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hermandad, de derechos, de deberes, de fines. En el encuentro de los misioneros con la población nativa marginada y explotada, se despertó en aquellos la inspiración de unos principios y una fuerza creadora que les capacitaban para com­ prender la realidad y les empujaban a hacer algo por la liberación de los nativos. Era el poder de la acción ética: Una fuerza libre y autónoma, capaz de crearse responsabilidades, de forjar proyectos, de tomar decisiones y proyectarse a sus fines. Era, a la vez, exigencia del misionero a sí mismo, en cuanto ser humano, de sentirse solidario con los demás, de hacer efectivos los valores de justicia en bien de los nativos. La capacidad ética le da al misionero el poder de darse normas para la acción. Su cultura misione­ ra, sus métodos, sus formas de obrar, son la expresión de ese sentir original sobre el hombre, sobre el mundo, sobre la vida, sobre los deberes y lo que hace efectivas las normas. La capacidad ética es anterior a la cultura, pero no se da sin ella. La cultura la fortalece y puede condicionarla, por lo que, poseyendo el misionero una cultura religiosa y filosófica cristianas, éstas le urgen para que, con mayor dedicación, apoye a los nativos en la recuperación de su identidad El nativo es también capaz de sentir esa exigencia ética interna, de libertad, de autonomía, de solidaridad humana, de voluntad para afirmar su identidad por encima de todos los condiciona­ mientos del exterior y aún de su propia cultura. En él, también, la exigencia ética está antes que los condicionamientos de su cultura y es capaz de cuestionar a la misma cultura y a la libertad con que el nativo actúa, a veces, contra sus propios principios y derechos fundamentales, como el poco respeto por la vida, la falta de solidari­ dad, la pasividad y conformismo culturales, el desprecio a la identidad personal, etc. Las normas culturales o las tradiciones son manifestaciones de la voluntad del grupo nativo por realizar el deseo innato de autorrealizarse en un tiempo determinado de su historia. El respeto por las normas culturales y por las tradiciones nativas es un deber, no solo de los mismos nativos que las producen, como para los misioneros que las observan, pues significa la respuesta de los miembros de una cultura a las circunstancias que rodean sus vidas y constituyen, por ello, un esfuerzo de la creatividad indígena para ayudarse en la construcción de su existencia y de su destino como seres humanos. Pero el nativo no está determinado ni por su cultura ni por su tradición. Más allá de su cultura y de su tradición está su capacidad para producir nuevas formas de vida y de integración ante la aparición de situaciones nuevas. Se comprende, pues, que existen diferentes respuestas culturales en los diferentes grupos étnicos y que el campo de la ética no es cerrado sino flexible y abierto, porque sus motivaciones están más allá de los condicionamientos concretos de la historia, que son cambiantes y exigen otras valoraciones de las nuevas situaciones. Quiere decir que la cultura y la tradición no es algo estereotipado y fijo, pues puede llegar el momento en que dejen de ser útiles o que se vuelvan perjudiciales. Es una realidad innegable que existen códigos éticos diferentes y que estos códigos pueden cambiar. Esto nos puede explicar por qué unos nativos del Bajo Urubamba fueron capaces de cambiar su forma de vida de las haciendas a la llegada de los misioneros a la zona, sin que este cambio haya sido producto de la presión de la Misión, sino fruto de su libre elección y por la exigencia de sus principios éticos; y por qué otros han tenido obstáculos para el cambio por no haber tenido la ocasión de la decisión ética. Las situaciones que han vivido los misioneros del Bajo Urubamba y el esfuerzo que han desple­ gado se han condensado en un código concreto que les ha servido de ayuda en sus decisiones,

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