Libro Concurso Literario UC 2016

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OBRA S GA N A D ORA S CON C URSO L IT ERA RIO UC 2016





Organizado por la Direcciรณn de Asuntos Estudiantiles de la Pontificia Universidad Catรณlica de Chile


© Pontificia Universidad Católica de Chile Dirección de Asuntos Estudiantiles Vicuña Mackenna 4860, Macul, Santiago, Chile Derechos reservados Primera edición, noviembre 2016 Dirección editorial Cinthya Castañeda Edición general Esteban Campos Rodrigo Cantillana Cinthya Castañeda Diseño Pampa Estudio Impreso por Andros Impresores Santa Elena 1955, Santiago, Chile Prohibida su reproducción


OBRAS GANADORAS CONCURSO LITERARIO UC 2016



PRÓLOGO

El Concurso Literario UC remonta su origen al año 2004, organizado por la Dirección de Asuntos Estudiantiles en sus trece versiones. En lo que a mí respecta, me ha tocado presenciar las últimas cinco ediciones y cada año me sorprendo del potencial imaginativo, las ganas de comunicar y la diversidad de formas que adquieren las distintas voces de estudiantes que participan de este espacio creativo. Este año el tema fue Dinamismo y Transformación. Cada una de las obras recibidas buscó su manera particular de dar cuerpo a esta temática, poniendo de manifiesto la riqueza en cuanto a vivencias, intereses, tristezas y alegrías presentes en cada uno de los autores, quienes las quisieron compartir. Si bien en este libro quedan plasmadas las obras de los ganadores, ellas son una muestra de la transversalidad de la escritura creativa. Sus expositores son estudiantes de carreras diversas como Filosofía, College, Derecho, Medicina, Geografía, Educación, Ingeniería Civil y Letras, entre otras. Este concurso se enmarca en la promoción de espacios de participación extra curricular, que buscan proponer maneras de vivir la UC desde una lógica más allá de lo académico y profesional, complementaria al aula. Este es un espacio que permite a los estudiantes fomentar al máximo sus intereses y potencialidades, y junto a otras instancias que ofrece la universidad, busca favorecer la formación integral de nuestros egresados.

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Espero que los lectores puedan disfrutar tanto como yo de cada una de las historias contadas en estas páginas. Que puedan vivir las emociones de cada uno de los personajes narrados por estudiantes que quisieron ir más allá y compartir con cada uno de nosotros parte de sus propias vidas. María Soledad Cruz Directora de Vida Universitaria Pontificia Universidad Católica de Chile

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C UE N TOS

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ANGELINA JOLIE Nayareth Pino, Magíster en Educación mención Currículum Escolar Primer Lugar

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EL PROGRAMA Julio Azócar, Biología Marina Segundo Lugar

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EL VIAJE José Pablo Montegú, Ingeniería Civil Tercer Lugar

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BIG BANG José Cuadra, Ingeniería Civil Mención Honrosa

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EL NOVENO DÍA Benjamín Ramírez, Ingeniería Civil Mención Honrosa

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EL ROTO C HILENO Álvaro Larraín, Psicología Mención Honrosa

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ETERNO RETORNO Francisca Hernández, Doctorado en Filosofía Mención Honrosa

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MANIF ESTACIONES Y PALAB RAS PARA BRUCE Daniela Vallejo, Postdoctorado en Biología Mención Honrosa

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NO ME DUERMO María Francisca Abarca, Pedagogía General Básica Mención Honrosa

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ORÍGENES Cristóbal Robinson, Derecho Mención Honrosa

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P O ESÍ AS

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INFANC IA EN C HILOÉ Y LOS OJ OS DE MI PADRE Gonzalo Muñoz, Filosofía Primer Lugar

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LA MAMITA NEGRA Alberto Ponce, College de Artes y Humanidades Segundo Lugar

1 0 5 LO QUE TODOS QUIEREN Diego Díaz, Derecho Tercer Lugar 1 1 1 C UATRO DÉCIMAS DEL APOCALIP S IS Joaquín Miranda, Magíster en Letras mención Lingüística Mención Honrosa 115

JARDINES INTERIORES Ana Belén Cartagena, Música Mención Honrosa

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NEIGE Judith Silva, Historia Mención Honrosa

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NOC HE CONTINUA Enrique Tabilo, College de Ciencias Sociales Mención Honrosa

