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Orígenes, es necesario que asumamos lo que nos ha dejado como ejemplo Francisco: abrazar a Cristo es lo primero que quiso, buscó y anheló. Francisco nos enseña que no hay decisión por Cristo sin renuncias previas. No se trata de acomodar el evangelio a nuestro estilo de vida, sino de hacer del evangelio nuestro estilo de vida. Francisco lo hace y por eso, ante la perplejidad del Obispo nos enseña que para revestirse de Cristo es necesario despojarse de las vestiduras pesadas de la comodidad, para decidirse por abrazar a Cristo es necesario renunciar. Para decidirse por Cristo es necesaria y urgente la conversión. El Ministro General de los Frailes Menores les invita a revisar la forma como se ha abrazado personal y comunitariamente a Cristo, ¿las renuncias que hemos hecho y vivimos, nos hacen merecedores de aquel abrazo con Cristo?, ¿estas renuncias son suficientes?, ¿estas renuncias marcan nuestra vida, no aspirando al don sobrenatural de los estigmas, pero si con la gracia de ser hombres y mujeres que curtidos en el testimonio y la virtud del Pobre de Asís? La vida evangélica mediante el seguimiento de Cristo, expresado en la Regla “libro de la vida y meollo del Evangelio” debe ser la herramienta para revisar el compromiso creativo y urgente de abrazar a Jesús. Ya el mismo P. General les advierte que existen miles de riesgos, tentaciones y dificultades para llevar una vida auténticamente evangélica, sin embargo, el eco del testamento de Francisco llega hasta nosotros, hay que servir al Evangelio y la Regla: “con simplicidad y sin glosa y observarlos con obras santas hasta el fin”. Hoy en día es una osadía grande vivir el Evangelio, pero Nuestro Padre Francisco nos invita a ser osados para conseguir la felicidad, con la simplicidad de los que se presentan ante su Señor, como decíamos ayer, como siervos inútiles que no han hecho nada extraordinario sino lo que les mandaba su Señor. Vale la pena la osadía de abrazar a Cristo. El seráfico Francisco y el apostólico Domingo, abrazaron a la Iglesia La memoria de Nuestras Órdenes, nos cuenta que en medio de una densa noche de preocupaciones y desasosiegos el Papa Honorio III sueña que se derrumbaba la gran Basílica de San Juan de Letrán y que eran precisamente el seráfico Francisco y el apostólico Domingo quienes sostenían la Iglesia. El abrazo de Francisco y de Domingo es el abrazo de dos hombres de Iglesia, que amaron la Iglesia, que se pusieron a su servicio, es el abrazo de los que con su novedoso ministerio y entrega al Evangelio renovaron la Iglesia, como dice, sin arrogancia y con suma delicadeza, Catalina de Siena: “En verdad que Domingo y Francisco son las dos columnas que sostienen la Iglesia: Francisco, principalmente con la pobreza y Domingo, con la ciencia”. Queridos hermanos franciscanos y dominicos, si queremos celebrar el jubileo del octavo centenario de nuestras órdenes sintiendo el suave aroma de la gracia de los orígenes, necesitamos, como lo hicieron nuestros fundadores, en los albores de nuestra historia, abrazarnos a la Iglesia. Y hacerlo con el afecto de los hijos que se aferran a los brazos de la Madre, y con la atención del discente que escucha la voz de su Maestra. Francisco fue, indudablemente un hombre de Iglesia, un vir totus catholicus et apostólicus y la eclesialidad una característica esencial de la novedad franciscana. Si Francisco nos enseña que para abrazar a Cristo es necesario despojarse del vestido del mundo, también nos enseña que el amor a la Iglesia se prueba cuando le ponemos el vestido de nuestro amor y de la virtud: Muerto Inocencio III fue llevado al catafalco dispuesto en medio de la fastuosidad de la Basílica Mayor, revestido con los ropajes, galas y joyas propias de su hierocrático pontificado. Los ladrones entraron al templo a la medianoche, sin unción alguna por la sacralidad del lugar, sin intimidarse por la frialdad de la muerte, sin respeto por la dignidad del prelado,

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