Revista Digital Ventana Abierta Número 2

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EL MAESTRO Alguna vez tenía que terminar: había llegado el momento. Los niños se habían ido marchando del aula, la fueron abandonando sin saber que serían ya lo últimos, que eran ya la retaguardia del ejército de criaturas que había ido moldeando con sus manos, ya cansadas después de tantos años. Habían sido como figuras de arcilla, de cera blanda, que iban tomando forma al calor de sus dedos; proyectos de hombres, de mujeres, que aprendían con él los nombres de las cosas. Sus hijos, los propios, los que llevaban su sangre, hacía tiempo que volaron, que dejaron ser niños. Pero entonces quedaban aún los otros, aquellos que nunca crecían, los que cada septiembre regresaban igual de niños y lo miraban con los mismos ojos asombrados. Siempre idénticos y sin embargo completamente diferentes unos de otros; con el alma eternamente nueva, en tanto que él se iba volviendo cada vez mas viejo. Esos niños, los que ahora también le dejaban. Los últimos años fueron los más cansados, pero también los más emocionantes, porque entonces ya iba sabiendo que aquellos también se irían para no volver, que crecerían, esta vez para siempre. Que no habría más niños pequeños llenando las aulas, escuchando con ojos muy abiertos, riendo con risas nuevas las historias tantas veces repetidas, pero que siempre salían como recién nacidas de sus labios. Que no volverían a rodearlo, a colgarse de sus palabras, a hacerle árbitro de sus disputas, a escuchar sus consejos, muchas veces agradecidos, casi siempre afectuosos. Tan puros como sólo pueden ser puros los niños; con el alma tan limpia, tan nueva, como siempre la han tenido los niños. Como la tenían también aquellos otros, los que ya eran hombres. Aquellos con quienes se encontraba todavía a veces por la calle y le estrechaban la mano y le miraban aún con la misma reverencia infantil de entonces, con esa inocente gratitud que sólo es capaz de mostrar un niño ya crecido que mira a su maestro. Sucumbiendo a una marea de nostalgia, volvió a abrir los viejos álbumes. Acarició con dedos un poco temblorosos aquellas fotografías en blanco y negro de los primeros años. Cuando las niñas aún llevaban babys blancos y los niños pantalón corto. Sonrió al reconocerse en aquel joven delgaducho, de pelo rizado, gafas enormes y patillas: sin duda él mismo, pero ¡tan diferente! Ellos, los niños, no habían cambiado nada. Las mismas caras en cuerpos diferentes, con hábitos diversos. Buscó las otras más modernas: el color desvaído de los ochenta, las diademas rosa, las camisetas de fútbol. Luego las más recientes: zapatillas deportivas, mochilas de ruedas, gorras de visera… La misma sonrisa en los rostros, como si fuesen las mismas almas en cuerpos diferentes. Y sin


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