtud es absolutamente im­ pensable en la mujer.»8 Claro que los testim onios de Luciano no son para tomarlos al pie de la letra porque casi siempre habla irónicamente. A veces el poeta se encuentra en la terrible tesitura de escoger entre el amor de una mujer y el amor de un mu­ chacho: Cipris me incendia con llamas de amor femenino y las bridas de Eros a los hombres me llevan. ¿A quién sigo? ¿A la madre o al hijo? Eüa misma lo dice: este niño atrevido se sale con la suya. Es decir, gana el muchacho. Platón contrasta los dos posibles amores, el de Afrodita Pandemos (heterosexual) y el de la Urania (ho­ mosexual). El amor heterosexual «es vulgar y propio de hombres de baja estofa (...) los que aman los cuerpos más 95*


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que las almas y prefieren al amante cuanto más necio mejor, porque sólo les preocupa satisfacer su deseo, sin preocuparse de que el modo de hacerlo sea bello o no (...). En cambio el amor de Afrodita Urania, que no par­ ticipa de la hembra sino del varón solamente, es decir, de los muchachos (...); está libre de arrebatos (...). A los que inspira el sexo masculino, aman el sexo de los que tienen más vigor y una inteligencia superior» (El banquete, 181a-c). No obstante lo dicho, en Las leyes, compuesta hacia el final de su vida, Platón establece una diferencia esencial entre el amor heterosexual, que sigue la tendencia de la naturaleza, y el homosexual, que es contrario a la natura­ leza y «un delito causado por la incapacidad de controlar el deseo de placer». La institución pederástica, que a tenor de los testimo­ nios parece experimentar su auge a finales del siglo vi y comienzos del V, la generación de la milicia que derrotó a los persas, vive con mentalidad abierta el hecho homose­ xual. El erómenos debe mostrar discreción, modestia y res­ peto por los mayores. A muchas antiguas leyendas de amistades heroicas se les añade un contenido homosexual de erastés-erómenos que antes no se percibía tan claramen­ te. Pero, a pesar de tan excelentes valedores, la institución pederástica entró en declive casi inmediatamente. Las causas fueron muchas, pero quizá la principal fuera la evolución de la sociedad que dejó obsoleto el modelo pe­ dagógico que preconizaba. Por otra parte, los mancebos de las nuevas generaciones se habían vuelto exigentes y abusones. En los buenos viejos tiempos de la cerámica áti­ ca, el erómenos se conformaba con los consabidos regalítos casi simbólicos a lo largo del cortejo: un gorrión, un peti­ rrojo, una codorniz, un perro, una liebre; pero las nuevas generaciones se habían despabilado y sus pretensiones, epitágmata epitáttein, eran abusivas: dinero, regalos caros, *96


A m a n t e s del mismo sexo

caballos y cosas asi. Es decir, la institución completamente desvirtuada y el efebo prostituyéndose como una hetera. En los poemas homoeróticos de Teognis encontramos amargas quejas de la indiferencia de los mancebos, tan alejada de la philia de los primeros tiempos: «El joven y el caballo tienen igual comportamiento pues el caballo no llora por su jinete que yace en el polvo sino que, hartán­ dose de cebada, se deja montar por el que le sucede; igualmente el joven ama al que se encuentra presente.» Es decir, nuevamente un comportamiento más cercano a la prostitución que a otra cosa. A partir de Aristóteles, la pederastia fue perdiendo partidarios entre los pensadores hasta hacerse francamen­ te detestable para los cínicos, los estoicos, los epicúreos y otras filiaciones filosóficas. Empero, nunca le faltaron par­ tidarios en los ambientes intelectuales, especialmente en­ tre los poetas. Cuando la institución pederástica estaba en plena de­ cadencia, en las ciudades que la habían desligado de su carácter militar, todavia se produjeron episodios tan alec­ cionadores como la gesta del batallón tebano que confir­ mó la robustez de la pederastia militar. El famoso bata­ llón tebano estaba compuesto por trescientos guerreros que formaban parejas unidas por un juramento de amor y amistad. El batallón tuvo una existencia efímera: sólo treinta y tres años, a lo largo de los cuales es de suponer que se renovarían muchas parejas por jubilación de las antiguas. Su bautismo de sangre fue la batalla de Leuctra (371 a. C.), en la que combatieron admirablemente. A partir de entonces ganaron fama de invencibles hasta su derrota y aniquilam iento en Q ueronea (338 a. C.). Cuando el vencedor, Filipo de Macedonia, recorrió el campo de batalla observó que los cadáveres de los famo­ sos trescientos del batallón tebano sólo presentaban heri­ das en el pecho: habían muerto sin ceder un palmo de te­ 97


Amor y sexo en la antigua Grecia

rreno. El macedonio, conmovido, murmuró: «Malhaya el que difame a estos hombres.» Pero el pabellón tebano, en su tardía época, fue la ex­ cepción más que la regla. Ya las grietas comenzaban a servisibles incluso en las partes más sólidas del edificio pede­ rástico. Incluso los alcances de la intimidad de la pareja comenzaron a cuestionarse. Ya hemos visto que, a cambio de la dedicación del adulto, el joven otorgaba su sumisión y los dones de su juventud en forma de prestación sexual, tanto si era sólo femoral, como algunos quieren, como si anal. N o obstante, en el siglo iv a. C. algunos espartanos negaban que existiera relación sexual entre sus erastai y sus erómenoi, por más que múltiples indicios prueben lo contrario. En Atenas circulaban muchos chistes acerca de los hábitos sexuales espartanos, no sólo la pederastía, sino la homosexualidad entre adultos ya granados y con barba crecida. Incluso usaban el verbo «laconizar» con el doble sentido de imitar los vestidos y costumbres de Laconia, la región de Esparta, y de dar por el culo. Los llamados Treinta Tiranos, que gobernaron Atenas hasta 403 a. C., eran enemigos declarados de la institu­ ción. La revisión moral persistió en el nuevo gobierno y una de sus consecuencias fue la muerte de Sócrates, acu­ sado de corromper a la juventud (¿por el sexo o por las ideas revolucionarias?) y condenado a suicidarse bebien­ do cicuta. N o obstante, la pederastia se mantuvo en cier­ tos círculos elegantes hasta la era cristiana e incluso in­ fluyó decisivamente en otros pueblos admiradores de la cultura griega. El más famoso e ilustre de los romanos, Julio César, practicó la pederastia en las dos edades de su vida, primero com o mancebo del rey N icom edes de Bitinia; y más adelante compaginó esta inclinación con la heterosexual, de manera que los romanos lo tuvieron por «marido de todas las mujeres y mujer de todos los maridos».

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A m a n t e s del mismo sexo

El cristianismo, declarado religión oficial del imperio, reprimió severamente la homosexualidad y consiguió re­ legarla a la categoría de vicio secreto, o pecado nefando. No obstante, la nueva valoración de la cultura pagana grecolatina en el Renacimiento europeo favoreció una floración de la institución pederástica en ciertos círculos elegantes de las cortes europeas. Muchos artistas e inte­ lectuales italianos, incluso grandes figuras en la corte pa­ pal, fueron pederastas. Y el amor pederástico volvió a la más alta poesía e inspiró los sonetos de Shakespeare o la notable colección que Miguel Angel dedicó al joven Tomasso di Cavaliero.

E l m u n d o gay

Los griegos, como muchos pueblos de la antigüedad, eran bisexuales. Al margen de la pederastia institucional, que, como hemos visto, se justificaba en ciertas clases so­ ciales por cumplir una esencial función pedagógica, exis­ tieron otras lormas de homosexualidad sin otro objetivo que la obtención de placer. Muchos griegos se entregaron abiertamente a ella, unas veces por propia inclinación, otras como sustituto, por carencia de mujeres. Esto expli­ ca que las relaciones homosexuales se toleraran en ciertas situaciones. En un texto, evidentemente hiperbólico, de Eubulo, poeta cómico del siglo IV a. C., leemos: «[duran­ te los largos diez años que duró el sitio de Troya ningún griego] tuvo una hetera que llevarse a la boca; (...). Fue una campaña bastante mísera: por capturar una ciudad regresaron a casa con los culos mucho más ensanchados que las puertas de la ciudad conquistada».1’ En la pareja griega, homosexual o heterosexual, las funciones estaban claramente determinadas y no eran in­ tercambiables: un individuo es activo, el que penetra, y 99 •


Amor y sexo en la antigua Grecia

otro es pasivo, el que se deja penetrar. Una sátira de la an­ tología de Sternbach (XI, 272) define a estos últimos: «No quieren ser hombres pero no nacieron mujeres; no son hombres, ya que consienten que los usen como mu- <-• jeres; son hombres para las mujeres y mujeres para los hombres.» El pasivo y el activo se diferencian igualmente en los verbos que pueden tener sentido sexual: dar es poiein y recibir páskhein. En la sociedad cristiana, debido a la intromisión de la jerarquía eclesiástica en los hábitos sexuales de sus feli­ greses, la conducta heterosexual u homosexual de un in­ dividuo delimitaba claramente su catalogación moral y social. Entre los griegos no existía tal distinción. Ellos di­ ferenciaban claramente entre comportamiento activo o pasivo. La moral sexual griega, y luego la romana, des­ preciaba solamente al bardaje, es decir, al homosexual pasivo, pero no dudaba de la virilidad de los activos, a ve­ ces llamados «los peludos» (lásioi), una referencia clara­ mente viril. Por el contrario, los pasivos (kínaidoi, de donde el latín cinaedus) eran objeto de befa, no hay más que ver la cantidad de chistes que se hacen en las come­ dias de Aristófanes a costa de los derivados de trasero {pygé): hatapygon o hatapygaina (en su forma femenina, equivalente a nuestra «loca»). En una comedia (Los caba­ lleros, 381), Aristófanes denomina al personaje Cleón «inspector de los traseros» y, por cierto, menciona las en­ fermedades que causa la praepostera Venus. N o obstante, también hubo griegos que rechazaban igualmente el papel pasivo como el activo. En un discur­ so de Lisias, orador del siglo v a . C , el acusado se siente abochornado de que salga a relucir en el juicio cierta re­ lación que mantuvo con un mancebo de Platea.10 Había muchas más posibles denominaciones para bar­ daje, a cual más cruel, que las arriba mencionadas. De • 100


/Imántes del mismo sexo

proktos («ano») derivaban euryproktoi («culianchos») y por extensión, exagerando el chiste, khaunóproktoi y lakkóproktoi («los que tienen el culo como una cisterna»). En el extremo contrario se consideran los viriles, los del «culo estrecho», es decir virgen, los stenóproktos. A los maricas delicados, de pálida tez, se les llamaba también leukópygoi («culos blancos»), y por contraste los macho-macho eran denominados melanpygoi («culos negros»). El insulto evryproktos («culiancho») tenía una variante mímica consistente en mostrar el puño cerrado con el dedo anular erecto. Este gesto, ho mesós dáktylos, equiva­ lía a mandar a tomar por el culo, es decir, skimalizein. Advierta el lector que todavía hoy esa señal continúa sig­ nificando lo mismo en el idioma internacional. A nivel popular, los chistes de homosexuales estaban a la orden del día, así como las alusiones y chascarrillos pretendidamente graciosos como el que señala la escasa potencia del pedo de un bardaje. El famoso orador Demóstenes era apodado Báttalos («el tartamudo») por aquel defecto que sufrió en su in­ fancia y juventud que él logró superar a fuerza de coraje. Pues bien sus enemigos, haciendo un juego de palabras, suprimían una t del apodo y lo llamaban Bátalos («trase­ ro»), sugiriendo que era bardaje o sodomita paciente.

S a fo y las le s b i a n a s

Hemos visto que la homosexualidad masculina alcan­ zó gran difusión en Grecia y que en su forma más co­ mún, la pederastia, fue elevada al rango de institución. Sin embargo, de la homosexualidad femenina, que pro­ bablemente fue tan intensa como la masculina y que en ocasiones tuvo un carácter propedéutico similar, se sabe muy poco, casi nada. A pesar de ello, las palabras con que 101 •


Amor y sexo en la antigua Grecia

los idiomas europeos designan el amor entre mujeres proceden del griego: decimos lesbianas por la isla de Lesbos donde, al parecer, abundaron las mujeres que pre­ ferían compañía femenina. Luciano de Samosata m en­ ciona las mujeres de Lesbos «con pinta de hombres, que no quieren tener comercio con hombres, sino que ellas mismas se acercan a las mujeres como si fueran hom ­ bres». N o cabe mayor claridad. Además, los sexólogos antiguos designaban a veces como «tribadismo», del grie­ go tribás, la inclinación de ciertas mujeres a «realizar ac­ tos sexuales en común».11 El amor entre mujeres merece escasa atención en las fuentes que nos informan de las costumbres sexuales griegas, es decir, en el mito, la literatura y la cerámica. Quizá sea porque la sexualidad femenina pareció irrele­ vante a los griegos. En Aristófanes, manantial inagotable de toda clase de noticias, sólo espigamos una mínima re­ ferencia cuando se menciona la existencia de hetairístriai; otra aparece en Plutarco cuando asegura que las esparta­ nas casadas se enamoraban de muchachas. Parece que se trata de una pederastia femenina compensatoria, dado que los hombres eran tan machos que vivían acuartela­ dos y preferían el certamen de cuescos en el dormitorio regimental que huele a tigre, a la noche apacible y el re­ parador sueño poscoital con la mano inserta entre los suaves muslos de la esposa. (También, curiosamente, en Lesbos la pareja más común era de mujer y jovencita; sin embargo, aunque el carácter formativo de la relación es evidente, parece que se establecía sobre bases más iguali­ tarias que la pederastia masculina.) Un pasaje bíblico, en la Epístola a los romanos de San Pablo, parece que alude a la homosexualidad femenina: «Las mujeres mudaron el uso natural en uso contra natu­ ra y del mismo modo también los varones» (.Rom., I, 26-27), lo que dio pie a que Ambrosio, obispo de Milán * 102


Amantes del mismo sexo

en el siglo iv, asegurara que Dios para castigar la idolatría hizo que las mujeres desearan sexualmente a otras muje­ res.12 Es decir, tomando a la letra la propuesta del prela­ do, la homosexualidad femenina sería institución divina. Poco más sabemos de lo que atañe al lesbianismo grie­ go. En un polémico fragmento de Safo, el 9 9 lp, verso 5, parece que se lee olisbodokois en el sentido de «receptora de ólisbos», es decir, del consolador. En la cerámica apare­ cen a veces grupos de mujeres que manipulan estos ólisboi. ¿Escenas de lesbianismo en grupo? Es posible, pero también debe tenerse en cuenta que también las hetero­ sexuales usaban consolador. Con Safo aparecen menciones explícitas del amor en­ tre féminas, especialmente desde que la poetisa de Eesbos convierte en alta sustancia literaria su ardiente sensibili­ dad. En los siglos alejandrinos y romanos el tema se prodi­ gó más, como casi todo, quizá porque se han conservado abundantes testimonios de esta época. Hubo incluso un tratado sobre posturas homosexuales femeninas, ohra de Filanis de Eeucadia, mencionada por Luciano de Samosata. El mismo autor reproduce una conversación de lesbianas no exenta de interés. Una tal Leena habla de su experiencia homosexual, de la que dice estar avergonzada «por lo antinatural». La corruptora de Leena ha sido Megila, «la rica lesbia», que es muy viril. Leena cuenta cómo fue su iniciación: después de una fiesta estaba acos­ tada entre Megila y una amiga de ésta, una tal Demonasa: «Al principio me besaban como los hombres, no sólo ajus­ tando sus labios a los míos, sino con la boca abierta, y me abrazaban apretándome las tetas. Demonasa incluso me mordia mientras me besaba [... De pronto] Megila se qui­ tó la peluca de la cabeza (...) y apareció pelada al cero, y afeitada como hacen los atletas muy viriles. Yo, al verla, me quedé turbada pero ella me dijo: “¿Has visto alguna vez, Leena, a un muchacho tan hermoso?" “Yo no veo 103


A m or y sexo en la antigua Grecia

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A m a n t e s del mismo sexo

Este vaso es una de las rarísimas pruebas de les­ bianismo que aparecen en la cerámica ática. Según unos autores, la mujer agachada masturba a la que en pie sostiene una vasija, pero otros creen que simple­ mente le está perfumando el monte de Venus. Apolodoro, detalle de la decoración de un vaso (515-495 a, C.), Museo de Tarquinia (Archivo Orono z).

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Amor y sexo en la antigua. Grecia

aquí a ningún muchacho, Megila", le contesté. “N o me afemines —dijo— pues yo me llamo Megilo y hace tiem­ po que me casé con Demonasa; es mí mujer.”» La sorprendida Leena se ríe y pregunta por el miem­ bro viril del presunto Megilo, a lo que la aludida replica: «No lo tengo; pero no lo necesito en absoluto; tengo una manera muy propia y mucho más agradable de hacer el amor, como vas a ver.» Leena, que es una chica despierta y siempre abierta a nuevas y enriquecedoras experiencias, se dejó hacer «en vista de sus súplicas insistentes y de que me regaló un va­ lioso collar y finísima lencería. Luego yo la abracé como a un hombre y ella puso manos a la obra y me besaba y sus­ piraba y daba la impresión de que disfrutaba de una ma­ nera exagerada». Quizá el intrigado lector se esté preguntando por el modus operandi que utilizaba Megila. Eso mismo se pre­ guntaba Clonnarion, la interlocutora de Leena, hace die­ ciocho siglos: «¿Y qué te hacía, Leena, y cómo lo hacia? Dime esto, sobre todo.» La respuesta sigue fresca y aleccionadora, bendito seas, Luciano de Samosata: «No preguntes con tanto de­ talle, que es de mal gusto. Aparte de que, te lo juro por Afrodita, no te lo podría decir» (Diálogo, V). Me pregunto si aquella resuelta lesbiana del siglo íí, Megila, sería lejana descendiente de la poetisa Safo. Safo nació en la isla de Lesbos a finales del siglo vn a. C., cuan­ do todavía la mujer griega acomodada no estaba confina­ da al gineceo, a la rueca y a lavar pañales. Esta circunstan­ cia, y el hecho de que naciese en una familia con posibles, explica que recibiera una razonable cultura y pudiera dedicarse a la poesía. Su producción debió de ser extensa a juzgar por los nueve libros en que los gramáti­ cos alejandrinos compilaron su odas. Lástima que sólo se haya conservado un poema completo, una parte de otro y • 106


Aman tes del mismo sexo

algunos fragmentos aislados del resto. Pocos versos y ade­ más muy contaminados y en ocasiones prácticamente ininteligibles o de difícil interpretación. Toda la vida de Safo transcurrió en Mitilene, excepto los quince años que pasó en Sicilia, desterrada, si damos crédito a una inscripción del siglo 111. Por lo demás, poco sabemos de ella: que tenía tres hermanos, que estuvo ca­ sada, que tuvo una hija llamada Cleide, y que tutelaba a un grupo de muchachas enamoradas de la poesía, la mú­ sica y el canto, una especie de academia poética dedicada a finezas y dengues: perfumarse, tañer, cantar, danzar, re­ coger florecillas, trenzar guirnaldas, engalarnarse el cabe­ llo. Aquellos cuerpos gloriosos, uno así se los imagina, blanca piel, mórbidas hechuras bajo los vaporosos linos transparentes, son hoy poco más que sonoros nombres rescatados del polvo del olvido, pero Safo vivió con algu­ nas discípulas una apasionada relación. Con Atis, que era su favorita, con Anágora, con Euneica y con Gongula, con Telesipa y con Mégara, con Ciáis y con Erana, con Mnasidica y con Nosis... Algunos modernos autores han incurrido en el nota­ ble anacronismo de convertir a la poetisa en institutriz o estricta gobernanta de un internado para joven citas, una mujer refinada, pendiente del detalle y de la apariencia, que abronca a una discípula por vestir descuidadamente su clámide («¿Qué campesina te perturba para que no sepas llevar la tela sobre las piernas?»]. Pero el prudente y avisado diccionario de Porto Bompiani advierte: «No puede juzgarse actualmente a una lesbia del siglo Vi a. C. a la luz de nuestras ideas morales. Sea como fuere no de­ ben admitirse las leyendas tardías que, sobre todo a cau­ sa de las chanzas de los comediógrafos áticos, mancilla­ ron el nombre de la poetisa a la cual acusaron de malos hábitos.» No. Lo que hubo en Lesbos fue un grupo de amigas 107 •


Amor y sexo en la antigua Grecia

unidas por la complicidad amorosa y creativa sobre las que Safo ejercería una especie de magisterio espiritual. Y no era la única escuela en la isla. Quedaba espacio y , clientela por lo menos para dos grupos rivales, los de Gorgo y Andrómeda, de las que Safo se burla porque son malas poetas y porque visten sin elegancia. Nuestra heroí­ na respira por la herida porque las así injuriadas le han arrebatado algunas muchachas: Arqueanasa, Góngula, Mnasídica, Micca, Atis... N o sabemos cómo era Safo. Las noticias sobre ella son bastante tardias y contradictorias. En un poema se con­ fiesa «pequeña y negra», lo que ha dado pie para suponer­ la fea. Ya se sabe, el inveterado prejuicio machista que se empeña en que detrás de toda lesbiana haya una fea. El único que la considera bella es Platón, a lo mejor porque se refiere a la belleza del alma. Horacio no se anda por las ramas y la llama mascula («el macho»]. Era la fama que tenían las mujeres de aquella isla. Recordemos a Megila, la rica lesbia retratada por Luciano de Samosata: «Yo nací mujer igual que vosotras pero mis pensamientos, mis de­ seos y todo lo demás los tengo com o un hombre» [Diálogo, V). Pero nuevamente es conveniente poner en cuarentena el testimonio literario de Luciano, un «bárba­ ro helenizado que no puede digerir su rencor y envidia hacia una cultura, la griega, que sólo conoce superficial­ mente».13 En lo referente a la obra de Safo parece reinar el mis­ mo desacuerdo que vemos sobre su biografía. Algunos comentaristas, la mayoría, la consideraron la décima musa mirando sólo los altos valores artísticos de su poe­ sía, siempre sincera, eficaz y sorprendentemente moder­ na. Otros, más atentos a los valores morales, la desprecia­ ron, entre ellos el neocrístíano Taciano, que considera a Safo «ramera erotómana que canta sus depravaciones amorosas».14

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A ma nt es del misma sexo

Sobre las circunstancias de la muerte de nuestra poeti­ sa existe cierta confusión. ¿Se suicidó Sato? Los románti­ cos, por razones de sentimiento, y los moralistas, por la natural inquina que sienten hacia toda persona desinhibi­ da, se han recreado en el presunto suicidio de Safo. La verdad es que no hay razón para dudar de que muriera en la cama, de vejez, quizá con la sarmentosa pero enamora­ da mano sostenida por la cálida y joven de alguna abne­ gada discipula. Ks cierto que Safo habla en algún verso de zambullirse en las olas desde la blanca roca, y esta referencia, andan­ do el tiempo, se ha tomado como prueba de su desastra­ do final. Incluso le han supuesto que lo hizo desesperada por la indiferencia de Faón, del que estaba enamorada. Examinando el asunto con más detenimiento, parece que Safo no se despeñó desde una roca sino desde una metá­ fora. La convención poética dictaba que esa imagen de precipitarse desde la blanca roca, es decir, Leúcade, equi­ valiera a sanar del mal de amores que, como se sabe, sólo admite la radical medicina de zambullirse en él y esperar a que pase la tormenta (que sin duda pasará), es decir, que el tirano éros pierda fuelle y se convierta en reposada philia. El caso es que los comediógrafos áticos lo enredaron todo y transmitieron la historia de Safo enamorada de Faón y suicida por despecho. Safo inventó el amor o, al menos, es la primera perso­ na que expone sus glorias y sus tormentos, la pasión, los celos, el dolor de la ausencia, su gozosa plenitud y sus desdichas. Juzguen ustedes por estas pocas muestras: «Al verte pierdo la voz, se me quiebra la lengua, súbitamente un fuego sutil corre bajo mi piel; se me ofusca la mirada, me zumban los oídos, sudo, tiemblo, y más verde que la hierba me siento morir...»; «Eros ha quebrado mi alma como el viento quiebra las encinas del monte cuando las 109 •


Amor y sexo en la antigua Grecia

acomete»; «Eros me descoyunta los miembros, de nuevo me agita invencible fiera agridulce»; «Semejante a los dioses me parece aquel hombre que se halla sentado a^tu lado y te escucha de cerca y con dulzura hablar y reír amorosamente. Esto me hace temblar el corazón en el pecho.»

lio


C a p i t u l o VI

Madres o cortesanas


P ie r n a q u e b r a d a Es una peligrosa generalización afirmar que para el griego clásico las mujeres se dividían en dos grandes grupos: las madres y las putas, aunque esta idea pueda desprenderse de algún testimonio riguroso: «leñem os cortesanas para nuestro placer; concubinas para la atención personal diaria y esposas para darnos hijos y administrarnos la casa fielm ente.» Este pasaje del Pseudo-Demóstenes ( Contra Neera, 122) debe encua­ drarse en el periodo de profunda crisis espiritual que señala el com ienzo de la decadencia griega, en el si­ glo IV a.C. En la Grecia clásica, como en el mundo antiguo en ge­ neral, la función de la mujer era tener hijos que perpe­ tuaran la estirpe del marido y sostuvieran la ciudad y la vejez de sus padres. No obstante, los griegos no lo expre­ saban tan crudamente como lo harían los romanos, que a veces denominaron a la mujer venter, «vientre». La mujer era el molde donde se fabricaban los hijos. Si sus medios se lo permitían, un ciudadano podía tener, además de esposa, una concubina legítima, pallaké, espe­ cie de segunda esposa cuyos hijos, al ser ilegítimos, no heredaban. La existencia de la esposa y de la concubina

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A m o r y sexo en la antigua Grecia

no excluía ocasionales relaciones con otras amantes o con muchachos. El hombre era sexualmente libre. N o así la mujer. Un griego clásico habría suscrito de muy buen grado la entrañable propuesta castellana «Mujer casada, pierna quebrada». Ya se ha dicho que la mujer del pobre, la que tenía que buscarse el sustento día a día, gozaba de bastante libertad, pero la del hombre con posibles, la mujer de buena familia, vivía casi en un perpetuo encierro, del que sólo escapaba con pretextos religiosos, para cumplir devociones en algún templo o santuario. Innecesario decir que todas las mujeres de cla­ se eran o fingían ser muy devotas. Paradójicamente en la culta Atenas, la mujer acomo­ dada no tenía más papel que el de ser madre de los hijos y administrar la casa. Las niñas no recibían otra educa­ ción que la necesaria para hilar, cocinar y hacer trabajo de hogar. La vida intelectual, los negocios, la política ciuda­ dana, estaban reservadas a los hombres. Sin embargo, en otras ciudades como Esparta y Mitilene las mujeres goza­ ban de mucha mayor libertad. En la casa del ciudadano acomodado existían dos zo­ nas claramente delimitadas, la destinada a las mujeres, el gymaikonítis o gineceo, sin ventanas a la calle, para que los posibles merodeadores no pudieran sorprender la intimi­ dad de las mujeres de la casa, y el resto. En algunos casos de severidad extrema, el gineceo podía estar cerrado y guardado con un mastín. Una situación algo similar a la de los harenes musulmanes y a los gineceos de algunas sociedades africanas. La casada perteneciente a la clase dominante pasaba la vida entregada a sus labores. Podría parecer que estas reinas del hogar se aburrían mortalmente, pero la casa les daba quehacer suficiente para escapar del tedio: ordenar y distribuir el trabajo de los siervos, supervisar los nego­ ciados de la rueca, el puchero y la despensa. Esto, unido a • 114


Madres o cortesanas

la educación de los hijos varones hasta que cumplían sie­ te u ocho años (edad en la que pasaban a depender del padre o del educador) y de las hijas hasta que se casaban, daba materia suficiente para llenar las horas del día. Si llegaba a casa algún visitante masculino, la prudente es­ posa y sus hijas se recluían en el gineceo. Se consideraba incorrecto que una esposa interviniera en la conversación de los hombres. Decíamos antes que la primera virtud de la mujer era la sophrosyne, el «recato». Una mujer decente no salía libremente de su encierro doméstico hasta que había alcanzado una edad en las que «viéndola por la ca­ lle un hombre no se preguntara de quién es esposa sino de quién es madre» (Hstobeo, Hypereides, LXXIV, 76). Una buena esposa debía ignorar, o fingir que ignoraba, todo lo mundano y desde luego, si era más inteligente que el marido, lo que ocurriría frecuentemente, le conve­ nía disimularlo. De este modo resultaba más atractiva. Hipólito, el personaje de Eurípides, lo dice claramente: «La odio si es sabia.» Las únicas mujeres versadas en lo mundano y capaces de sostener una conversación eran las heteras, es decir, las putas tinas, y no era conveniente que una mujer decente se pareciera a ellas. La decente ni siquiera debía asomarse a la ventana. Los atenienses tenían muy a gala que sus mujeres no eran ventaneras porque «incluso eso se consideraba im­ propio de ellas y de su ciudad» (Licurgo, Leocrates, 40) y censuraron mucho a las que osaron salir de casa por la no­ che después de la batalla de Queronea para inquirir de los que regresaban por la suerte de sus familiares. Ni siquiera se admitía socialmente que la mujer recibiera frecuentes visitas femeninas porque «la esposa prudente sólo apren­ derá maldades de las otras mujeres» (Eurípides, Andrómaca, 925). Esta consideración de delincuente po­ tencial a la que más vale atar corto la ampliaremos más adelante cuando hablemos de la misoginia griega.

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A m o r y sexo en la antigua Grecia

Un pasaje de Plutarco nos ilustra sobre el retiro y la ig­ norancia en que vivían las mujeres de la Grecia clásica. Uno de los enemigos del rey Hierón se mofa de su halitosis; el monarca llega a su palacio hecho un basilisco y re­ procha a su santa esposa que no le hubiese advertido nunca de que le apestaba la boca. Ella replica con la ma­ yor inocencia: «Pensé que todos los hombres olían así.» Naturalmente, la mujer confinada en la ignorancia y entregada desde niña a la rueca y a la murmuración que­ daba excluida del ennoblecimiento espiritual de la cultu­ ra, lo que ensanchaba el abismo que la separaba del hom­ bre, que tenía a su alcance los avances de la civilización. El hombre debía preocuparse por la política, una obliga­ ción de todo buen ciudadano, y para mantenerse infor­ mado sobre los graves asuntos del procomún debía fre­ cuentar el agora, la plaza pública, el casino local a cielo abierto donde se discutía el gobierno de la ciudad. Naturalmente hemos de suponer que con frecuencia mu­ jeres más inteligentes que sus maridos influirían en los votos de éstos y participarían por persona interpuesta en el gobierno de la ciudad. N o obstante, los matrimonios al uso sólo compartían el dormitorio y el comedor, donde coincidían a sus horas. La mujer pasaba del dominio del padre (o del herma­ no o del tutor) al del marido y, si se divorciaba, el ante­ rior responsable recuperaba su tutela. Ni siquiera la viu­ da era libre de volver a casarse con quien le pluguiere: tenía que aceptar al marido designado por su difunto es­ poso, por lo general un amigo del finado, o el que le esco­ giera su hijo mayor, su padre o su tutor. La mujer era una perpetua menor de edad. Incluso existían funcionarios públicos encargados de velar por ella (y de vigilarla), los gynaikonómoi. Sin embargo, no siempre había sido así. Parece que entre los primitivos griegos, los de la época egea o micé•116


Madres o cortesanas

nica, los de los poemas de Homero, la mujer gozaba de considerable libertad. Tal deducción se fundamenta razo­ nablemente en la literatura, no en apoyos arqueológicos tan discutibles como las damiselas cretenses que lucen las tetas al aire. Estas pudieran ser simplemente plañideras, dado que en el ámbito mediterráneo, hasta casi nuestros días, las mujeres se han arañado y golpeado los pechos en señal de duelo. Lo cierto es que la libertad de la mujer en tiempos arcaicos fue muy notable, pero a partir, quizá, de los si­ glos VIH y VII a. C. fue siendo apartada de la vida pública hasta quedar recluida en el hogar. Al menos en Atenas, ciudad de la que tenemos noticias más abundantes. N o deja de producir cierta perplejidad que la segrega­ ción de la mujer coincida con el establecimiento de la ciudad-estado o polis como entidad política, verdadero motor de progreso de la sociedad griega de esta época que llamamos clásica. Para explicar este retroceso de la mujer se han propuesto diversas hipótesis. Algunos pien­ san que la ciudad-estado, perpetuamente amenazada por sus vecinos, sobrevaloró al elemento masculino capaz de defenderla por las armas, es decir el guerrero, en detri­ mento del femenino, y que la función reproductora de la mujer no se consideró esencial en el entramado político-social de la urbe. Esta segregación de las mujeres (siempre estamos ha­ blando de la clase acomodada] favoreció, según algunos autores, el incremento de la pederastia entre los hombres de clase superior, privados como estaban de compañía fe­ menina y forzados a convivir entre ellos. Ya lo discutire­ mos en detalle más adelante. Lo cierto es que los griegos de la clase pudiente establecían dos mundos paralelos y no siempre coincidentes, el femenino y el masculino. La carrera de la mujer era casarse, «Breve es el tiempo de la mujer —se lamenta Lisístrata, el famoso personaje 117 *


A m o r y sexo en la antigua Grecia

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Madres o cortesanas

Esta cerámica representa a una dama que después de asearse en la palangana se dispone a penetrarse si­ multáneamente por la vagina y por el ano con ayuda de dos consoladores. Al parecer, el consolador u úlis bos, generalmente fabricado en cuero, era un artículo frecuente en los ambientes galantes de Grecia, espe­ cialmente en la época en que las mujeres eran confi­ nadas en gineceos. Epictcto, cerámica decorada (520-490 a. C.), Museo de San Petersburgo.

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A m o r y sexo en la antigua Crecía

de Aristófanes, v. 596— y si no lo aprovecha, nadie que­ rrá casarse con ella y se quedará compuesta vigilando los presagios.» Es decir, para vestir santos. La doncella se preparaba para el matrimonio desdé su más tierna infancia, sin apartarse de las faldas de la ma­ dre. D e ella aprendía a administrar la casa y velaba por la conservación de su imprescindible virginidad. En cierto modo, el matrimonio otorgaba a estas mujeres una mayor libertad, dado que, además de la iniciación en los miste­ rios del sexo, les permitía ascender un grado y de subal­ ternas y aprendizas pasaban a regir su propia casa. En la salvaguardia de la virginidad, el Estado era muy exigente e imponía graves penas a los seductores. «Nuestros ante­ pasados eran tan severos cuando su honor estaba en jue­ go y valoraban tanto la pureza de sus hijas que uno de los ciudadanos, al advertir que su hija había sido violada y no preservaría la virginidad hasta el matrimonio, la encerró con un caballo en una casa apartada hasta que murió de hambre. El solar de aquella casa se llama ahora El caballo y la muchacha» (Esquines, Contra Trimarco, 182). Un co­ mentarista sugiere que fue el caballo el que murió de hambre, después de comerse a la chica. No sabemos cuál de los dos desenlaces resulta más truculento. En las contadas ocasiones en las que las mujeres de posición salían, generalmente para participar en fiestas religiosas o en funerales, era costumbre que, si no iban en compañía del marido, las escoltara algún siervo fornido de la casa, y una esclava de confianza. Quizá algún lector sospeche que en estas esporádicas escapadas aprovecha­ rían para arreglarse y lucir sus mejores galas. Es posible, pero, para evitar alegrías excesivas, el prudente legislador Solón había dispuesto que no vistieran más de tres pren­ das, y que la comida y bebida que llevaran no valiera más de un óbolo. Si tenian que trasnochar, sólo viajarían en carro con linterna encendida.