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TAPIAS Claudio Villagrán, Magíster en Estética Americana Mención Honrosa

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TRAIC IONANTE Juan Ignacio Reculé, Doctorado en Medicina Especialidad Médica en Psiquiatría Mención Honrosa

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ÚLTIMO BOMBAZO Roberto Ibáñez, Letras mención Literatura Hispánica Mención Honrosa

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CUENTOS



angelina jolie N ayaret h Pi n o, Ma g í st e r e n E duc ac ión me n ci ó n C u r rí cu l u m E scolar Pri me r Lu g ar


Nayareth Pino

B

usco “Angelina Jolie” en Google, me encuentro con cientos de imágenes, intento hallar una fotografía en la que aparezca ella con su hijo en brazos, cualquier hijo me sirve. La veo, Angelina con lentes oscuros, en alguna avenida importante, con un hijo en brazos, a su lado Brad Pitt. Veo su cara, me concentro en sus ángulos, en su mandíbula perfecta, en su boca, en su frente. La veo, sin lentes oscuros en una avenida no tan importante de Puente Alto, con un hijo en brazos, a su lado, un tumulto, en el tumulto estoy yo dentro de un colectivo que parte y se aleja. No es Angelina Jolie, es mi Angelina. No hay cámaras, solo la promesa de un cuento. Angelina no se llama Angelina. Hace muchos años que dejamos el colegio y ya no me acuerdo de su nombre. Pienso que es probable que ella no haya ido a la universidad. Yo ya egresé y ahora soy una persona cesante. De esos que llaman cesantes ilustrados, aunque todos los cesantes somos iguales. Nos llaman ilustrados como a otros ‘presos de cuello y corbata’. Todos los presos son iguales, los demás, los que se diferencian de ellos, son aquellos que deberían estar presos y no lo están. Estos últimos suelen coincidir con los que tienen trabajo sin merecerlo. Por eso es que todos los cesantes somos iguales. En una de esas ella está cesante y seamos iguales, por mientras creemos que esto es verdad: eso de decir que todos los cesantes son lo mismo en el fondo. Pensar que ella y yo somos iguales es una mentira, tan incierta como que la pata mala del curso, ella, era igualita a Angelina Jolie. ¡Qué mentira más grande! Más o menos esa fue la reacción de un compañero cuando le comenté el supuesto parecido. Para arreglar la situación, dije que la Vale, otra compañera, se parecía

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a Penélope Cruz y que la profesora de Lenguaje era igual pero igual a Soledad Onetto. Ahí fue cuando me dejó de escuchar, la profesora de Lenguaje era grandota y de pelo negro, Soledad Onetto es menuda y rubia. Es posible que Angelina no se parezca a Angelina Jolie, como tampoco que mi tío Juan, que en los años dos mil era gordo, pelo tieso, moreno, cuello corto, chico, se pareciera a Luis Miguel. Cuando somos chicos buscamos lo maravilloso en lo que tenemos cerca, como el caballo en la escoba, el superhéroe en el padre o el Festival de Viña en la escuela que se veía desde la micro. Mi familia no veraneaba fuera de Santiago cuando con mis hermanos éramos chicos, entonces el famoso Festival de Viña me podía parecer tan lejano como cercano. La micro que tomábamos con mi mamá pasaba por fuera de un colegio, cuyo gimnasio era tan grande que me era verosímil que pudiese albergar al monstruo y a la pila de cantantes que salían en la tele. Otro dato relevante era el nombre de este colegio: Santa Cecilia, por la Bolocco evidentemente. Una mentira más, Puente Alto no tiene festival, pero sí a Angelina Jolie. Angelina fue mi compañera desde octavo a tercero medio. Usaba siempre buzo y cuando tocaba gimnasia, decía que el buzo se le quedó en la casa. Lo decía con el buzo puesto. Ah, no, este no es el buzo, este es mi uniforme, pregúntele a quien quiera. Partía a sentarse junto a los que teníamos certificado médico para no hacer ejercicio. Hablaba conmigo porque se había agarrado de las mechas con la mitad del curso, además a mí me gustaban los Beatles y era una persona solitaria, sin compañeros a mi alrededor. Si los estudiantes conversadores se suelen sentar atrás, los que no hablan, los que quieren pasar desapercibidos, se sientan

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adelante y solos, o más bien se quedan solos. La adolescencia es aquel momento en el que se cree que la soledad es lo que sucede cuando nadie llega a tu lado, cuando nadie llega a tu árbol y te preguntas por qué todavía no hay nadie, si tal vez es porque es muy alto o muy bajo.

