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HISTORIAS DE BARCELONA

Buffalo se instaló cómodamente en el hotel Cuatro Naciones y mandó a la tropa a plantar su campamento de tiendas de campaña en Gràcia, en la confluencia de las calles Aribau y Rosselló, que entonces todavía estaba por urbanizar. Durante cinco semanas se sucedieron las actuaciones en el hipódromo que se improvisó en la calle Muntaner, entre Rosselló y Provença. A pesar de que las entradas eran caras y de que algunas funciones se suspendieron por lluvia, el espectáculo fue un éxito rotundo.

En 1889 Buffalo Bill desembarcó en Barcelona con 200 hombres del salvaje Oeste Tal vez para hacerse perdonar sus excentricidades, el sultán solía participar en toda clase de eventos benéficos. En 1914 regaló al zoológico una elefanta nueva, Julia, para sustituir a l’Avi, un paquidermo viejecito que acababa de morir. L’Avi, cuyo esqueleto se conserva en el Museo de Zoología, fue tan querido como lo serían años más tarde el gorila Copito de Nieve o la orca Ulises. No había un niño en la ciudad que no le hubiera obsequiado alguna vez con un panecillo o unos cacahuetes ni un adulto que no le hubiera lanzado monedas, sabiendo que tenía la habilidad de cogerlas con la trompa para metérselas en el bolsillo a su cuidador a cambio de alguna golosina.

Durante aquellos días no faltaron anécdotas curiosas. Como el contagio de viruela, que hay quien dice que costó la vida a algunos indios, o el dolor de muelas de Bill, que hubo de acudir al Hospital de la Santa Creu (hoy Biblioteca de Catalunya) a que le extrajeran una pieza. Aquella muela quedó conservada en un frasquito, como correspondía a tan famoso propietario, hasta que alguien la robó. A saber dónde andará a estas alturas… El caso es que llegó el momento de desmontar el tinglado y el rebautizado por el pueblo como Bufa-li l’ull partió con su compañía en dirección a Nápoles. Eso sí, Bill se fue con algunos indios menos y dejándonos una muela como obsequio.

Con el regalo de la elefanta, Muley Hafiz se ganó a todos los pequeños y, con ellos, a sus padres. La ciudad, en agradecimiento, le dedicó un homenaje y la chiquillería se presentó en la Rambla para vitorearle y cantarle canciones. Ante tantas cortesías, el sultán correspondió a la multitud que se agolpaba bajo su balcón con una copiosa lluvia de monedas.

Qué historia tan curiosa, ¿no es cierto? Pues espera a leer la que sigue. Muley Hafiz (1875-1937) fue sultán de Marruecos desde 1908 hasta 1912, cuando las luchas políticas de su país le obligaron a dejar el trono y huir. Escogió como destino de su exilio la ciudad de Barcelona, en concreto el hotel Oriente, donde se instaló con su corte. Aquel séquito de las mil y una noches era tan numeroso que ocuparon una planta entera.

En 1915 el sultán abandonó el hotel para trasladarse al palacete recién construido para él por el arquitecto Josep Puig i Cadafalch en el paseo de la Bonanova. Aunque Hafiz dejaría Barcelona para siempre dos años más tarde en dirección a París, la mansión sigue en pie, como recuerdo de un rey del sur que vivió un exilio agridulce en una ciudad del norte llamada Barcelona.

La presencia de un personaje tan exótico llamó en seguida la atención de los barceloneses, particularmente por su sonada afición a los toros, las faldas y las noches de juerga en lujosos cabarés como el Excelsior, que también estaba en la Rambla, no lejos del hotel, lo cual era una gran ventaja en las veladas en que transgredía en exceso el precepto coránico de no tomar alcohol y le tocaba regresar doblado a casa.

Y hasta aquí hemos llegado. Ya tienes excusa para acordarte de Buffalo Bill y Muley Hafiz la próxima vez que pases por sus hoteles del final de la Rambla y tal vez también para acercarte hasta el palacio donde vivió Muley Hafiz (paseo de la Bonanova, 55). Se trata de un caserón modernista de aire árabe, con ladrillo y esgrafiados en la fachada, rodeado por un jardín y rematado por una torre. Si consigues entrar, fíjate en un reloj antiguo que se guarda como oro en paño en la sala de reuniones. Todavía marca la hora a la que dejó de funcionar, las dos de la tarde de un día de enero de 1939, cuando el portero del consulado, que entonces estaba en la Rambla de Catalunya, lo descolgó para ponerlo a buen recaudo, mientras los diplomáticos se apresuraban a dejar una ciudad a punto de ser tomada por Franco. El reloj ha sobrevivido como símbolo de la amistad hacia la democracia española de un país hermano que, tras la Guerra Civil, acogió a miles de republicanos, muchos de ellos catalanes, y que jamás reconoció al régimen franquista.

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