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Madres o cortesanas

A lo largo del siglo V a. C., las cosas comenzaron a cambiar y la mujer fue conquistando lentamente mayo­ res parcelas de libertad, un fenómeno parecido al que he­ mos vivido en Occidente a lo largo del siglo XX. Estos cambios fueron propiciados por algunos intelectuales li­ berales (Protágoras, Gorgias, Demócrito, Eurípides) y por los sofistas, filósofos ilustrados que proponían la revisión de las viejas creencias en favor de una mayor valoración del individuo y su albedrío. Platón, en Las leyes y en su República, propuso una ma­ yor libertad de la mujer y que su educación fuera similar a la del hombre, como queda dicho. Aristófanes, en su tantas veces citada comedia Lisistrata, que fue representada en las fiestas Leneas del año 411, imagina una rebelión del co­ lectivo femenino contra la necedad de los hombres en ma­ teria política, una parcela hasta entonces indiscutida. Las esposas se declaran en huelga sexual para forzar a sus mari­ dos a terminar la sangrienta guerra del Peloponeso. En otra comedia, Tesmoforíaiites, las mujeres protestan contra Eurípides que siempre las deja en mal lugar, una actitud de feminismo militante que habría sido impensable un par de generaciones antes. No obstante, no hay que olvidar que se trata tan sólo de una ficción literaria. Probablemente una ateniense de la época nunca se hubiera atrevido a soñar en serio la equiparación con el varón que subyace en las recla­ maciones de las mujeres de la comedia. Después de la reacción de los ilustrados, ya la marcha de la mujer hasta su completa liberación, incluso hasta su equiparación con el hombre, fue imparable. En la época helenística abundan las mujeres liberadas y la rígida sepa­ ración entre decente y puta se difumina en una legión de demi-rnondaines como las que inspiraron a tantos poetas romanos educados en los modelos de la poesía griega, la Lesbia de Catulo, la Cintia de Propercio, la Corina de Ovidio, y otras de menor nombre y fortuna. 121


Amor y sexo en la antigua Grecia

Esta discriminación de la mujer en la Atenas de la época clásica no fue compartida por otros pueblos grie­ gos. En Esparta, la gran rival de Atenas, la mujer era más libre que en el resto del mundo griego. Plutarco señala' que los espartanos honraban a sus mujeres «más de lo conveniente». La sorprendente legislación espartana, atribuida al legislador Licurgo (siglo vili A. G ), concedía a la mujer una autonomía que otros pueblos griegos juz­ gaban escandalosa: las muchachas se lucían semidesnudas en la palestra, mezcladas con los chicos, y las esposas, que recibían el honroso título de pótnia (señora), salían y entraban libremente, y, según los escandalizados atenien­ ses, dominaban a sus maridos. Lo cierto es que Esparta, debido a su especial idiosin­ crasia guerrera, era caso aparte. Allí las parejas hacían es­ casa vida matrimonial, abundaban las madres solteras e incluso alguna vez parece que se dio el caso de que un ciudadano cediera su esposa a otro más vigoroso como medio para engendrar hijos más robustos. La eliminación de los ciudadanos deformes y las granjas para la procrea­ ción de superdotados volverían, muchos siglos después, en la Alemania nazi. Atrás queda un cierto reflejo de esta actitud en algunos episodios de la mitología griega. En el apócrifo Apolodoro (en su Biblioteca, II, iv, 10-11) lee­ mos: «Heracles se alojó cincuenta días en casa de Tespio. Este era padre de cincuenta hijas que había tenido de Megamede. Tespio deseaba que sus hijas tuviesen hijos de Hércules, para lo cual, mientras el héroe se hospedó en casa de Tespio, siempre encontraba a una de ellas en el lecho al regreso de sus correrías en busca del león de Citerión, de las que volvía reventado de cansancio. Heracles, persuadido de que era siempre la misma, se be­ nefició a todas.» Parece obligado el comentario de Denice: «El pormenor que Apolodoro se salta (o desco­ noce) es que las cincuenta hijas de Tespio eran vírgenes. • 122


Madres o cortesa ñas

De modo que Heracles, corto de entendederas como to­ dos los forzudos, siempre consideró que el más arduo de sus trabajos, mucho más que los famosos doce, había sido desvirgar a la única hija de Tespio.»1 Quizá estas libertades de las mujeres espartanas estu­ vieran justificadas por la necesidad de que la ciudad con­ tinuara funcionando cuando los maridos estaban ausen­ tes en la guerra, lo que sucedía m uy a menudo. D e hecho, la espartana se despojaba de todo sentimentalis­ mo para participar de las virtudes típicamente viriles que su ciudad exigía al ciudadano. Cuando despedía a los va­ rones de la casa que iban a la guerra no se echaba a llorar ni montaba escena alguna, sino que se limitaba a recor­ darles que deberían regresar con el escudo o sobre el es­ cudo, es decir, victoriosos o muertos. La debilidad de la institución matrimonial en Esparta también podría de­ berse, en parte, a la fortaleza de la institución pederásti­ ca, que debilitaba el matrimonio. D e hecho el cuartel te­ nía más importancia que la familia. El vínculo principal era la camaradería entre guerreros de la misma quinta, y la especial relación entre instructor y recluta, que ya he­ mos visto hasta dónde alcanzaba. Incluso podría tratarse de una pervivencia de la época arcaica, todavía cercana, del matriarcado prehomérico, en la que la mujer era mu­ cho más independiente. El hecho es que en el resto de Grecia se criticaba mucho la desvergüenza de las mujeres espartanas, educadas desde niñas en una libertad que les parecía censurable. En Esparta, las chicas competían desnudas en la pales­ tra, al igual que los chicos. N o obstante, eran tan remilga­ das como las otras griegas en lo tocante a la conservación de la virginidad aunque, según decían los otros griegos, no le hacían ascos al coito anal sustitutorio.2 Por cierto, según algunos autores los divulgadores del coito anal en­ tre heterosexuales (técnicamente conocido hoy como 123


Amor y sexo en la antigua Grecia

«griego») fueron Teseo y Helena, a la que el héroe había raptado siendo niña. Pero estas versiones proceden de au­ tores tardíos, en la época de Luciano, Apuleyo y demás caterva, cuando ya se ha perdido el respeto incluso a lo¿ personajes más respetables del mito y se hace tabla rasa de los ideales y de los valores éticos de los antiguos. En otros lugares de Grecia, las costumbres diferían igualmente de las atenienses. Teopompo, autor del si­ glo IV a. C., nos dice: Entre los Tirrenos las mujeres eran comunales. Se cuida­ ban mucho los cuerpos y frecuentemente hacían gimnasia con los hombres porque no consideran reprensible mostrarse des­ nudas. No comían con sus maridos sino con cualquier hombre que estuviera presente y bebían con todos los que les gusta­ ban. Les gustaba beber y eran muy hermosas. Los tirrenos crían a los niños que nacen, a menudo sin saber quién es el padre. Cuando crecen viven del mismo modo que los que los criaron, a menudo se emborrachan y se relacionan con todas las muje­ res que conocen. Entre los tirrenos no se considera censurable mantener relaciones con muchachos, tanto activa como pasi­ vamente, ya que la pederastia es costumbre local. Y son tan li­ berales en cuestión sexual que cuando el dueño de la casa está ocupado con su mujer y alguien llega preguntando por él le di­ cen tranquilamente que está haciendo esto o lo otro, mencio­ nando por su nombre cada actividad indecente. Cuando están con amigos o familiares, la costumbre es la siguiente: cuando se van a la cama después de beber, los criados les llevan prosti­ tutas, hermosos jovencítos o mujeres, mientras todavía queda aceite en las lámparas. Cuando se han divertido lo suficiente con éstos, toman jovencitos en la flor de la vida y los hacen di­ vertirse con profesionales de la prostitución, chicos o mujeres. Rinden homenaje al amor y a la jodienda, a veces mirando cómo lo hacen entre ellos, pero generalmente corriendo las cortinas de las camas. Les gustan muchísimo las mujeres, pero encuentran más placenteros a los muchachos y a los jovencí­ tos. Estos son muy hermosos porque se cuidan muchísimo y se depilan cualquier vello superfluo. Entre los tirrenos hay mu­ chos establecimientos dedicados a eso, con personal muy espe­ cializado, al estilo de nuestras barberías. La gente entra en esos

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Madres o cortesanas establecimientos y se deja hacer en cualquier manera, en cual­ quier parte del cuerpo sin que les importe que la gente que pasa los vea,3

En este punto Benavente y Barreda4 apunta que «los tirrenos eran los etruscos, es decir, un pueblo bárbaro, no griego. El relato de Teopompo, por lo demás, no resulta demasiado fiable dado que la historia en la antigüedad grecolatina es un género literario más, y los historiadores suelen inventar sucesos y costumbres*. Ya hemos visto que, en la clase alta, la marginación de la mujer, confinada en su mundo privado, llevaba a los varones a relacionarse entre ellos. Por otra parte, la mujer progresivamente relegada al hogar y apartada de la edu­ cación era incapaz de mantener una conversación de tono elevado y, ayuna de toda instrucción que no fuera la necesaria para ejercer sus labores como ama de casa, que­ daba condenada a la ignorancia. N o había ocasión de ha­ blar con ellas, pero, de haberla habido, quizá no hubiesen encontrado un tema en el que estuviesen medianamente informadas. Eran un mundo aparte. La vida social de las clases acomodadas excluía a las mujeres, asi que los hom­ bres tornaban a lo más parecido a ellas, los muchachos, quienes, por ser futuros hombres, tenían acceso a la ins­ trucción. Es natural que, andando el tiempo, la amistad y la comunicación entre varones se valorara más que el amor heterosexual.

La m i s o g i n i a g r i e g a Hubiéramos preferido soslayar el grave asunto de la misoginia griega, imperdonable verruga que afea la deli­ cada epidermis de una cultura tan cuajada de perfeccio­ nes. Y seguramente se habría soslayado si no fuera por­ que alberga la sospecha de que en ella está la fuente 125*


Amor y sexo en la antigua Grecia

literaria de la misoginia romana, de cuyo tronco, y del oriental, no menos potente, se alimenta el fétido caudal misógino que enturbia la literatura europea hasta nues­ tros días. Tras la lectura de este pasaje, mi amigo el catedrático Benavente y Barreda me sugiere que «el grave problema de toda la literatura, no solamente de la griega, es que, en un porcentaje abrumador, es cosa de hombres, está en manos masculinas», y hace un censo'de las escritoras de la antigua Grecia, entre los siglos Vil y III a. C. que no pasa de once nombres. «Existen frecuentes autorías fe­ meninas silenciadas — añade—, sea mediante pseudóni­ mo masculino o mediante absoluto anonimato. Se dice que Aspasia, la concubina de Pericles, escribía los discur­ sos de éste. Otra tradición nos apunta que la hija de Tucídides, el historiador de la guerra del Peloponeso, es­ cribió el último libro (el vm) de esta obra, un libro que presenta el rasgo diferencíador de carecer de discursos. Esta ausencia de mujeres escritoras implica que las litera­ turas de la antigüedad presenten puntos de vísta machistas, rotundamentre masculinos (...) y que destaquen todo lo negativo que supuestamente hay en las féminas: hipo­ cresía, falsedad, coquetería, etc., con exageración notoria de dichos defectos (...). Imaginemos que en una cultura matriarcal y feminista estuvieran invertidos los papeles: los varones se llevarían la peor parte, a la hora de obtener sátiras y ataques.» En efecto, a lo largo de la literatura griega, nos topa­ mos acá y allá con testimonios de una robusta corriente misógina de la que, nos pesa reconocerlo, el griego nunca se desdijo ni se corrigió por completo. Por lo general, los misóginos griegos hacen hincapié en el supuesto carácter calculador y codicioso de la mujer, con declaraciones ta­ les como «Mientras ella menea el culo, va buscando tu granero» (Hesíodo, Trabajos y días, w . 373-374), Estas * 126


Madres o cortesanas

inelegantes observaciones son equiparables a otras mo­ dernas, com o la que se atribuye a Georges Simenon: «Mientras tú estás intentando descubrir el tono exacto de sus ojos, ella se está preguntando por el montante de tu cuenta comente», o la anónima y no menos deplorable: «Mientras tú sólo piensas en meter, ella sólo piensa en sa­ car.» Sin embargo, no tenemos razones para pensar que los misóginos de nuestro tiempo hayan sido catequizados por sus antecesores griegos. Si la mayor virtud femenina era la sophrosyne o recato; la más estimada del hombre era la andreía, la hombría bajo sus distintas manifestaciones, a saber: valor en la batalla y autodominio en la paz. El hombre debía hacer gala de con­ tención, mesura, equilibrio, raciocinio, prestigia La propia enunciación de todas esas cualidades adscritas al varón, pa­ rece determinar las correspondientes carencias como pe­ culiaridades femeninas. Si la perfección del hombre radica en su dominio, en su supeditación a la racionalidad y la ló­ gica, la congénita imperfección de la mujer apuntará a los defectos contrarios, irracionalidad y volubilidad. Y no se piense que tan absurdo prejuicio no afectaba a los espíritus más selectos. El propio Aristóteles, en su Historia de los animales (590, 1, 2), sostiene que la mujer es un macho disminuido y limitado racionalmente. La mujer no razona —sostenía—, cambia de opinión fácil­ mente, incumple su palabra, grita y llora con facilidad. El hombre razona y aplica la lógica porque piensa con la ca­ beza; la mujer no razona porque piensa con la matriz. Del vocablo griego hystéra («matriz») deriva «histérico», hysterikós, que, a través del latín, desemboca en nuestras palabras «histeria» e «histérico». El histerismo es definido por el Dicdonario de la Academia como «enfermedad nerviosa, crónica, más frecuente en la mujer que en el hombre...». Obsérvese que la visión sexista del griego perdura hasta nuestros días en la ciencia y en la lengua. 127 •


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Sexismo aparte, parece que los griegos intuyeron una realidad aunque quizá sacaran de ella conclusiones exce­ sivas. R ecientem ente hemos leído, en un artículo de Mayte Contreras5, que las mujeres «son como las olas * [porque están] sujetas a ciclos biológicos [,..], desarre­ glos y fluctuaciones hormonales de todo tipo. El llamado síndrome premenstrual, ya es, de hecho, considerado como un eximente en las leyes de algunos países». Para el griego este supuesto defectuoso desarrollo psí­ quico de la mujer la convierte en una criatura sospecho­ sa, una deficiente mental a la que el responsable masculi­ no (padre, marido o hijo) y la propia ciudad deben controlar y atar corto para que no se desmande. Los grie­ gos estaban convencidos de que la mujer, debido a su de­ bilidad de carácter, es incontinente por naturaleza, y esto explicaba la presunta debilidad femenina por la comida, el vino y el sexo, tres lugares comunes de la misoginia griega que continuamente nos salen al paso en su litera­ tura. Por ejemplo, Demócrito, para el que parece natural que la mujer sea más inclinada al mal que el hombre. Ya vemos que la mujer griega lo tenía difícil. Hiponacte escribió una sentencia terrible: «dos son los más gratos días de la mujer: cuando alguno la convierte en su esposa y [cuando] la saca muerta».6 Como el sangriento tigre, que cuando ha gustado car­ ne humana se convierte en asesino, así la mujer que cata el orgasmo se convierte irremediablemente en esclava de su «útero móvil», teoría de Platón; adquiere un «ojo ar­ diente, cuando ha gustado del varón»; «la mujer es una cosa lúbrica, no digo de otro modo», dice Eurípides por boca de Electra. Una idea que mil años después siguen repitiendo los autores árabes que han bebido en la tradi­ ción griega y oriental: así Ibn Hazm, el celebrado autor de El collar de la paloma, cuando aconseja: «Jamás pienses bien, hijo mío, de ninguna mujer. El espiritu de las muje­ * 128


Madres o cortesanas

res está vado de toda idea que no sea la de la unión se­ xual de ninguna otra cosa se preocupan, ni para nin­ guna otra cosa han sido creadas.» En el fondo quizá subyace la inconfesada envidia mas­ culina hacia su compañera sexuada que, como se sabe, es capaz de orgasmos múltiples de los que él carece y por la propia conformación de sus órganos sexuales está dispen­ sada de las preocupaciones por el tamaño del miembro o las disfunciones eréctiles que tanto inquietan al varón. El mito griego de Tiresias viene a confirmar esta sospecha. Tiresias, el primer transexual de la historia, no por obra de cirugía alguna sino por soberana voluntad de los dio­ ses, vino a confirmar con la irrebatible lógica del mito, que las mujeres disfrutan del sexo más que los hombres. Sea por lo que fuere, el tema de la mujer seductora o dominada por sus apetitos que pierde al hombre, marido o amante, se repite en las letras griegas hasta la saciedad desde las raíces mismas: el mito de las amazonas actúa como un arquetipo que refleja las reservas de una socie­ dad machista contra una supuesta congénita crueldad y salacidad femenina y, ya en una sociedad más articulada, la abundancia y notoriedad de heroínas malvadas parece ratificar esa sospecha. Helena, la esposa del rey Menelao, escapa con un amante y desencadena la guerra de Troya; el hermano de Menelao, Agamenón, es asesinado por su esposa Clitemestra, que también se ha buscado un aman­ te. Ni siquiera Penélope se libra de sospecha pues, aun­ que la versión de su historia más divulgada la retrata como esposa fiel y abnegada, en otras más tardías y mos­ trencas es considerada la peor de todas, pues en ausencia del esposo se acostaba con los ciento veintinueve preten­ dientes que rondaban su casa y la prueba de su pecado es que de ellos nació Pan («todo»). Después, la supuesta libido irrefrenable de las mujeres desciende por la literatura griega y va aumentando. Los 129 •


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autores de yambos, poesía popular de los siglos Vil y Vi, abundaron en el socorrido escarnio de las mujeres hasta crear los estereotipos que nutrirían la tragedia y la come­ dia clásicas conviertiéndose en un lugar común q u e de­ semboca en el acerbo antifeminismo de los cínicos. Para Bion, la mujer fea es un castigo [poiná), y la guapa es de todos (koittá). Una idea a la que la pedestre musa caste­ llana quizá replicaría con el bastísimo refrán: «Más vale pastel compartido que mierda para uno solo.» Parale­ lamente, este antifeminismo se manifestaba en los llama­ dos cuentos milesios, especie de chistes verdes a los que los griegos eran muy aficionados. El calificativo proviene de Mileto, ciudad de la lúbrica Jonia famosa por la fogosi­ dad de sus mujeres, de las que se decía que necesitaban un asno para saciarse. La supuesta obra de Luciano, Lukios o «El asno», recoge este tema. El protagonista, un tal Lukios, se hospeda en la casa de Hiparco y se acuesta con la criada Palestra. Accidentalmente se unta una cre­ ma preparada por la mujer de su anfitrión, que tiene sus ribetes de bruja, y se convierte en asno sin otro futuro que saciar la lujuria de una lacedemonía hasta que, des­ pués de diversas peripecias, vuelve a su ser humano con gran tristeza de la dueña. En los poetas, el tópico de la irrefrenable lujuria feme­ nina inventa epítetos como «mujer de huerto enloqueci­ do» o invectivas como las de Arquíloco contra la madurita Neobuíe que lo asedia: «Gorda, mujer de todos, puta corrompida.» O, en otro pasaje: «Ay, está demasiado ma­ dura, y se ha desvanecido su flor virginal y el encanto que antes tenia, pues nunca se sacia, la medida entera de su juventud ha hecho ver esta mujer enloquecida: que se vaya a los cuervos. [Ojalá no permita el rey de los dioses que yo tenga a esa mujer y llegue a ser la irrisión de mis vecinos!... Es ardiente y se busca amigos numerosos» (Arquíloco, 300, 16).

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M a d r e s o cort esanas

1Iay una historia ejemplar en la mitología que resume todo el pensamiento misógino griego sobre las malas ar­ tes de la mujer, su deslealtad y su propensión a engañar al marido de mil formas. I lera, la madre de los dioses, decide ponerse guapa para engatusar a su esposo Zeus. Para ello pide prestado a la diosa del amor, Afrodita, la faja mágica que tiene la propiedad de cautivar los corazones y rendirlos. Cuando Zeus se ha refocilado con ella y se queda dormido, como es de rigor en estos casos en los varones ya algo trabajados por la vida, la muy ladina aprovecha que lo ha dejado fuera de combate para ayudar a los griegos enzarzados en la guerra de Troya, una iniciativa que su esposo, de haber estado despierto, nunca le habría consentido. Veamos el tema de cerca tal como lo cuenta la llíada. Desde las alturas, los dioses asisten al combate entre grie­ gos y troyanos en el que los griegos están llevando la peor parte: Hora, la de áureo trono, mirando desde la cima del Olimpo, conoció a su hermano y cuñado, y regocijóse en el alma; pero vio a Zeus sentado en la más alta cumbre del Ida y se le hizo odioso en su corazón. Entonces la venerable Hera pensaba cómo podía engañar a Zeus (...) al fin parecióle que la mejor resolución sería ataviarse bien y encaminarse al Ida por si Zeus, abrasándose de amor, quería dormir a su lado y ella lo­ graba derramar sobre los párpados y el prudente espíritu del dios, dulce y placentero sueño. Sin perder un instante, fuese a su habitación labrada por su hijo Hefesto, la cual tenia una só­ lida puerta con cerradura oculta que ninguna otra deidad sabía abrir, entró y habiendo entornado la puerta, lavóse con am­ brosía el cuerpo encantador y lo untó con un aceite craso, divi­ no, suave y tan oloroso que, al moverlo en el palacio de Zeus, erigido sobre bronce, su fragancia se difundió por el cielo y la tierra. Ungido el hermoso cutis, se compuso el cabello y con sus propias manos formó los rizos lustrosos, bellos, divinales, que colgaban de la cabeza inmortal. Echóse enseguida el man­ to divino adornado con muchos bordados que Atena le hicie­

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A m o r y sexo en la antigua Grecia ra, y sujetólo al pecho con broche de oro. Púsose luego un ce­ ñidor que tenia cien borlones, y colgó de las perforadas orejas unos pendientes de tres piedras preciosas grandes como ojos, espléndidas, de gracioso brillo. Después la divina entre las dio­ sas se cubrió con un velo hermoso, nuevo, tan blanco como el sol; y calzó sus nítidos pies con bellas sandalias. Y cuando hubo ataviado su cuerpo con todos los adornos salió de la es­ tancia. (¡liada, XIV, w . 153-190.)

Ya está Hera vestida y perfumada para seducir. Ahora viene la segunda parte: para que no exista posibilidad de fallo, quiere ceñirse el cinturón mágico de Afrodita, ante el cual los hombres se rinden de amor. El problema es que Afrodita apoya al bando contrario y no se lo cederá si sabe para qué lo quiere. No importa: la engaña. Se dirige a ella con estas palabras: «Hija querida: ¿querrás compla­ cerme en lo que te diga o te negarás irritada en tu ánimo porque yo protejo a los dáñaos y tú a los teucros?» Y le explica que pretende mediar en una desavenencia conyugal entre Océano y Tetis, sus venerados padres adoptivos, que llevan un tiempo sin hablarse y sin com­ partir lecho. Afrodita, convencida por la intrigante, le entrega su faja mágica, «que encerraba todos los encantos. Hallábanse allí el amor, el deseo, las amorosas pláticas y el lenguaje seductor que hace perder el juicio a los más prudentes: toma y esconde en tu seno el bordado ceñi­ dor donde todo se halla. Yo te aseguro que no volverás sin haber logrado tu propósito». Sigamos el texto por­ que no tiene desperdicio: «Así habló. Sonrióse la vene­ rable Hera, la de los grandes ojos; y sonriente aún, es­ condió el ceñidor en su seno.» Entonces va en busca de otro dios, el Sueño, hermano de la Muerte, y le pide que duerma a Zeus después del coito conyugal, prometién­ dole, a cambio, un trono de oro con su escabel a juego, pero a Sueño lo espanta la propuesta: está dispuesto a dormir a cualquier dios pero dejar privado al mismísi­ • 132


Madres: o cortesanas

mo Zeus, el jefe máximo, «es cosa peligrosísima» y no se atreve. La muy pécora cambia de táctica: le quita importan­ cia al asunto y promete a Sueño ciarle en matrimonio a la más joven de las tres gracias, la pizpireta Pasitea, de la que Sueño lleva tiempo prendado. Aquí ya se entrega Sueño atado de pies y manos. Va a donde está Zeus y se esconde al acecho aguardando la ocasión propicia. Hera, entonces, se deja ver. Zeus la divisa y cae como un chorli­ to en las redes de la seductora. «La vio venir y apenas la distinguió, señoreóse de su prudente espíritu el mismo deseo que cuando gozaron las primicias del amor acos­ tándose a escondidas de sus padres.» Ella le dice que, como obediente esposa, viene a avisarle de que se va a ausentar temporalmente porque va a casa de sus padres Océano y Tetis para mediar en sus desavenencias conyu­ gales. La misma argucia que usó con Afrodita. El omnipotente Zeus, viéndola tan compuesta y ape­ tecible, la solicita en amores. Como es omnipotente, va al grano, sin gastar prosa en galanterías: «Allá puedes ir más tarde. Ea, acostémonos y gocemos del amor porque ja­ más la pasión por una diosa o por una mujer se difundió por mi pecho, ni me avasalló como ahora.» Y a continua­ ción le recita la lista de sus más importantes conquistas, que quizá de obrar con mayor delicadeza podría haberse ahorrado, pero se trata del dios omnipotente y no suele andarse con rodeos: Nunca he amado así, ni a la esposa de Ixión, que parió a Pirítoo, consejero igual a los dioses; ni a Dánae, la de los bellos talones, hija de Acrisio, que dio a luz a Perseo, el más ilustre de los hombres; ni a la celebrada hija de Fénix, que fue madre de Minos y de Radamantis, igual a un dios; ni a Alcmena, en Tebas, de la que tuve a Heracles, de ánimo valeroso; y de Sémele a Baco, alegría de los mortales; ni a Deméter, la sobe­ rana de hermosas trenzas; ni a la gloriosa Feto; ni a ti misma:

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Amor y sexo en la antigua Grecia con tal ansia te amo en este momento y tan dulce es el deseo que de mí se apodera, (¡liada, XIV, vv. 31Z a 328.)

En realidad podía haber alargado la lista mucho más, pero evita ser prolijo, lo que desde el punto de la pacien­ te esposa es de agradecer. Hera, pasando por alto impertinencias masculinas, no se aparta un ápice de su propósito: aviva aún más el de­ seo del encalabrinado esposo negándose a cumplir el dé­ bito conyugal sobre la cumbre del Ida, donde él indelica­ damente pretendía tomarla a la vista de todos los dioses, y sólo accede a entregársele en la cámara nupcial que les hizo el dios herrero, la de la cerradura secreta. Pero Zeus no está dispuesto a soportar más aplazamientos y crea las condiciones necesarias para alcanzar su deseo sin más di­ laciones. Como es el jefe, la naturaleza colabora en lo que puede: «La tierra produjo verde hierba, loto fresco, aza­ frán y jacinto espeso y tierno para levantarlos del suelo. Acostáronse allí y cubriéronse con una hermosa nube do­ rada de la cual caían lucientes gotas de rocío» (Ilíada, w . 347-351). Después del acoplamiento, el jefe de los dioses queda profundamente dormido (aquí interviene el Sueño) y deja las manos libres a la taimada esposa para que man­ gonee a su gusto dando la victoria a su facción favorita: «Posidón, socorre pronto a los dáñaos y dales gloria, aun­ que sea breve, mientras duerme Zeus, sumido en dulce letargo» {Ilíada, w . 357-359). Después de la lujuria y la gula, el otro vicio de la mu­ jer, siempre según los misóginos griegos, es el parloteo sin sustancia con las vecinas, el cotilleo, las intrigas y los en­ gaños. Jenarco envidia la felicidad de los saltamontes cu­ yas hembras no están dotadas de voz. Para Sófocles, «mu­ jer, a las mujeres ornato les da el silencio».7 Muchos maridos procuraban acrecentar ese adorno ignorándolas: * 134


Madres o cortesanas

«¿Hay alguien con quien hables menos que con tu mu­ jer?», inquiere Sócrates. ¿Existía un sentimiento antimasculino entre las griegas capaz de compensar la misoginia varonil? Probablemente si, aunque las mujeres, como toda minoría silenciada, no hayan podido transmitir sus quejas a la posteridad. De he­ cho, en las fiestas de primavera había coros de mujeres y de hombres que se enzarzaban en duelos de pullas y re­ proches al estilo de los duelos verbales de Carmen Morell y Pepe Blanco, o de Juanito Valderrama y Dolores Abril o, para los sudamericanos, los del Dúo Pimpinela, que la memoria sentimental del lector catequizado por la radio seguramente conserva. La comparación no contiene in­ tención ofensiva alguna. Al final todo acabaría en la previ­ sible reconciliación, seguida de revolcón en la era. El caso es que los primeros testimonios feministas son algo tardíos y vienen de la mano de autores ilustrados que a veces no consiguen disimular los ecos de la tradi­ ción antifeminista en la que se han educado. Repasemos, por vía de ejemplo, un fragmento de Aristófanes en sus Tesmoforiantes (383 y ss.), procurando leer entre líneas: Mujeres, no es el deseo de figurar lo que me persuade a le­ vantarme y tomar la palabra, sino el hecho de haber sido du­ rante mucho tiempo una mujer vejada y desgraciada, viendo romo Eurípides os maltrataba y sometía a todos los insultos. Porque, ¿qué calumnia posible existe que no baya lanzado so­ bre nosotras? No creo que exista un solo teatro o escenario donde no nos haya llamado propensas al adulterio, salidas, bo­ rrachas, traidoras, cotillas, viles y calamidades para los hom­ bres. De modo que nuestros maridos en cuanto regresan de las gradas del teatro nos miran con recelo v se tan derechos a comprobar si tenemos algún amante escondido en el retrete. Y ya no podemos hacer nada de lo que antes hacíamos, tal es el recelo que Eurípides ha inspirado en nuestros maridos, de ma­ nera que si alguna mujer teje una corona, ya piensa que está enamorada, y si deja caer un cacharro cuando anda atareada

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Amor y sexo en la antigua Grecia por casa, el marido le pregunta en honor de quién lo rompe. ¡Tiene que ser por el forastero corintio! Que hay una mucha­ cha enferma, su hermano dice sin rodeos: no me gusta el color de la chica. Bueno, que alguna mujer sin hijos quiere adoptar uno, no hay manera de hacerlo sin que lo descubran pofque ahora los maridos se sientan en la mismísima cama. Y Eurípides nos calumnia ante los ancianos que solían casarse con muchachas, de manera que no hay ninguno rico que quie­ ra hacerlo, todo por aquel verso suyo «Un viejo se casa con un tirano, no con una esposa» (Fénix). Además por su causa po­ nen cerraduras y cerrojos en las habitaciones de las mujeres, para guardarnos, y hasta ponen perros molosios que son el te­ rror de los amantes. Podríamos, amigas mías, soportar esto pero ahora nos han suprimido hasta nuestras pequeñas sisas, nuestro derecho como amas de casa a tomar cebada, aceite y vino.