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Escuchar a los Beatles no siempre ayuda. A Angelina Jolie le gustaban los Beatles, Strawberry fields forever, y se iba a mi árbol a veces. Me hablaba de música. Me gustaba la cara que ponía cuando mencionaba a una banda y yo le decía que no la conocía ni de nombre. Una cara medio de sorpresa, medio picarona. Crecer es comprender que la soledad es aquello que sucede cuando no nos acercamos a alguien. Ella era más grande por eso no estaba nunca sola. Se acercaba a mí a conversar, se acercaba a los otros para pelear, siempre estaba con alguien. No sé si tuvo adolescencia y la noción equívoca de la soledad, no sé si tuvo niñez y las mentiras en torno a lo maravilloso. En las reuniones de apoderados ella siempre era un punto en tabla. Los padres atacaban a su madre, su madre se paraba y se iba, los trataba de conchas de su madre. Menos a usted, señor profesor, con el debido respeto. Una apoderada que era vecina de Angelina decía que de tal palo tal astilla. No, si esta señora le pega como quiere a la Angelina y el papá es un caído al litro, ni sé si sepa que su mujer le pega a su hija. Como que no ve nada, cuando lo saludo en la calle no responde, es como si fuera ciego. El trago omnubila a las personas, acotaba otro apoderado. Obnubila, reparaba el profesor. Así se iban las reuniones de apoderados redactando el guión de una película dramática, en la que si Angelina fuera actriz ganaría un Globo de Oro o un Oscar. Sin embargo, Angelina no es actriz y en la vida real no hay premios, en algunas vidas solo hay castigos. A veces veía a Angelina llorar, era como si le diera pena pelear, cumplir con un papel que no era de su agrado. Hubo un día que recuerdo muy bien. Se fue a combos con una tipa del curso, la pelea se fue trasladando desde el final de la sala hasta amenazar

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Nayareth Pino

mi seguridad en el primer banco, alguien abrió las puertas y ellas salieron, siguieron peleando afuera, hasta que, de un de repente, Angelina cayó al suelo. Se había desmayado. Estaba tirada en el suelo, con los ojos cerrados. Mis compañeros hicieron un círculo en torno a su cuerpo para contemplarla como los enanitos a la Blanca Nieves. En esta comparación solo la organización de los personajes es pertinente, ella no era una doncella, el inspector que llegó a ver qué pasaba no era el príncipe, ni mis compañeros, unos inofensivos enanos. La especulación giraba en torno a si se trataba de un auténtico desmayo o si era una actuación. Luego de esa pelea me había comprometido con unos compañeros a averiguar si el desmayo había sido real. Me habían dicho que como ella siempre se acercaba a conversarme que le preguntara, como que no quiere la cosa, qué había causado el desmayo, si estaba enferma o algo. Les dije que sí. Siempre les decía que sí. Un sí bajito que me hacían repetir. Me daba rabia que no se dieran cuenta de que un sí bajito es un no alto. Esa semana se acercó, se sentó al lado mío, me miraba. Qué me miras tanto. Te miro no más po’. Qué estás escribiendo. Un poema. A mí me gustan los poemas, ¿me dejas leer el tuyo? Es que es secreto. ¿A quién le voy a decir, oh? Ella leyó el poema, yo la miré durante toda su lectura, a ella no le molestaba que la miraran. No escribes nada de mal, quién lo diría, a mí me gusta leer aunque no lo creas, el problema son los libros que nos da la profe Alejandra, ¡puta las hueás fomes! A mí me gustan esos libros. Es que tú eres así po’. ¿Así cómo? Así, perkin, la gente perkin hace lo que le pidan y más encima le agarra el gustito, tienes que agarrarle el gustito a lo que haces por cuenta propia, eso es lo importante.

