Revista Octava Planta Nº 45

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| INTRO > casilleros

Historia de un hombre y su almohada

Curiosidades históricas

Mario Alija

Héctor Vielva

Lo que van a leer son las lascivas confesiones que me realizó un residente despechado, narradas en primera persona. No ha sido un fin de semana fácil para mí, si bien es cierto que no pudo empezar mejor. El jueves, tras una dura semana de clase, todo parecía sonreírme: por la noche había calibañera vol.2, el viernes era el día del campo, y el sábado, las Becas. Pero aún no me había percatado de lo mejor: sobre mi cama había una almohada totalmente nueva y guardada en su funda que la señora de la limpieza había dejado. Me quedé embobado, admirándola desde la distancia. Tan cercana. Tan perfecta. Tomé valor y me decidí a sacarla de su envoltorio transparente. Era la cosa más suave y limpia que había tocado en mi vida. Estuve acariciándola, totalmente absorto, hasta que mis amigos me llamaron para comer. Para mi desgracia, ellos también notaron su presencia. Normal. No todos los días se presenta una diosa en tu habitación. Comentaron la suerte que tenía de tener una almohada nueva y mullida. “Mentecatos”, pensé. “No pueden ver más allá de su función como ropa de cama”. No entendieron que era especial, que desprendía un aura que dejaría prendado a cualquier hombre. “Mejor”, me dije. Así no tendría que preocuparme de perderla. Sería sólo para mí. Lo pasé bien en la calibañera, pero reconozco que una parte de mi mente no estaba allí conmigo. Me inventé una excusa barata y me fui razonablemente pronto. Entré en mi habitación con cautela. Seguía allí, esperándome. Una lágrima de emoción recorrió mi mejilla. Nunca me he considerado un hombre enamoradizo, pero ella era diferente. Me atrajo hacia sí y dormimos juntos toda la noche. Cuando me desperté, no pude evitar observarla en silencio mientras descansaba. Hacía mucho tiempo que no era tan feliz. Pero tocaba día del campo, así que me despedí de ella. Le prometí que volvería. Aún no sé por qué lo hice. Al igual que en la fiesta de anoche, lo pasé genial, pero me faltaba algo. Y ver los edredones que había llevado la gente para utilizarlos a modo de toalla no me ayudaba precisamente. No sé si me entienden. Es como aquel que sale con sus colegas y se encuentra a las amigas de su novia. Inevitablemente, te vas a acordar de ella. El problema era que yo no podía olvidarla ni por un minuto. Por suerte, esa noche no tuve que escaquearme, ya que mis amigos estaban cansados y se fueron a dormir pronto. Abrí la puerta despacio, sin atreverme a encender la luz. Allí seguía. No parecía importarle que yo hubiese estado todo el día por ahí de juerga mientras ella me esperaba pacientemente en nuestra cama. Joder. Imposible no quererla. Llegó el sábado. La gente estaba sobreexcitada por la fiesta, yo estaba tranquilo. Para mí la fiesta empezaría después de la barra libre. Era el día. Ya valía de tontear, tenía que pasar a la acción. Pero pese a todo, una barra libre no deja de ser una obligación moral de tajarse, así que llegué a mi habitación sobre las 6 am, habiendo bebido más que un buey en un pilón, pegando voces por el pasillo para demostrar mi hombría a mis vecinos. Pero cuál sería mi sorpresa cuando me encontré la habitación abierta. Horror. No estaba. Furioso, aporreé la puerta de mi atractivo vecino exigiéndole que me la devolviera, pese a que sabía que él jamás me haría algo así. Fue mi otro vecino, casi tan atractivo como el anterior, el que me ayudó a buscarla. Estaba debajo de la mesa, asustada por mis gritos. La abracé y me disculpé mil veces, llorando de alegría por habernos juntado otra vez. Pero algo fallaba. Ya no era la almohada de la que me enamoré. Ahora era eso: una almohada. Mi ira homicida había roto la conexión. Lloré desconsoladamente toda la noche, pero no había nada que hacer, salvo levantarse y seguir adelante. Unas veces la vida te da palos, y otras, almohadas. Y ya está.

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Hoy en día son muchas las películas y series ambientadas en el pasado y, más interesadas en la audiencia que en la rigurosidad, caen en la desviación y la falta de rigor histórico, mostrando anécdotas extravagantes y en algunos casos poco creíbles (Rome, Spartacus). No obstante, según la corriente historiográfica postmodernista (actualidad), esto es inevitable e incluso beneficioso para la disciplina. Por lo tanto, disfrutemos de la verosimilitud, que no exactitud encorsetada. Es de todos conocido que nuestros antepasados fueron bastante más bestias que nosotros pero, ¿qué hay de cierto en las representaciones actuales? Referencia constante son las famosas historias sobre emperadores locos, pirómanos, ninfómanos e incestuosos del Imperio Romano. Podéis elegir al más bestia de entre los tres finalistas: • Calígula (siglo I): tercer emperador del Imperio Romano, famoso por divinizar su persona, mantener relaciones incestuosas e intentar nombrar a su caballo cónsul y sacerdote. Las fuentes clásicas, sobre todo Dión Casio y Séneca el Joven, no son fidedignas debido a la mala reputación de que gozaba en su época. Historiadores contemporáneos justifican su conducta debido a enfermedades de tipo cerebral. Fuentes: Dión Casio, Séneca el Joven y Michel Dubuisson. • Nerón (siglo I): célebre por provocar el Gran Incendio de Roma. Este suceso, en realidad, ha sido y es muy discutido. Los autores clásicos, fuente escasa y poco fidedigna, afirman que el incendio se provocó con vistas a una reestructuración urbanística (más tarde Nerón construiría su enorme mansión en la zona arrasada). Suetonio cuenta que Nerón se dedicó a practicar con la lira mientras contemplaba las llamas. Sin embargo, pruebas físicas recientes defienden el origen accidental del desastre. Las ejecuciones sistemáticas, el asesinato de su propia madre y las primeras persecuciones a los cristianos sí están demostradas. Fuentes: Tácito y Suetonio. • Cómodo (siglo II): conocido por creerse la reencarnación de Hércules, cambiar más de diez veces de nombre y luchar en los espectáculos de gladiadores. En su caso los hechos parecen ser verídicos, pues fueron atestiguados por todo el pueblo romano. Fuentes: Dión Casio y Edward Gibbon. Próxima entrega: Esos pequeños dictadores.

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Octava l a n t a


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