La misoginia es componente frecuente en la comedia ática y en modo alguno exclusivo del maestro Eurípides, del que, por cierto, Sófocles comentaba: «Abomina de las mujeres en sus tragedias, pero en la cama le encantan.» Otra lamentable actitud machista, cuya pervivencia ac­ tual podríamos señalar en más de un escritor. La prolongación humorística de esta literatura misógi­ na pugna con una tímida corriente feminista que produ­ ce tratados en alabanza de la mujer en Plitarco y otros autores: «Gorgias, el sofista, desarrolló tales teorías femi­ nistas en su Helena. En el círculo de Aspasia y simpati­ zantes surgen muchas veces feministas: el propio Sócrates, Esquines de Espeto, Antístenes, Jenofonte... aunque no deja de ser un círculo de intelectuales reduci­ do, claramente minoritario.»8

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C a p Ă­ t u l o VII

El denostado matrimonio


El deber d e engendrar guerreros El lector no ignora que lo natural es casarse y que el matrimonio contribuye poderosamente a hacemos más felices. Esto se debe, en buena medida, a que, durante si­ glos, hemos sido tan eficazmente trabajados por la catc­ quesis cristiana que casi llevamos inscrita la querencia al vínculo en el código genético. La Iglesia elevó el matri­ monio de simple contrato privado a la categoría de sacra­ mento, siempre en connivencia con un poder civil intere­ sado en dotar a sus contribuyentes de una estabilidad familiar y emocional y de una conformidad de la que ca­ recen cuando están solteros. En el mundo antiguo las cosas eran distintas. Esa sacralización de la pareja no existía o era más tenue que en­ tre nosotros y, aunque hasta los propios dioses estaban casados, los griegos nunca terminaron de aceptar la nece­ sidad del matrimonio. Es más, estaban convencidos de que, en la edad dorada de la humanidad, la gente se había unido libremente y de que había reinado la promiscuidad más absoluta hasta que un sabio legislador introdujo la monogamia.1 ¿Cuál fue la razón de este cambio? Nada menos que la necesidad de garantizar la defensa y preservación de la 139 *


Amor y sexo en la antigua Grecia

ciudad-estado, a la que había que ofrecer guerreros y ma­ dres de guerreros así como ciudadanos con capacidad para heredar la organización gentilicia perpetuada por la continuidad del genos familiar. Casarse y engendrar hijos era también un deber para con los dioses, cuyo culto exi­ gía nuevas generaciones de devotos. Además, desde el punto de vista religioso, era importante que quedaran en la tierra deudos que cuidasen las tumbas y ofrecieran sa­ crificios por las ánimas de los difuntos. Por eso muchos griegos procuraban tener un solo hijo, a ser posible varón, que garantizase la problemática vejez de los padres. Motivos no faltaban para que la sociedad civil exigiera el sacrificio matrimonial a sus miembros. Sin embargo la ley raramente lo impuso, con la posible excepción de Esparta, donde, según Plutarco, el legislador Licurgo su­ primió a los solteros el derecho de participar en ciertos festivales donde se exhibían muchachos desnudos (gymnopaidiai) e incluso los ridiculizó obligándolos a cantar ante la concurrencia del mercado una canción alusiva a su desobediencia a las leyes del Estado. Platón, en Las leyes (IV, 721; VI, 774), proponía multas y pérdida de de­ rechos civiles para los solteros recalcitrantes. Fueron necesarias todas estas medidas coactivas para persuadir al griego de que el matrimonio es una ineludi­ ble vocación natural del individuo. A pesar de lo cual continuó habiendo muchos ciudadanos remisos a ingre­ sar en la felicidad matrimonial que siguieron consideran­ do el lazo conyugal como un tributo oneroso que el indi­ viduo pagaba a la sociedad. Argumentaban no sólo por el sometimiento a la pareja que la institución comporta sino por la carga añadida de trabajar para los hijos, que li­ mita todavía más la libertad del casado. Ya lo dice Menandro: «Nadie tan desgraciado como un padre como no sea otro con más hijos todavía» (Estobeo, Florilegio, LXXVI, 1). Para los griegos, como apunta el erudito • 140


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Hans Licht, «el estado marital era incompatible con el deseo de vivir en paz, libre de las preocupaciones que acarrea el estado conyugal y la paternidad, o incluso una natural aversión por la mujer».2 El prejuicio antifeminista parece descender de la no­ che de los tiempos, quizá de la remota época neolítica en que la sociedad matriarcal relegaba al hombre a una posi­ ción subalterna. De hecho está ya presente en la mitolo­ gía, en la que hallamos casos tan desastrados como el de la reina de Lidia, Onfale, que desviriliza al héroe Heracles y lo obliga a vestir ropas femeninas y a efectuar los trabajos propios de un ama de casa. Claro que también podría tra­ tarse de un travestimiento conducente a alejar el mal de ojo que pudiera pesar sobre el héroe o incluso un simple juego de amantes. Cosas más raras se han visto. El prejuicio antifemenino se enquista en la literatura desde sus mismos inicios y discurre a lo largo de toda ella poniendo en guardia al varón contra el matrimonio. Veamos algunos ejemplos: «Cásate con una doncella, para que le enseñes buenas costumbres (...) no sea que te cases con el hazmerreír de los vecinos; la mayor suerte del hombre es tener una buena esposa y, por el contrario, la mayor desgracia es la mala (...) por fuerte que sea el marido acaba quemado sin antorcha y envejece prematu­ ramente.» (Hesíodo, Trabajos y dias, 70 y ss.). Debemos precisar que la esposa respondona y dominante no era desconocida en el mundo griego. De hecho los griegos hacían chistes sobre la zapatilla de la esposa enteramente equivalentes a los nuestros del rodillo de amasar o, más modernamente, de la batidora eléctrica. Disponían inclu­ so de palabras similares a nuestra «tarasca» para designar a mujer bravia: Empusa o Lam ia, ambas referidas a monstruos chupadores de sangre. Pero prosigamos con los clásicos. Semónides de Amorgos (vil a. C.) lleva su antifeminismo hasta el punto 141 •


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de aseverar que, de diez mujeres, sólo una está dotada para el matrimonio, la recatada, la que no da que hablar, la que «huye de los corrillos de mujeres en los que se cuentan líos amorosos». Las nueve restantes no valen nada. Ahondando en tal aserto establece un paralelo en­ tre supuestos defectos de las mujeres y los animales co­ rrespondientes: la sucia proviene de la cerda; la astuta, de la zorra; la curiosa, de la perra; la torpe, que no sabe nada de nada y sólo come, de la tierra; la mudable y veleta, del mar inquieto; la perezosa, del asno; la rencorosa, de la comadreja; la que se pierde por los vestidos, de la yegua; y la fea, de la simia. Ésta es la peor de todas: fea, risible, cuello corto, movimientos torpes, escurrida de caderas, marchita; desgraciado el que se case con ella.’ En Focílides encontramos una clasificación parecida: mujer-perra; mujer-jabalina; mujer-yegua y mujer-abeja. Esta es la única que vale la pena porque es trabajadora, discreta y laboriosa. Para Eubulo y Aristofón el hombre que se casa por vez primera no tiene culpa dado que ignora la estafa de que está siendo víctima, pero el que reincide no tiene perdón de Dios. En la comedia ática, el matrimonio es frecuente obje­ to de solfa. El comediógrafo Alexis4 apunta: «Somos unos desgraciados que hemos vendido nuestra libertad y vivi­ mos como esclavos de nuestras mujeres en lugar de ser li­ bres. ¿Es que tenemos que aguantar eso sin compensa­ ción alguna? Excepto la dote, que es amarga y llena de femenina hiel, comparada con la cual la hiel del hombre es miel. Porque los hombres, cuando las mujeres los ofenden, las perdonan, pero ellas cuando se equivocan nos lo reprochan también. Hacen cosas que no deberían y las que deberían hacer no las hacen, perjuran, y cuando no sufren mal alguno se quejan de que están siempre pa­ deciendo.» • 142


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Menandro, por su parte, añade: «Si eres sensato no te cases y vive tu vida. Yo estoy casado y te lo aviso: no te cases. ¿El asunto está decidido? ¿La suerte está echada? Adelante y que el cielo te ayude porque estás embarcan­ do para un mar de líos, no el Mediterráneo, ni el Egeo o el siciliano donde tres naves de cada treinta se salvan del naufragio: de los casados no se salva ni uno.»5 Un conocido pasaje del Miles gloriosus de Plauto, una obra directamente influida por el griego, remacha la mis­ ma opinión: Periplectómeno: —Gracias a Dios dispongo de medios para hacer agradable tu estancia en mi casa: come, bebe, haz lo que te parezca a mi lado y pásatelo bien. Ésta es la casa de la libertad y yo tengo, también, mí propia libertad. Me gusta vi­ vir mi propia vida. Porque (gracias a Dios puedo decirlo) soy rico y podría haberme casado con una mujer de posición y for­ tuna pero no tengo el menor deseo de aguantar en mi casa a una mujer que pase el día quejándose. Palestrión: —¿Por qué no, señor? Hacer hijos es un deber gustoso. Periplectómeno: —Te juro que las delicias de la libertad son más gustosas. Palestrión: —-Eres hombre que puede aconsejar sabiamen­ te a otro tanto como a sí mismo, Periplectómeno: —Sí, señor, es muy agradable casarse con una buena esposa (si existe algún lugar en el mundo donde se pueda encontrar una), pero no voy a meter en casa una que nunca me diga: «Maridito mío, cómprame lana para tejerte un abrigo suave y cálido, y unas cuantas túnicas espesas para que no pases frío en invierno.» De una esposa nunca oirás nada se­ mejante, sino que antes de que amanezca te despierta con «Marido mío, dame dinero para pagarle a la hechicera en el festival de Minerva, y al intérprete de sueños y a la vidente y ai adivino. Sería vergonzoso que no le enviara algo a la mujer que te predice el futuro por las cejas. Y luego está la modista: sería un cargo de conciencia no darle algo. Ah, y la mandadera lleva ya algún tiempo seriecita porque no le doy nada. Y la coma­ drona, también, que me protestó por lo poco que le envié.

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A m o r y sexo en la antigua Grecia ¿Qué? ¿No le vas a dar nada a la sanadora que te cuida ios es­ clavos nacidos bajo tu techo?» Esos desembolsas ruinosos de las mujeres, y muchos otros por el estilo, me mantienen remi­ so a tomar una esposa que me atormente con esa clase de cha­ chara.

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Lamentablemente, la opinión del personaje de Plauto no era la única. También está Estobeo para el que «una esposa es un peso muerto en la vida de un hombre» (Sermones, 68, 33). El absurdo prejuicio antimatrimonial (y antifeminis­ ta) contaminó también la literatura latina, tributaria en tantas cosas de la griega. «Sí pudiésemos vivir sin esposa prescindiríamos de esa fuente de desdichas —señala en 131 a. C. el censor Metelo Macedónico—, ya que la na­ turaleza ha impuesto el no poder vivir con ellas sin expe­ rimentar profundo malestar pero tampoco poder pres­ cindir de ellas, más vale que consideremos la salud y el futuro más que el placer.» Parece que Cicerón, tan sabio en otras cosas, profesa­ ba el mismo descarrío: «Contestó a Hirtio que no lo haría su cuñado desposando a su hermana porque es imposible atender a una esposa y a la filosofía al mismo tiempo.» Dijo más: «¿Puede considerarse libre el que está sujeto a una mujer, al que una mujer ordena y manda, el que tie­ ne que hacer o dejar de hacer lo que ella quiere?» (Cicerón, Paradoja). Es curioso que casi todos los autores incidan en una serie de presuntos defectos de la mujer: absorbente, volu­ ble, superficial, liante, rencorosa, parlanchína, manirrota, pero ninguno menciona lo que seguramente constituía el más poderoso motivo: el miedo al éros femenino. En efecto, el griego estaba convencido de que la mujer era una irresponsable incapaz de dominar su libido, lo que ponía en constante peligro no sólo el honor del marido sino la estabilidad de la familia. Ésta era la razón por la

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que procuraba tenerla con la pata quebrada y en casa si tenía medios para ello. «El matrimonio (...) iba contra la promiscuidad femenina y contra el peligro representado para los hombres, según la concepción en boga, por la inestabilidad emocional de las mujeres, su carácter erráti­ co e irracional.»1' Tuvo que pasar mucho tiempo antes de que la mujer comenzara a equipararse al hombre. Los es­ toicos ya le concedían los mismos valores y, consecuente­ mente, detendían el matrimonio. No obstante los cínicos pensaban de manera distinta: para ellos el amor era una invención, un juego al que se entrega la gente ociosa. Los epicúreos, por su parte, preferían el cariño al amor. De hecho el propio Epicuro admitia cortesanas heteras en su escuela y probablemente copulaba con ellas, al menos con la llamada Leontion. No obstante, Epicuro no desa­ consejaba a los sabios el matrimonio y la cría de hijos. Los que se entregan a una sola mujer son unos desgracia­ dos, son miseri, como los llama Lucrecio el epicúreo. El lector se estará preguntando ¿no existia entonces el amor conyugal entre los griegos? Probablemente sí, pero más philia, más cariño y camaradería que éros, deseo libi­ dinoso. Los griegos no se casaban por amor, sino por apa­ ño. Y la vida enseña que muchas veces los matrimonios apañados echan raíces y dan espléndida floración de res­ peto y cariño mientras que las parejas que comienzan su andadura con amores apasionados acaban como el rosario de la aurora en cuanto se les marchita la flor del primer ardimiento. La literatura griega ha legado a la universal el ejemplo más conmovedor de amor conyugal, el de Penélope, la fidelísima esposa que aguardaba el regreso de Ulises asediada por los pretendientes, la que destejía de noche el vestido que tejía de dia para aplazar el momento de tomar nuevo marido en la esperanza de que el antiguo, que todos menos ella daban por muerto, retornara. Homero trae más casos de esposa amante o de esposo que

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adora a su mujer. Sin salir de la Odisea, Néstor suplica a Atenea que proteja a la mujer: «Mas tú, oh reina, sénos propicia y danos gloria ilustre a mí y a mis hijos, y a mi ve­ nerable consorte» (Odisea, 111, 395). En la Ilíada (VI, 392), la gentil Andrómaca prorrumpe en bellas lamenta­ ciones cuando vé a su amadísimo Héctor en peligro de muerte: «Héctor, ahora tú eres mi padre, mi venerable madre y mi hermano; tú, mi floreciente esposo.»

Evolución del m atrim onio La prolongada historia de los griegos dio sobrado es­ pacio para que el concepto de matrimonio se modificara sustancialmente y generara fórmulas diversas no siempre concordantes. En general, podemos decir que el hombre se casaba en torno a los treinta con una adolescente que fuera virgen y hacendosa. Hesíodo [Trabajos y dias, 519 y ss.) alaba a la doncella «todavía en casa, al lado de su que­ rida madre e inexperta en las labores de la áurea Afrodita». En los tiempos homéricos, el ciudadano toma­ ba esposa principal y tantas concubinas como se pudiera permitir. Las concubinas carecían de derechos matrimo­ niales, pero la esposa, aunque igualmente sometida al marido, era la madre del heredero legítimo y la adminis­ tradora de la casa, lo que la dotaba de autoridad conside­ rable. Una concubina podía tomarse a la ligera, pero la esposa principal era tema de reflexión. Antes de decidir­ se, el pretendiente escogía cuidadosamente dado que «el que es listo lo prueba todo y se queda con lo mejor», por­ que «una buena esposa es una preciosa posesión, pero si te sale mala es el peor tormento, como si fuera un parási­ to en la casa, capaz de acabar incluso con los recursos de un marido rico y depararle menesterosa vejez». Por tanto el prudente no se dejará seducir por las simples aparien• 146


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cías y tendrá en cuenta que «las muchachas saben vender su mercancía meneando sus prendas ocultas con sabios movimientos». Quizá la muchacha escogida fuera inexperta en la cama, pero en todo lo demás el griego esperaba que fuese perita. Oigamos los deberes de la perfecta casada expues­ tos por íscómaco (Jenofonte, Económico, VII, 10): El ama de casa debe ser casta y prudente, tiene que saber tejer, tener experiencia en la preparación de la lana y dar a cada criada la tarea que le convenga. Debe mantener y usar in­ teligentemente el dinero y las propiedades adquiridas con el trabajo del marido. Su principal misión es alimentar y criar a los hijos, como la reina de las abejas no sólo tiene que distri­ buir entre los esclavos, tanto varones como hembras, los traba­ jos apropiados, sino atender a su salud y bienestar. Tiene que enseñar a los miembros de la familia todo lo que deben apren­ der y gobernarlos con severidad y buen juicio.

El matrimonio era un contrato privado entre dos hombres, el que se casa y el que cede a la novia (padre, tutor o hermano de la chica). En virtud del acuerdo, la mujer pasaba de la autoridad paterna a la del marido. En tiempos de Homero parece que el novio compraba a la novia. Más adelante era la novia la que aportaba una dote. Si el marido la repudiaba, tenía que devolver la dote, por eso a veces se hacía una especie de hipoteca so­ bre ella, para que el marido no pudiera enajenarla. Las hijas de familia pobre pero honrada a veces recibían la dote de familias ricas o incluso del Estado, si la familia se lo merecía. En cualquier caso había más trasiego econó­ mico que amor y muy a menudo los contrayentes ni si­ quiera se conocían o si se conocían no se habían tratado jamás. Una novia se lamenta en Sófocles7: «Pero ahora nada soy lejos [de mi patria]. Mas así vi muchas veces la condición de las mujeres: que nada somos. De pequeñas vivimos en casa del padre, creo, la más dulce existencia

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de las gentes, porque con placer cría siempre a los niños la inconsciencia. Pero cuando a la juventud llegamos sen­ satas, somos arrancadas fuera y vendidas, lejos de los dio­ ses patrios y de los progenitores, unas junto a maridos fo- * rasteros, otras junto a extranjeros, otras a tristes moradas, otras a unas afrentosas. Y encima de esto, cuando una no­ che nos une al yugo marital, es preciso hacer alabanzas y pensar que está bien.»8 En los siglos V y IV a. C, era normal que los atenienses acomodados mantuvieran una concubina [palhxké). Una segunda esposa que diera hijos legítim os era incluso aconsejable después del brusco descenso de población que acarreó la guerra del Peloponeso. También, según al­ gunos autores, como un medio de que la primera mujer resultase más llevadera: «Cuando la mujer legítima es in­ soportable, más vale tomar por compañera a una Habrótonon de Tracia o a una Baquis de Mileto com­ prándolas y derramando nueces sobre sus cabezas» (Plutarco, Eróticos, 753 d). Hubo también un ensayo de matrimonio temporal, como periodo de prueba, el colmo de la modernidad. Diógenes Laercio (VI, 93) cuenta el caso de un tal Crates el Cínico que «accedió a que su hija se casara durante treinta días, como prueba». La intere­ sante institución no echó raíces. Tradicionalmente la concubina había estado confinada al gineceo en las mismas condiciones que la esposa legíti­ ma. En el siglo V muchos atenienses sustituyeron a la concubina por una hetera, es decir una mujer libre aun­ que tuviera estatus social de prostituta. La influyente Aspasia de Pericles era una de estas heteras que asistía a banquetes y conversaba de temas filosóficos con los com­ pañeros de su «marido». Durante las devastadoras guerras del Peloponeso, a las que se agregó la peste de 430-429 a. C., las costumbres evolucionaron. Como suele ocurrir en épocas de gran

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mortandad, la moral se relaja y parece que las mujeres se esfuerzan en quedarse preñadas para compensar el brus­ co descenso de población. «Al ver los cambios repentinos [ricos que morían y pobres que los heredaban] los ciuda­ danos se entregaron con más libertad a placeres que antes los avergonzaban. Buscaban goces inmediatos y volup­ tuosidad, convencidos de lo efímero de la vida y de las ri­ quezas» (Tucídides, Guerra del Peloponeso, II, 53).

V am os d e b o d a Para los griegos, ya lo hemos dicho, un matrimonio era un negocio, asunto de cálculo más que de sentimiento. Existían casamenteros de oficio, los promnestrides, cuyo corretaje consistía en convencer a cada familia de las grandes virtudes y ventajas del pretendiente de la otra parte, ocultando o minimizando defectos. Las circuns­ tancias que más se consideraban eran la posición social y la edad de los posibles contrayentes. Los griegos eran muy partidarios de que cada persona se casara con un miembro de su propia clase, porque la experiencia les había enseñado que las bodas entre perso­ nas desiguales traen problemas. Incluso cuando se trataba de una rica heredera, el padre o tutor procuraba casarla con un pariente, primo o tío de la muchacha, para que el patrimonio se mantuviera dentro del clan. Plauto, en su celebrada comedia La olla (A ululaña, II, 2), nos transmite los temores del avaro Euclión que vive pobremente y vacila en dar a su hija en matrimonio a un vecino de nivel superior. En realidad, Euclión posee un tesoro oculto y, sospecha, el otro pide la mano de su hija porque ha descubierto su secreto. Euclión recela del ma­ trimonio desigual porque «los de mi clase se mofarían de mí y, si la cosa saliera mal, ninguna de las dos partes me 149 •


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daría cobijo; los asnos me morderían y los bueyes me atropellarían. Es una locura que un asno pretenda inte­ grarse en el rebaño de los bueyes». Existía el braguetazo con todos sus peligros. Plutarco abomina de los matrimonios de conveniencia que hacen al marido esclavo de la dote de una esposa. Preferible se­ ría ir cargado de cadenas, dice. N o eran los griegos partidarios de casar personas de la misma o parecida edad. Preferían que el marido fuera por lo menos diez años mayor que su esposa. Como dice Eurípides: «Es gran error unir a dos personas de la misma edad, porque la fuerza del hombre dura mucho más, mientras que la belleza corporal de la mujer se desvanece más rápidamente.»9 Era consecuencia lógica del abruma­ dor trabajo del hogar y de los continuos partos. Hoy la si­ tuación es más bien la inversa: la mujer, más fuerte que el hombre, sufre menos desgaste y envejece más lentamen­ te, lo que explica que el número de viudas supere am­ pliamente al de viudos. Ya tenemos a las familias de acuerdo. Ahora vienen los desposorios, consistentes en fijar la cantidad de la dote, una suma de dinero y el ajuar, ropa, utensilios y muebles. Solón dispuso que la dote no incluyera dinero porque re­ bajaba la dignidad del matrimonio, cuya finalidad era traer hijos al mundo y unir a la pareja. Las bodas solían celebrarse en invierno, posiblemente debido a un arraigado prejuicio contra la estación caluro­ sa, en la cual se suponía que el hombre era sexualmente menos activo. En algunos lugares, antes de la boda, la familia del no­ vio se cercioraba de que la novia fuera virgen sometiéndo­ la a la inspección de una partera de confianza. También había otros procedimientos menos empíricos. En Éfeso existía una cueva donde, según la tradición, el dios Pan había consagrado a la doncella Artemis. Cuando una vir­ • 150


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gen se encerraba en la cueva la víspera de la boda, sonaba una flauta que pendía del techo, presuntamente la que perteneció a Pan, y la puerta se abría. Pero sí la joven ha­ bía extraviado el virgo, la flauta permanecía muda y la puerta no se abría. Sólo se percibía un lamento desgarra­ dor y la chica desaparecía. Eso creía la gente, al menos. Nos parece estar viendo la sonrisa suficiente de algún lec­ tor. Advierta vuesa merced que también muchos de noso­ tros aceptamos sin cuestionar mitos religiosos no menos absurdos. Las irracionalidades inculcadas en la infancia, antes de la edad de la razón, raramente se cuestionan. Cada ciudad tenía sus costumbres nupciales, pero la más generalizada consistía en celebrar la fiesta de com­ promiso reuniendo a las amistades en un banquete en casa del los padres de la novia. El padre de la chica sacaba para la ocasión la copa más rica de su ajuar, de oro en las casas más pudientes, y bebía vino con su yerno. Después, se ofrecían sacrificios a los dioses protectores del matri­ monio, especialmente a Hera y Zeus, la pareja olímpica, y a Atena, la del olivo y la concordia, sin olvidar a la diosa del amor, Afrodita. Los vestidos infantiles y los juguetes de la novia se ofrecían a Artemis. Un emotivo epigrama enumera las ofrendas de una joven llamada Tímareta: «Al casarse te consagra, Artemis Limnatis, sus tamborciílos, la pelota que tanto quería, la redecilla con la que sujeta­ ba sus cabellos y sus muñecas. Como le corresponde a ella, que es virgen, a ti, diosa de la virginidad, junto con sus ropas.» A veces la novia ofrecía también su cabello, que hasta entonces había dejado crecer en gran melena. El corte de la cabellera femenina como símbolo de la pérdida de la virginidad se ha mantenido consistentemente hasta nues­ tros días en las sociedades mediterráneas. También en la española, donde la virgen era antiguamente «doncella en cabello». 151 •


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En Beoda la ceremonia nupcial se completaba en el templo de Eros, ante la famosa estatua del dios tallada por Praxíteles. Allí la novia ofrendaba a Hera el velo nupcial. El primer rito de la boda propiamente dicha consistía' en el baño de la novia con agua traída por un doncel de la fuente o del río del lugar. Siempre había una fuente cu­ yas aguas se suponían las más idóneas para este menester. En Atenas preferían la fuente Calírroe. Allá acudían las novias, escoltadas por músicas y antorchas, con una vasija llamada loutrophoros. El baño equivalía a un ofrecimiento de la virginidad a los dioses, por eso las novias que se ca­ saban en la Troade, al bañarse en el Escamandro recita­ ban: «Toma, Escamandro, mi virginidad.» Circulaba la historia de un truhán que se hizo pasar por la divinidad fluvial del Escamandro y una doncella poco avisada que­ dó tan persuadida del milagro que no tuvo inconveniente en entregarse a él. Unos días después, cuando iba en la procesión nupcial camino del templo de Afrodita, distin­ guió a su Escamandro entre la multitud de curiosos que se agolpaba a los lados de la calle y señalándolo exclamó: «Ahí esta Escamandro al que le di mi virginidad.» Naturalmente, el baño ritual también cumplía una función higiénica, tan conveniente antes del maratón se­ xual de la noche de los secretos, especialmente para las recién casadas que no dispusieran de medios adecuados en casa. Por eso en La paz de Aristófanes un criado apun­ ta: «La chica se ha bañado, bello y suave está su trasero.» La ceremonia se celebraba en el domicilio del padre o tutor de la novia. La casa se adornaba para la ocasión con flores y con guirnaldas de laurel y olivo. Los contrayentes, sus familias y los invitados asistían al sacrificio propicia­ torio y después se acomodaban para el banquete. En la mesa presidencial estaban la novia, con vestido de vivos colores, la cabeza cubierta por un velo, adornada como una verbena y rodeada de amigas y de alguna pariente de • 152


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respeto encargada de irla iniciando en los misterios de la vida. No lejos, el novio vestido de blanco. A veces los contrayentes ceñían sus frentes con bandas de colores. El banquete nupcial era la única ocasión en que las mujeres banqueteaban con los hombres, aunque en me­ sas separadas. Durante la comida aparecía un hermoso mancebo adornado con hojas de roble y ofrecía a los invi­ tados un plato con galletas al tiempo que recitaba: «He evitado lo malo y encontrado lo bueno.» La parte más sa­ cramental de la ceremonia era cuando los novios compar­ tían una torta espolvoreada de sésamo. Después del banquete, los jolgorios duraban hasta el atardecer. Muriendo el día se organizaba una procesión nupcial, con antorchas encendidas por las respectivas sue­ gras, para acompañar a los esposos a su nueva casa. Era costumbre que la pareja hiciera el camino en un carro tira­ do por muías o bueyes en el que también subía el padrino (que era el mejor amigo del novio). La recién casada debe­ ría llevar un asador en una mano y un cedazo en la otra, delicada evocación de los entretenimientos que iban a sus­ tituir a los juguetes quemados la víspera. Los invitados, ya achispados por las frecuentes libaciones, iban entonando un himeneo o canción nupcial, con acompañamiento de flauta y lira, o cítara y oboe (Hymén, el dios griego de los matrimonios, ha dado nombre entre nosotros a la mem­ brana virginal de la mujer). En algunas regiones era cos­ tumbre quemar a continuación el eje del carro para que la novia nunca deseara regresar por donde había venido a casa del esposo. Eso es lo que se llama quemar las naves. La gente salía a la calle a ver pasar la procesión nup­ cial y daba vivas a los novios e incluso se unía a los cantos de los acompañantes. Por lo general, los cantos de boda alababan a los novios o cantaban la virginidad de la novia. También los había relativos al baño ritual, salpimentados con supuestas confidencias de la novia deseosa de experi­

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mentar el amor. Cuando se terminaba el repertorio, si el camino era largo, no era raro que salieran a relucir anti­ guos cantos de desafío entonados alternativamente por hombres y mujeres, en los que se dilucidaba si eran 'más afortunadas las doncellas o las casadas. Los recién casados penetraban en la casa que sería su hogar, él coronado de arrayán y ella con una antorcha en la mano. D e esta guisa llegaban al lar que los esperaba en­ cendido con el fuego sagrado. Allá derramaban sobre la cabeza de los novios nueces e higos secos y les daban a comer un pastel nupcial aromatizado con sésamo y miel. Otra costumbre era entregarles una moneda y un dátil. Cumplidas estas ceremonias, los invitados dejaban a los novios por fin solos en la alcoba nupcial hasta el día siguiente. El tálamo era la parte más sagrada de la vivien­ da. Era costumbre antigua que el marido adornara pre­ viamente la alcoba procurando que en su mobiliario y decoración se manifestara su poder económico o su in­ dustria, caso de que él mismo la hubiera construido. La noche de bodas (que, por cierto, los griegos denominaban «noche de los secretos») requería el cumplimiento de lo que Juan Ramón Jiménez denomina, con poética impre­ cisión, el misterio fecundo. Los invitados, que discreta­ mente quedaban en la pieza contigua, acompañaban la dulce batalla en campos de pluma que se reñía dentro con el cántico de epitalamios. Como es natural la situa­ ción daba cumplido espacio para que los amigotes del novio y los gamberros y bromistas en general intentaran lucirse con sus bromas pesadas. «Esto originó la costum­ bre del "portero" (thyrorós). Un forzudo amigo del novio que se apostaba cerca de la cámara nupcial para ahuyen­ tar a los graciosos. Safo se burla de uno de estos porte­ ros10 diciendo que tiene enormes pies y que “es feo de grande”, lo que prueba que para este cometido se buscase a verdaderos hombrones.»11 • 154


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Asevera el comentador de Teócrito que «el epitalamio se canta para ahogar los gritos de la joven novia ante la violencia que le hace su esposo». Es que en los recios tiempos antiguos la joven que había pasado en unos días de las muñecas al tálamo era desflorada precoz y brutal­ mente. Luego las costumbres evolucionaron y el trance se hizo menos penoso pero, en cualquier caso, la viola­ ción casi ritualizada de la noche de bodas parece que continuó siendo bastante frecuente en el mundo clásico. También en Roma tenemos noticia de que la recién casa­ da quedaba «ofendida contra su marido». Algunos más considerados aplazaban la desfloración para más adelante y en las primeras sesiones íntimas se contentaban con pe­ netrar analmente a la esposa. Es decir, el griego. En Esparta la costumbre era fingir el rapto (harpagé) y consiguiente violación de la novia. Como dice Plutarco {Licurgo, 15): Cada hombre se llevó a una mujer, ninguna de ellas dema­ siado joven para el matrimonio, sino crecidas y en edad de ca­ sarse. La madrina recibía a la novia, le afeitaba la cabeza y la vestía y calzaba como un hombre, se acostaba a su lado en un lecho de paja y la dejaba sola en la oscuridad. Entonces el no­ vio se colaba en la habitación procurando ir sobrio y no borra­ cho ni debilitado por la juerga y después de haber comido como de costumbre con sus camaradas. Entonces desabrocha­ ba el cinturón a la novia y la ponía en la cama. Después de pa­ sar un breve rato con ella, salía evitando hacer ruido y se iba a dormir al sitio habitual, con sus camaradas. Luego repetía la operación una y otra vez, pasaba el día con los camaradas, dor­ mía con ellos de noche y visitaba a su novia solamente en se­ creto y sin ser notado, como si se avergonzara y temiera que alguien en la casa de ella pudiera sorprenderlo.

Otra legendaria y bizarra costumbre nupcial espartana es la que Ateneo de Naucratis cuenta en el libro XIII de su Banquete de los sabios: «En Esparta era costumbre ence­ 155 •


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rrar a las chicas casaderas en una habitación oscura en la que también se metía a los muchachos en edad de casarse y cada uno de ellos sacaba, sin dote, a la que cogiera.» Regresemos a Atenas. A la mañana siguiente de la boda, a una hora prudencial, ya con el sol en lo alto, una serenata despertaba a los novios y la familia irrumpía al­ borozada en la alcoba nupcial portando regalos para la pareja. Por la tarde se celebraba otro banquete multitudi­ nario con gran cantidad de invitados, al que ya no asistían mujeres, ni siquiera la novia, aunque se suponía que era ella la que preparaba los platos en la cocina, una demos­ tración de sus habilidades culinarias. El comienzo del matrimonio, violación nocturna y gran sesión de cocina matinal, no parece, desde nuestra perspectiva actual, muy halagüeño para la recién casada. El resto de la vida matrimonial ya se explicó páginas atrás: las señoras encerradas en el gineceo, y entregadas a la administración de la casa, al margen de toda vida so­ cial; las pobres sirviendo al marido y a los hijos. Con todo, la griega que no se casaba, la ágamos, se considera­ ba una fracasada falta de la protección de un hombre (esta protección a la mujer y a los hijos, «los seres queri­ dos», hoi philoi, era el primer deber de un padre de fami­ lia). Por otra parte, en la práctica, las casadas pudientes no estaban tan encerradas como exigía la costumbre por­ que las numerosas fiestas religiosas (conmemoraciones, bodas, funerales, etc.) les suministraban convenientes pretextos para escapar del encierro y reunirse con amigas y conocidas, e incluso, como se verá, con amantes. También hemos de considerar que la autoridad del mari­ do era a menudo más teórica que efectiva, dependiendo de cada pareja y sus circunstancias. Un tema repetido por comediógrafos y poetas es, por ejemplo, la tiranía de las mujeres ricas sobre sus maridos. El poeta Teognis, muy conservador, arremete contra los nobles empobrecidos * 156


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que se casan con mujeres ricas (también contra los viejos que toman esposas jóvenes que los engañan). La única reivindicación feminista que emprendieron las griegas pertenece a la ficción del teatro y, aunque fue­ ra muy celebrada por lo que tenía de absurdo, nunca de­ rivó en planteamientos formales. Aristófanes, un hombre muy influido por su madre, imaginó una asamblea de las mujeres que se rebelaba contra la tiranía de los hombres y exigía la constitución de una comunidad de bienes y de sexos. En esa república ideal, cada mujer se acostaría con los hombres que le apetecieran, lo que conduce a situa­ ciones hilarantes: un muchacho que está a punto de en­ camarse con su enamorada tiene, según la ley, que satisfa­ cer primero a tres repugnantes viejas salidas.

L os hijos Después de las bodas solían venir las preñeces y, a su debido término, los partos. Las griegas parían en su casa con la ayuda de una partera o un partero (como las espa­ ñolas hasta hace unos pocos lustros). Cuando la embara­ zada iba saliendo de cuentas se proveía de un amuleto que contuviera un trozo de raíz de ciclamen, que se su­ ponía aceleraba el parto y acortaba la horita (pero si una embarazada pisaba el ciclamen le provocaba un aborto). Cuando comenzaban las contracciones, los familiares lle­ vaban al paritorio un gallo para que favoreciera el alum­ bramiento. Por el contrario, la presencia de un cuervo ha­ cía el parto más laborioso y no digamos si una mujer embarazada comía huevos de cuervo, entonces el aborto era seguro. Por cierto, algunos griegos supersticiosos y crédulos estaban convencidos de que los cuervos son ca­ paces de copular con las mujeres, usando ese pico gordo y aparente que tienen.


A m o r y sexo en la antigua G recia

Si el recién nacido era niño, se colgaba en la puerta de la casa una rama de olivo; si niña, una cinta de lana. Así se evitaba ese engorro de que las visitas dieran patinazo como pasa entre nosotros cuando llegan diciendo: [Qué guapo es!, y la abuela, con mirada reprobadora, corrige: [Guapa, guapa, que es una niña! En algunos lugares se practicaba la curiosa costumbre de la covada. «Si una mujer ha parido un niño, en la isla de Córcega, no se le presta la menor atención cuando está en la cama de parida. Es el hombre el que yace como si estuviera parido y así durante un determinado número de días» (Diodoro Sículo, IV, 14). Además, la parturienta tenía que prepararle la comida y cuidarlo. Lo mismo re­ fiere Estrabón de algunos pueblos: celtas, trados, escitas e iberos. Unos días después del nacimiento, la familia celebraba el advenimiento del nuevo miembro con las Anfidromías, fiesta en la que, como su propio nombre indica, la princi­ pal ceremonia consistía en recorrer el fuego doméstico llevando el bebé en brazos y mostrándolo a los invitados. Más adelante se celebraba un banquete formal, con sacri­ ficio, y se imponía nombre al recién nacido, casi siempre el del abuelo paterno. Por lo general, los nombres eran agradables: Teodoro, «regalo de los dioses», cosas así. Con esto, el hijo quedaba admitido en la familia con todos sus derechos y para siempre... A no ser que se desmandara, en cuyo caso el padre podía repudiarlo y desheredarlo. Caso muy distinto era el de los recién nacidos no desea­ dos. Entonces los padres se deshacían del bebé por diver­ sos procedimientos. Podían ahogarlo al nacer (dado que el infanticidio no estaba penado) o, si no se atrevían a matarlo por temor a los dioses, podían abandonarlo en un lugar concurrido, dentro de un barreño de barro (para resguardarlo de ratas y perros vagabundos) con la espe­ ranza de que fuera recogido por algún alma caritativa o

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interesada (con vistas a la futura explotación del expósi­ to). También había padres que cuidaban a sus hijos mien­ tras eran lactantes, para venderlos después a parejas sin hijos. El trámite de adopción era ejemplarmente rápido, sin papeleos ni intervención de asistentes sociales, propio de una sociedad no tan evolucionada como la nuestra. En Esparta, la ley de Licurgo permitía abandonar a los hijos débiles o contrahechos en una garganta del monte Taigeto. A los expósitos se les solía dejar algún colgante u obje­ to similar por si algún día fuera posible reconocerlo. Esta costumbre suministró abundante material a la literatura: en el teatro y luego en la novela abundan hijos perdidos y luego hallados gracias a una marca o a un talismán. Durante su lactancia y primera infancia, el pequeñuelo vivía en el gineceo, con las mujeres de la casa. Después, cumplidos los seis años, los niños pasaban al mundo de los hombres y las niñas continuaban con la madre hasta que les llegaba el momento de casarse. Eso, claro está, en las familias de algunos posibles. Los pobres gastaban menos ceremonias y tanto niñas como niños se educaban en la calle, trabajando, en cuanto alcanzaban la edad para ello. Desde los doce años, el niño de familia acomodada iba a entrenarse a la palestra bajo la dirección de un entrena­ dor o paidotribes. La rutina del pequeño atleta incluía la­ vado previo, aceitado del cuerpo desnudo y emborrizamiento del mismo espolvoreando arena. Después venía el entrenamiento propiamente dicho, que solía incluir las especialidades del péntathlon: lucha, carrera, salto de lon­ gitud, disco y jabalina. Al término de los ejercicios, los deportistas se quitaban la costra aceitosa de polvo y su­ dor que los cubría con ayuda de una rascadera de hueso, la xyxtra, y volvían a lavarse. Además de los ejercicios físicos, la educación de los pudientes comprendía diversas disciplinas de letras y 159*


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música, impartidas primero por alguna nodriza, poste­ riormente por un pedagogo y por un citarista.