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angelina jolie

Nunca le pregunté nada. No la saludé tampoco. Yo venía saliendo del Metro, ella estaba cruzando el semáforo. Tenía un hijo en los brazos. Quizá no era un hijo, quizá era un hermano, un sobrino o el hijo de su pololo. No supe, crucé, hice como que no la vi, ella no me vio y me subí rápidamente a un colectivo. Me escapé de ella para no saludar. La observé mientras partía el colectivo, su cara seguía siendo tan bonita como cuando íbamos al colegio, pero su cuerpo había cambiado. Pienso en los dibujos que tenían los libros de Ciencias Naturales, los cuerpos que cambiaban de la niñez a la vejez, lo que no nos dijeron es que la edad no es la única variable. La pobreza también lo es, pero esa no es la palabra que ando buscando. Ella no era pobre. Ella no tenía mala suerte ni era pobre. No es mala suerte, es privación. La privación modifica los cuerpos, la postura y el útero. Yo creo que el hijo era de ella. El niño estaba anclado a sus caderas de una forma que solo es posible entre una madre y su hijo. He estado pensando en ella todos estos días, en que debí saludarla. No recordar su nombre es una excusa. Le pude haber dicho que siempre la encontré parecida a Angelina Jolie. Seguro que se hubiera reído. Pero no hice nada. Recuerdo que desde que leyó mi poema se acercaba para pedirme que escribiera, para ella la escritura era un espectáculo. ¿Si yo te doy una palabra, tú me escribirías un poema? Sí. ¿Si yo te doy una palabra, tú escribirías ahora mismo un poema, así yo mirándote? Sí. Pero no escribas sobre mí.

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el programa Jul i o Az Ăł car, B i o l o g Ă­ a Marina Se g u n do Lu g ar


Julio Azócar

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arecía un matadero, ya no había tensión, había más bien tristeza, y un silencio angustiante, pero por suerte, todo silencio es frágil, me fue fácil comenzar a hablar: ¿Sabe? Unos días atrás me puse a escuchar un programa radial grabado, que se transmitió hace tiempo, de esos bien viejos, porque la música de esa época me gusta harto. Estaba disfrutando de un tema ochentero, tal vez setentero, cuando empezó la otra sección del programa, de esas donde gente del público puede llamar al locutor para hacerle preguntas, opinar o contarle historias de cualquier cosa. Pretendía no seguir escuchando, pero la voz de la persona al teléfono me llamó la atención. Era de esas voces algo autoritarias, seguras, con un cierto ritmo mecánico en su hablar, estructurado, para no exponer tanto sus emociones, luego, la historia me convenció de seguir escuchando. El tipo comenzó mencionando pasajes de su infancia: “¡Nadie me sacaba de la cancha!” decía con algo de alegría en su voz, y continuaba: “A mis padres no les agradaba la idea de tener un hijo deportista, pero cuando gané mi primer campeonato dentro del colegio, y junto con mi equipo, clasificamos para un torneo entre varias escuelas del sector, ellos comenzaron a ver que podía ser algo importante, y entonces decidieron apoyarme en todo lo que pudieran”. Su relato resultaba extraño, se notaba que escondía algo, continuaba su historia: “¡Era un jugador excepcional! De esos que solo nacen ¡Un genio! A mis padres les llegaban invitaciones desde escuelas prestigiosas, les ofrecían incorporarme a sus equipos deportivos y a sus planes de estudios, pero yo no era un alumno estudioso”. ¿Becas por jugar bien a la pelota, por correr rápido o por dar saltos? ¡Imagíneselo! Y lo peor era lo que seguía después ¿Pue-

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de creer que el tipo rechazó esas ofertas de becas, para poder postular a un club deportivo profesional? ¡Vaya imbécil! Me reía junto al locutor de su decisión tan desatinada, el deportista seguía hablando: “Ya estaba confirmado, era integrante de un club profesional, estaba la posibilidad de viajar a un campeonato en Europa, y yo ya tenía ganado un puesto en el equipo titular ¡Obviamente lo tenía ganado, porque así somos los genios!”. Ya se había puesto un poco desagradable el tipo, hasta que algo en su voz se hizo diferente, había perdido seguridad, su voz ahora era mucho más sincera: “Y no recordaba nada ¿Crucé con luz roja? ¿Fue un auto, un camión, un tren? ¿Alguien me golpeó? ¿Acaso importaba cómo pasó, o qué fue lo que pasó?” Entonces el quiebre en su voz se hizo evidente, el deportista comentaba que solo veía sus pies, vendados, con hilos de sangre que venían desde un lugar al que su vista no era capaz de alcanzar desde esa posición, no podía moverse, incluso aunque quisiera hacerlo, su cuerpo ya no respondía bien, solo sus ojos se podían mover, pero veían borroso, había lágrimas en ellos. El relato se llenó de tristeza: “Y en ese momento, en ese estado, solo puedes pensar, y eso hace mal, quieres dormir, pero tu cabeza no te lo permite, piensas de todo y en todo ¿Sabes? Y yo cuando miraba el cuarto en donde estaba, cuando veía la tristeza de mis padres, pensaba que quizás esto era un matadero, y pensaba en las vacas ¿Acaso las vacas estarán nerviosas? ¿Sufrirán antes de ir al matadero? ¿Estarán resignadas a morir? ¿Saben que van a morir? Pues hasta ese entonces solo saben lo que es comer, y estar todo el día con otras vacas, ¿Serán amigas entre las vacas? ¿Se verán diferentes? Yo las veo a todas iguales ¿Conversan entre ellas alguna cosa de vacas, si les gustó el pasto o si están muy gordas?