El s ig lo d e l c u e r n o El griego, incluso el de costumbres más morigeradas, no concebía que un hombre pudiera acostarse con la mis­ ma mujer, la esposa, de por vida. El griego casado no es­ taba obligado por ley o por costumbre a ser fiel a su espo­ sa. Solamente la esposa tenía el sagrado deber de mantenerse fiel al marido. Andando el tiempo los filóso­ fos se opondrían a esta moral sexista y a través de ellos la sociedad iría aceptando que también el esposo debe mantenerse fiel. Platón, en su República (VII, 16, 1335), propone que el esposo infiel pierda sus derechos civiles. Y Plauto, en su comedia Mercator (IV, 6), dice: «Si una buena esposa se contenta con su marido, ¿por qué debe­ ría un marido no contentarse sólo con una esposa?» Un griego, independientemente de su estado civil, era libre de mantener relaciones íntimas con concubinas, he­ teras, prostitutas o mancébicos púberes. Sólo debía an­ darse con tiento a la hora de abordar a una desconocida porque el concepto jurídico de adulterio era muy amplio: no era sólo seducir a una casada sino a cualquier mujer dependiente de la potestad de un hombre, fuera marido, hermano o padre (un kyrios). Algunos forasteros incautos que habían seducido a mujeres aparentemente libres se veían de pronto implicados en un chantaje bajo amenaza de proceso por adulterio. Para escapar a estos peligros, muchos aficionados preferían recurrir a prostitutas o he­ teras antes que arriesgarse a vulnerar la ley. Los misóginos griegos, que eran legión como vimos pá­ ginas atrás, estaban convencidos de que la mujer propen­ de a la infidelidad porque carece de la fuerza de voluntad * 160


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necesaria para dominar su libido. Quizá el prejuicio se ba­ saba en la amarga experiencia de muchos maridos cuyas esposas, aunque encerradas en el gineceo, se las habían in­ geniado para vulnerar el voto conyugal, a veces incluso con los esclavos de la casa. El del ama liada con el esclavo era un lugar común frecuentadísimo de la comedia y del cuento erótico. Como dice un personaje de Aristófanes: «Nos dejamos hacer polvo por los esclavos y muleros cuando no tenemos a otro (...) cuando más puteamos con alguno toda la noche a la mañana mascamos ajos para que cuando nos huela el marido, al volver de su puesto en la muralla, no sospeche que hem os hecho nada malo» (Tesmoforíantes).u Esopo, protagonista de muchos chistes griegos, es sorprendido masturbándose por la mujer del fi­ lósofo Janto, su amo, «y viendo ella la longitud y el calibre de su miembro, quedó seducida y olvidándose de su feal­ dad, cayó herida de amor. Y hablándole en privado le dice (...): “Si me lo haces diez veces te regalaré un manto.” Esopo dijo: "Júramelo" y ella, como estaba cachonda, se lo juró. Esopo (...) cumplió su deseo hasta nueve veces y en­ tonces dijo: “Señora, no puedo hacerlo otra vez.” Pero ella le dijo: "Si no cumples las diez, no te doy nada." Esforzándose mucho Esopo pudo hacérselo en el muslo una décima vez.» Después, la insaciable mujer niega al pobre esclavo el fruto de su esfuerzo, y están discutiendo sobre ello cuando se presenta el amo. Entonces Esopo le da las pertinentes quejas con estas palabras: «Amo, el ama caminaba conmigo y vi un ciruelo cargado de fruto. Vio una rama ubérrima y me dijo: "Si con una sola piedra pue­ des tirar al suelo diez ciruelas te regalo un manto." Yo tiré con buena puntería y le derribé diez ciruelas pero una ca­ sualmente cayó en un estercolero y ahora se niega a dar­ me el manto.» Ella, al oírlo, le dice a su marido: «Confieso que recibí las nueve, pero no cuento la que cayó al ester­ colero. Que tíre de nuevo y me haga caer la décima cirue­ 16] *


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la y recibirá el manto.» Janto sentenció que se le diera a Esopo el manto y añadió: «Esopo, como estoy cansado, salgamos a pasear mientras preparan la cena y de paso me tiras al suelo unas ciruelas para que se las traigamos al ama.» Y ella dijo: «No le pidas, señor, que te las dé. Yo le entregaré el manto como has mandado.»13 Hay otro caso famoso, el de la adúltera que se encama con el mancebillo amante de su esposo, una venganza do­ blemente dulce. Al menos es lo que se deduce de la em ­ brollada historia de la muerte de Alejandro, tirano de Fera. Este gobernante, disgustado con su paidiká, lo hizo encarcelar y, como la esposa intercediera por el joven, mandó sin más que lo ejecutaran. Entonces ella asesinó al marido y tirano. N o hace falta ser muy mal pensado para suponer que la causa del primer encarcelamiento y de la posterior condena capital radicaría en que el jovencito se estaba entendiendo con la esposa de su amante. Éstos y otros casos parecen abonar la divulgada creen­ cia de que la infidelidad es una tendencia natural que a veces se observa en las mujeres confinadas por maridos celosos o por los usos sociales represivos de ciertas reli­ giones sexistas. Ya se sabe el atractivo que tiene lo prohi­ bido. El adulterio femenino parecía tan natural a los grie­ gos que incluso desarrolló un género literario propio, las canciones locrias de adulterio, que recreaban convencio­ nalmente la angustia de la esposa infiel temerosa del re­ greso del marido: «¿Qué te pasa? N o me traiciones, te su­ plico. [Levántate antes de que él venga! [No te causes un gran mal y a mí también, desgraciada! Ya es de día, ¿no ves la luz a través de la ventana?»14 La reclusión de la esposa en el gineceo y su exclusión de la vida social no es más que el reflejo de ese recelo del marido por la supuesta propensión al adulterio de la san­ ta esposa. El refuerzo literario de este arraigado prejuicio comienza ya en Homero. Recordemos que la guerra de • 162


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Troya, motivo central de la Ilíada, es consecuencia del adulterio de la bella Helena, esposa del rey Menelao, que se tuga con el apuesto Paris, hijo del rey troyano. Después de muchos años de guerra, el caudillo de los griegos confederados, Agamenón, regresa a palacio igno­ rante de que su mujer, Clitemestra, no le ha guardado ausencias y ha tenido un asunto con su pariente Kgisto. La adúltera asesina a Agamenón en el baño. Como con­ trapunto también convendría citar a las esposas abnega­ das y fidelísimas de Héctor y de Ulises. El castigo al adúltero varió mucho con el tiempo. Por supuesto, un marido burlado podía divorciarse de la in­ fiel. Otras causas de divorcio eran la incapacidad de tener hijos o, simplemente, incompatibilidad de caracteres. La mujer carecía de capacidad jurídica pero, en la época clá­ sica, las atenienses maltratadas por sus maridos podían solicitar del arconte la disolución del matrimonio. En los heroicos tiempos homéricos el marido burlado o el tutor de la doncella desvirgada podía matar al adúlte­ ro o exigirle una indemnización. En Atenas, incluso en la época clásica, algunos maridos burlados no vacilaban en aplicar esta bárbara ley. Eufileto, que había matado a Eratóstenes después de sorprenderlo en la cama con su mujer, refería de esta manera el lance: «Cuando reventé la puerta del dormitorio los primeros que entraron con­ migo vieron a un hombre en la cama con mi mujer; los que entraron después vieron un hombre desnudo de pie sobre la cama. Yo, señores, lo derribé, lo até de los dos brazos a la espalda y le pregunté por qué había mancilla­ do el honor de mi casa. Se reconoció culpable, pero me suplicó que no lo matara y que me contentara con una compensación económica, pero yo le repliqué: “No te mato yo, es la ley del Estado la que te ejecuta.”»15 Más adelante se suavizaron las costumbres y la ven­ ganza de sangre se sustituyó por la pérdida de los dere­ I (>3 •


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chos civiles y por la vergüenza y la humillación pública. En Gortina (Creta), una ley grabada en una inscripción del siglo v establece un castigo solamente pecuniario para el adúltero. En otros lugares el castigo era físico y consistía en insertarle un rábano en el ano para convertir­ lo en euryproktos, es decir, culiancho, el apelativo insul­ tante aplicado a los homosexuales pasivos. A veces la rabanización llevaba aparejada también la depilación de las partes, práctica propia de bardajes. El castigo de la adúltera no era menos severo. Antiguamente el marido la repudiaba y devolvía al padre o tutor del que la había recibido. Además, las adúlteras, o memoikheuménai, quedaban excluidas de las ceremonias y ritos sagrados. En algunos lugares incluso se exhibían a la curiosidad de los vecinos vestidas con un velo transpa­ rente, en una columna o picota del mercado y después les daban un paseo infamante sobre un asno. Como lee­ mos en Esquines: «La adúltera no podrá adornarse ni visi­ tar los templos públicos para que no corrompa a las vir­ tuosas; y si los visita o se adorna, el primero que se la encuentre podrá desgarrarle los vestidos, arrancarle los adornos y apalearla, pero no podrá matarla ni mutilarla (...). En cuanto al alcahuete, sea hombre o mujer, se le acusará, y si es condenado se castigará con la muerte.» En Esparta la situación era bastante distinta. Por una parte da la impresión de que los ciudadanos no se preo­ cupaban por asegurarse la paternidad de los hijos paridos por la esposa siempre que fueran sanos y fuertes para ha­ cer de ellos los guerreros que necesitaba la ciudad. Pero por otra parte alardeaban de tener las esposas más fieles de Grecia. Oigamos a Plutarco (Licurgo, 15): «Una vez le preguntaron a uno de los espartanos antiguos, Gerardas, cómo castigaban a los adúlteros en Esparta y respondió: “Aquí no hay adúlteros.” "Y si los hubiera", insistió el in­ terlocutor, “entonces el culpable tendría que donar un • 164


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toro tan largo que alargara la cabeza sobre el monte Taigeto para beber en el río Eurotas.” El otro, perplejo, preguntó: "¿Cómo podría encontrarse un toro asi?” Gerardas respondió riendo: “¿Y cómo podría encontrarse un adúltero en Esparta?”» Entre los griegos, como entre nosotros, el marido cor­ nudo era una figura patética más digna cié lástima que de desprecio. Incluso en los recios tiem pos de Homero, como nos muestra la primera comedia de enredo de la li­ teratura universal, presente en la Odisea (VIH, 273 y ss). Afrodita, la diosa del amor, y por ende la más hermosa y deseada del Olimpo y también, ¡ay!, la más casquivana, está casada con el dios Hefesto, el simpático herrero de los dioses, el único, por cierto, que trabaja en el club ce­ lestial. Hefesto es feo y cojo y seguramente un marido ocupado que regresa a casa cansado, tiznado y sudoroso después de una agotadora jornada de forja. Por el contra­ rio, hay otro dios, Ares, el dios de la guerra, que es un guerrero apuesto y fornido, el clásico militar cachas con el pelo al cepillo. A Afrodita, como a toda mujer de poco seso, le van los valentones y camorristas, así que pone los ojos en él y se lo lleva a la cama. Pero el Sol, que todo lo ilumina y todo lo ve, va con el cuento al marido burlado y le comunica lo que está ocurriendo. En su propio lugar de trabajo, en presencia de los oficiales y de los aprendi­ ces del taller. Es la escena que retrata Velázquez en su fa­ moso lienzo La fragua de Vulcano. El marido burlado idea una venganza adecuada: forja una red metálica in­ destructible pero tan sutil como la tela de una araña y la dispone sobre el lecho de los adúlteros. Luego avisa a su mujer de que tiene que ausentarse porque le ha salido un trabajo en Lernnos. Es la clásica situación del marido que sale de viaje y los adúlteros aprovechan para encamarse. Leamos a Homero: «Ares, cuando vio que Hefesto se ale­ jaba, fuese al palacio de este ínclito dios, ávido de amor, y

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dijo a Afrodita: “Ven al lecho, amada mía, y acostémo­ nos; que ya Hefesto no está entre nosotros, pues partió sin duda hacia Lemnos.” Asi dijo, y a ella le pareció grato acostarse. Metiéronse ambos en la cama y se extendieron a su alrededor los lazos artificiosos del prudente Hefaistos de tal suerte que no podían mover ni levantar ninguno de los miembros y entonces comprendieron que no había manera de escapar.» (Es decir, que quedaron atrapados en la postura de la cópula.] No tardó en pre­ sentárseles el ínclito cojo de ambos pies, que se había vuelto antes de llegar a la tierra de Lemnos porque el Sol estaba al acecho y fue a avisarlo. Encaminóse a su casa con el corazón triste, detúvose en el umbral y, poseído de feroz cólera, gritó de un modo tan horrible que le oyeron todos los dioses: «[Padre Zeus, bienaventurados y sempi­ ternos dioses! Venid a presenciar estas cosas ridiculas e intolerables: Afrodita, hija de Zeus, me infama de conti­ nuo a mí, que soy cojo, queriendo al pernicioso Ares por­ que es gallardo y tiene los pies sanos, mientras yo nací dé­ bil; mas de ello nadie tiene la culpa sino mis padres que no debieron haberme engendrado. Veréis cómo se han acostado en mi lecho y duermen amorosamente unidos, y yo me angustio de contemplarlo. Mas no espero que les dure el yacer de este modo ni siquiera breves instantes, aunque mucho se amen: pronto querrán entrambos no dormir, pero los engañosos lazos los sujetarán hasta que el padre me restituya íntegra la dote que le entregué por su hija desvergonzada. Que es hermosa, pero no sabe contentarse.» Llegan los dioses todos a presenciar el delito, pero las diosas «quedáronse, por pudor, cada una en su casa». Como en un corral de vecinos, «detuviéronse los dioses en el umbral, y una risa inextinguible se alzó (...) al ver el artificio del ingenioso Hefesto. Y uno de ellos dijo al que tenía más cerca: "No prosperan las malas acciones y el • 166


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más tardo alcanza al más ágil; como ahora Hefesto, que es cojo y lento, aprisionó con su artificio a Ares, el más veloz de los dioses que poseen el Olimpo, quien tendrá que pagarle la multa del adulterio.'1» Los comentarios de la divina asamblea son los propios de un casino. Por una parte, Apolo comenta con Hermes: «¿Qué te parece, querrías dormir con Afrodita aunque fuera atado de esa manera?», y el otro, prendado como todos de la diosa del amor, responde: «Envolviéranme tri­ ple número de lazos y vosotros los dioses y aun las diosas todas me estuvierais mirando, con tal de que yo durmiese con la áurea Afrodita.» Mientras tanto, el dios Posidón intenta convencer a Hefesto para que suelte a los amantes: «Desátalo que yo te prometo que pagará como le mandas lo que sea justo.» El marido ofendido replica que no piensa soltar al culpa­ ble porque cuando se vea libre no querrá pagar la deuda. Posidón insiste y se ofrece como fiador si el otro rehúsa. Finalmente Hefesto consiente en liberar a los adúlteros y ellos se van lejos, a ocultar su vergüenza, Ares a Tracia y Afrodita a Chipre. Otras veces el marido ofendido perdonaba a la esposa, considerada, al fin y al cabo, una perpetua menor de edad y, por lo tanto, irresponsable de sus actos. Menelao, recu­ perada la hermosa Helena tras la guerra de Troya, vuelve a vivir con ella en su palacio y pelillos a la mar. Helena, por su parte, se nos aparece como una lagarta que cuan­ do vio que el negocio de Troya se perdía solamente pensó en congraciarse con su marido y culpaba a Afrodita, la diosa del amor, de aquella locura que se había apoderado de ella cuando abandonó el domicilio conyugal para fu­ garse con el apuesto París: «Ya sentía en mí corazón el de­ seo de volver a mi casa y deploraba el error en el que me había puesto Afrodita cuando me condujo allá, lejos de mi patria, y hube de abandonar a mi hija, el tálamo y un 167 •


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marido que a nadie le cede en inteligencia ni en gallardía», asevera la muy ladina (Odisea, [V, 265-272). En realidad esto es lo que aparece en Homero, pero otros poetas posteriores no vieron la cosa tan tiara. Alguno del llamado «ciclo épico» imaginó que la primera intención de Menelao, el marido burlado, fue traspasar a la esposa infiel con la espada de aguda punta y a ello se disponía cuando ella le mostró «las frutas de su seno», es decir, las tetas. Y las tenía tan buenas que el calzonazos de Menelao se arrepintió al punto de su primer designio y amansado por la contemplación de tanta belleza abrazó a su mujer y se reconcilió con ella. Esta versión alcanzó notable éxito y fue luego muy repetida no sólo en litera­ tura sino en pintura, especialmente por los decoradores de vajillas. El griego, siempre rendido ante la belleza, le somete incluso la justicia. Quizá el lector haya pensado que ese gesto de mostrar el pecho que salvó a Helena de­ nota hasta qué punto era una lagarta. No, en realidad, como se ha dicho más arriba, mostrar los pechos y ara­ ñarlos era el gesto griego, u oriental, del luto y la desespe­ ración. Por eso las figurillas cretenses van vestidas con fal­ das acampanadas a volantes y llevan el busto desnudo. Generalmente se toman por sacerdotisas de la extraña re­ ligión cretense, pero pudieran ser también figuras sepul­ crales si aceptamos que los pretendidos palacios de Cnosos eran, en realidad, necrópolis de la aristocracia cretense. Aparte de los maridos burlados que reaccionan más o menos terriblemente contra los adúlteros, en Grecia exis­ tieron cabrones consentidos, en unos casos por vocación y en otros por negocio. Entre estos últimos tenemos noti­ cia de un tal Estéfano cuya especialidad consistía en des­ plumar a forasteros pardillos valiéndose de los encantos de su mujer y de los de su hija. La estafa consitía en sor­ prender in fragantí. al incauto encamado con la bella y

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El denostado matrimonio

exigirle una crecida compensación en dinero. A un tal Epaneto, al que cogió en la cama con su hija, le sacó la exorbitante cantidad de treinta minas. Entre los cornudos vocacionales resulta especialmente aleccionador el caso del rey lidio Candaule que cuenta bellamente en un fuego de campamento la inolvidable protagonista de la película El paciente inglés: Este Candaule estaba enamorado de su propia esposa [re­ paren en lo insólito del caso, parece indicarnos el historiador] y, como enamorado, pensaba poseer con mucho la mujer más hermosa del mundo. Candaule tenía un privado, Gige, al que solía alabar desmedidamente la belleza de su mujer. No mu­ cho tiempo después, Candaule, a quien había de sucederle una desgracia, dijo a Gige estas palabras: «Gige, me parece que no te convences cuando hablo de la belleza de mi mujer, por­ que los hombres dan menos crédito a los oídos que a los ojos. Así pues, haz por verla desnuda.» Gige, dando una gran voz, respondió: «Señor, ¿qué discurso tan poco cuerdo dices? ¿Me mandas que ponga los ojos en mi señora? Al despojarse una mujer de su vestido se despoja de su recato. Hace tiempo han hallado los hombres las normas cabales que debemos aprender y entre ellas se encuentra ésta: mirar cada uno lo suyo. Yo es­ toy convencido de que ella es la más hermosa de todas las mu­ jeres y te pido que no me pidas cosa fuera de la ley.» Con tales términos resistía Gige, temeroso de que le sobre­ viniera algún mal, pero Candaule le replicó así: «Ten buen áni­ mo, Gige, y no me temas a mi pensando que te digo esas pala­ bras para probarte, ni a mi mujer, pensando que pueda venirte de ella daño alguno, porque, para empezar, yo lo dispondré todo de manera que ni aun advierta que tú la has visto. Yo te llevaré a la alcoba en que dormimos, y te colocaré detrás de la puerta. Enseguida de entrar yo, vendrá a acostarse mí mujer. Junto a la entrada hay un sillón; y en éste pondrá una por una sus prendas, a medida que se las quite, y te dará lugar para que la mires muy despacio. Luego que ella venga del sillón a la cama y quedes tú a su espalda, procura que no te vea cruzar la puerta.» Viendo, pues, Gige que no podía escapar, se mostró dis­ puesto. Cuando Candaule juzgó que era hora de acostarse, lle­

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Amor y sexo en la antigua Grecia vó a Gige a la alcoba, y bien pronto compareció la reina. Después de entrar, mientras iba dejando sus vestidos, Gige la contemplaba; cuando quedó a su espalda, por dirigirse a la cama, Gige dejó su escondite y salió, pero ella lo vio salir. Al advertir lo ejecutado por su marido, ni dio voces, avergonzada, ni demostró haber advertido nada, con intención de vengarse de Candaule: porque entre los lidios, y entre casi todos los bár­ baros, es grande infamia, aun para el varón, dejarse ver des­ nudo. Entre tanto, sin demostrar nada, se estuvo quieta; pero asi que rayó el día, previno a los criados que sabía más leales a su persona, e hizo llamar a Gige. Éste, sin pensar que supiese nada de lo sucedido, acudió a su llamada, porque también an­ tes solía acudir cuando lo llamaba la reina. Luego que llegó, ella le habló de esta manera: «Gige, de los dos caminos que te doy a seguir cuál quieres escoger: o matas a Candaule y me po­ sees a mí y al reino de los lidios, o tienes que morir al momen­ to para que en adelante no obedezcas del todo a Candaule, ni mires lo que no debes. Asi, pues, o ha de perecer quien tal or­ denó o tú, que me miraste desnuda y obraste contra las nor­ mas.» Por un instante quedó maravillado Gige ante sus palabras y luego le suplicó que no lo obligase por fuerza a hacer semejan­ te elección. Pero no pudo disuadirla y vio que, en verdad, te­ nía ante sí la disyuntiva de dar muerte a su señor o de recibirla él mismo por otras manos. Eligió quedar con vida, y la interro­ gó en estos términos: «Puesto que me obligas a matar a mi se­ ñor contra mi voluntad, también quiero escuchar de qué modo lo acometeremos.» Ella respondió: «El ataque partirá del mismo lugar en que aquél me mostró desnuda; y lo acomete­ rás mientras duerma.» (...) ella misma le dio un puñal y lo ocultó detrás de la puerta. Luego, cuando Candaule reposaba, salió de allí Gige, lo mató y se apoderó de su mujer y del reino juntamente. (Heródoto, L os n u eve libros tle la historia, 1, 8-12.)

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C a p Ă­ t u l o VIII

El convite y la fiesta, una oportunidad para el sexo


El sim posio Antes hemos hablado de las fiestas privadas. En algún momento estas celebraciones revistieron tal importancia que bien merecen un comentario aparte. El simposio es hoy una asamblea de profesionales para discutir proble­ mas corporativos o divulgar novedades que pueden afec­ tar al procomún. Sin embargo, bajo esa adusta aparien­ cia, retiene todavía algo del sentido lúdico que le dieron los griegos. La más notable institución social de los grie­ gos era el sympósion o bebida en común. El sympósion cumplía una doble función social: por un lado, era afir­ mación del prestigio económico del anfitrión; por otro, era una ceremonia de cohesión social para la minoría aristocrática que consumía el precioso producto. Como dice Rathje, servía para «la adquisición del honor y la crea­ ción de una red de obligaciones». Aquellos convites su­ ministraban a los helenos un excelente pretexto para romper con la monotonía, para reencontrarse con viejos amigos, para conocer gente nueva, para echar una cana al aire. El convite griego era una institución típicamente mas­ culina, un banquete de camaradas. La cosa comenzó en los tiempos heroicos en que los amigos abundaban y el 173 •


A m o r y sexo en la antigua Grecia

vino era un producto caro que se consumía ceremoniosa­ mente. Naturalmente en el simposio se conversaba, con luci­ dez etílica, sobre todo lo divino y lo humano. Luego, de­ pendiendo del nivel cultural y de las inclinaciones de los concurrentes, los simposios tomaban muy diferentes ca­ minos. Si de algunos salieron inmortales tratados de filo­ sofía (algunos de los famosos diálogos de Platón, por ejemplo, ocurren en estos simposios), otros sólo aspira­ ron a la diversión, al desenfreno, a la expresión vitalista de la alegría de existir: comamos y bebamos que mañana moriremos. Los invitados al simposio eran recibidos por esclavos o criados que los coronaban con guirnaldas de hiedra y los descalzaban y lavaban los pies. Luego los hacían pasar al andrón, el gran salón comedor donde se reclinaban en di­ vanes en torno a una o varias mesas bajas en las que se iban depositando las bandejas con los manjares. Cuando todo el mundo se había saciado, llegaba el vino. El trasiego del vino en kyltx o copa de dos asas diseña­ da para pasar de mano en mano, implicaba comunicación y relación, amistad y concordia. El simposiarco designado por el anfitrión entre sus amigos más sensatos es la autori­ dad que preside el banquete. Tiene que ser un hombre prudente que entienda de vinos y de personas. El simpo­ siarco debe conocer, por experiencias pasadas, el carácter de cada invitado y su relativa resistencia al alcohol. Ya se sabe que unas personas tienen la borrachera agresiva mientras que otras la tienen melancólica. El simposiarco griego tiene la delicada misión de mantener a cada cual, a lo largo de la joven noche, en el punto óptimo de su eufo­ ria etílica. Lo ideal es que todos estén alegres y desinhibi­ dos, pues los que beben poco se toman serios y suspicaces y pueden aguar la fiesta y los que beben en exceso acaban haciendo el imbécil y molestando al vecino. * 174


El convite y la fiesta, una oport uni dad para el sexo

El vino griego era oscuro y espeso y bastante distinto del actual. Homero aplica el adjetivo «vinoso» al oscuro mar de los crepúsculos griegos. Unos creen que no supe­ raba los 14 grados pero otros están convencidos de que la vendimia se efectuaba en época muy tardía y ello asegu­ raba un alto contenido alcohólico. Finalmente hay quien sospecha que los griegos (y otros pueblos de la antigüe­ dad) adobaban el vino con plantas de esencia psicotrópica. Esto podría explicar la costumbre antigua de rebajar el vino añadiéndole agua antes de beberlo. Las proporcio­ nes de la mezcla dependían del momento del sympósion. Tengamos en cuenta que las reuniones podían durar has­ ta doce horas o más. Para empezar, se podían mezclar diez cazos de agua con cinco de vino; otras veces la pro­ porción era de tres a uno y otras de cinco a tres. Por lo ge­ neral, más agua que vino. Un buen bebedor griego jamás lo consumía puro. Es más, la marca esencial que diferen­ ciaba al hombre civilizado del bárbaro ignorante era pre­ cisamente el agua añadida al vino. Hiponacte de Efeso, en el siglo VI, señala el poco juicio que tienen los que be­ ben vino puro. El pueblo bárbaro más despreciado por los griegos era el escita. En I íeródoto vemos que beber vino puro es «beber a lo escita» y Clemente de Alejandría censura por igual la embriaguez de escitas, celtas, iberos y tracios, es decir los pueblos no influidos por la cultura griega. Los griegos buscaban siempre la armonía, la ordena­ ción de la vida frente al caos, la armonía como infalible marca de civilización. Según Ateneo, el vino bebido mo­ deradamente, a la manera griega, potencia el buen juicio, la enthymicr, pero bebido en estado puro, a la manera bár­ bara, hace aflorar los malos instintos, el bebecior se torna violento e incurre en la hybris, el exceso. Si, por el con­ trario, se mezcla a un cincuenta por ciento provoca la lo­ cura o manía. 175 •


A m o r y sexo en la antigua Grecia

A los griegos les horrorizaba la embriaguez. Aris­ tóteles escribió un tratado sobre el tema donde, por cier­ to, leemos precisiones tan interesantes como la de que los borrachos de vino caen boca abajo y los de cerveza'“boca arriba «porque el vino produce pesadez de cabeza pero la cerveza adormece». Decíamos que beber vino puro es propio de bárbaros y la literatura griega está esmaltada de casos desastrados causados por el vino puro. El propio Heródoto, padre de la historia, atribuye la locura de Cleómenes, rey de Esparta, a la ingestión de vino sin mezcla. Otros autores nos transmiten historias de desastres nacionales causados por el inadecuado uso del vino. Polieno refiere la estrata­ gema de Himilcón, que dejó que sus enemigos, los bárba­ ros, atraparan un cargamento de vino sabiendo que lo be­ berían inmoderadamente, y cuando estuvieron borrachos cayó sobre ellos y los derrotó fácilmente. Lo mismo acae­ ció a los galos que intentaron arrebatar Roma a los pri­ meros romanos. En la literatura clásica, los pueblos que beben vino puro e inmoderadamente se relacionan con otras costumbres no menos bárbaras y censurables. Por ejemplo, según Diodoro, en las islas Gymnésiai (las Baleares) es costumbre que las mujeres beban vino y en las bodas la etiqueta exige que los invitados prueben a la novia antes que el marido, A pesar de estas prevenciones, en muchos banquetes griegos había borrachos. Para su alivio, el previsor anfi­ trión proveía una especie de palangana llamada lebétion en la que los más necesitados podían vomitar después de cosquillearse la garganta con el extremo de una pluma de ave. Hay que suponer que no lo harían en la propia mesa sino en un lugar más apartado, no lejos de la sala de ban­ quete. Después de los primeros tragos el ambiente se va cal­ deando y el pensamiento y la conversación fluyen más li­ * 176


El convite y la fiesta, una oport uni dad para el sexo

bremente, las ideas se anudan con mayor facilidad, crece la elocuencia y en la amistosa confrontación de pareceres nace la luz. Los griegos son singularmente aficionados a la especulación filosófica. Aman la sabiduría. En el sym ­ pósion nació lo mejor de la filosofía griega que durante dos milenios y medio ha iluminado con poderosa luz el destino de Occidente. Recordemos que el banquete pla­ tónico era, en realidad, un sympósion. Entre los pasatiempos con que se amenizaba el ban­ quete hubo un juego de origen siciliano, el kóttabos, que gozó de gran popularidad durante los siglos V y IV para desaparecer en el lll a. C. Consistía en acertar con el vino que quedaba en el fondo de la copa (a menudo lleno de residuos de la vasija o del hollín del ánfora) a un recipien­ te colocado a cierta distancia, a veces flotando sobre agua para que en un determinado momento se hundiera. En ocasiones se pronunciaba el nombre de la mujer deseada al arrojar el vino: en un epigrama de la Antología Palatina leemos: «Desde que el vino ha chapoteado contra el vaso profético, sé que me deseas. Me lo vas a demostrar vi­ niendo esta noche a acostarte conmigo.» El premio en el juego del kóttabos podía ser una hetera o flautista de las que amenizaban el banquete.

D io se s y d io sa s. Los fe s tiv a le s del am or

Desde los tiempos de Homero y Hesíodo, los mitos griegos crecieron hasta formar un intrincado culebrón en el que las motivaciones sexuales y los enredos de cama predominaban sobre el resto de las humanísimas pasio­ nes de dioses y héroes. Muy a menudo estas divinidades sujetas a pasiones humanas reflejaban las ensoñaciones de sus devotos, los fantasmas de mujeres recluidas e insa­ tisfechas que sueñan con el rapto de los dioses viriles; los 177*


A m o r y sexo en la antigua Grecia

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El convite y la fiesta, una oport uni dad para el sexo

Escena orgiástica en un vaso decorado. A la izquierda ve­ mos un efebo reclinado sobre una mesa baja, o un lecho, que está practicando una felación a otro joven mientras que un adulto barbado y coronado de laurel lo sodomíza y le mues­ tra una zapatilla. La zapatilla sostenida en actitud no sabe­ mos si amenazante o meramente lúdica no es infrecuente en los contextos eróticos retratados por la cerámica. A la dere­ cha de la ilustración vemos a una mujer arrodillada sobre un cojín que practica una felación a un joven mientras es pene­ trada vaginal o analmente por otro, del cual sólo aparecen los pies. Pediens, detalle de la decoración de un vaso (520-505 a. C.), Museo del Louvre, París.