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Pero mientras estos absurdos pensamientos invadían mi cabeza, mis padres decidieron romper el silencio, y créeme, a veces es muy difícil hacerlo, mi padre se acercó llorando y me contó que tenía dañadas varias partes de mi cuerpo, que los médicos no sabían si volvería a caminar, que iba a estar conmigo cada segundo que no estuviera trabajando, y que mi madre trataría de ir a visitarme todo el tiempo que le fuera posible”. Y en este punto yo, y seguramente el locutor, teníamos el rostro desfigurado por la impresión. En mi mente, había demasiadas preguntas ¿Y te recuperaste? ¿Qué pasó con el campeonato en Europa? ¿Por qué pensabas en esa idiotez de las vacas? El locutor no tenía palabras, se notaba su miedo a preguntar por lo que aconteció después, el deportista lo ayudó al seguir con su historia: “Pasaba el tiempo y me costaba mucho volver a caminar, no sabía si llegaría a ser un deportista profesional, pero tenía una enorme motivación, un gran equipo médico estaba encargado de mi cuidado, en particular había una mujer, doctora, enfermera, no estoy seguro, que me hacía muy feliz, pese a todas las situaciones vergonzosas e incómodas en las que nos habíamos involucrado, por ejemplo, ella me había visto desnudo cuando me tenían que cambiar las vendas, me había visto llorar en demasiadas ocasiones, incluso a veces, le contaba sobre lo que había soñado la noche anterior, y si te lo estás preguntando, sí, una vez soñé que era una vaca ¡Incluso tenía amigas vacas y conversábamos de cosas de vacas! ¡Ja ja ja! ¿Puedes creer lo ridículo que era hablar de eso? ¿Pero qué más querías que hiciera? No podía salir del cuarto del hospital, mi vida había terminado, y era demasiado doloroso contar las glorias del pasado ¿¡De qué otra cosa podía hablar con ella para hacer que permaneciera un minuto, un segundo más conmigo!? ¿¡Cómo podía hacer para

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seguir viéndola sonreír por más tiempo, para adentrarme en sus ojos claros, o escuchar su risa!?”. En mi opinión, con la clase de sueños que tenía el tipo, las carcajadas de la mujer, más bien de todo el hospital, estaban aseguradas, pero me sentía culpable de pensar en eso ¿No cree usted? El pobre tipo había perdido todo, y en ese estado, tener un motivo adicional para salir adelante, sea una meta, o un amorío, era muy válido, y tal vez se lastimó también la cabeza durante el accidente, y algunas de las estupideces que decía podían ser producto de las secuelas, no solo a causa de su enamoramiento. Entonces el locutor decidió interrumpirlo, con aire cercano y algo burlón, pero siempre con respeto: “Pero don anónimo, en ese caso, usted debió intentar buscar un tema de conversación a través de los libros, leer algo de medicina, no le digo que se vuelva un experto, pero tener nociones básicas, para que entre usted y la dama exista un tema de conversación, un interés común”. Y en esto don anónimo le contestó: “Precisamente a eso iba estimado, unos amigos de mi barrio me visitaron en una ocasión, y al comentarles de mi predicamento me recomendaron leer algo de medicina, un manual de procedimientos clínicos, un libro de enfermedades, cualquier cosa con tal de llamar la atención de la señorita, entonces uno de ellos, que tenía un hermano trabajando en una biblioteca, me facilitó ejemplares de libros de medicina, a regañadientes, y sin que ella se enterara, comencé a leer ¡No entendía absolutamente nada de estos libros! ¿Microorganismos patógenos? ¿Luxación? ¿Metabolismo? ¿Miocardiopatía? ¡Nada! Hasta que en una ocasión ella me sorprendió con una revista médica en las manos, solo atiné a consultarle sobre el significado de algunos términos, me explicaba con calma y dulzura, el tiempo

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que dedicó en explicarme se hizo muy corto, pero fue maravilloso, ahora sí estaba entendiendo lo que leía, en un momento dijo que debía seguir trabajando, y…”. En ese momento hace una pausa, respira hondo y vuelve a hablar con calma: “Después de ese día no la volví a ver, nunca más, preguntando al personal del hospital me enteré que ella estaba haciendo un internado, que se había ganado una beca para estudiar en el extranjero, posiblemente se había marchado ya del país, yo aún debía permanecer en el hospital, no había manera ¿Sabes qué es lo peor? Ya no soy capaz de recordar su forma, intento dibujar en mi mente su rostro, su perfil al pasar por el lado de mi cama, su mirada al entrar al cuarto, su sonrisa cálida al encontrarme despierto, sus labios tibios en mi mejilla al saludarme, su seriedad, mezclada con un leve enojo cuando le encargaban muchas labores en un solo día, el color de sus ojos, una composición artística orquestada por los genes ¡No! ¡Por el azar! Bueno, por ambos. ¿Acaso tanta belleza física y espiritual puede atribuirse al azar? De todas maneras, ya no recuerdo cómo era, solo quería decirle que lamento no haberme despedido, ni tampoco haberle podido decir frente a frente lo agradecido que estaba con sus cuidados. Desconozco la forma de ubicarla, espero que ella esté escuchando también el programa, de no ser así, que alguno de sus familiares o conocidos pueda deducir que estoy hablando de ella, pues prefiero reservarme su nombre, es solo eso, agradecer, y bueno, también a todos los radioescuchas y a ti amigo, por tenerle tanta paciencia a mi historia, tu programa es macanudo, nunca me lo pierdo ¡Soy uno de los más leales!” Igual, no entiendo al tipo, parecía que al final no le interesaba volver a ver a la mujer ¿No le parece? Tampoco quedó claro si pudo volver a caminar, o a ser un deportista de élite ¿No? Me

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pregunto también si habrá aprendido algo de medicina, o se le olvidó igual que la cara de la mujer. Es que ayer estaba hablando con una amiga, y me decía que el pez espada pierde sus dientes y escamas al llegar a adulto, y cuando le pregunté si al llegar a adulto se moría de hambre, ella me dijo que todo lo contrario, era extremadamente exitoso y fuerte, aún sin escamas ni dientes, un depredador impresionante ¿Se imagina usted lo que es enfrentarse, sin tener dientes, contra los tiburones? ¡Y vaya que tienen dientes esos! O comer pescado sin tener dientes ¡Debería preguntarle a mi abuelo si puede hacerlo sin usar su placa! ¡Ja ja ja! —¡Pero por favor Martínez! —interrumpió bruscamente una voz firme, segura­—. ¿Cómo es posible que hable tantas tonteras? ¡En vez de andar escuchando pelotudeces, concéntrese en estudiar y aprender los contenidos será mejor! —Profe para esta prueba estudié, estoy tranquilo. —¡No se le nota! Ha estado hablándome de puras cosas sin sentido ¡Ya! Vaya a sentarse, que ya va a empezar el examen. Estuve a punto de decirle “Usted fue el que habló primero todas esas tonteras”, pero estimé que no era necesario, ahora ya sabía por qué el profesor usaba una muleta, y por qué me había llamado la atención esa voz en la radio, ya era la hora de la verdad, el profesor se acercó y me entregó la prueba, la última oportunidad de pasar fisiopatología.