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A m o r y sexo en la antigua Grecia

inconfesados deseos masculinos de lograr acceso camal a la mujer anhelada, generalmente la esposa de otro o una doncella, sin correr el peligro de que el marido o el tutor aprese al seductor y le haga sentir todo el peso de la lay introduciéndole un rábano por el ano. Los dioses se dejan arrastrar por el éros, conquistan a las mortales, las raptan o las violan. El padre Zeus, el más obligado a dar ejem­ plo, cuando se encalabrina no hay quien lo detenga y se mete en innumerables líos de cama, a veces recurriendo a engaños y malas artes de habilidoso transformista, como cuando se hace toro, o cisne, o lluvia de oro. Para servir su libido, el padre de los dioses no vacila en alterar las leyes del universo: cuando se acostó con Alcmena ordenó al dios Sol que no saliera en tres días para que la noche de amor durara setenta y dos horas. Se ve que el omnipoten­ te anduvo firme en la lid pues de aquella sesión maratoniana nació Heracles, el forzudo, quien, por cierto, des­ floró a las cincuenta hijas de Tespio en cincuenta días si Apolodoro (II, iv, 10) no miente. Bendita la rama que al tronco sale. En la época más brillante de la cultura griega, en torno al siglo IV a. C., los mitos eróticos señoreaban el arte como la vida: por doquier se veían, se cantaban, se esculpían, se modelaban Dionisos y Ariadnas, ménades y sátiros. Los griegos eran tan aficionados a las conmemoracio­ nes como suelen ser los jocundos pueblos mediterráneos actuales. Las fiestas religiosas griegas cumplían múltiples funciones sociales. Los asistentes, además de divertirse y participar en juegos y competiciones deportivas, negocia­ ban, hacían nuevos amigos, buscaban un marido adecua­ do para la niña, o simplemente volvían a encontrarse con viejos conocidos. También eran (y muchas de las fiestas y romerías cris­ tianas que las han sustituido siguen siéndolo) un colecti­ vo diván de psiquiatra que aliviaba la presión soportada

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F.l confite y ht fiesta, una oport uni dad para el sexo

por los individuos más desfavorecidos de la sociedad, es decir, los pobres y las mujeres. Muchas celebraciones religiosas locales, cuyo motivo principal era honrar al patrón o patrona de la ciudad, se convirtieron en pretextos para una catarsis sexual, espe­ cialmente para los miembros más reprimidos de la comu­ nidad, que se desquitaban de murrias cotidianas en estas celebraciones. Id amor y el sexo se exaltaban en las popu­ lares Afrodisias, que se festejaban en toda Grecia y espe­ cialmente en la isla de Egina, donde casualmente se cele­ braba un festival de heteras asociado con la tiesta de Posidón. También en Corinto, la ciudad marinera famosa por sus prostíbulos portuarios, el día de la tiesta las izas salían del barrio chino para invadir toda la ciudad y «reba­ jaban sus tarifas para que todo el mundo pudiera pasarlo bien sin peligro».1 En Mégara se celebraban concursos de besos en los juegos de Dioclea, al comienzo de la prima­ vera. En Esparta, en la gymnopaidía anual, que duraba en­ tre seis y diez días, desde el 670 a. C., el baile de mucha­ chos desnudos celebraba la belleza de los adolescentes. Por otra parte, los festivales panhelónicos cumplían una función suprapolítica. Durante la tregua sagrada se abolían rivalidades y enconos y la gente podía transitar caminos y visitar ciudades. Y los diplomáticos y represen­ tantes de las ciudades se reunían en terreno neutral, al amparo del santuario común, y anudaban nuevos pactos o renovaban los antiguos. En Atenas, el año comenzaba en agosto con las fiestas de la patrona, las Panateneas. Ea ceremonia principal consistía en una procesión que partía del barrio popular de la ciudad, el Cerámico, y ascendía a la Acrópolis. Eos magistrados portaban solemnemente una túnica azafra­ nada con la que se revestía a una antigua y tosca imagen de la patrona, la llamada xóanon (la nueva, una espléndi­ da talla del escultor Fidias decorada con oro y marfil, no

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Amor y sexo en la antigua Grecia

concitaba tanta devoción como la antigua). Cada año las doncellas de las mejores familias de la ciudad, las arrephpóroi pasaban meses bordando primorosamente este manto que se ofrendaría a la patrona. La fiesta de Atena era de carácter local, pero cada cua­ tro años la ciudad tiraba la casa por la ventana organizan­ do unas fiestas especialmente lucidas a las que concurrían muchos forasteros, las llamadas Grandes Panateneas. Otras celebraciones atenienses muy populares eran las fiestas Dionisiacas, dedicadas al dios Dionisos. Eran dos, las Leneas en el mes de Gamelión (diciembre-enero) y las Grandes Dionisias, en el mes de Elafebolión (febrero-mar­ zo). El acontecimiento principal era el festival dramático musical. Después de la solemne procesión de la apertura, se dedicaban tres días a la representación. El programa se parecía algo a nuestras maratones de cine: los espectadores se llevaban la comida del día y presenciaban, de sol a sol, la representación de tres tragedias, un drama satírico y una comedia. El teatro, como hoy la televisión o el cine, era la pasión de todas las clases sociales. El Estado subvenciona­ ba las entradas de los pobres de solemnidad para que nadie se perdiera el espectáculo. En las fiestas populares de Dionisos, las phallephória, se llevaba en procesión un falo enorme, que era seguido por familias enteras de devotos, cada cual portando un falo menor en la mano, a manera de cirio. En estas fies­ tas, los asistentes se entregaban a muchas diversiones rústicas. Aristófanes, en Los acamienses, saca a un per­ sonaje que va a las dionisiacas con su mujer y sus hijas y dos esclavos portadores del sacramental falo: «Jantías: —Vosotros dos: procurad mantener el falo erguido de­ trás de la canéfora. Yo marcharé a continuación ento­ nando el himno fálico... Vamos allá.» En estas dionisiacas populares muchos ciudadanos se disfrazaban de sátiros, de ninfas o de bacantes. El ambiente ♦ 182


El convite y la fiesta, una oport uni dad para el sexo

se cargaba de erotismo y más de uno y más de una se atre­ vía a indagar en inéditos caminos de la sexualidad que en circunstancias normales nunca hubiera soñado recorrer. El segundo día del festival, muchachos desnudos co­ rrían a la pata coja, como en una carrera de sacos, con el pie dentro de un pellejo de vino untado de grasa, procu­ rando no resbalar. El dificultoso equilibrio los obligaba a adoptar graciosas posturas que hacían desternillarse a los espectadores. No todas las dionisiacas eran iguales. En Grecia eran famosas las de la ciudad doria de Sición. En Asia Menor go/.aban de justo renombre otros festivales de Dionisos, cada dos años, a los que asistían mujeres y muchachas vestidas de piel de cabra, el pelo suelto, que se ponían fuera de sí blandiendo tirsos (ramas rodeadas de hiedra que llevaban una piña en sus extremidad). Algunas apo­ rreaban el pandero (tympanos), otras tocaban la flauta (aulós) y otras, finalmente, le daban a las castañuelas (krótala). No está probado que necesitaran animarse con vino para llegar a la bacanal. En realidad, el elemento se­ xual en esta y otras celebraciones no era, como podría pensarse, una perversión de la fiesta sino más bien la pervivencia de antiguos ritos neolíticos propiciatorios de fe­ cundidad. Son las eternas fiestas de primavera que propi­ cian la renovación de la vida animal y vegetal, aunque los griegos no siempre las celebraban en primavera. En cual­ quier caso estas fiestas y sus excesos eran una adecuada válvula de escape para muchas mujeres reprimidas que permanecían enclaustradas el resto del año. En las más antiguas versiones de las Antesterias, el ri­ tual de Dionisos y Deméter disponía que el dios, al llegar a Atenas, copulara con la esposa del arconte rey. Esta presencia erótica tuvo amplio reflejo en la literatura aprovechando que en los festivales se daba rienda suelta a la inspiración, sin cortapisas ni autocensura. Como dice 183 •


A m o r y sexo en la antigua Grecia

Nilsson: «En rasgos generales el éxtasis dionisiaco puede ser descrito del modo siguiente: las mujeres son presa del delirio, aunque a veces empiezan oponiendo resistencia; abandonan sus ocupaciones y van por las montañas dan­ zando y agitando antorchas y tirsos. D e la tierra manan leche y miel; rara vez se habla de vino (...). A nosotros nos basta con considerar el orgiasmo dionisiaco como una manifestación explosiva de la tendencia al delirio violento que está en el fondo de muchas almas, que algu­ nas veces estalla por razones que no conocemos y que se extiende con rapidez vertiginosa, pues el éxtasis es conta­ gioso Recordemos las epidemias de danza en la Edad Media y otros fenómenos semejantes de tiempos más recientes.»2 Volviendo a las Antesterias atenienses, la llegada del dios se saludaba con cantos populares de tema satírico y erótico y en la alegría de la fiesta se proferían expresiones malsonantes, como en nuestras entrañables romerías. Entre los griegos eran una institución los «insultos desde el carro» e «insultos al cruzar el puente» (gephyrismós) que recibían los que se dirigían a Eleusis. Es sorprendente lo poco que cambian estos usos ancestrales. De las can­ ciones procaces e incluso salaces propias de estas fiestas se va destilando, ¿quién lo diría?, la poesía. Una de las más antiguas formas de poesía es parte de la fiesta ruido­ sa y extravertida, con enfrentamientos corales de hom­ bres y mujeres en bodas y agones. Es una poesía pura­ mente popular y oral, el yambo crudo y directo, que en época helenística llega al paraklausíthyron o lamento ante la puerta de la deseada. Un tema literario, por cierto, que vuelve a encontrarse en uno de los más bellos sone­ tos de Lope de Vega, aquel que comienza: «¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?» La literatura griega arcaica y clásica, incluso sus obras más reputadas, estaba destinada al pueblo, nunca a una • 184


El convite y la fiesta, una oport uni dad para el sexo

minoría de entendidos. Solamente al final do periodo clá­ sico y en el helenístico algunos autores dieron en escribir para minorías de entendidos, lamentable moda que hoy comparten casi todas las literaturas cultas. Inmersos como estarnos en el desprecio al arte inteligible en favor de las creaciones «de autor» no viene mal recordar que la Ilíada y el Quijote, la Diiñna Comedia y M údame Bornry se produjeron para esparcimiento del público en general, no sólo de los espíritus selectos. Más distinguidas que las dionisiacas, e igualmente lite­ rarias y musicales, eran las fiestas que se celebraban en el santuario de Apolo, en Delfos, cada nueve años (y, a par­ tir de 586, cada cinco años). Había concursos de canto con acompañamiento de cítara o de flauta, solistas de flauta, gimnasia y concursos hípicos. El premio era una corona del laurel sagrado que crecía junto al santuario de Apolo. El festival supranacional más importante de Grecia eran los juegos olímpicos, dedicados a Zeus en su santua­ rio de Olimpia cada cinco años, a primeros de julio, en la primera luna llena que siguiera al solsticio de verano. Estas fiestas no se prestaban a la indagación amorosa, al menos a la heterosexual, puesto que la asistencia de mu­ jeres estaba prohibida. Sin embargo, estaban abiertas a forasteros y a esclavos. Duraban siete días, los dos prime­ ros dedicados a procesiones, sacrificios y ceremonias reli­ giosas y los cinco restantes a competiciones deportivas en sus dos modalidades, adulto y juvenil. Las especialidades deportivas, para las que acudían atletas de toda Grecia, eran carrera pedestre, salto, lucha, boxeo, lanzamiento del disco y jabalina y diversas moda­ lidades de carrera hípica, la más importante de las cuales era la de cuadrigas. De hecho, cada Olimpiada recibía el nombre del vencedor en esta especialidad. Al principio el premio consistía en un objeto de valor, pero luego se re­ 185 •


Amor y sexo en la antigua Grecia

dujo a una simple corona de olivo y la fama imperecede­ ra, el honor que el vencedor alcanzaba para su estirpe y para su ciudad. N o obstante, el campeón olímpico conse­ guía grandes ventajas materiales en su propia ciudad: una especie de beca vitalicia, premios, homenajes... Si las mujeres estaban excluidas de las fiestas de Zeus en Olimpia, en otras ocasiones los excluidos eran los hombres. En los festivales de Deméter y Perséfone, las Tesmoforias, que duraban cinco días, se celebraban miste­ rios femeninos en los que la asistencia del hombre estaba vetada. Además las mujeres participantes se abstenían de relaciones sexuales desde nueve días antes. La suspicaz comunidad masculina hacía correr los más disparatados rumores sobre los manejos de las mujeres que participa­ ban en estos misterios. Se decía que para desanimar a los maridos y amantes durante el periodo de abstinencia les ponían hierbas de castidad en la cama y masticaban ajos. Sin embargo, aseguraban algunos, durante el festival se desquitaban de la abstinencia participando en orgías. Las especulaciones masculinas sobre las actividades de las mujeres en aquellas reuniones corporativas, han inspira­ do algunas comedias. En las Tesmofonantes de Aristófanes encontramos a las mujeres reunidas para deliberar sobre el castigo que merece el comediógrafo Eurípides por sus obras antifeministas, pero un emisario de éste que pene­ tra disfrazado de mujer demuestra que el acusado aún se queda corto cuando habla de la maldad de las mujeres. Las reunidas sospechan de él, lo desnudan y la presidente de la asamblea le mete la mano y le saca el pene que el intruso tenía retraído entre los muslos. Lo muestra a la alborotada asamblea: «¡Ah, picaro, aquí lo tiene y asoma la cabeza, y tiene buen aspecto!» Otras fiestas exclusivamente femeninas, además de las mentadas Tesmoforias, eran las Halda, las Sthénia, las Adónia. Casi siempre incluían ceremonias de tipo sexual,

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El convite y la fiesta, una oportunidad para el sexo

con rituales en los que se entierran figuras con órganos sexuales marcados, o recitación de letanías obscenas (aiskhrología). En las fiestas dedicadas a Afrodita Anósia, en Tesalia, también se excluían los hombres. No se sabe bien en qué consistían, pero parece que el número fuerte era de flagelantes.

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C a p í t u l o IX

Polvos mágicos


La celestina Las mujeres estaban proscritas de los gimnasios y los espectáculos deportivos (excepto en Esparta, como vere­ mos) , pero no faltaban ocasiones de acercarse a ellas. Para acceder a la mujer, el seductor se valía de celestinas, co­ nocidas bajo diversos nombres: prokyklis, proagogós, promnéstria. La celestina griega, tan frecuente en el teatro ate­ niense, coincide m ucho con el famoso personaje de Fernando de Rojas: vieja, casi siempre borracha, y con vueltas de bruja y hechicera. A veces recibían a los aman­ tes en sus propias casas o, en cualquier caso, les procura­ ban lugar discreto donde se vieran, es decir un meublé. Un autor del siglo III a. C., Herodas, nos ofrece una aca­ bada pintura de una de ellas. La arpía se presenta a una señora cuyo marido lleva ausente diez meses (está en Egipto por motivos profesionales) y razona con ella del siguiente modo: ¡Vaya solitaria vida que llevas, marchitándote en una cama vacia. Porque desde que tu marido se fue a Egipto han pasado diez meses y no te ha escrito; te ha olvidado y ha behido una nueva copa de amor. Allí está la morada de Afrodita: riqueza, poder, paz, gloria, diosas , filósofos, vajillas de oro, (...) vino, todo lo que podría desearse. Y mujeres... ¡muchas mujeres!

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A m o r y sexo en la antigua Grecia (...) ¿Cómo se siente una cuando calienta la cama sola? Estás desperdiciándote sin que nadie te vea y las cenizas de la vejez consumirán tu madura belleza. Mira para otro lado y cambia tu camino durante tres o cuatro días y diviértete con otro ami­ go; un barco sujeto con una sola ancla no está seguro. Querida: si tu marido naufraga está muerto y acabado porque nadie lo levantará de su tumba. Sabes que una tormenta puede salir de un mar calmo y ninguno conoce el futuro. Porque el tiempo de nuestra juventud es incierto (.,.).

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Después de preparar el terreno con esas consideracio­ nes la pécora pasa a la segunda parte, que consiste en elo­ giarle a un pretendiente que bebe los vientos por ella, un tal Grilo, ganador de cinco victorias olímpicas (es decir, deportista) y además rico y discreto; una alhaja de aman­ te que se ha prendado de ella y se muere de deseo de po­ seerla. «Ganarás dos ventajas: vivirás en el placer y ello te traerá mayores ganancias de las que puedes imaginar.» Se preguntará el lector cómo acabó el asunto de la ce­ lestina de Herodas y si al final el libertino Grilo se benefi­ ció a la honesta y malmaridada Metrique. No, no se la be­ nefició. Por esta vez ha triunfado la virtud y Grilo tendrá que recurrir a carne mercenaria en alguna fiesta privada o echar sus redes seductoras en alguna fiesta pública, y que se ande con cuidado porque las multas a los seductores de mujeres decentes, tanto si son casadas avisadas como si se trata de doncellas bobas, son muy crecidas. Las fiestas y regocijos públicos nunca faltaban a lo lar­ go del año con los más variados pretextos religiosos o ci­ viles. En estas fiestas encontramos a veces comporta­ mientos sorprendentemente modernos. En Mégara, por ejemplo, durante las fiestas de primavera, se celebraban concursos de besos entre chicos y adolescentes (como hoy en las playas); en Tespia, en el festival de Eros, había un concurso de canciones de amor; en Esparta, en las fiestas Gymnopaídai y Hyakínthia, los chicos se lucían desnudos.

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L os atajos del am or Los griegos, como todos los pueblos de la antigüedad, creían que el hombre puede alterar las leyes de la natura­ leza mediante conjuros y operaciones mágicas. La brujería griega floreció sobre todo en Tesalia, una de las regiones más atrasadas y, por tanto, proclive a este tipo de supersti­ ciones. Estas «artes tesalias» se manifiestan, por ejemplo, en Luciano de Samosata: «Báquide, si conoces a alguna vieja de las que se dice que hay muchas en Tesalia, que con sus conjuros mágicos hacen deseable a una mujer por muy odiada que sea, búscala y tráemela (...).» «Existe una hechicera muy adecuada, siria por su estirpe, que (...) cuando Fanias se enfadó conmigo (...) cuando ya lo daba por perdido volvió a mis brazos gracias a sus ensalmos.» Luciano nos ilustra incluso sobre el modas operandi de la bruja: «Necesitarás algo que sea de ese hombre, como un manto, unos zapatos, un mechón de sus cabellos o algo parecido»; «Ella cuelga los zapatos del hombre de un cla­ vo y los fumiga con azufre mientras esparce sal sobre el fuego. A continuación extrae de su seno una rueda mágica y la hace girar, mientras recita rápidamente un ensalmo mágico compuesto de palabras extranjeras y escalofrian­ tes.»; «Además me enseñó la manera de excitar el odio de mi novio contra su antigua amante: había que vigilar el momento en que ella dejara la huella de su pie, borrarla y poner mi pie izquierdo sobre la marca del pie izquierdo de ella y mi pie izquierdo sobre la marca del derecho, di­ ciendo al mismo tiempo "Pisoteo tu huella y estoy por en­ cima de ti"» (Diálogo de cortesanas, IV). «La magia y la brujería no tuvieron papel importante en la Grecia clásica, salvo en capas sociales claramente inferiores a “la media cultural”. Sólo a partir del Helenismo se dio un incremento de prácticas de esta ín­ dole y de mayor credibilidad al respecto.»1 193 •


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A la brujería autóctona, el griego, como era un pueblo muy viajero, agregó los conjuros, supersticiones y creen­ cias que sus navegantes importaban de lejanas tierras. Con el tiempo, estos conocimientos se compilaron erf gri­ mónos y libros de magia. Había fórmulas y atajos mági­ cos para todo: para acrecentar la potencia sexual propia o disminuir la del enemigo, para que una mujer se quedara preñada con seguridad y limpieza, para concebir niño o niña a voluntad. Según Plinio, el jugo de la planta krataiógonon produce niños varones si los padres lo toman tres veces al día durante cuarenta días. Otros creían que el cardo tenía las mismas propiedades. Si una mujer preñada comía criadillas, útero o cuajo de liebre, paría niño. Otro modo infalible era comer los testículos de un gallo inmediatamente después de conce­ bir. Para evitar la esterilidad bastaba comerse el feto de una liebre. Las fórmulas más antiguas eran bastante simples y no demasiado repugnantes, pero con el tiempo fueron ga­ nando en complejidad y teatro. En el periodo helenístico eran ya complicadísimas, especialmente las que proce­ dían del prolijo Oriente. Sin embargo, en esta misma época algunos ingenios se apartan de las supersticiones heredadas de antiguo y se atienen a una medicina racio­ nal. Teodoro Prisciano, en el siglo (V de nuestra Era, da sabios consejos para curar la im potencia masculina: «Rodear al paciente de bellas chicas o chicos, dénsele a leer libros que estimulen el deseo, aquellos que tratan historias de amor de manera insinuante.» La magia sexual griega hunde sus raíces en religiones neolíticas propiciatorias de la fecundidad de la tierra y de los animales. Por eso la exhibición de la vulva femenina, especialmente la de una menstruante, o su símbolo uni­ versal representado en la higa o fico (sykon; dedo pulgar asomando entre el índice y el anular de la mano cerrada), • 194


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conjuraba el mal de ojo, rompía los maleficios y abortaba las tormentas o, por lo menos, las amansaba algo. Las creen­ cias sobre los poderes de la mujer menstruante no eran menos pintorescas: su orina podía deshacer cualquier he­ chizo, especialmente si había escupido sobre ella; pero si una menstruante tocaba alguna cosa la contaminaba ine­ vitablemente. Si tocaba ruda, ésta se marchitaba; los pe­ pinos y calabazas se secaban o se volvían ácidos con sólo mirarlos; el vino se agriaba; el lino se ennegrecía; el bron­ ce se manchaba y hasta los espejos se oscurecían, aunque bastaba que la causante los mirara fijamente por el revés para que recobraran su brillo. El griego que quería conservar su potencia sexual po­ nía gran cuidado en no orinar donde lo hubiera hecho un perro, y evitaba comer alimentos que pudieran contener cagadas de ratón. Si a pesar de esos cuidados el instru­ mento se mostraba morcillón y él se veía inapetente, en­ seguida se angustiaba y daba en pensar que era objeto de algún hechizo. Alguien podía haber modelado su figura en cera para clavarle una aguja o atarle un hilo de lana en el hígado, viscera que, como se sabe, es la sede de los de­ seos sexuales. Pero existían otros muchos medios para debilitar la potencia sexual de un adversario: ¿no le ha­ brían dado a comer algún estofado contaminado con las cenizas de la planta brya y orina de buey o de eunuco? ¿Le habrían suministrado el agua resultante de la maceración de lirios acuáticos? En este caso no había mucho de que preocuparse pues la impotencia era sólo temporal y duraba unos doce días. El griego disponía de muchos medios para acrecentar su potencia sexual, unos naturales y otros sobrenaturales o mágicos. En Eurípides, Medea promete a Egeo, ya vie­ jo, potingues que le permitirán incluso tener hijos («A tu esterilidad pondré fin consiguiendo que engendres des­ cendencia: tales filtros conozco.» Medea, 717-7 1 8 ). 195 •


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Entre los afrodisiacos naturales que suministraba la rica farmacopea griega destacaban el stilyrion, un tipo de orquídea que era mano de santo para despabilar el miem­ bro, quizá por magia simpática. N o olvidemos que, para los griegos, las orquídeas tenían forma de cojón, dicho sea con perdón: órquis es precisamente «cojón» y de ahí procede la tersa palabra «orquídea». Y, hablando de testí­ culos, el derecho de un asno llevado en el brazalete ro­ bustece mucho la potencia sexual del portador (Plinio, XXVIII, 261). También se tenia por afrodisiaca la pimienta en polvo mezclada con simiente de ortigas o vino añejo especiado con pyrethron, una propicia planta que tiene la virtud de «avivar la llama del amor». El mismo efecto, pero limita­ do a las mujeres, tenía el jugo de malvas. Aparte de estos específicos, existían muchos pro­ ductos de consumo diario que eran reputados por sus cualidades afrodisiacas: los huevos, la miel, los piñones, los caracoles, los cangrejos y los mejillones. Las cebo­ llas, según Dífilo, «son de difícil digestión, aunque ali­ mentan y nutren el estómago, además purgan, pero de­ bilitan la vista y estimulan el apetito sexual». La misma virtud tenían el jugo de una rama de granado, las lente­ jas y el abrótano, no comido, sino puesto bajo la cama del varón.

Los anticonceptivos En la época arcaica, las griegas que deseaban evitar preñeces confiaban en la magia y se proveían de amule­ tos anticonceptivos tales como el hígado de un gato, lle­ vado en una bolsita que se ataba al pie izquierdo, o el trozo de la matriz de leona que recomienda Aecio (XVI, 17). No menos efectivo era el ejercicio consistente en gi­ • 196


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rar después de cada regla alrededor de un garbanzo de Cirene en un platillo de agua. No obstante, como segu­ ramente estos procedimientos arrojaban un alto índice de fallos, con el tiempo los usuarios fueron confiando más en las fórmulas magistrales que proponía la farma­ copea al uso. Aristóteles, en su Historia de los animales, menciona un anticonceptivo compuesto de aceite de ce­ dro, albayalde e incienso. Celso menciona las drogas de Cimolos, la raíz del panace machacada en agua, la grana­ da molida, el alumbre, el higo con nitro y habla de pesa­ dos de lana empapados de espermicida (Celso, De medi­ cina, v. 21). Sorano de Hfeso, en su Tratado de ginecología, propone diversos procedimientos anticonceptivos, algunos mecá­ nicos y otros químicos espagiricos. Vayamos primero con los mecánicos: «La mujer debe contener la respiración y retraerse ligeramente en el momento del coito. En cuan­ to acabe debe levantarse y acuclillarse para provocar un estornudo y limpiarse cuidadosamente o beber agua fría» (I, 61). 'Iodas estas actividades parecen de lo más relajan­ te después de un buen orgasmo. Lo de la ablución inme­ diatamente posterior al coito era uso muy divulgado que ha llegado a nuestros días. Quizá los lectores de cierta edad recuerden el revuelo escaleras arriba de los palanga­ neros de las antiguas casas de lenocinio cuando percibían el aviso: ¡Agua al seis! Las damas atenienses de buena so­ ciedad, y es de suponer que también las heteras de alto standing, tenían en sus aposentos una palangana en forma de barco (skáphion), que es el antepasado más claro del bidé. Trae también Sorano de Éfeso fórmulas anticoncepti­ vas más fiables: «Opopónaco, bálsamo de Cirene, grano de ruda, dos óbolos de cada; moler, envolver en cera y tragar, beber luego vino rebajado con agua. También se puede tragar al mismo tiempo que el vino rebajado.» 197 •


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Otra: «Beber durante tres días una podón confeccionada a base de tres óbolos de granos de clavel y de granos de mirto mezclada con una dracma de mirra y dos gramos de polvo blanco, o intentar con un óbolo de granos de mostaza y medio óbolo de acanto mezclados con miel fermentada.» Una tercera fórmula: «Es de utilidad para impedir la concepción, untar el orificio de la matriz con aceite de oliva, miel, resina de cedro y zumo de balsame* ro solo o acompañado de blanco de albayalde o con un cerato empapado en aceite de mirto y blanco de albayal­ de. Todo eso antes de las relaciones» (I, 61). Demasiado trabajo parece y posiblemente a cierta edad ni siquiera compense. Plinio creía en las virtudes anticonceptivas del apio sil­ vestre y de las raíces de heléchos, siempre que su uso se simultaneara con la colocación sobre el vientre de una muñequilla de piel de ciervo que contuviera dos larvas de tarántula. Una guarrada. Si, a pesar de todo, se incurría en embarazo no desea­ do, existían mil fórmulas para abortar. El aborto estaba permitido en Grecia siempre que la mujer contara con el permiso de su dueño legal, es decir, el esposo, o el amo si se trataba de una esclava. La primera y más simple fór­ mula consistía en maltratar al feto: caminatas agotadoras, viajes en litera por malos caminos, con los inevitables tra­ queteos y encontronazos. Después estaban las sustancias abortivas o supuestamente abortivas obtenidas de las plantas: ruda, helécho, perejil, granadas, hongos; y en ter­ cer lugar las sustancias minerales, algunas de ellas franca­ mente venenosas: sulfato de cobre, azufre y diversos compuestos del plomo. También podían recurrir a los re­ medios quirúrgicos, practicados por médicos o aborteras con ayuda de agujas de bronce. Probablemente serían en­ tonces tan peligrosos como ahora. El amor del griego por lo bello y lo armónico determi­

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naba la supresión de muchos recién nacidos con defecto. Es sobradamente conocido que los espartanos los despe­ ñaban por el monte Taigeto, pero los otros pueblos de Grecia no les iban a la zaga y procuraban ayudar a la na­ turaleza a eliminar a todo niño tullido o deforme.

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C a p Ă­tu lo X

Los pecados de la carne


La práctica del sexo Un arraigado prejuicio originado por los sexólogos y escritores libertinos del siglo XIX atribuye a Oriente una milenaria cultura sexual de la que supuestamente carece­ ría nuestro despreciado Occidente, al que consideran se­ cularmente aherrojado por el fanatismo religioso y la ob­ sesión por el pecado de la carne. Incluso si se les concede un fondo de razón, en lo que respecta a los últimos siglos de la Europa cristiana, escindida entre el puritanismo ce­ rril de unos y el oscurantismo contrarreformista y tridentino de otros, no por ello hay que echar en olvido la rica herencia grecolatina en las artes del amor, una herencia abundante que tuvo notables prolongaciones en los siglos posteriores y singularmente en el Renacimiento. Los griegos, por lo que sabemos, conocían todas las posibles posturas del amor, aunque en la práctica se ate­ nían a las dos más civilizadas y eficaces. Veámoslo en los textos. En Lisístrata, la famosa comedia de Aristófanes, cuando la heroína promete que «ningún hombre, ni amante ni marido, se acercará a mí en erección», se espe­ cifica la postura sexual habitual: «Y si, a pesar mío, me hace violencia, me prestaré de mala gana, sin colaborar (...) no levantaré hacia el techo mis sandalias pérsicas (...) 203 •


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no me quedaré acostada como una leona sobre un ralla­ dor de queso.» En la famosa comedia la lucha entre los sexos se com­ plica con escenas tan hilarantes y al propio tiempo tan patéticas como la del guerrero Cinesias llegando del ejér­ cito al grito de ésiyka («estoy empalmado»). Su esposa, Mirrina, lejos de apiadarse de él, lo excita y luego le niega el débito. Al final los hombres ceden y deciden hacer el amor y no la guerra, es decir, vencen las mujeres. Como se ve, Aristófanes era feminista convencido. Quizás esta­ ba influido por su madre, una mujer de carácter domi­ nante que lo tenía muy sometido. Tornando a la postura de Lisístrata, algunos observa­ dores creen probable que esta postura sexual, la clásica del misionero, o sea la frontal tendida, cediera en popula­ ridad durante la época plenamente clásica a la variante que llamaremos dorsal erecta. Las com edias de Aristófanes se escribieron entre 425 y 388 a. C. Sin em ­ bargo, en la decoración cerámica de aquella época la pos­ tura dominante muestra al hombre homenajeando a la mujer por detrás, los dos de pie. Es posible que este testi­ monio no constituya prueba suficiente para aseverar que los griegos prefirieran mayoritariamente esta posición. Quizá su prodigalidad en la cerámica sea simple conse­ cuencia de una inercia de los propios dibujantes, más acostumbrados a hacer grupos procesionales en fila india por la tradición decorativa heredada de los vasos más an­ tiguos. Esto no quita para que apreciaran sobremanera un trasero bien puesto, con dos hemisferios redondos, fir­ mes, no caídos, lo que, como el lector no ignora, es infre­ cuente en la raza mediterránea, que más bien tiene ten­ dencia a ser culibaja. Ello explica que uno de los personajes femeninos de la comedia de Aristófanes La paz, una dama llamada precisamente Theoría, use el sin­ gular epíteto proktopenteterís («un culo de los que se en­

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cuentran uno cada cinco años»]. La fascinación del griego por el trasero y sus movimientos se pone de manifiesto desde los inicios mismos de su literatura. Hesíodo advier­ te al que busca mujer que las muchachas atraen a sus presas moviendo coquetamente sus partes ocultas. Otros autores no menos ocurrentes llaman al culo aristodemos (es decir, «aristopopular») porque es común a patricios y plebeyos. La confesada afición por las carnes prietas y en su sitio, así como la pasión por la belleza y la juventud, justifica que los griegos apreciaran a los amantes en la flor de la edad. De hecho Luciano llama al trasero «las partes de la juventud». El griego sentía por el trasero incluso más fas­ cinación que el hombre actual. Naturalmente, las griegas dominaban a la perfección el arte del contoneo o periproktián. No consta en las fuentes si lo aprendían en los gineceos, en los descansos de la rueca y el telar, o si ya nacían aprendidas. Probablemente esto último, si atendemos a la contextura física femenina: «Dada la mayor separación de la pelvis femenina, ambos muslos separados por arriba, deben juntarse por abajo y por ello han de juntarse más hacia dentro (...) para que las rodillas no tropiecen al an­ dar les es preciso desplazar sucesivamente cada cadera en una especie de balanceo que conlleva el desplazamiento rítmico de ambas nalgas (...) además, la marcha femenina, debido a la foliculina circulante, determina una relajación de los ligamentos, lo cual explicaría la característica suavi­ dad felina con que camina la mujer.»1 En la época helenística creció el aprecio por la mujer madura y sensual, de unos cuarenta años, lo que ya enton­ ces se consideraba lindante con la vejez, pero experta en las artes de Afrodita. No es casual que este cambio en los gustos coincidiera con la mayor libertad de las mujeres. También en época helenística se escribieron algunos manuales de posturas amorosas, incluso ilustrados, casi

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todos ellos curiosamente atribuidos a mujeres, aunque sus verdaderos autores fueran hombres. Es pena que nin­ guno de ellos haya llegado hasta nosotros. N o obstante, en el Renacimiento se haría famoso el tratado atribuido a Elephantis (es decir, «la marfil»), a la que alude el histo­ riador Suetonio al hablar de los vicios del emperador Tiberio en Capri. Los tratados eróticos griegos fueron el germen de inte­ resantes textos amatorios que se prolongan hasta el Renacimiento y aun más allá. A lo largo del tiempo desa­ rrollarían un vocabulario especializado para aludir a las distintas suertes (y desgracias) del amor. Al hombre y la mujer de pie se llamaba «el gatito»; si ella levanta una pierna, «la grulla»; si levanta las dos piernas, rodeando las del hombre, «la puerta de Anteo»; ambos de pie pero la mujer vuelta apoyando las manos en el suelo, «dejando pastar a la oveja»; si no llega al suelo con las manos y él la sostiene por las caderas, «a la alemana»; el hombre senta­ do y la mujer a horcajadas sobre él, de frente, «hacer ve­ las de serrín»; hombre sentado y mujer acuclillada sobre él, «el árbol»; el salto del tigre se llamaba «el torneo». Había otras posturas y suertes que recibían diversas de­ nominaciones no siempre felices: «el asno», «el mensaje­ ro», «la albarda», «el niño dormido», «a la turca», «a la sa­ rracena». También eran famosas las doce posiciones de Cirene, aludidas en un pasaje de Las ranas de Aristófanes. Fuera cual fuera la postura escogida, antes de copular (bineín) o, más rudamente expresado, joder [kinein o binein) o follar (oiphein, o incluso philótes, koíte, meixis, sinousía, diatribé, palabras todas ellas referidas al acto se­ xual), era costumbre, por razones higiénicas, untarse el miembro de aceite de oliva, según vemos en Galeno (De sanitate tuenda, III, 11) y en Plauto [Poenulus, 702). También las damas se untaban antes de insertarse los ólis-

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bos en la vagina (kysthos). F.l benéfico aceite era usado in­ cluso por los caballeros antes de masturbarse (déphesthai). El vocabulario sexual griego era muy surtido y casi in­ finito, si incluimos los términos metafóricos. A la vagina o la vulva (kvsthos) se aludía elegantemente como hephysis («la natura») o to gynaikeion aídoion («el órgano pu­ dendo femenino»), pero seguramente en las calles y ágoras de Atenas era más frecuente oir ekhinos («erizo»), sélinon («perejil»), rhódon («la rosa»), trema o trypema («el hueco», «el agujero»), kéros («el jardín»), khelidón («la go­ londrina»), sésamon («sésamo»), optánion («cocina», alu­ sión al lugar donde se cuece y suelta su jugo la carne, es decir, el pene). Aristófanes a veces llama al cono Formisio, en honor de un conciudadano homónimo famoso por ser muy hirsuto y cerrado de barba. El sexo masculino no se quedaba atrás: el pene (peos o pósthé) se denominaba elegantemente aidoion, phállos («falo»), andreia o marión («virilidad»), aunque el pueblo se atenía a metáforas gráficas: dóry («lanza»), kérkos («cola»), aura («rabo»), árotron («arado»), híppos («caba­ llo»), histíon («mástil»), koryne («maza»); pero también podía ser «el garbanzo», «el toro», «el grano de cebada», «el clavo»... También los testículos —oi órkheis, aunque ha­ blando cufemísticamente se llaman oi disumai («los melli­ zos»), oi geítones («los vecinos»), ta dúo aidoia («las dos vergüenzas»), hai physeis («las naturalezas»), oi nefroí («los riñones»)— cuando los mencionaba el pueblo llano reci­ bían diversas denominaciones frutales: oi kólythoi («los hi­ gos maduros»), oi kókkoi («los frutos», «los granos», «las be­ llotas»), hai nées «las naves» e incluso «las hojas de higuera con dos higos».2 El acto en sí, o sea, la cópula fomicatoria, recibía gran cantidad de denominaciones, algunas de ellas singularmente poéticas. El tosco campesino lacedemonio de Lisístrata lo llama «acarreo de estiércol», quizá porque 207 •


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I.a postura de la mujer, a todas luces incómoda y nada práctica, os posible que venga impuesta por la necesidad de encerrar la escena en el limitado espacio de la circunferencia. Kl K a m a s u tr a griego establecía hasta doce posiciones copulatorias fundamentales. Brisco, detalle de una copa decorada con figuras rojas (500-475 a. C.), Museo del Louvre, París.