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el viaje Jo sé Pabl o Mo n t e g ú , In g e n i e ría Civil Te rce r Lu g ar


José Pablo Monte gú

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o le gustaba la Universidad, menos la carrera, pero nunca pensó en cambiarse a decir verdad. Odiaba levantarse temprano, odiaba la 405, odiaba soportar el taco de la rotonda, odiaba bajarse en Los Leones, combinar en Baquedano y que la línea roja fuese a veces la segunda en pasar. Odiaba viajar apretado y odiaba encontrarse con conocidos que él hubiera preferido no saludar. Odiaba llegar adelantado, pero odiaba más quedar sentado atrás. Odió los ramos introductorios y odió también los de su especialidad. No se le dio muy bien con los cálculos, ni con los físicos ni con los de industrial. Algunos le parecían tan fáciles que ni siquiera le daban ganas de estudiar, otros tan difíciles que ocurría algo similar. Odió a profesores, a ayudantes y a muchos de los compañeros con los que le tocó trabajar. Odió que en sus grupos hubiera gente que no hiciera nada y odió que los mateos se tomaran el estudio con tanta seriedad. Odió a los que preguntaban, porque él odiaba preguntar. Odió las ies, los controles, las tareas y los proyectos, pero por sobre todas las cosas, odió los labs. Odió Maple, Matlab, AMPL, R y todos esos programas que después no tuvo que volver a usar. Qué curioso pensar que muchos le subieron los promedios y lo ayudaron a pasar. Odió el Pucmático y por suerte no alcanzó a conocer Banner, porque lo hubiera odiado todavía más. Odió también las dos prácticas, la obrera y la profesional. Odió el Fundamentals, pero parece que el Examen de Título no tanto, porque fueron dos las veces que lo tuvo que dar. Odió estudiar en el verano, pero la verdad es que en invierno le costó mucho más.

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Se quejó del Rector, del Decano, y mejor que del Gran Canciller ni entremos a hablar. Se quejó de los computadores, de los microondas, de los enchufes, de las salas de estudio y de los lugares para almorzar. Se quejó de su centro de alumnos, de sus territoriales y de las seis federaciones verdes que le tocó ver pasar. Independiente del color de la camiseta, en tiempos de campaña siempre le molestó que se acercaran y pocas veces quiso escucharlos hablar. Nunca tuvo demasiado claro su voto, pues dependía del año qué movimiento le cargaba más. Odiaba los voluntariados y odiaba a la Pastoral. Nunca fue a trabajos, ni a misiones, ni a nada que se pudiera considerar social. No entendía muy bien lo que se hacía, pero para él había muchas cosas que criticar. Nunca fue ayudante y ni siquiera intentó postular. No le llamaba la atención ser tutor, ni embajador, ni casi ningún proyecto en realidad. No es que no tuviera tiempo, simplemente no le interesaba participar. No le caían bien los compañeros motivados, solo unos pocos de su generación y unos cuantos más. Con ellos había jugado a la pelota y alguna que otra vez salido a carretear, pero no era suficiente para ir más allá del típico “Hola, ¿cómo estay?”. Se sentía cómodo con su primer grupo de amigos, todos haters de la Universidad. Eran buenos para las piscolas, la marihuana, el FIFA y la pichanga dominical. Para su mala suerte, algunos se echaron muchos ramos y se quedaron atrás, y a diferencia suya no fueron obligados a hacer TAV. Los demás se las arreglaron de alguna forma para avanzar invictos y ninguno eligió su misma especialidad. Se tuvo que bancar hacer la mayoría de los cursos solo y sin un partner con quién estudiar, una excusa que se repetía a sí mismo y que se terminó creyendo cada semestre más y más.

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A pesar de matricularse con puntaje nacional, se echó un par de ramos al principio, otros al medio y los últimos al final. En los momentos difíciles, conversó con su hermano y con sus papás. Les confesó algunos de sus rollos motivacionales, que no lo estaba pasando bien, pero les pedía confianza y tranquilidad, porque se sabía suficientemente capo como para arreglárselas y titularse igual. Que cada vez faltaba menos, y que en cuanto tuviera el cartón empezaría a trabajar, ganaría harta plata, conseguiría novia y por fin alcanzaría la felicidad. En parte tuvo razón. Recién titulado no le costó contratarse en una aseguradora y después empezar a hacer carrera en un banco que le pagaba todavía más. Conoció una mujer más joven que compartía su amargura, algunos de sus vicios y con la que de alguna u otra forma lograba congeniar. Tardó un mes y medio en ponerse a pololear.