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en esta faena agrícola el actuante iba agarrado a los varales de la carreta corno se agarran los tobillos de una mujer para sostener sus piernas separadas y en alto durante la ejecución del acto. D e parecido pensamiento es Aristófanes cuando lo denomina «remar a dos remos». La actitud desinhibida frente al sexo se refleja tam­ bién en las comedias de Aristófanes, que están plagadas de situaciones tan chocarreras o más que las que hacían las delicias de nuestro público más cafre en las abomina­ bles películas «de destape», en los tiempos de la Santa Transición. Con la salvedad de que las comedias de Aristófanes eran financiadas con dinero público después de que el arconte de los espectáculos les diera el visto bueno. En cuanto a la frecuencia de las prestaciones y la rela­ ción calidad-cantidad, poco es lo que sabemos. Aristó­ fanes inventa el verbo katatriakontoutízai («clavar tres ve­ ces el venablo»), que parece alusivo a la ratio media de prestaciones que era capaz de cumplir un griego joven y robusto en el decurso de una sesión amorosa. La imitación de los libros de posturas griegos en el Renacimiento italiano produjo una eclosión de sátiros y silenos, de ninfas y bacantes, en el arte y en la literatura. El más famoso fue 1 modi, colección de dieciséis láminas que reproducen otras tantas posturas sexuales a las que muy pronto acompañaron los correspondientes sonetos explicativos de la inspirada pluma de Pietro Aretino. También las treinta y cinco posturas del diálogo de M addalena e Giulia; las setenta y dos de La puttana errante; el Ragionamienti de Aretino, quien aseguraba ha­ berlas copiado de las paredes de un convento romano. Existe incluso un catálogo de posturas homosexuales que se conserva en un manuscrito de la Biblioteca Vaticana.3 Toda esta literatura galante se exportó desde Italia a los libertinos cultos de toda Europa.

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M astu rb a ció n y felación Entre los griegos abundaban los virtuosos que practi­ caban el vicio solitario con soltura y aplicación. Es lo que se deduce, al menos, de su vocabulario. Y de su cerámica, cuya decoración reproduce escenas masturbatorias muy notables. Ea denominación más fina, la que aparecía en los manuales de medicina, era kheiromanía, es decir, «pa­ sión con la mano». Eo que no queda claro es si entre los griegos hubo pajilleras, esa entrañable institución de tan­ ta solera en otros pueblos mediterráneos y tan desconoci­ da en los países calvinistas y nórdicos. No se debe con­ fundir con kheirómantis, que, a pesar de la similitud con kheiromanía, sólo significa «quiromante», el que lee el fu­ turo en la palma de la mano. Los griegos, a oscuras como estaban de la luz del cristianismo, nunca consideraron que la masturbación fuera un vicio censurable. Más bien les parecía un apre­ ciable sucedáneo de la unión sexual, un desahogo có­ modo y siempre a mano, y un alivio natural que actuaba como válvula de escape y evitaba la comisión de delitos sexuales. Eos filósofos cínicos recomendaban la masturbación como sustituto del matrimonio. Estos sujetos hacían cir­ cular cuentos misóginos sobre el impudor y la liviandad de las mujeres. Sin embargo existen pocas alusiones a la masturba­ ción femenina. Quizá era tema tabú como lo ha seguido siendo en la sociedad cristiana durante muchos siglos. Que se practicó y en sus más variadas formas es muy pro­ bable. Las griegas usaban mucho del consolador (boubón u ólisbos), com o se desprende de la decoración cerámica y de la literatura. En un cuenco de Panfeo, perteneciente a las colecciones del Museo Británico, vemos a una hetera desnuda que sostiene dos ólisbos. En otro, procedente del

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taller de Eufronio, se ve a una dama que se introduce va­ ginalmente uno de estos artefactos. Es muy posible que esta decoración excitara solamente a los clientes más lu­ juriosos y pervertidos y que el griego medio no viera con ■simpatía que la mujer se las pudiera arreglar por sí sola, sin concurso de varón. Un pasaje de los Erotes de Luciano alude al «vergonzoso artefacto, la monstruosa imitación ideada para el amor estéril, que permite a una mujer abrazar a otra como lo haría un hom breé. En Mileto existían reputados fabricantes de consola­ dores que exportaban sus productos a todo el mundo griego y aun al bárbaro. En la obrita Las dos amigas o Charla confidencial dos amigas, Metro y Coritto, discuten instructivamente sobre el tema. Metro no conoce los consoladores y es informada por Coritto, que tiene uno, o tenía, porque se lo prestó a otra amiga, Eubule, que a su vez se lo ha cedido a una tercera que es la que se lo ha mostrado a Metro. Metro, que es pijacantana y, por tanto, fervorosa masturbadora, necesita urgentemente que le presten el instrumento y quiere conocer al artesano que lo construyó. El fabricante se llama Cerdon, pero Metro conoce a varios de este nombre, no todos personas de confianza. Entonces Coritto le dice cuál de ellos es y ala­ ba los maravillosos consoladores que fabrica. Metro, per­ suadida, va a comprar uno (Herodas, Mimoyambo VI). En esto de los consoladores, como en todo, en la varie­ dad está el gusto. Los artesanos griegos los fabricaban de distintos tamaños, algunos tan fieros que quizá resultaran inaplicables. Una cerámica ática del siglo v a. C. descrita por Hans Licht5 retrata uno de éstos: una muchacha des­ nuda abundante de trasero y de tetas, transporta bajo el brazo un falo gigante en forma de pez. En la cerámica es frecuente el retrato de mujeres provistas de un objeto ovoide de sospechosa forma que parece ser la aceitera que servía para lubricar el falo, fuera éste natural o artifi­ • 212


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cial, especialmente cuando se introducía por vía prepos­ tera. Las griegas se lavaban después de usar el consolador, como sugieren Licht y Furtwángler. Este último nos des­ cribe una cerámica del museo de Berlín: «Una mujer des­ nuda ata su sandalia izquierda (...) una palangana que tiene a los pies sugiere que se acaba de lavar (...) a su de­ recha reconocemos el perfil de un gran consolador.» En la abundancia de consoladores en fuentes tanto es­ critas como pictóricas debemos ver quizá la plasmación de las fantasías sexuales del varón, principal transmisor de los textos y consumidor de esa cerámica pornográfica. Ya se sabe que el hombre arrastra un prejuicio machista que lo lleva a asociar el placer femenino con el falo, igno­ rando absolutamente el papel fundamental del clítoris. Eso explica que de la masturbación lésbica digital, sin ne­ cesidad de consolador, no se haya conservado testimonio literario alguno y sólo uno pictórico en una Copa de Apolodoro fechada hacia el 500 a. C., que se conserva en el museo arqueológico de Tarquinia. En ella vemos a dos muchachas, una de pie y a otra agachada frente a ella. La segunda acaricia con el dedo a la primera.1’ Algunos autores usan la expresión lesbiazeín para de­ signar la clásica fellatio. La palabra deriva de Lesbio o na­ tural de Lesbos. Ya se sabe que las mujeres de Lesbos te­ nían fama de desvergonzadas en los predios del amor. También el verbo khaskein, literalmente «abrir la boca», tiene, en ocasiones, el sentido de practicar una felación.

L a s p e r v e r s i o n e s y lo s t a b ú e s La erótica griega no es muy proclive a las rarezas que los moralistas llaman perversiones. Existen indicios de flagelación justificada por motivos religiosos, en ciertos 213 •


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cultos, y también la vemos aplicar como castigo a los jó­ venes espartanos ante el altar de Artemis Ortia. Y a las chicas, en la fiesta de Dionisos en Alea, en Arcadia. Por lo demás, pocas trazas hay de sadomasoquismo, ló que prueba lo saludable que era la sexualidad griega. El travestismo brilla prácticamente por su ausencia en el mundo griego, si exceptuamos la ya mencionada histo­ ria de Heracles y Onfale, la reina de Lidia, en la que el héroe tuvo que cumplir roles femeninos mientras ella lo observaba ataviada con la piel de león del héroe, es decir, disfrazada de macho. La situación es clásica, pero podría tratarse de una situación no necesariamente masoquista sino, más bien, un recurso contra el mal de ojo, como queda dicho. El exhibicionismo era prácticamente desconocido en Grecia. Es natural en un país donde los hombres se mos­ traban desnudos, sin mayor problema, en gimnasios y ba­ ños. N o obstante, quizá se detecte un cierto exhibicionis­ mo en el arte, particularmente en cierta imaginería religiosa, los formidables iconos de Príapo, el dios perpe­ tuamente empalmado, y en los Hermaffoditas, estupen­ dos pechos de mujer en cuerpo de hombre. También el voyeurismo parece haber tenido escasa in­ cidencia en las costumbres sexuales griegas, quizá porque esta afición podía practicarse sin clandestinidad alguna en baños, palestras y gimnasios. El único ejemplo literario es el mentado del rey Candaule y su mujer, que aparece en Heródoto. En cuanto al bestialismo, suele manifestarse en ro­ mances y fábulas, y en algunas vasijas vemos a mujeres copulando con burros o con cerdos, pero es posible que estas escenas no demuestren hábitos eróticos muy exten­ didos y tan sólo se trate de simples escenas pornográficas dibujadas por el artista para deleite de clientes de imagi­ nación calenturienta. • 214


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En el mito encontramos el caso de Parsifae, la reina cretense esposa de Minos que se encapricha de un toro y consigue que el ingeniero Dédalo le construya un arte­ facto en forma de vaca hueca. La reina se esconde en su interior, el toro la monta y de la bestial unión Parsifae concibe al Minotauro, monstruo con cabeza de toro y cuerpo de hombre. Un caso similar es el de Centauro, un ser extraño nacido de la unión de Ixión con una nube fa­ bricada por Zeus con la apariencia de su esposa Hera a la que Ixión deseaba. El desventurado Centauro se ayunta­ ba con las yeguas de Magnesia y les iba haciendo hijos que eran mitad hombre mitad caballo. Luego están las trapacerías sexuales de Zeus que se transforma en cisne para gozar a Leda y en serpiente para acceder a Perséfone, como en los números eróticos de los cabarets más subidos de tono de Berlín oeste. Estos casos, claro está, son míticos. Lo que está fuera de duda es que el bestialismo era una práctica normal en­ tre los pastores sicilianos de Teócrito, los que pasaban todo el día rodeados de mollares ovejas en aquellas navas solitarias, sin transistor ni revista del corazón. Otro caso, mencionado por Heródoto y otros autores, es el de los machos cabríos de Mendes, en Egipto, junto al mar. Allá parece que las mujeres se dejaban montar por machos cabríos cumpliendo un extraño rito. «Es posible que cier­ tas madamas algo corrompidas, tanto en Grecia como en Roma, incurriesen en bestialismo con perros. El hecho de que el griego kyón, «perro», signifique también, a veces, «pene» (cf. Aristófanes, Lisístrata, 158) pudiera tener cierta relación, si bien es verdad que otros nombres de animales pueden tener idéntico significado: zorro, corne­ ja, culebra, lagarto, caballo, etc.» Casos de necrofilia son bastante raros, pero no desco­ nocidos. Acaso el de Dimetes que se beneficia a una mu­ chacha ahogada. Heródoto (II, 89) cuenta que los embal215 •


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Un sátiro (identificable por la poblada y descuidada bar­ ba, por su musculatura desarrollada y sus facciones chatas y nada griegas) copula con un cérvido en la decoración de un vaso de la colección del Museo Británico. Los sátiros personi­ ficaban la lujuria desmedida y la desmesura o hybrís, un de­ fecto muy censurado por los helenos. Detalle de una copa decorada con figuras negras (c. 520 a. C-), Museo Británico, Londres.

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samadores egipcios homenajeaban íntimamente a las di­ funtas confiadas a su custodia: «En cuanto a las mujeres de los nobles, no las entregan para embalsamar inmedia­ tamente después de muertas, y lo mismo las mujeres muy hermosas y principales, sino las entregan a los embaísamadores tres o cuatro días después. Hacen esto para que los embalsamadores no copulen con las mujeres. Cuentan, en efecto, que se sorprendió a uno mientras se unía a una mujer recién muerta, y que un compañero de oficio lo había delatado.» Periandro de Corinto es un caso singular que merece mención aparte. Este bizarro dictador se unió sexualmente a su esposa Melisa después de matarla. Entre sus originalidades cuenta Heródoto (V, 92) la siguiente: «En un solo día desnudó, por causa de su mujer, Melisa, a to­ das las mujeres de Corinto. Había enviado mensajeros a consultar el oráculo de los muertos junto al río Aqueronte, en Tesprocia, acerca de cierto tesoro deposi­ tado por un huésped. Aparecióse Melisa y dijo que ni in­ dicaría ní declararía en qué lugar estaba el depósito por­ que tenía frío y estaba desnuda, pues de nada le servían los vestidos con que la había enterrado, porque no habían sido quemados, y que para probar que decía la verdad di­ vulgaba que su esposo había metido el pan en un horno frío.» Cuando se anunció a Periandro la respuesta (y la prueba le pareció absolutamente convincente, porque solamente él podía conocer su coítq con* el cadáver de Melisa) publicó un bando sin más tardanza convocando a todas las mujeres de Corinto en el templo de Hera. Ellas acudieron como a una fiesta, vistiendo sus mejores galas; Periandro, que había apostado allí a sus guardias, las des­ nudó a todas sin excepción, tanto a las señoras como a las criadas. Luego reunió todos los vestidos en una fosa y los quemó invocando a Melisa. Hecho esto envió nuevamen­ te mensajeros al oráculo y esta vez el espíritu de Melisa

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declaró el lugar donde había colocado el depósito del huésped. Algunos griegos tuvieron a gran enseñanza este suceso porque les pareció que venía a demostrar cómo a ciertas mujeres les siguen apasionando los trapos incluso en la otra vida. El incesto era tabú entre los griegos, aunque no tan grave como entre los cristianos. Hay que distinguir entre el incesto de los dioses y semidioses y el de los humanos. El de los dioses no se censura, dado que ocurre en un pla­ no sobrenatural: Zeus, el padre de los dioses, había des­ posado a su hermana, Hera. También los seis hijos de Eolo estaban casados con sus seis hermanas. Pero el inces­ to de los humanos es casi unánimemente condenado aunque hasta el siglo V a. C. se produjeron empareja­ mientos entre hermanos, especialmente en familias aris­ tocráticas, para evitar la dispersión de la herencia fami­ liar. La misma tradición se había mantenido en la casa real egipcia donde, como sabemos, era costumbre que el faraón se casara con su hermana. N o obstante, el matri­ monio entre hermanos fue cayendo en desuso y fue obje­ to de creciente censura social hasta que desapareció. El poeta Sótades, de origen cretense aunque avecindado en Alejandría, espetó al faraón Ptolomeo Filadelfo, casado con su hermana Arsinoé: «Metes tu taladro en un agujero prohibido.» Este Sótades alcanzó tanta fama con sus composiciones obscenas que en la antigüedad se hablaba de literatura sotádica como en tiempos de nuestros abue­ los de literatura sicalíptica. En los tiempos clásicos, se impuso el tabú del incesto y solamente se toleraron las relaciones entre hermanas­ tros hijos de distintas madres.

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C a stra d o s e infibulados La castración era un uso frecuente en Oriente que re­ pugnaba a los griegos, por lo que sólo la practicaron-en contadas ocasiones, Jenofonte, en la Cimpedia, asegura que los primeros en castrar muchachos fueron los babilo­ nios y que la bárbara costumbre paáó de aquéllos a los persas, que hicieron de los jóvenes castrados una unidad tributaria. Darío obligaba a los babilonios y a otros pue­ blos sometidos a enviarle mil talentos de plata y quinien­ tos muchachos castrados. Los persas, durante la guerra contra los griegos, antes de la batalla de Lade, intentaron atraerse a los jonios con la amenaza de castrar a sus hijos si no les ayudaban, una amenaza que cumplieron des­ pués de la victoria (Heródoto, VI, 9 y 32). También Heródoto (III, 48) cuenta que Periandro, el tirano de Corinto, envió trescientos muchachos de Corfú, hijos de las mejores familias, a la corte del rey Aliatres de Sardes para que los castraran y sirvieran como eunucos. Los ha­ bitantes de Samos que tenían que entregarlos a su aciago destino prefirieron liberarlos. Quizá en alguna época la castración fue un castigo para ciertos delitos. Por ejemplo, Ulises desgracia al pastor de cabras Meíantio que lo había traicionado: «Sacaron al vestíbulo y al patio, le cortaron con el cruel bronce las na­ rices y las orejas; le arrancaron las partes verendas, para que los perros las despedazaran crudas, y amputáronle las manos y los pies con ánimo irritado» (Odisea, XXII, 519). Conmovedor detalle ese de arrojar a los chuchos las par­ tes verendas crudas. Unas páginas atrás (en la rapsodia XVIII, 85 $s.), Antínoo habla de las costumbres del rey Equeto, «plaga de todos los mortales», que corta nariz y orejas y las vergüenzas para dárselas crudas a los perros. Da la impresión de que lo establecido era ofrecerlas cru­ das, a pesar de que la carne sin cocinar produce lombrices.

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Aparte de estas castraciones punitivas, que parecen propias de los tiempos arcaicos, los griegos practicaron castraciones rituales, por motivos religiosos, y utilitarias, cuando entraron en el lucrativo comercio de los eunucos. La costumbre pasó también a Roma donde se distinguían tres clases de eunucos: los aisírafí, a los que los órganos sexuales se les habían cortado de raíz; los spadones, m e­ dio mutilados, y los thlibiae que lo conservaban todo pero inservible, porque les habían aplastado y retorcido los testículos.8 Las castraciones rituales se introdujeron en Grecia con ciertos cultos orientales. Sabemos que había eunucos en los santuarios de Cibeles y Artemis, en Sardes y Éfeso (Heródoto, V, 102), Luciano ofrece datos espeluznantes de la autocastración de los sacerdotes del culto sirio de Galos: En ciertos días, la multitud se junta en el templo: muchas sacerdotisas y ios hombres consagrados a los dioses que he mencionado, celebran los misterios, se hacen cortes en los bra­ zos y se golpean mutuamente en la espalda. Muchos de los presentes los acompañan con flauta, otros con tambores y otros cantan inspirados versos y cantos sagrados. Esto ocurre en el exterior del templo y ninguno de ellos entra en el tem­ plo. En estos días se consagran las sacerdotisas y cuando se han tocado las flautas y se han realizado las ceremonias, muchos se sienten arrastrados por la locura y algunos de ellos que vinie­ ron meramente a mirar perpetran lo que contaré. El joven, lle­ gado su turno, después de arrancarse la ropa con un grito des­ garrador, salta en medio del corro y levanta una espada, una de esas que imagino durante mucho tiempo han servido para ello, y después de castrarse con ella sale corriendo por la ciudad lle­ vando en la mano lo que se ha cortado. De cualquier casa a donde lo arroje recibirá ropa y adornos de mujer.

Es de suponer que estos bizarros cultos arraigaron poco en Grecia, aunque evidentemente muchos griegos acataron las divinidades de los bárbaros. 2Z 1 •


A m o r y sexo en la antigua Grecia

La costumbre de la castración llegó a Grecia de las is­ las jónicas. El primero que hizo negocio de ello fue Panonio de Quíos que compraba niños y después de cas­ trarlos los revendía en Sardes o en Éfeso, donde alcanza-"' ban alto precio. Uno de estos castrados, un tal Hermótimo, llegó a ser alto funcionario de Jerjes. El uso de los eunucos fue moda entre cierta clase de gente: «para alargar el placer —dice Luciano (Amores, 21)— se atreven a mutilar la naturaleza con un hierro sacrilego... D e ahí la detestable lujuria que enseña a mancharse con todos los crímenes e imagina infamias voluptuosas...». Hay una historia de autocastración por honor que no es menos terrible que la de los fanáticos de divinidades orien­ tales. Estratonice, la mujer del rey de Asiria, salió en pere­ grinación para construir un templa El rey le asignó como escolta a su íntimo amigo Combabo. El joven, temiendo que acabaría por sucumbir a los encantos de la reina si pa­ saba mucho tiempo a su lado, se curó en salud y antes de partir entregó al rey una cajita sellada con el ruego de que la guardara hasta su regreso. Como temía, al cabo de poco tiempo, la reina se le insinuó y él se resistió a sus avances. Entonces ella, despechada, lo acusó de intentar seducirla (otras fuentes dicen que cortesanos envidiosos lo acusa­ ron). Al regreso, el enfurecido rey lo hizo encarcelar. El día en que iban a juzgar al presunto funcionario infiel, Combabo reclamó la cajita que había entregado al rey tiempo atrás y abriéndola ante la asamblea mostró lo que contenía: sus genitales embalsamados. El rey, conmovido por la fidelidad del joven, lo rehabilitó y lo colmó de hono­ res. Era lo menos que podía hacer por él. En la vasta literatura de los griegos hay también men­ ciones de castración de mujeres. Seguramente aluden a ablaciones de ovarios, operaciones más peligrosas que la mera ligadura de trompas. Tampoco era éste un uso espe­ cíficamente griego: «El rey lidio Adramites fue el prime­ *222


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ro que castró mujeres para usarlas en lugar de eunucos.»9 Otra operación que atestigua la brutalidad de ciertos usos es la ablación del clítoris. En Estrabón (XVII, 284) leemos: «los egipcios circuncidan a sus niños recién naci­ dos y suprimen la parte femenina». Los griegos apreciaban un prepucio largo y veían con extrañeza y reparo a los pueblos circuncisos o apepsoleménoi, los que llevan el glande al aire, los descapullados, es decir, egipcios, orientales y semitas en general. La lon­ gitud del prepucio les permitía infibularlo, una operación bastante frecuente que consistía en echar el prepucio para adelante lo que diera de sí y atarlo con una cuerdecita o una banda como si se tratara de la boca de un saco. Los atletas se practicaban la infibulación para evitar un descapullamiento accidental, lo que podría desgraciar al delicado glande. Recordemos que entrenaban desnudos. En algunas pinturas aparecen sátiros infibulados, pero en este caso se trata de un chiste, dado que ellos siempre se representan en erección y obsesionados por otro ejercicio que no tiene nada que ver con el olímpico. Entre los romanos la infibulación era distinta. Algunos amos celosos hacían insertar un pasador o anilla fija en el prepucio de sus esclavos domésticos en edad de merecer para evitar que pudieran copular con el ama, las hijas o las esclavas de la casa. Es una de las variedades de lo que hoy se conoce como piercing. Lo dicho: nada nuevo bajo el sol.

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C a p Ă­ t u l o XI

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De criada a hetera «Yo era puta en la ciudad de Bizancio y a todos vendía mi amor. Soy Calírroe, especialista en todas las artes amatorias; herido por los dardos del amor, Tomás ha co­ locado este epitafio sobre mi tumba en testimonio de la pasión que albergaba en su pecho, fundido corazón como la blanda cera.» Seguramente se trata de un epitafio apócrifo, pero merecería ser cierto por la poesía que encierra. De todos modos, no hubiera sido insólito que un amante dedicara tal epitafio a una prostituta. Hárpalo, uno de los altos funcionarios de Alejandro Magno, erigió un suntuoso mausoleo sobre la tumba de la prostituta Pitionique y le hizo un funeral de campanillas, que ni a un jefe de Estado. «El viajero que llega de Eleusis a Atenas por la llamada Vía Sagrada —leemos en un texto antiguo— ha vivido para ver una verdadera maravilla. Cuando llega al punto desde el que por vez primera se divisa el templo de Atena y una panorámica de la ciudad, encuentra un mausoleo im ponente que destaca sobre los demás. Pensará, al principio, que debe ser la tumba de Milcíades o de Cimón o de cualquier otro ilustre ateniense, y creerá que ha sido erigido por el Estado con cargo a los fondos

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públicos. Si entonces le dicen que se trata de la tumba de la hetera Pitionique, ¿qué esperará para después?» Más aún se sorprendería probablemente nuestro hipo­ tético viajero si supiera que tan singular mujer había me­ recido no uno sino dos monumentos; el segundo, en Babilonia, tan suntuoso como el de Atenas, valorados en­ trambos en más de doscientos talentos, una millonada. El caso es que la recordada prostituta habia comenza­ do por lo más bajo, de simple criada de la flautista y hete­ ra Baquis, a su vez pupila de la tracia Sinope, que mudó su burdel de Egina a Atenas, lo que, según uno de sus in­ dignados contemporáneos, la titulaba legítimamente no sólo de triple criada sino de triple puta. Después de su fa­ llecimiento, Hárpalo, el gobernador enamorado, no tardó en buscarse una nueva compañera, la también prostituta Glycéra. Es la vida, que tiene que continuar.

La p r o s t i t u c i ó n s a g r a d a En Grecia, como en toda tierra de garbanzos, la com­ praventa de favores sexuales parecía consustancial a la humanidad. N o obstante había memoria de que en los tiempos más arcaicos este comercio había estado ligado a los templos y había tenido una finalidad religiosa que luego fue paulatinamente perdiendo. Posiblemente el origen de la curiosa institución fuera oriental, indio y ba­ bilónico. Al menos es lo que se deduce de Heródoto (I, 199): La costumbre más infame de los babilonios es ésta: toda mujer natural del país debe sentarse una vez en ia vida en el templo de Afrodita y unirse con algún forastero. Muchas mu­ jeres ricas y orgullosas que desdeñan mezclarse con las demás acuden en carro cubierto seguidas de cortejo y se apostan cer­ ca del templo, pero la inmensa mayoría toma asiento en el re­

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El amor pagado cinto dedicado a Afrodita con su corona de cuerda en la cabe­ za. Unas vienen y otras van. Entre las mujeres hay unos pasi­ llos marcados con sogas y entrecruzados, por los que deambu­ lan los forasteros que quieren escoger. Cuando una mujer se ha sentado allí no regresa a su casa hasta que un forastero le echa en el regazo la tarifa y copula con ella fuera del templo. Al echar el dinero debe decir: «Te llamo en nombre de la diosa Milita.» Las asirías llaman Milita a Afrodita. Cualquiera sea la cantidad de dinero, la mujer no la rechaza: no le está permiti­ do porque ese dinero es sagrado; sigue al primero que le echa dinero y no rechaza a ninguno. Después de la unión, cumplido ya el deber sagrado, regresa a casa y desde entonces no se en­ trega a nadie por mucho que le ofrezca. Las que son altas y guapas regresan a casa pronto, pero las feas se quedan mucho tiempo sin poder cumplir la ley, algunas hasta tres y cuatro años. En ciertas partes de Chipre existe una costumbre seme­ jante.

Heródoto se refiere a los templos de Afrodita Porrté en Pafos y Amatos. La prostitución sagrada estuvo también implantada en Asia Menor, en Persia y en Egipto. En Lidia, en Armenia y en Tebas las vírgenes se consagraban igualmente a la diosa. Oigamos a Estrabón: «Los armenios veneran a Anahita, diosa de las aguas, de la fertilidad y de la procrea­ ción, adorada por los persas y los armenios y que forma triada con los dioses Mazda y Mitra: han levantado tem ­ plos en su honor, concretamente en Akiliseno, donde ofrecen esclavos muchachos y jovencitas y — lo más asombroso— los hombres más respetables del país consa­ gran sus hijas vírgenes; de acuerdo con la ley, éstas se en­ tregan a la prostitución hasta su boda, en honor de la di­ vinidad, y a ningún hombre le parece deshonroso desposarlas después» (Estrabón, Geografía, XI, 14,16). Afrodita Porné, es decir, la puta, tuvo famosos santua­ rios en Abidos, en Chipre, en Corinto y en otros lugares. Incluso los romanos la veneraron, en su templo del mon­ te Eryx, en Sicilia, bajo la advocación de Venus Ericina. 229 *


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Hacia el siglo i, este templo debía de estar muy decaído, como se deduce del relato de Estrabón. Cuando se perdió la memoria de su verdadero origen, la prostitución sagrada se justificaba por motivos patrió­ ticos. En Abidos aseguraban que la ciudad debía su liber­ tad a las prostitutas que en una ocasión emborracharon al enemigo que ocupaba la ciudadela para que las tropas lea­ les pudieran reconquistarla. En Corinto circulaba una le­ yenda similar: cuando el innumerable ejército de los per­ sas amenazaba la ciudad, las rameras intercedieron ante la diosa del amor hasta convencerla de que salvara la Acrópolis. Las prostitutas griegas, y muy especialmente las corintias, honraban a Afrodita y eran las protagonistas de su fiesta y de los sacrificios en su honor. Según Estrabón, «el templo de Afrodita en Corinto poseía tan­ tas riquezas que mantenía a más de mil heteras o híerodoúlai dedicadas a la diosa. Un adinerado ciudadano, un tal Jenofonte, resultó vencedor en el estadio y en el pen­ tatlón de los juegos olímpicos en 464 a. C.; antes de par­ ticipar había hecho un voto solemne: que si resultaba vencedor ofrecería cien muchachas al servicio del tem ­ plo. Píndaro escribió una oda al héroe en la que dice: «Ansiadas muchachas de la rica Corinto, leales servidoras de Persuasión, vosotras que ofrendáis devotamente los dorados granos de incienso fresco y eleváis vuestro espíri­ tu a Afrodita, la celestial diosa del amor (...) reina chi­ priota, Jenofonte ha traído a tu reducto un manojo de cien chicas en amable cumplimiento de su voto.» Las muchachas del templo atraían a muchedumbres de forasteros, circunstancia que enriquecía la ciudad. Los marinos gastaban allí el dinero tan alegremente, que esto dio origen al proverbio «No todo el que va a Corinto saca ganancia». La prostitución sagrada se mantuvo en Corinto hasta el año 146 a. C., en que los romanos destruyeron la ciudad. • 230


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En otros lugares del entorno griego existió prostitu­ ción si no sagrada al menos socialmente aceptada. En Lidia, según Heródoto (I, 94), las chicas casaderas se cos­ teaban el ajuar alquilando sus cuerpos. Hasta el siglo x x de nuestros pecados han llegado instituciones semejantes en sociedades de moralidad aparentemente severa. Nos referimos a ciertas tribus del Norte de África en tas que las mujeres se iban a la ciudad y ejercían el antiguo oficio hasta que reunían un ajuar decoroso con el que casarse. Después, ya de casadas, eran decentísimas.

Putas humildes En el mundo griego, como en todo el mundo antiguo, la prostitución era sociaímente aceptada. En Atenas se atribuía al severo legislador Solón la institución de los prostíbulos: «medida democrática y saludable. Al ver en nuestra ciudad a numerosísimos jóvenes sufrir los impul­ sos de la naturaleza y perderse en la lujuria, has compra­ do esclavas y las has instalado en varios barrios preparán­ dolas y poniéndolas a disposición de todo el mundo».1 Como toda actividad municipal, la prostitución gene­ raba unos impuestos. Un funcionario municipal (pomoteIones) vigilaba que cada rufián o padre de mancebía (pornoboskós] pagara su tarifa anual, la tasa de las prostitutas (télos pomikón). Con una parte de las ganancias de este impuesto se edificó el templo de Afrodita Pandemos, es decir, Afrodita «de todos», la patrona de las putas. Diez funcionarios municipales, los astynómoi, vigilaban el puterío, perseguían la prostitución clandestina que no satis­ facía el impuesto y cuidaban de que las tarifas putiles no fueran abusivas, especialmente las de las libres. Además, pacificaban el ambiente evitando trifulcas y mediando entre los clientes que se disputaban a una misma coima.

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Estos conflictos se arreglaban por lo general echando a suertes a la disputada. Los astynómoi tenían bastante trabajo, ya que el por­ centaje de la prostitución clandestina era muy crecido. Muchas prostitutas se atrevían a captar clientes incluso en la plaza pública, en el agora, donde se hacían pasar por vendedoras de flores, o incluso en cualquier calle o lugar siempre que fueran discretam ente vestidas. Algunas recurrían a un ingenioso procedimiento para captar clientes: calzaban unas sandalias cuya suela iba de­ jando sobre el barro o el polvo una impronta con la pala­ bra akólouthi, «sígueme.» En las ciudades griegas existían putas [pómai) y pros­ tíbulos (pomeia) de muy distintas categorías. Esta abun­ dancia se refleja en el vocabulario. Las putas son diversa­ mente denominadas: apópharsis, «la desmenuzadora»; jephúris, «la del puente»; démia, «mujer pública»; dromás, «la corredora»; katákleistos, «la enclaustrada», o simple­ mente laikástria, «prostituta». Los burdeles solían estar en la zona más pobre de la ciudad y, en las ciudades costeras, cerca del puerto. De hecho era tradicional que los marinos y comerciantes tu­ vieran un amor en cada puerto, como Heracles, que tuvo muchas mujeres sucesivas, quizá debido a que siempre estaba de un lado para otro. En los puertos y embarcaderos pululaban los pihuelos y rufianes que importunaban a viajeros y tripulaciones con ofrecimientos de mercancía humana: «Ven a mi casa. En­ contrarás a una hermosa muchacha.» Otros la pregonaban desde las ventanas de las propias habitaciones: «Mejor ven a la mía que tengo una muchacha más bella y de tez blanca.» Incluso puede que el propio cliente complacido mostrara su gratitud en un grafitti: «Melisa, qué hermosa eres.» Los prostíbulos abundaban en el popular barrio ate­ niense del Cerámico, especialmente a lo largo de la Vía

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Sagrada que conducía al santuario de Eleusis. A lo largo de este camino, ya fuera de la ciudad, había muchas tum­ bas a cuyo abrigo ofrecían su comercio a los viandantes muchas putas baratas. También había putas de medio pelo en las fondas y ventas de los caminos, y en las taber­ nas (matrulleia) de las ciudades, por lo general simulta­ neando su trabajo carnal con el de camareras. Igualmente pluriempleadas se puede considerar a las flautistas, can­ tantes, citaristas y acróbatas integrantes de ciertas com ­ pañías de varietés, las que para redondear el parvo salario merecido por sus habilidades artísticas ejercían la prosti­ tución después del espectáculo. Más adelante volveremos a ellas. Muchos griegos a los que el matrimonio espantaba eran grandes propagandistas de la excelencia del burdel «donde uno ve a las chicas con los pechos desnudos vis­ tiendo ropas transparentes y alineadas al sol. Cualquier hombre escoge a la que le gusta, delgada, benita, curvilí­ nea, encorvada, joven, vieja, menudita, madura». Además, para el que es aficionado a la variedad, yendo de putas se evita los terribles peligros que corre el seductor de casadas. «No tienes que arrimar una escalera para en­ trar subrepticiamente en casa ajena, no tienes que reptar por el ventanuco del dormitorio ni matutearte astuta­ mente en una pila de paja, [las putas] te meten casi a la fuerza en su casa llamándote, si eres ya de edad, papaíto, o, si no, hermanito o jovencito. Y puedes conseguir a cualquiera de ellas por una miseria sin riesgo alguno, de día o de noche.»2 Las prostitutas son «potrancas de Afrodita bien adiestradas, que se exhiben desnudas, for­ mando filas, y sentadas en finas telas. Puedes gozarlas por un módico precio... Esperan completamente desnudas para no engañarte; míralas con detalle ¿No estás en for­ ma? ¿'Piones la moral baja? [Su puerta está abierta de par en par! ¡Ve! Por un óbolo. Date prisa... La muchacha es

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tuya. Hace sin vacilación lo que tú quieres, como tú quieres. Cuando has terminado, la dejas. Puedes mandar­ la a paseo, pues no representa nada para ti».3 Para la m e­ jor comprensión del texto precedente conviene advertir el doble sentido de «puerta» (thyra, pylé) que también significa a veces «vulva» y los graciosos no dudaban en ex­ plotar el equívoco/ ¿Un óbolo?, se habrá preguntado el lector, ¿la mínima moneda evangélica? Pues sí. El equivalente a unas dos mil pesetas de hoy. Si uno no pedía gollerías y se confor­ maba con una profesional del montón, la prestación se­ xual podía resultar así de barata. Cuando Antístenes vio una vez a un adúltero que escapaba, le dijo; «Tonto, podías haberlo conseguido por un óbolo sin correr riesgos» (Díógenes Laercio, VI, 4). No obstante, parece que lo establecido era una tarifa fija por el uso del burdel y una propina o cantidad suple­ mentaria para la puta, el místhoma, que en algunos casos se fijaba de antemano y en otros se dejaba al arbitrio del cliente para que evaluara el esfuerzo de la chica y la re­ compensara en consecuencia. Bien mirado, esa doble ta­ rifa casi equivale a nuestro tradicional tanto y la cama. Dependiendo de la calidad del prostíbulo, el regalo o propina podía consistir en otro óbolo, en un dracma o en una estatera. La tarifa era considerablemente mayor, has­ ta dos dracmas, cuando la chica tenía otras habilidades además de las inguinales. En esto lógicamente se sometía a las leyes de la oferta y la demanda. En Luciano de Samosata la prostituta Cróbile vende la virginidad de su hija Corina por una mina, es decir, cien dracmas. Muchos proxenetas entrenaban a sus chicas de corta edad para artistas de varietés, flautistas o bailarinas, para alquilarlas en los banquetes de los pudientes (en cierta clase de banquetes amenizados con espectáculo de revis­ ta que presumiblemente terminaban en revolcón con las

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chicas del conjunto). Las varietés estaban íntimamente unidas a la prostitución: «Flautistas, bailarinas y rodias instrumentistas de sambuco entraron. Me pareció que es­ tas muchachas estaban com pletam ente desnudas... Después, entraron danzarines itifálicos, saltimbanquis y mujeres desnudas que hacían números de equilibrio en­ cima de espadas y escupían llamas» (Ateneo, IV, 129). En estos casos la tarifa era fijada por la autoridad, para evitar abusos. Parece que el oficio de flautista llevaba prácticamente aparejada la otra capacitación profesional: «Las flautistas púberes que por poco dinero son capaces de aflojar las rodillas de un mozo de cuerda», como lee­ mos en Ateneo (XIII, 571). Las prostitutas caras costaban hasta cinco dracmas y las carísimas, las heteras, no tenían precio fijo. Todo de­ pendía de la oferta y la demanda. Como veremos pormenorizadamente más adelante, sus tarifas no guardaban mucha relación con sus prendas físicas y sus habilidades venéreas. Más bien se cotizaban por estar de moda, lo que las convertía automáticamente en mujeres deseables. (¿No nos recuerda esto a las modernas heteras de la lla­ mada jet set, las de las revistas del corazón que se buscan protectores solventes?) Una de aquéllas, Laius, pidió diez mil dracmas a Demóstenes y el famoso orador declinó su deseo argumentando que «no estaba dispuesto a comprar un arrepentimiento de diez mil dracmas». Como siempre ocurre, también en la antigua Grecia la prostituta barata cedía gran parte de sus ganancias al ru­ fián o al burdel. Debía ser un buen negocio para los ex­ plotadores porque algunos burdeles eran propiedad de ciudadanos ricos. En Grecia, como en casi todo el antiguo Mediterráneo, los burdeles constaban de celdas individuales mal ventila­ das y sucintamente amuebladas con un fatigado jergón. N o obstante, incluso en los más baratos solía haber un 235 *


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baño para que las chicas pudieran realizar sus abluciones higiénicas después de cada sesión.

La cosm opolita A lejandría Las prostitutas solían comenzar a ejercer su oficio muy jóvenes, algunas de ellas con apenas doce años (así es todavía en Oriente y así fue en Europa hasta principios de nuestro siglo). Algunas heredaban la profesión de la madre, como vemos en los Diálogos de cortesanas, casi predestinadas por el origen y el ambiente en el que cre­ cían. Tengamos en cuenta que, en Grecia, una mujer hu­ milde que no se casara no tenía de qué vivir, porque el oficio de tejer, único que se les enseñaba, no daba para ello. No obstante, casi todas las mujeres dedicadas al le­ nocinio procedían de la trata de blancas, una práctica le­ gal y muy activa en todo el Oriente mediterráneo. Algunas alcahuetas adoptaban y criaban a las niñas expó­ sitas abandonadas por sus padres dentro de una vasija; pero también las compraban de corta edad o incluso más creciditas. A medida que se acercaban a la pubertad, el precio aumentaba. También dependía del origen, de la belleza y de las habilidades de la chica. Por una niña ba­ bilonia pagó Zenón cincuenta dracmas. Una muchacha podía costar entre ciento cincuenta y doscientas; un hombre saludable, unas doscientas. A pesar de todo, los proxenetas se quejaban: «No hay oficio más ruinoso que el mío. Más me valdría vender rosas, rábanos, alubias, orujo, que mantener mujeres.»5 Los piratas que infestaban el Mediterráneo hacían a veces incursiones en las poblaciones cercanas a la costa para raptar muchachas que luego vendían como esclavas con destino a la prostitución. La alcahueta Nicareta, «emancipada del eliano Cansíos y esposa del famoso co­

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cinero Hipías, compró siete muchachas todavía jóvenes. Sabía evaluar la futura belleza de las jovencitas y las edu­ caba perfectamente. Nicareta se ganaba la vida de este modo. Decía que estas muchachas eran suyas, que habían nacido libres, para sacar más dinero a los hombres a quie­ nes las prostituía».*’ Del mismo oficio que esta Nicareta había muchas mujeres en Atenas, Corinto y Alejandría. Es curioso que el proxenetismo griego fuera ejercido ma­ yormente por mujeres. Sin embargo, los prostíbulos solían ser propiedad de hombres. Después de la iniciación en el antiguo oficio, la suerte de cada chica podía ser muy varia: unas ascendían de ca­ tegoría y llegaban a ser heteras, es decir profesionales de alto standing, y otras menos atractivas o menos afortuna­ das descendían hasta lo más bajo del arroyo. El aspecto y la capacidad de seducción tenían mucho que ver con la categoría alcanzada. Por eso, las profesionales del amor se maquillaban abundantemente con blanco de albayalde (a base de carbonato de plomo) y carmín (con púrpura ob­ tenida de ciertas algas o del zumo de la planta urchilla, phykos), y vestían prendas transparentes de imaginativos diseños que resaltaran los atractivos y ocultaran los de­ fectos. También usaban adornos, collares, brazaletes, ru­ morosos zarcillos de cobre, cosas así. Y cinturones que eran auténticas joyas, algunos primorosamente bordados con la inscripción: «Quiéreme siempre, pero no te pon­ gas celoso si otros también me consiguen.» Las prostitutas tenían a veces hijos en los que confiar su problemática vejez pero normalmente recurrían a m é­ todos anticonceptivos o, cuando éstos fallaban, al infanti­ cidio. Decíamos más arriba que el infanticidio era una práctica muy divulgada en la sociedad antigua entre per­ sonas que deseaban evitar los riesgos del aborto. Cuando escribimos estas líneas se acaba de divulgar la noticia de que arqueólogos israelíes han encontrado más de cien es­

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Am or y sexo en la antigua Grecia

queletos de niños recién nacidos en la sala de baños de un burdel de Ashkelon. Se sabe que era un burdel por la ins­ cripción, en griego, sobre la puerta: «Entren y disfru­ ten...» Corinto tenía fama de ser una ciudad muy viciosa. No en balde truena el apóstol Pablo contra aquel lugar «re­ construido sobre parajes infames». En el siglo III a. C., Corinto había cedido su fama a Alejandría, famosa «por su belleza, su tamaño, la impor­ tancia de sus recursos y por todo lo tocante a los placeres sensuales» (Diodoro de Sicilia, Biblioteca histórica, XVII, 52,5). Alejandría, en una encrucijada que recibía in­ fluencias orientales, de Egipto, y del Mediterráneo, man­ tuvo a lo largo de tres siglos su liderazgo como capital de los placeres del mundo. Allá acudían los proxenetas en busca de su materia prima, los mercaderes de carne hu­ mana procedentes incluso de Asia Menor y de Lesbos. Aparte había un famoso centro de trata en Náucratís, an­ tiguo campamento de mercenarios al servicio del faraón, cercano a Sais, la capital del Bajo Egipto. Por todas partes los elegantes se sumaban al gusto alejandrino por lo monstruoso, que no es más que una manifestación del cansancio de la cultura clásica y el abandono de sus exi­ gentes cánones. En Alejandría se incorporaron al placer refinadas perversiones inimaginables en la Grecia clásica: el sexo con enanos, con gigantes, con gibosos, lo perverso y lo burlesco. En Alejandría, ciudad cosmopolita por excelencia, ha­ bía oferta para todos los gustos. El barrio chino era el de Canopia (que Propercio llama «Meretrix») pero también se encontraban putas baratas en el humilde barrio de Racotis; las caras, en Basileia o Bruchion. Estrabón alude a los juerguistas que descienden por el canal en barcas «cargadas de hombres y de mujeres, bailando sin recato».

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El amor pagada

L a s b ie n pagas «Tenemos las heteras para el placer; las concubinas, para el uso diario y las esposas de nuestra misma clase para criar a los hijos y cuidar la casa», dice Demóstenes (Contra Neera, 122). Declaraciones como ésta no resultaban especialmente escandalosas porque la sociedad antigua era tremenda­ mente sexista. Ya vimos anteriormente que el matrimo­ nio se disociaba de la noción de placer venéreo. El griego acomodado podia tener en casa una esposa (elegida por motivos de linaje y dote, nunca por amor) y una o varias concubinas escogidas por su atractivo físico o por cualesquiera otras prendas personales. Estas perma­ necían encerradas en el gineceo y dependían enteramen­ te de su autoridad, si bien la esposa quedaba a un nivel superior puesto que administraba la casa y engendraba hijos legítimos destinados a heredar la hacienda familiar. Así pues, además de la esposa y la concubina, algunos griegos acomodados costeaban una amante profesional o hetera. Hetaira es la forma femenina de la palabra hetairos, «compañero», y sirve para designar a la mujer mante­ nida a cambio de prestaciones sexuales, sin que medie contrato matrimonial ni compromiso por parte alguna. Se da por hecho que la hetera es libre de escoger a un cliente y libre de dejarlo. Como una de ellas, la bella Hermíone, decía a Asclepiades de Samos: «Ámame, pero si otro me posee, no te atormentes.» No está muy claro el origen de las heteras, pero pare­ ce que esta prostitución de lujo surgió en Jonia en el si­ glo VIH a. C. coincidiendo con el progresivo confinamien­ to de las esposas y el apartamiento de la mujer de la vida pública. Anfis, un poeta del siglo IV, declara el secreto del atractivo de estas cortesanas: «Una hetera tiene una bue­ na razón para mostrarse más agradable que una esposa.

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Amor y sexo en la antigua G recia

Por desagradable que sea la esposa, la ley obliga a conser­ varla; la hetera, en cambio, sabe que no puede retener a un amante como no sea cuidándolo, de lo contrario ten­ drá que buscarse otro.» Las heteras alcanzaron una elevada posición en la Grecia clásica, especialmente en las ciudades más prós­ peras y liberales, Corinto, Atenas, las colonias, Alejandría y Náucratis, en Egipto. Llegar a ser hetera era el sueño de toda prostituta jo­ ven, pero además de un gran atractivo físico y perfecto dominio de las artes de la seducción, se necesitaba inteli­ gencia y mucho ingenio para llegar a cotizarse tan alto. Las más famosas cortesanas solían labrarse la carrera des­ de lo humilde; a menudo, los clientes que las tuvieron por cuatro perras se quejaban de que no los recibieran cuando se encumbraban: «Yo era el amante de Friné cuando robaba alcaparras y no poseía su actual fortuna. ;Con todo el dinero que le he dado, ahora me da con la puerta en las narices!» (Ateneo, XIII, 567). La hetera no se buscaba meramente por el revolcón, sino además, e incluso más bien, por la compañía y la con­ versación. La hetera procuraba cultivarse para poder man­ tener una conversación elevada con sus clientes más exi­ gentes. También sabían música y canto y podían amenizar una reunión contando chistes verdes y cuentos eróticos. Hay grandes alabanzas de ellas y también grandes invecti­ vas contra su codicia y crueldad. Meleagro llama a la hete­ ra «la maligna fiera en mi cama». A pesar de ello llegaron a ser tan famosas y prestigiosas que, en tiempos de Polibio, las mejores casas de Alejandría recibían nombres de famo­ sas heteras y algunas colocaron sus propias estatuas dentro de los templos (con sentido votivo, como las lápidas inscri­ tas que vemos hoy en muchos santuarios). La diferencia entre la hetera y la prostituta rasa de la que hablábamos más arriba era, a veces, sutil. Para em pe­

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El amor pagado

zar, había heteras de muy distintas categorías; mientras las inferiores se alquilaban para acompañar en banquetes acabados en orgía, las más refinadas se limitaban a acom­ pañar a personajes importantes. Las de más baja catego­ ría es evidente que podían confundirse fácilmente con el puterío del que intentaban despegar. Paralelamente, las heteras venidas a menos y ya envejecidas, si no tenían quien las retirara o se retiraban ellas mismas, iban per­ diendo clientela y fatalmente regresaban al estatus putií del que salieron. Más de una acabó recluida en un burdel del Cerámico y se vio obligada a enviar a las criadas y ser­ vidores al puerto para reclutar clientes entre los marinos y viajeros que descendían de los barcos. Es la tragedia de la mujer que fue valorada principalmente por sus encan­ tos físicos y vive amargamente el ocaso de su belleza. Nadie lo explica mejor que el poeta: «Te lo advertí, Prodice: nos estamos haciendo viejos. ¿No te avisé de que lo que destruye el amor llega pronto? Mira tus arrugas, tus cabellos grises, tu cuerpo decrépito y tu boca que ha perdido la gracia de la juventud. [Qué orgullosa eras! ¿Quién piensa hoy siquiera en abordarte o en adularte para sacar algo de ti? Ahora pasamos por delante de ti como por delante de un sepulcro.»7 El caso de Leide resulta especialmente aleccionador: «Es perezosa y siempre está borracha. Lo único que le in­ teresa es comer y beber. Es como un águila: las rapaces cuando son jóvenes atrapan sus presas y las llevan a las ci­ mas de las montañas para devorarlas, pero cuando enveje­ cen perchan hambrientas en los templos de los dioses y hay quien lo considera presagio divino. En este sentido, Leide es un prodigio. De joven y lozana era altiva y resul­ taba más fácil que te recibiera el sátrapa Farnabazo que ella. Pero desde que, con los años, su cuerpo ha perdido la belleza, verla es más fácil que escupir. Ahora merodea por todas partes y lo mismo le dan una moneda de oro que 241 •


A m or y sexo en la antigua Crecía

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El amor pagado

Escena de sexo en grupo en la circunferencia de una copa. Nótense los rostros brutales de los sátiros, las colas de caballo y sus penes muy desarrollados (contra la norma esté­ tica griega, que dibuja el pene anormalmente pequeño). El sátiro de la derecha se dispone a copular con una distraída esfinge. La esfinge, animal mitológico compuesto, tiene ga­ rras de león, motivo por el cual es licito dudar de que el agresor consiga su propósito. Nicóstenes, detalle de la decoración de una copa (siglo VI a. C.), Antiken Museum, Berlín,

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tres óbolos, y lo mismo recibe a jóvenes que a viejos. Tan suave anda que come en tu mano» (Ateneo, XIII, 570). Omitiendo las categorías intermedias en las que no se da una pauta fija, las constituidas por heteras en deca­ dencia y prostitutas en ascenso, quizá podamos estable­ cer que la hetera es menos promiscua que la mera prosti­ tuta, que tiende a mantener una relación más larga con un solo cliente, que trabaja en un medio más elegante y vive de un escogido grupo de clientes solventes, mientras que la prostituta de menos categoría tiene muchos clien­ tes y sus ingresos dependen del número de prestaciones sexuales. Además, y quizá sea ésta la diferencia más im­ portante, la hetera sale carísima, aunque no cobre a tanto el acto, porque vive con gran tren de lujo y para tenerla contenta y que no se vaya con otro hay que consentirle muchos caprichos, por lo general carísimos. A la hora de establecer diferencias entre la hetera y la mera prostituta conviene tener en cuenta que los mismos griegos confundieron a veces los términos. Tenemos, por ejemplo, el caso de una tal Senobastis, considerada hete­ ra, cuya actitud parece más propia de iza de baja estofa. En efecto, estaba asomada a la ventana cuando vio pasar ante su casa a un tal Heraclides, hombre ya de cierta edad, y lo invitó a pasar, pero al no hacerle él caso salió a la calle y lo agarró del brazo. Como el asediado se resis­ tiera, ella no sólo le hizo un desgarrón en la manga sino que además le escupió en la cara. Y no quedó así la cosa sino que la furcia, regresando a su habitación,-sé asomó a la ventana y le vació el orinal encima de la cabeza.8 La di­ ferencia esencial puede radicar en que muchas heteras eran personas cultas que se pulían y asistían a escuelas fi­ losóficas (Epicuro tuvo seis de ellas como alumnas) y sa­ bían mantener una conversación de tono elevado en un sympósion, mientras que las modernas cortesanas suelen meter la pata cada vez que abren la boca.

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El am or pagado

Lo que más se apreciaba en la hetera era que fuera culta e ingeniosa y pudiera acompañar a su amante en so­ ciedad. El alabado ingenio de las heteras se basaba en cierta habilidad para componer frases de doble o hasta de triple sentido bastante descaradas y a menudo con un im­ plícito componente sexual. Los escritores de la época han transmitido muchas celebradas réplicas de famosas heteras. A una de ellas, que iba a casa de un amante fa­ moso por heder a sudor más de lo normal, le preguntaron a dónde iba y respondió con un verso de Eurípides en boca de Medea: «A vivir con Egeo, el hijo de Pandión.» El doble sentido consiste en que el nombre «Egeo» procede de la misma raíz que «cabra» y ya se sabe cómo huelen las cabras. Por lo general, la hetera permanecía unida a un mismo amante durante meses, incluso años, y no se acostaba con otros o no se acostaba mucho con otros. Las heteras, a pesar de las cortapisas que les imponía su estatus, eran lo más parecido a una mujer liberada y dueña de su propio destino que hubo en la época clásica. Los maridos les dedicaban muchas de las atenciones que jamás hubieran profesado a sus mujeres legítimas. Además, eran libres de acompañarlos a lugares públicos. Aparecer en compañía de una hetera famosa era un signo externo de riqueza. Si, a pesar de ello, las esposas legíti­ mas las odiaban, era quizá no tanto porque estuvieran sa­ tisfaciendo sexualmente a sus maridos en detrimento del débito, como por la merma del patrimonio familiar que el mantenimiento de una hetera acarreaba. La sangre no solía llegar al río pero a veces llegaba. Una famosa hetera, Lais de Hicara, fue linchada por una turba de esposas tesalias en el santuario de Afrodita. A falta de mejor arma la agredieron con taburetes. A partir del siglo IV a. C., las heteras ascendieron de categoría y fueron reconocidas y admiradas. Jenofonte 245 *


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dice de Sócrates: «Cuando alguien afirmó que la hetera Teodota era indescriptiblemente bella y que era la mode­ lo favorita de los pintores, el maestro dijo: "En lugar de juzgar por habladurías, vayamos a comprobarlo.”» Fueron, pues, a donde Teodota estaba y la encontraron posando para un pintor. Sócrates conversó con ella cor­ dialmente. Desde entonces, y hasta bien entrada la época helénica, los generales se hacen acompañar de ellas, ade­ más de otras cortesanas y bailarinas. En 307 a. C. Demetrio Poliorcete, flamante tirano de Atenas, se insta­ ló con sus chicas en el Partenón. El poeta Filípides lo cen­ sura: «Ha convertido la Acrópolis en un burdel y ha al­ bergado prostitutas en la casa de la virgen [Atena].» Además las sostenía con cargo a la sojuzgada ciudad, que tuvo que satisfacer un tributo de doscientos cincuenta ta­ lentos para el mantenimiento de semejante harén. Sin embargo, a la manera griega, Demetrio era hombre reli­ gioso. Al menos construía santuarios de Afrodita Lamia o Leena para que se rindiera culto a sus rameras. En la época clásica hubo famosas heteras a las que se reservaban plazas en el teatro como a los magistrados más honorables. Los intelectuales, los artistas y los hom­ bres de empresa se disputaban su amistad. Incluso los po­ líticos las tenían en cuenta cuando planeaban la campaña electoral (también ocurre en nuestros días si el lector se para a pensarlo]. Temístocles, en una ocasión, se lució en la plaza pública sobre un carro en compañía de cuatro fa­ mosas heteras. Otras versiones del mismo asunto aseve­ ran que las heteras no iban en la plataforma sino en el palo, tirando del carro. Esto ya parece menos creíble. Los políticos, que, como se sabe, son los ciudadanos más inte­ resados en mantener una buena imagen pública, intima­ ban abiertamente con heteras sin que nadie se lo repro­ chara. También es cierto que no tas pagaban, como en nuestros turbios tiempos, con tarjeta de crédito a cargo

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del contribuyente, sino de su propio peculio, muy a la vista de los electores. A veces la relación entre cliente y hetera derivaba en un vínculo más estrecho y verdadero que el del matrimo­ nio. Alguna hetera renunció, por amor, a los aspectos más mercantilistas de su profesión y consintió en convertirse en concubina y sustituía de la esposa legítima. Una de ellas, Aspasia («la adorable»), estuvo unida largos años al estadista Pericles, quien, según Antístenes, la visitaba hasta dos veces al día, y tuvo hijos suyos a los que la opo­ sición a veces llamó «hij oputas». Hijoputas y todo, algu­ nos hijos de heteras se promocionaron tanto como si pro­ cedieran del mejor linaje. Temístocles, por ejemplo, era hijo de la hetera tracia Habrótonon. Volviendo a Pericles, los poetas cómicos que lo llama­ ban «el gran Olímpico» como un nuevo Zeus, a Aspasia la apodaban, irónicamente, «Hera». Pericles se divorció de su mujer para casarse con ella, aunque no pudo ser esposa de pleno derecho sino solamente concubina debi­ do a su condición de extranjera. M uchos creen que Aspasia influyó decisivamente en numerosas decisiones políticas de Pericles, entre ellas la guerra entre Atenas y Samos que tanto favoreció los intereses de Mileto, la pa­ tria de Aspasia. Se rumoreaba también que actuaba como alcahueta de su marido, buscándole muchachas jóvenes, e incluso que regentaba un burdel. En una oca­ sión la acusaron de impiedad (asébeia), algo muy grave en Atenas, pero Pericles consiguió que la exculparan. A la muerte de Pericles se casó con un hombre humilde llamado Lisíeles. La hetera podía decidir la política de un gran hombre pero no podía aspirar a un matrimonio decente. El caso de la hetera Herpilís es ejemplarizante. Era más bien con­ cubina, que dio un hijo a Aristóteles, Nicómaco (el desti­ natario de Etica a Nicómaco). Se quisieron como esposos, 247 *


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ella vivió con el filósofo hasta su muerte y él le dejó en herencia parte de su fortuna. Las heteras inspiraron toda una literatura. Macón de Sicíón, Ateneo y otros escritores muy aficionados a la crónica escandalosa (nuevamente revistas del corazón, avant la lettre) transmitieron a la posteridad sabrosos chismes de las heteras más famosas.

Escuela de sed u cto ra s En los tiempos más espesos de Alejandría y la deca­ dencia, cuando la literatura se convirtió en un mundo en sí misma, con derivaciones insospechadas, los manuales para heteras pasaron de mano en mano y se leían con avi­ dez. Probablemente se trataba de obras apócrifas, meros recuentos de las variadas argucias usadas por las profesio­ nales para desplumar al incauto. El misógino mensaje sublíminal era obvio. En cualquier caso, estos manuales de autoayuda, como se llaman ahora, debieron ser muy sustanciosos y aleccionadores. La hetera debía ser ducha no sólo en la práctica del amor (en las copas decoradas con escenas eróticas, las heteras se entregan vaginal, anal u oralmente y en las más variadas posturas) sino en la teórica, en los modos de atraer al cliente solvente y ordeñarle la cuenta corriente. Un modo frecuente de hacerse valer consistía en enfrentar a dos rivales por celos, lo que aseguraba un aumento de la cotización. Al propio tiempo, la prolonga­ ción del juego sumía en la desesperación a los preten­ dientes y contribuía también al alza. De uno de estos manuales para heteras tomó segura­ mente Propercio (IV, 5) las argucias que denuncia: la pri­ mera condición de la hetera es aborrecer la lealtad y aprender a mentir, a disimular, y actuar siempre como si • 248


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se tuviera otros amantes para provocar los celos y la an­ siedad en el cliente. Si se pone hecho una fiera y te tira del pelo, no importa porque tendrá que repararlo con dinero. Si le llega encalabri­ nado dile que es el día de Isis o cualquier otra festividad reli­ giosa en la que hay que guardar castidad. Manten despiertos sus celos escribiendo cartas delante de él o procura que descu­ bra señales de los mordiscos de otros amantes en tu cuello y en tus pechos (...). Dale severas instrucciones a tu portero: si lla­ man a tu puerta de noche que sólo abra a los ricos (...) no re­ chaces a los pobres si traen dinero, ni a los soldados, ni a los marineros, recuerda que esa mano callosa viene a traerte dine­ ro. Y en cuanto a los esclavos, si traen dinero en el bolsillo, no tienes por qué avergonzarlos recordándoles que fueron pues­ tos a la venta en el Foro. ¿Qué sacas de un poeta que te pone en las alturas en sus versos pero no tiene con qué regalarte? Aprovecha ahora que tienes la sangre alegre y la cara tersa y sin arrugas porque la juventud se acaba pronto.

El negocio de la hetera exigía un exquisito cuidado de las apariencias. Debía vivir en casa lujosa, con portero que filtrara las visitas y disuadiera a los impecunes y mos­ cones, a ser posible un robusto tracio. Tenía que aprender a caminar y comportarse con elegancia, erguida, ponien­ do un pie delante de otro; tenía que vestirse y maquillar­ se hábilmente para realzar sus cualidades y disimular sus defectos. Si era bajita, se ponía alzas de corcho en el cal­ zado; si demasiado alta, andaba con finísimas suelas; si escurrida, rellenos que m ienten pechos valentones. También existían rellenos glúteos para las culibajas. Las heteras, innecesario decirlo, conocían todos los se­ cretos de la cosmética y de la moda. Contra lo que parece norma general del vestido griego, que se mantuvo inva­ riable, sin apenas cambio, a lo largo de siglos, las prendas de las heteras, a menudo diseñadas por ellas mismas para resaltar sus encantos y ocultar sus defectos, terminaron dictando la moda de las elegantes. 249 •


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El comediógrafo Alexis dice que las heteras saben componerse con tal maestría que son capaces no sólo de acrecentar sus encantos sino de inventarlos. A medida que ganaban categoría invertían en el tocador más tiem­ po y más presupuesto que una prostituta normal, espe­ cialmente si ya iban de recogida y los estragos de la edad comenzaban a notarse. Luciano (IX, 408) se mofa de la hetera en declive que se tiñe el pelo e intenta ocultar la edad y las arrugas bajo una capa de maquillaje, carmín: «No tengas cuidado que el maquillaje nunca sacará una Helena de una Hécuba.» En un tiempo en que la escasa higiene dental determi­ naba que las dentaduras se deterioraran pronto, especial­ mente en las mujeres descalcificadas por las preñeces, las heteras que conservaban buena dentadura no perdían ocasión de lucirla: «Como las cabezas de los cabritos en el mostrador de la carniceria, llevan entre los dientes una ramita de mirto para poder conservar la boca entreabier­ ta» (Ateneo, XIII, 568).

La bella c o d icio sa Los detractores de las heteras, que suelen ser, en gene­ ral, los detractores de las mujeres, lanzan contra ellas dos principales acusaciones: son codiciosas y son borrachas (un infundio este último que también arrojaban sobre las .pobres amas de casa). Los supuestos defectos de las hete­ ras dieron pie a innumerables chistes. Por ejemplo, a Lembión y Cercirion, dos renombradas profesionales que ejercían en el puerto de Samos, las llamaban «mujeres pi­ ratas». El símil pirático, junto con el del naufragio (los gran­ des terrores de un pueblo esencialmente marinero), se re­ pite en distintas composiciones. Es conocido el epigrama •250


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de Hédilo que cuenta cómo tres heteras, Eufro, Tais y Bondion, desplumaron a tres acaudalados mercaderes y los dejaron con sólo la camisa, «tan pobres como si hu­ bieran naufragado». La moraleja del epigrama es que el hombre prudente «debe evitar a esos piratas de Afrodita y sus bajeles porque son más peligrosos que las sirenas». También es verdad que ellas no hacían nada por disi­ mular su codicia, conscientes de que la juventud es un bien fugaz y de que el tiempo apremia. Un personaje de Alcifrón, la hetera Filomena, escribe a su amante Criotón en estos términos: «¿Por qué te molestas en escribirme largas cartas? Lo que yo quiero son cincuenta monedas de oro, no cartas. Por lo tanto, si me quieres, afloja la pas­ ta; pero si quieres más a tu dinero no necesitas seguir molestándome. Adiós.» N o se puede decir que la bella se anduviera por las ramas. Caso similar es el de la hetera Petále que le escribe a su amante en estos términos: «Ojalá una cortesana pudie­ ra mantener su casa con lágrimas. Entonces sería rica, porque tú me das muchas. Pero, tal como son las cosas, lo que necesito es dinero y ropa, muebles y criados. En eso consiste la vida. Lamentablemente no heredé una gran finca en Mirrino ni tengo acciones en minas de plata. Dependo solamente del dinero que gane y de los míseros regalos bañados en lágrimas que me envían enamorados tontos.» Aristófanes lo dice en elegantes términos: «Las heteras de Corinto, si un pobre suplica por su amor, no le hacen caso, pero si es rico le ponen inmediatamente el trasero.» «Se había enamorado uno en Egipto de la cortesana Tonis, que le pedía una gran suma; pero habiéndole pare­ cido después entre sueños que yacía con ella, se enfrió su deseo, y ella le puso pleito por defraudarle la paga. Diose cuenta a Bocoris, y mandó que el amador trajera a su pre­ sencia, en una bolsa, todo el dinero prometido, y que lo 251 •


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balanceara de un lado a otro para que la cortesana se con­ tentara con la sombra del talego, dado que la imaginación es sombra de la realidad; pero la afectada protestó que la sentencia no era justa puesto que la sombra del dinero no había satisfecho su codicia del mismo modo en que el sueño había satisfecho el deseo del mancebo» (Plutarco, Demetrio, XXVII). Las heteras no guardaban ausencias ni concedían pró­ rrogas a amantes sin blanca. La hetera abandonaba al amante esquilmado para irse con cualquier otro que le ofreciera más. Incluso cuando tenían apalabrada una no­ che podía darse el caso de que el obcecado amante se en­ contrara la puerta cerrada porque algún competidor se le había adelantado con una oferta mejor. Pitias, hija de la hetera Nico, dejó en la puerta al poeta Asclepíades. (Y se comprende: los poetas nunca han sido ricos.) No obstante lo dicho, hay que consignar raras y cele­ bradas excepciones de heteras generosas e incluso abne­ gadas. Entre ellas cabe destacar el caso de la hetera Lena, amante del tiranicida Harmodio, que murió durante el interrogatorio sin delatar a su enamorado. También es memorable la historia de Plangón (es decir, «1a muñeca»): «Como era muy hermosa, un joven de Colofón se ena­ moró de ella, aunque ya tenía a Baquis de Samos. El jo­ ven ponderó ante Plangón la belleza de Baquis y como la hetera quisiera quitárselo de encima se le ocurrió pedirle el famoso collar de Baquis. Tanto insistió el enamorado que Baquis acabó por cederle el collar y él se lo regaló a Plangón, quien, emocionada por la generosidad de Baquis, se lo devolvió, y se entregó al joven. Desde en­ tonces las dos heteras se hicieron íntimas amigas y entre las dos hicieron feliz al joven.» Los jonios, admirados de tanta generosidad, apodaron a Plangón Pasifíle, es decir, «la amiga de todos». El poeta Arquíloco la compara en un epigrama con la higuera que alimenta generosamente a •252


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las cornejas. «La higuera parece simbolizar la vulva, y las cornejas podrían aludir a los penes de los clientes.»9 Las ganancias de las heteras no siempre eran tan fabu­ losas como algunos testimonios dan a entender. En reali­ dad no existían tarifas fijas. A una de ellas, Lerne, la apo­ daban D idracam a porque cobraba dos dracmas por prestación, pero otra igualmente famosa, Europa, cobra­ ba una media de un dracma por prestación. Baso, en un epigrama, dice que le paga a Corina los acostumbrados dos óbolos porque él no es Zeus que pueda producir un chorro de oro en el regazo de la amada ni tiene intención de impresionarla con las hazañas de los dioses, volverse toro para raptar a Europa o cisne para encantar a Leda. Debe estar exagerando porque dos óbolos es una suma exigua, quizá suficiente para una puta barata, nunca para una hetera que se precie. El salario de la hetera era muy variable. Algunas veces se ajustaba a una tarifa; otras, a un contrato que asegura­ ba el disfrute exclusivo de la bella durante un periodo de tiempo. En este caso, además de regalarle joyas y dinero, el protector se hacía cargo de los gastos de la casa, del mercado, de los criados, etc. Entonces como ahora, las joyas eran el mejor pasapor­ te para llegar al corazón de la hetera. En una cerámica roja vemos una hetera sentada en artístico sillón, con el joyero abierto ante ella mientras un joven que presumi­ blemente aspira a merecer sus favores le ofrece un collar.

G alante galería El mundo antiguo nos ha legado más nombres de he­ teras que de filósofos o de poetas. Algunas son heteras de ficción, las que aparecen en las comedias de mayor éxito («Thálatta», «Ophánion», «Opóra»...), pero otras fueron

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mujeres de carne y hueso y a más de dos mil años de dis­ tancia siguen asombrándonos con su ingenio, su codicia y su belleza. Las heteras se buscaban nombres musicales y exóticos (como, por cierto, las modernas heteras que se anuncian en la sección Relax de nuestros periódicos). A Hoia, por ejemplo, la apodaban Antikyria («heléboro») porque esta planta se consideraba remedio contra la locura. Al pare­ cer Hoia se especializaba en clientes pirados. Otros opi­ nan que el apodo le vino porque su protector, el médico Nicóstrato, le dejó al morir un manojo de helleborus mñdis por toda herencia. A algunas heteras delgadas y de ojos grandes las llama­ ron Aphye («pececillo»). Lais se llamaba Axíne («hacha»), porque era muy cortante cuando exigía algo. Glycéra («la dulce»); Boopis («ojo de becerra»); Friné («el sapo»); Lais («la del pueblo»); Leontion («la leoncilla»); Gastrodóra («la que regala su vientre»): casi todos los apodos aludían a peculiaridades o costumbres sexuales. Nikión se apoda­ ba Kynámuia («mosca de perro») por la expresión de la cara. A Nannión la llamaron Proskénion («escenario de tea­ tro»), porque disimulaba con ropa vistosa y bien com ­ puesta un cuerpo feo. La hetera Sinoris se llamaba Lyknos («lámpara»), porque empinaba el codo y siempre andaba seca. A la famosa Filematón la conocían por Pagis («trampa») porque era la perdición de los hombres. Calliston se llamaba Hys («cerda») quizá porque no era tan limpia como convendría a su profesión. «Aparte de que en griego casi todas las voces que significan “cerdo” pueden denotar a la vez "vulva" en malicioso calambur.»,ü Otro nombre de Calliston era Ptokheléne («Helena la mendiga») porque no se gastaba mucho en ropa. Tal vez no lo necesitaba, puesto que su clientela no era nada del otro mundo: se cuenta que en una ocasión se fijó en unas marcas que tenía el cliente, evidentemente causadas

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por azotes, y le preguntó por ellas: «Es que, de niño, me derramaron encima un puchero de caldo.» Y ella, riendo, te replicó: «Debió de ser caldo de ternera», aludiendo a que los látigos se hacían con piel de ternera. La bella Metique era más conocida por Klepsydra, es decir, «reloj de agua», porque tasaba sus favores por ho­ ras. Entonces esta actitud parecería abusiva; hoy, por des­ gracia, es muy normal que las modernas heteras cifren el tiempo en un cuarto de hora y aun las de ambiente mili­ tar, con gente a la puerta, en cinco minutos, sin conside­ ración alguna a los clientes sensibles que, en el momento de mayor ardimiento, sufren disfunciones eréctiles de origen psíquico, atribuibles a la propia premura con que han de ejecutar el acto. Hubo una Rodopis, esclava tracia de origen, empleada por el dueño en las tareas del amor, en Náucratís, que, después de comprar su libertad, logró prosperar y llegó a ser tan conocida como rica. Algunos biógrafos aseguraron que se había hecho construir un mausoleo en forma de pirámide. También aseguran que con el diezmo de sus ganancias donó a Delfos varios asadores (obeloí) que los autores antiguos confundieron con obeliscos (obelískoi) porque las dos palabras se parecen en griego. «Obelos, en equívoco malicioso, puede denotar al “pene", a la vez que al “asador", como se desprende de Aristófanes (A carilienses, 795-796) en el famoso pasaje de las cerdas».11 Los asadores de marras, aunque exvoto más modesto que los obeliscos, eran, no obstante, de respetables proporcio­ nes. Cada uno de ellos podía servir para asar un buey. La más famosa hetera fue, quizá, Tais de Atenas, la bella e inteligente amante de Alejandro Magno. Se dice que cuando, después de la derrota persa de Gaugamela (331 a. C.), Alejandro capturó la ciudad de Susa y luego Persépolis, antigua capital del reino de Darío, en el ban­ quete de la celebración Tais propuso a su amante que in­ 255 *


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cendiara los palacios reales de las ciudades conquistadas para vengar el incendio de los templos de la Acrópolis de Atenas por los persas en tiempos de Jerjes. Era ya de ma­ drugada y a Alejandro y a sus conmilitones, todos borra­ chos, la idea les pareció excelente. Se proveyeron de an­ torchas y dieron a las llamas aquellos nobles edificios, probablemente los más suntuosos del mundo. A la muerte de Alejandro, Tais se casó con su general Tolomeo I, y llegó a ser reina consorte de Egipto. Lamia de Atenas, hetera del tiem po de Dem etrio Poliorcete, comenzó su carrera como flautista y llegó a ser tan rica que reconstruyó a sus expensas la galería pin­ tada en Sición, no lejos de Corinto. Era una fiera en la cama. En una ocasión unos embajadores atenienses nota­ ron que Lisímaco tenía grandes marcas de cicatrices en los brazos y las piernas: «Se deben a que en una ocasión luché con un león», les explicó. Los embajadores, riendo, le respondieron que su rey Demetrio también tenía la es­ palda y el cuello cubiertos de señales de mordiscos y ara­ ñazos de otra fiera peligrosa, la Lamia. Aludían a las mar­ cas que le dejaba la fogosa hetera en sus cojoquíos amorosos. Gnatena era famosa por su ingenio. Un admirador le envió una botella de vino de una cosecha famosa de mu­ chos años. «Pues para tener tantos años es muy pequeña», le replicó la bella. Gnatena tuvo una nieta igualmente atractiva, Gnatenión, que siguió la profesión de la abue­ la. Un forastero ya anciano las vio un día juntas por la ca­ lle y mandó preguntar cuánto le cobrarían por una no­ che. Gnatena, viéndolo rico, pidió mil dracmas; él ofreció quinientos. «Está bien —dijo Gnatena— , dame lo que quieras. Sé que a mi nieta le darás el doble.» Dos heteras se llamaron Lais. La mayor, célebre por ser tan bella como codiciosa, nació en Corinto y vivió en tiempos de la guerra del Peloponeso; la menor era sicilia­

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na, de Hicara, y contó entre sus amantes al pintor Apeles. Era famosa por sus pechos, que los tenía grandes y empi­ tonados, como caídos para arriba, y le atraían clientela hasta de lejanas tierras. A lo mejor fue por envidia de ellos por lo que la linchó una turba de mujeres tesabas celosas, y presumiblemente escurridas. Las anécdotas que se cuentan sobre Lais no se sabe bien a cuál de las dos pertenecen. De la segunda se cono­ ce que, todavía doncella, fue a llenar un cantarillo de agua de la fuente Pirene, en Corinto, y Apeles, el célebre pintor, se prendó de ella. Los amigos del artista se rieron y le dijeron: «Deberías haberte fijado en una hetera.» Y él replicó: «La haré hetera a su debido tiempo.» Se cuenta que el filósofo Aristipo vivía con ella en la isla de Egina dos meses al año, en el festival de Posidón. A los colegas que le reprochaban su dependencia de Lais les replicó: «La hago mía, pero no me hago de ella.» En otra ocasión su administrador le llamaba la atención sobre la excesiva cantidad del dinero que se gastaba en ella: «Soy generoso con ella para disfrutarla, no para evitar que otros la disfruten.» Y a Diógenes, que le afeaba su intimi­ dad con una puta, le preguntó: «¿Le harías ascos a una casa porque otra gente haya vivido en ella o a un barco porque otros hayan viajado en él?»; «Por supuesto que no», respondió el otro. «Pues tampoco hay que ponerle pegas a una mujer porque otros la hayan poseído antes.» Otro razonamiento de Aristipo parece igualmente irre­ prochable: «No creo que el vino o el pescado me quieran y sin embargo los tomo con placer.» Friné, de nombre Mnesarete, nació en la aldea de Tespia, en Beoda, Cómo sería de peligrosa, que los poe­ tas la comparaban con Caribdis, el famoso remolino que tragaba barcos y marinos. Aun así era tan hermosa que valía la pena perderse por ella. En una ocasión la llevaron a un juicio y su defensor, Hiperides, le desgarró la ropa y 257 *


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Por lo que sabemos, la postura copulatoria más corriente entre los griegos era la del misionero. Cuan­ do l.isistrata, la heroína de Aristófanes, se propone negarse al varón dice: «no elevaré hacia el cielo mis sandalias persas (...), no yaceré como una leona sobre un rallador de queso». La dama representada en nues­ tra ilustración está cómodamente instalada entre mu­ llidos cojines. Por el contrario, el galán que la sirve se ve obligado a mantener las piernas plegadas en un ex­ traño e incómodo escorzo, incluso con las rodillas ca­ yendo inverosímilmente a los lados del lecho. Ello se debe a la limitación espacial que impone la circunfe­ rencia de esta copa de figuras rojas. Triplolenios, detalle de una copa decorada con fi­ guras rojas (470 a. C.), Museo de Tarquinia.

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la dejó en top less ante los jueces. Los magistrados queda­ ron tan hechizados por la belleza de su busto que no se atrevieron a condenarla. Ya queda dicho que, para los griegos, belleza y bondad eran casi equivalentes. Friné era «más bella en las partes que no suelen mos­ trarse y no era fácil verla desnuda porque solía vestir un khitón ajustado y no frecuentaba los baños públicos. Pero cuando el pueblo griego estaba reunido en Eleusina, du­ rante el festival de Posidón, se desnudó para que todos la vieran, se soltó el cabello y se sumergió en el mar, desnu­ da; aquella escena inspiró a Apeles su Afrodita saliendo del mar. También Praxíteles, el famoso escultor, fue uno de sus admiradores y la tom ó com o m odelo para su Afrodita de Cnido» (Ateneo, XIII, 590 y ss.). D e la astucia de Friné se cuenta que cuando Praxíteles le regaló una estatua, la que más le gustara, ella escogió un Eros que donó al tem plo de su pueblo natal, en Tespia, con lo cual aquel lugarejo se convirtió en meta de peregrinación de los amantes del arte durante un siglo. Sus agradecidos paisanos encargaron a Praxíteles una es­ tatua de la hetera bañada en oro y la pusieron en Delfos, sobre una columna de mármol del Pentélico, entre las es­ tatuas de famosos personajes. El único que protestó fue el filósofo cínico Crates, quien dijo que la imagen de la hetera era «un monumento a la intemperancia griega». A Plutarco le pareció «un trofeo conquistado sobre la luju­ ria de los griegos». N o sería el único caso de hetera consa­ grada en un templo: otra famosa cortesana, Cottina, hizo colocar su estatua en el templo de Stena (la diosa de la ciudad y del pudor). Sólo falló Friné en una ocasión: cuando apostó que se­ duciría al hombre de moralidad más intachable de Grecia, el filósofo Jenócrates, y fracasó. Era tan rica que en el año 335 a. C. se ofreció a costear la reedificación de las murallas de Tebas a condición de

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que pusieran en ellas una placa conmemorativa con la inscripción: «Destruidas por Alejandro, reconstruidas por Friné, la hetera.» Ciro el joven tuvo una amante focea, de nombre Milto aunque él la llamaba Aspasia. La chica lo acompa­ ñó en sus campañas contra su hermano Artajerjes y cuan­ do Ciro murió en la batalla de Cunaxa (401 a. G ), pasó a ser propiedad del rey Artajerjes Mnemón, al que tam­ bién cautivó hasta el punto de que fue causa de fricción entre él y su hijo Darío, Darío perdió la vida al rebelarse contra su padre.

Las cortesanas del Renacimiento La imposición del cristianismo como norma oficial en el mundo clásico a partir del siglo ui dio al traste con el brillante mundo de las heteras y los sympósia. Putas las siguió habiendo, incluso putas caras, pero no con la pu­ blicidad y el glamour de las antiguas. Habría que esperar al Renacimiento para que la nueva valoración del mundo clásico por los humanistas determinara la imitación de muchas costumbres griegas, entre ellas la de las heteras y la del amor homosexual. Las nuevas heteras, ahora llamadas cortesanas, vivían en palacios, rodeadas de lujo y refinamientos. Como an­ taño en Grecia, tuvieron mayor predicamento en las prósperas repúblicas del comercio marítimo, especial­ mente en Venecia. La gran ciudad cosmopolita y empo­ rio comercial era puente cultural entre Oriente y Occi­ dente, como antaño Alejandría. Las nuevas heteras eran las reinas indiscutibles de las noches venecianas e incluso de los días venecianos. Casi toda la pintura de la época, incluida la religiosa, tiene por modelos a famosas cortesanas. Las cortesanas venecianas 261 *


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más importantes eran las ciento diez que figuraban en la notable obra La tariffa delle puttane de Vinegia («Lista de precios de las putas de Venecia»), explícito repertorio que se complementa con el Catalogo delle piú onorate... puttane di Vinegia («Catálogo de las más respetables pu­ tas de Venecia»), de Beronica Franco, editado en 1575. Por estas interesantes obras sabemos que unas cobraban dos escudos por prestación mientras que otras subían a doce, regalos aparte. Esto da idea de la distinta valoración de las profesionales del amor, un reflejo más del refina­ miento griego que los príncipes del Renacimiento hicie­ ron reverdecer. Heteras de lujo abundaron también en Roma, pulu­ lando en torno a los purpurados y caballeros de la corte pontificia, especialmente en el pontificado del León X (1513-1521) durante el cual el censo de prostitutas ro­ manas alcanzó su mayor extensión. La «honesta cortesa­ na», como se las llamaba, era culta, escribía sonetos, sabía tocar el laúd y podía disertar sobre temas de política y de arte, incluso de teología. Estas queridas asalariadas se pa­ recían a la hetera griega en que podían otorgar sus favo­ res a varios amantes, todos solventes, pero eran libres de admitirlos o rechazarlos y decidían caprichosamente cuándo los recibían. La versión contemporánea de las heteras griegas la te­ nemos en ciertas demi-mondaines de nuestros días. No es casual que estas modelos y actridllas esculturales se vin­ culen a hombres maduros y ricos, generosos usuarios de tarjeta de crédito, que les pagan en chalets, coches, pie­ les, joyas, viajes y otros artículos de lujo. Quizá la dife­ rencia estribe en que ahora las esposas legítimas no están encerradas en el gineceo y consienten mal que el marido mantenga concubina o hetera, máxime cuando saben que pueden sacar un sustancioso pellizco del divorcio y recuperar su libertad sin tener que esperar a la viudez.

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Putos y chaperos En Atenas existieron dos tipos de prostitución mascu­ lina: pomeía y hetairesis, según el sujeto estuviera o no inscrito en el registro oficial de prostitutos. Como en el caso de las prostitutas, la ley toleraba a los hombres que comerciaban con su cuerpo, pero limitaba sus derechos de ciudadanía. Algunas colonias eran celebradas como lugares de buen ambiente homosexual, especialmente Massalia (actual Marsella), lo que explica la expresión «Barco a Massalia», que aludía a la buena disposición de alguien para el trato homosexual. El puto o pomos, que pagaba regularmente el impues­ to correspondiente a su actividad o pomíkón télos, era, a menudo, un esclavo procedente de incursiones guerreras; el otro podía ser un joven o no tan joven de respetable fa­ milia que se hubiera metido en el trato por vicio y por comodidad, como aquel aludido por Esquines que «tan pronto como dejó sus años mozos detrás de él, se fue al Píreo, a los baños de Eutídico, con el pretexto de apren­ der su oficio, pero en realidad con intención de venderse, como la experiencia ha demostrado». En Atenas siempre hubo demanda de prostitución ho­ mosexual y, lógicamente, nunca faltaron prostitutos. Por lo general se trataba de extranjeros pero también había atenienses que simplemente habían renunciado a sus de­ rechos de ciudadanía. D e estas categorías se excluía la pederastia institucio­ nal, la no remunerada. Es revelador que el legislador Solón, quien, por cierto, era homosexual, regulara la ins­ titución pederástica para delimitarla claramente de la simple «pedofilía» y de la prostitución masculina. El ejer­ cicio de la prostitución estaba prohibido a los ciudadanos libres pero se toleraba a los esclavos [Timeo, 13, 138, 137). Sin embargo con la pederastia ocurría al contrario:

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se permitía a los hombres libres y se prohibía a los escla­ vos. Según la ley de Solón, el ciudadano que se prostituye­ se, es decir, alquilase su cuerpo por una ganancia, perdía ■* el derecho de ciudadanía «porque el que vende su cuerpo por dinero igualmente puede vender los intereses de la comunidad». Los otros delitos que acarreaban el mismo castigo eran maltratar a los padres, huir en batalla, dilapi­ dar la herencia y negarse a hacer el servicio militar (por eso en Atenas apenas había objetores de conciencia). Un caso famoso de aplicación de esta ley es el de Trimarco , un ciudadano que pretendió acusar a un dele­ gado de la ciudad, el famoso Esquines, por haber ignora­ do las instrucciones de la asamblea en un tratado con Filipo de Macedonia, en 346 a. C. Esquines contraatacó alegando que Trimarco no tenía ningún derecho a hablar en los tribunales porque en su juventud había ejercido la prostitución o hetaíresis. La vulneración de la famosa ley estaba castigada con la muerte. En el caso de los jóvenes era muy difícil trazar la línea que separaba pederastia de prostitución. En los casos de adolescentes que se dejaban persuadir a cambio de rega­ los valiosos, era difícil probar que el joven se hubiera en­ tregado sólo por interés económico y no por afecto pede­ rástico hacia su presunto cliente. Recordemos que en la relación pederástica el amante adulto o erastés hacía pe­ queños regalos al muchacho amado o erómenos: un cone­ jo, un perro, una vasija decorada, minucias así. En los añorados viejos tiempos de la cerámica roja los efebos se contentaban con cualquier fruslería, pero luego se volvie­ ron más exigentes, aprendieron a vender sus favores lo mismo que las heteras vendían los suyos y reclamaron re­ galos verdaderamente costosos, como caballos. Un pre­ sente tan caro bien podría considerarse retribución putil. Además, cuando alcanzaban cierta edad, había que lle-

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varios a banquetes y pagarles el escote. Fue inevitable que los griegos se plantearan el dilema ¿dónde acaba la pederastia educativa y dónde empieza la prostitución pura y dura? La poesía nos ha legado abundantes quejas de preten­ dientes esquilmados por la codicia de los jóvenes: «¿Por qué te encuentro otra vez deshecho en lágrimas, niño mío? Di meló claramente, quiero saber qué te pasa. ¿Por qué me extiendes el hueco de tu mano? Estoy perdido. Quizá estas pidiendo que te pague. ¿Y dónde te han en­ señado eso? Ya no te gustan las tortas de ajonjolí y sésa­ mo dulce y nueces. Ahora sólo piensas en la ganancia. Ojalá se muera el que te enseñó eso. ¡Me han estropeado al muchacho!»12 El legislador, consciente de que en ciertos casos los lí­ mites entre pederastia y prostitución resultaban algo im­ precisos, lo que sin duda daba lugar a abusos que desvir­ tuaban el sentido cívico y educativo de la institución pederástica, procuró que en cada distrito hubiera un fun­ cionario encargado de vigilar la moral de la juventud con salario de un dracma al día. No le faltaría trabajo al fun­ cionario porque los corruptores de menores rondaban por los gimnasios y escuelas intentando captar a los efebos para sus vicios. En caso de delito, cuando se probaba que un menor se estaba prostituyendo por interés, la ley no acusaba al efe­ bo sino a la persona mayor, padre o tutor, que fuera res­ ponsable de él, así como al corruptor. Además, cuando el niño en cuestión crecía, no estaba obligado a sustentar al padre que lo había corrompido. Por el contrario, cuando un joven se dedicaba a la prostitución a pesar de la oposi­ ción de su padre, éste podía repudiarlo y desheredarlo. Lo mismo ocurría con las hijas, claro está. La clientela de la prostitución homosexual buscaba, como la heterosexual, carne joven. En el mundo griego Z65 •


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existió un activo comercio de jovencitos, equiparable a la trata de blancas de hoy. En los prostíbulos solía haber jó­ venes que habían sido secuestrados por piratas en incur­ siones costeras. Por lo general esta trata estaba en manos de traficantes fenicios que eran los grandes intermedia­ rios de toda clase de mercancías, especialmente las que procedían de Oriente. Es posible que en algunas épocas los jovencitos de placer fuesen una forma de tributo. Según una leyenda tardía, Agamenón regaló unos cuan­ tos a Aquileo para calmar su cólera. Heródoto, por su parte, recoge la noticia de que los etíopes entregaban cin­ co chicos al rey persa cada dos años. La prostitución masculina imitó prontamente la fe­ menina. En Atenas, Corinto y otros puertos importantes existían burdeles masculinos a los que acudían viajeros e indígenas en busca de chicos o de hombres. Igualmente había servicios a domicilio u hotel (las posadas de los puertos y los caminos]. La oferta de carne joven era muy variada. Uno de los esclavos dedicados a la prostitución, Fedón de Elide, daría nombre a un conocido diálogo so­ crático. Este Fedón, perteneciente en su tierra a una bue­ na familia, había sido capturado por los espartanos, que lo vendieron a un rufián ateniense. Cuando Sócrates lo conoció estaba dedicado al triste oficio, pero el filósofo se apiadó de él y consiguió que uno de sus discípulos lo res­ catara. Ciertos burdeles masculinos, hay que suponer que destinados a clientela más distinguida que la portuaria, estaban situados en las afueras de la ciudad, lejos del puerto, en las avenidas de Pnyx, o en la colina del Licabeto. En una comedia, el propio Licabeto personifi­ cado dice: «En mi rocosa altura hay muchachos que se entregan de buena gana a los de su edad y a otros.» Como en la prostitución femenina, en ciertos niveles elegantes los mancebos estaban amesados, es decir, con­

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tratados por un periodo de tiempo más o menos corto. En un discurso de Lisias (393 a. de C.j encontramos una denuncia de un tal Simón contra un ateniense que, al pa­ recer, se había beneficiado a un muchacho llamado Teodoto que aquél tenía contratado por la respetable cantidad de trescientos dracmas. Estos bardajes vocacionales eran unánimemente des­ preciados por la sociedad machista, especialmente aque­ llos cuyo notorio amaneramiento los delataba: «Es más fácil esconder a cinco elefantes en el sobaco que a un solo pathikós.»li Esquines cuenta el caso de un tal Trimarco que a los trece años se vendía por un dracma y se hacía pasar por estudiante de medicina. Cierto sujeto «se llevó a casa a Trimarco, que estaba bien rollizo, vicioso ya, y dispuesto a conceder a Misgolas cuanto deseara (...) actuaba así porque era esclavo de las pasiones más despreciables, los platos refinados, las flautistas, las putas, los dados, todo lo que jamás debería seducir a un noble. A este individuo repugnante no le dio vergüenza seguir a Misgolas y aban­ donar el domicilio paterno».14 Trimarco abandonó a Misgolas para irse con un pro­ tector aún más rico, un tal Anticles, y luego fue de mal en peor hasta dar con un tal Pitalaco, esclavo público aco­ modado. Para la mentalidad ateniense, el niño bien no pudo caer más bajo. Un tal Hegesandro, naviero tirando a mafioso, se encaprichó entonces con Trimarco y persua­ dió a Pitalaco para que le dejara el campo libre, envián­ dole a unos matones que le entraron en casa y le mataron ciertas codornices y gallos que eran su mayor tesoro. Al propio Pitalaco lo ataron a una columna y le dieron una soberana paliza. Trimarco, pasando de mano en mano, todavía tuvo otros cuantos amantes hasta que se le marchitó la flor de la lozanía y se vio abandonado y despreciado de todos.

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En general, el prostituto era despreciado y era fre­ cuente que clientes desaprensivos intentaran irse sin pa­ gar, Aristófanes, en Las ranas (v. 147), dice que «los que se marchan sin pagar después de haber gozado a un jo­ ven» están en el fango de los infiernos. Al margen de la prostitución comercial, debemos con­ siderar la existencia, en algunas épocas, de otra prostitu­ ción de índole religiosa. En Sición, Peloponeso, los hom­ bres tenían fama de prostituirse. Algunos lo hacían por motivos piadosos, en memoria de la promesa hecha por Baco a Polimno. Aseguraba el m ito que éste accedió a mostrar a Baco el camino de los infiernos si se le entrega­ ba. Baco accedió, pero cuando regresó de su viaje Polimno ya había muerto. Entonces, el dios, como era cumplidor, cortó una rama de una higuera que crecía junto a su tumba, «la talló en forma de falo y se entregó a ella cerca de la tumba de Polimno. Numerosos griegos se prostituirían a continuación en el mismo lugar»15. Esto nos recuerda, una vez más las posibles connotaciones re­ ligiosas de ciertas formas de sodomía y hasta su simbolis­ mo de virilidad trascendente estudiadas por Alain Daniélou16. En la Grecia clásica también se daban casos de travestismo por motivos religiosos o folclóricos. En las fiestas Cotias de Atenas, con las que se celebraba a Cotia, la dio­ sa de la sensualidad, los hombres bailaban vestidos de mujer ante la mirada divertida de muchos invertidos. En el extremo opuesto, Asclepíades menciona a una chica llamada Dorción que se vestía de muchacho, pero no pa­ rece que fuera hombruna como la monja alférez Catalina de Erauso y los otros casos que la historia recoge, porque la griega era singularmente femenina.

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Epilogo L a herencia griega

Grecia, para qué nos vamos a engañar, no está hoy de moda. Ni Grecia, ni Roma. Los españoles, cómodamente instalados en nuestro papel de nuevos ricos, hemos dado la espalda al mundo clásico y nos hemos lanzado en pos de un futuro cifrado en el consumismo y en el progreso técnico, vacaciones en Cancán, comida china, música ét­ nica, cachivaches japoneses, tarjeta de crédito y am erkan way of Ufe. Hemos relegado al polvoriento desván del ol­ vido los venerables retratos de nuestros ancestros medite­ rráneos. La culpa, si culpa hubiera, no es sólo del paisa­ naje. Sucesivos gobiernos de diverso signo político están coincidiendo en suprimir los estudios clásicos del bachi­ llerato. N o se trata de que los padres de la patria hayan sucumbido a un vehemente deseo de volver cada vez más asnos y más desarraigados a sus gobernados, sino la simple ratificación de una ignorancia que los dirigentes comparten con el sector más amplio de la población: ¿para qué demonios sirven el latín y el griego? A ellos les parece que para nada y, por lo tanto, justifican su supre­ sión de los planes docentes o diseños curriculares, como dicen que se dice ahora. Sin embargo, a las puertas del si­ glo XXI, cuando nos columpiamos en la difícil bisagra del nuevo milenio, cuando, más desorientados que nunca, nos preguntamos de dónde venimos y a dónde vamos, 269*


A m o r y sexo en la antigua G recia

quizá el regreso a los clásicos podría iluminar nuestros pasos inciertos por el camino que conduce al futuro. La idea que tenemos de Grecia es heroica: la guerra de Troya, los cascos broncíneos, el viento bajo los peplos marcando las vaporosas formas de hermosas muchachas, los hoplitas marchando en formación triangular, las com ­ peticiones olímpicas, las oculadas y estilizadas trirremes, los dioses altivos... Son visiones ciertas y complementa­ rias, pero quizá haya más verdad esencial en los versos de Safo: «Algunos aseguran que lo mejor de esta negra tierra es un ejército de jinetes; otros, que uno de infantería y otros, que una flota de naves; yo tengo por mejor lo que se ama.» Lo mejor es lo que se ama. En mil quinientos años de historia, los griegos y los ro­ manos vivieron ya, con razonable aproximación, nuestro presente y nuestro futuro. En las páginas precedentes he­ mos examinado, aunque con la brevedad que impone el limitado espacio de que disponemos, algunos aspectos de la vida amorosa de los helenos. Hemos asistido a una evo­ lución que nos resulta familiar: la mujer, de ser relativa­ mente libre, aunque sujeta a la autoridad del clan, se cosifica y pasa a quedar recluida en el gineceo del hogar y casi desaparece de la vida pública. Surge la prostitución de alto standing e incluso la prostitución encubierta de jet set, se codifican las técnicas del cortejo, se inventa, como consecuencia, el amor. Nos hemos sorprendido también al comprobar que, hace más de dos mil años, el feminis­ mo, quizá sin tanta militancia y notoriedad mediática como lo vemos hoy, realizó las mismas conquistas. La historia se repite fatalmente. La igualdad de hombres y mujeres ante el sexo que hoy nos parece deseable y hasta necesaria ya está presente en la Grecia helenística (y en su discípula Roma, que es nuestra madre, por supuesto) aunque luego la civilización occidental la perdiera duran­ • 270


Epílogo. La herencia griega

te casi dos milenios, cuando el cristianismo triunfante en­ mendó la plana a los pueblos del antiguo Imperio roma­ no, una regresión de la que todavía estamos emergiendo a trancas y barrancas. En la Grecia clásica, ya lo hemos visto, están presentes y aumentadas las modernas conquistas del colectivo ho­ mosexual; la igualación del hombre y la mujer ante el amor, rompiendo viejos prejuicios que lo obligaban a él a ser el elemento activo y la relegaban a ella al papel pasi­ vo. Grecia nos presta incluso la claridad de dos nombres que describen las dos actitudes fundamentales del amor: la philía, el cariño, el rescoldo más o menos vivo, que es lo que queda en la pareja después que la breve llamarada del éros se haya extinguido y que unas veces se mantiene indefinidamente, y otras, ;ay!, se convierte en frías ceni­ zas, en desamor y rutina fastidiosa. Grecia descubrió el amor en todas sus formas; el mis­ mo amor que ahora Occidente, después de largos olvi­ dos, redescubre en su herencia griega.

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Notas

Capítulo I 1H. Lícht, S e x u a l Life itt A n á e n t G reece, Constable, Londres, 1994, p. 5, tomado de H. Diehí, D ie Fragm ente d e r Vorsokrattker, fragm. 7. 1 Ibíd.,p, 14. Mbíd.,p, 13. 4 Ibíd., p. 16.

Capítulo II 1 H. Licht, ob. cit., pp. 9 6 -9 7 . Toussaint-Samat, H istoria técnica y Editorial, Madrid, 1990, v. III, p. 222. 3 H. Lícht, ob. cit., p. 87. 4 Ibíd., p. 85. 5 Ibíd,, p. 506. 6 Ibíd,, pp. 12-13 1 M,

m o ra l d e l vestido,

Alianza

Capítulo III 1

F. Rodríguez Adrados, S o cied a d , a m o r Alianza Editorial, Madrid, 1995, p. 79. 3 Ibíd-, p. 165. 3 Ibíd., p. 176. 4 El País S em anal, 2 de febrero de 1997,

y p o esía en la

A n tig u a ,

Capítulo IV 1 F. Rodríguez Adrados, ob. cit., p. 102. 2 Ibíd., p, 102.

273 *

Greda


A m o r y sexo en la antigua Grecia 3 IWd.,p. 103. 4 Ibíd., p. 192. 5 H. Licht, ob. cit., p. 92. fi G reek H om osexuality, Duckworth, Londres, 1979, p. 195. , 1 Ibíd., p. 204. 8 M. F, Kilmer, G reek Erótica on A trie Red-Figure Vases, Duckworth, Londres, 1993, p. 89. 9 K, J. Dover, ob, cit., p. 203, tu The Reign o f the Phallus- S e x u a l polittcs tn A n c irn r A th en s, Nueva York, 1985.

Capitulo V ' H. Licht, ob. cit., p, 422. ’ Ibíd., p. 428, 3 Ibíd., p, 429. 4 K. J. Dover, ob. cit., p, 126. 5 M, L. West, la m b í et elegí a n te A le x a n d n tm cantan, Oxford, 1972, fragm. 193. 6 H. Diehl, D ie F ragm enten d e r V orsokratiker, Berlín, 1951-1952, firagm. 101. 7 H, Licht, ob. cit,, 496. 8 Ibíd., p. 491, 9 K. J. Dover, ob. cit., p. 135. 10 M. Fernández Galíano, Listas. D iscursos I-XH , Alma Mater, 1953, pp. 61-65. 11 H. Licht, ob. cit., p. 316, 13 J, F. Martos Montiel, D esde Lesbos con am or: h o m osexualidad fe m e ­ nin a en la antigüedad, Gredos, Madrid, 1953, p. 134. 13 M, Benavente y Barreda, «Comentarios a Amory sexo en la antigua G recia, de Juan Eslava Galán», archivo de Juan Eslava Galán, 1997. 14 V. Vanoyeke, L a prostitución en G recia y R o m a , Edaf, Madrid, 1991, p. 77.

Capítulo VI 1 O. Denice, Apostillar a los clásicos, Madrid, 1945, p. 124. K. J, Dover, ob. cit., p. 193, 3 H. Licht, ob, cit., pp. 11-12. 4 M, Benavente y Barreda, «Comentarios a Amor y sexo en la antigua G recia, de Juan Eslava Galán», ob. cit. 2

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N otas 5 R evista D om inical de E l M u n d o , 16 de febrero de 1997. 6 M. L. West, ob. cit., fragm. 68. " M. Benavente y Barreda, Sófocles. Tragedias y fragm entos, Ediciones Clásicas, Madrid, 1997, p. 60. s M. Benavente y Barreda, «Comentarios a A m o r y sexo en la antigua G re d a , de Juan Eslava Galán», ob. cit.

Capítulo VII 1 1i. Licht, ob. cit., p. 69. 2 Ibíd., p. 35. 1 1bíd., p. 75. 4 Y. Kock, C om icorum a tticu ru m fragm enta, fragm. 146. 5 Ibíd., fragms. 65, 154. " F. Rodríguez Adrados, ob. cit., p. 79. A. Nauck, Tragicorum graecorum fragm enta, Leipzig, 1889 (reedi­ ción, Hildesheim, 1964), fragm. 583. s M. Benavente y Barreda, Sófocles. Tragedias y fragm entos, ob. cit., p. 97. " H. Licht, ob. cit., p. 40. 10 E. Lobel y D. Page, P oetarían lesb io ru m fra g m e n ta , Oxford University Press, 1955, fragm. 110. 11 M. Benavente y Barreda, «Comentarios a A m o r y sexo en la antigua G re d a , de Juan Eslava Galán», ob. cit. 12 F. Rodríguez Adrados, ob. cit., p. 98. 13 F. Rodríguez Adrados, El cu en to erótico griego, la tin o e in d io , Ediciones de Orto, Madrid, 1993, p. 134. 14 Traducción de M. Benavente y Barreda, «Comentarios a A m o r y sexo en la antigua G re d a , de Juan Eslava Galán», ob. cit. 15 H. Licht, ob. cit., pp. 61,62.

Capítulo Vlll 1 H. Licht, ob. cit., p. 130. 2 M. P. Nilsson, H istoria de 1953, pp. 32-33.

la religiosidad griega,

Gredos, Madrid,

1 M. Benavente y Barreda, «Comentarios a A m o r y de Juan Eslava Galán», ob. cit.

sexo en la a n tig ta

Capítulo IX G re d a ,

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A m o r y se x o en la a n t i g u a G r e c i a

Capítulo X 1 J. Eslava Galán, E l sexo J e nuestros p a d res. Planeta, Barcelona, 1993, p. 153, 1 Alexandrian, H istoria de la literatura erótica, Planeta, Barcelona, ' 1990, p. 14. 3 L. Lawner, Los dieciséis placeres. L a s cortesanas del Renacim iento, Temas de Hoy, Madrid, 1990, p, 165. 4 H. Licht, ob. cit., p. 315. 5 Ibíd., p. 317. 6 J. M. Marios Montiel, ob. cit,, p. 84. ’ M, Benavente y Barreda, «Comentarios a A m o r y sexo e n la antigua G recia, de Juan Eslava Galán», ob. cit, 3 V. Vanoyeke, ob, cit,, p. 26. 9 H, Licht, ob. cit, p. 511,

Capítulo XI 1 V. Vanoyeke, ob, cit,, p. 33. Licht, ob, cit., p, 333. 3 V. Vanoyeke, ob. cit., p, 35. 4 M. Benavente y Barreda, «Ambigüedades cómico-obscenas en la li­ teratura griega», tesis doctoral inédita, 1973 (resumen en Tests doctorales de la U niversidad de G ra n a d a , núm. 43, Granada, 1974 j. 5 V. Vanoyeke, ob, cit., p. 62. (i Ibíd., p. 45. • Ibíd., p. 70. 8 H. Licht, ob. cit., p, 405. 9 M. Benavente y Barreda, «Ambigüedades cómico-obscenas en la li­ teratura griega», ob, cit., pp. 236-237. 10 M. Benavente y Barreda, «Comentarios a A m o r y s e w en la antigua G recia, de Juan Eslava Galán», ob. cit. " Ibíd. 12 H. Licht, ob cit., p. 438. 13 V. Vanoyeke, ob. cit,, p. 22. Mfbíd., p. 23. 15 Ibíd., p. 43. 19 S h iv a y D ionisos, Kairós, Barcelona, 1987. 2 H.

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9 l7 8 8 4 7 8 l,808694"

Hace dos mil quinientos años, un pueblo de labriegos y marinos inventó la democracia y el deporte, el teatro y la parranda, la filosofía y las sandalias; a los griegos les debemos también muchas otras conquistas sin las cuales no sería­ mos lo que somos. Pero, además, los griegos des­ cubrieron el amor en todas sus formas: la philia, el cariño, el rescoldo más o menos vivo que sub­ siste en la pareja después de que la breve llamarada del éros se haya exti ualdad de hombres y mujeres ante ítima relación homosexual.. Con el rigor y el apoyü ov<W!Wfiment mental de un erudito, pero también con la gracia y el desenfa­ do que son rasgos de su estilo y hacen tan amena la lectura de sus obras, Juan Eslava Galán revive en las páginas de este libro los usos amo­ rosos de una civilización tan vigorosa y creativa que aun muchos siglos después de su ocaso sigue siendo punto de referencia para los hom­ bres y mujeres de Occidente.


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