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Pero no era tan fácil como parecía, eso de la felicidad. Al mirar para adelante, para el lado y sobre todo para atrás, no había indicio alguno de ese estado tan esquivo, la satisfacción con las circunstancias, la plenitud personal. Se preguntaba qué pasaba, dónde estaba, por qué no la podía encontrar, si estaba trabajando, pololeando, y nunca más se había tenido que acercar a la maldita Universidad. De a poco fueron apareciendo la nostalgia, los recuerdos, todas esas pequeñas cosas que al ser miradas con perspectiva no eran tan pequeñas en realidad… Los amigos, las amigas, algunos profes y ayudantes que se esforzaban para que aprendiera de verdad… “La Casita”, los completos, las sopaipillas pasadas y los arrollados al pasar… Los árboles que daban sombra, los pastos verdes, las palmeras, los perros gordos que se acercaban por comida y esa brisa sobre la cara al echarse a descansar… Las banquitas, las mesitas, las ventanas largas, tirar la talla aunque tuviera prueba en un par de horas más… Celebrar que te hubiera ido bien sin estudiar, reírse de repente que te hubiera ido tan mal… Las visitas al “Fito”, los carretes en Agro, las tocatas en el patio, las últimas Conchas, los paseos a la playa, la Torta, el Ombligo, y esa irrepetible libertad absoluta de poder mandarse a cambiar, en cualquier momento y a cualquier lugar… Los bailes, las fiestas, las tomateras, los piquitos, los agarres, las conquistas, las que eran cosa seria y las que eran por la tela nada más… Pucha que echaba de menos todo eso, pucha que echaba de menos la Universidad. Con el tiempo, y muy arrepentido, lo logró descifrar: la felicidad no se trataba de llegar a un destino, al parecer siempre se había tratado de disfrutar el viaje y saber apreciar los detalles del camino.

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big bang José C u a dra, In g e n i e r í a C ivil Me n ci ó n Ho n ro sa


José Cuadra

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erminamos de comer tarde en la casa de campo, a eso de las once o doce de la noche. La cena fue muy simple y deliciosa, parsimoniosa, tal vez solo una excusa para acompañar esas historias de duraznos y canastas que contaba Camila; y luego las mías, collages de recuerdos aventurados sobre experimentos aeronáuticos infantiles que comenzaban con el hurto de un mantel plástico —esos que se usaban en los cumpleaños—, seguían con un salto al abismo desde un tercer piso y luego terminaban con una que otra instalación de yeso. Noche serena, regada con una botellita de vino que se extinguía lentamente entre palabras, risas y besos. Corrieron algunos discos: uno de Bill Evans de entrada (creo, lo puso Camila), Revolver de plato de fondo y una compilación de Piazzolla de postre que nos sugirió movernos a la terraza, en donde nos tumbamos en nuestro sofá predilecto, sin antes haber preparado el café y un potecito con uvas. Rodeados por una noche estival, las historias se fueron transformando en fervientes declaraciones mutuas y deseos impacientes que en un comienzo fueron transmitidos por manos y pies jocosos. El júbilo se diseminaba por mi piel —crispándola y dejándola como la de una gallina— y se transformaba en un arrobamiento aún más elevado cuando rozaba con Camila. ¡A veces la dicha te puede llevar a levitar sobre un sofá! El gato Pat — postrado a un costado— miraba con ojos sapientes y algo altaneros, como una divinidad que contempla a sus criaturas poco instruidas en la movida que están ad portas de integrarse. «No saben ná la chichita con la que se están curando», creo que lo sentí maullar. Mucho después habría de saber a lo que se refería ese felino envidiable. Tal vez el deleite desesperado o el vértigo de estar flotando

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big bang

hicieron que se me cayera el último concho de vino en el muslo de Camila. Ella soltó una risa suave e irresistible que terminó decorada con un gemido tímido, justo después de arrastrar mi lengua por el líquido oscuro y disperso, ya más dulce, en esa piel de caramelo. Entre versos cómicos, sonrisas sugestivas, miradas venerantes y un desnudamiento feroz, nos dispusimos a crear un universo. Instalamos aquella fábrica de mundos en un terreno de carne y espíritu. En un terreno de músicas e imaginaciones dialogantes. Nos tomamos cuarenta minutos en generar las condiciones. Cuarenta minutos de compases y bosquejos, de instrumentos y recetas —o rutas— para El Momento. Cuarenta minutos dilatados en millones de años curvados alrededor y adentro nuestro, envueltos en piel. Poco a poco, la sinfonía se construía con besos de lúcuma y nieve, caricias fogosas, agua, claveles y mordiscos lúdicos. De vez en cuando, tomábamos alguna de las uvas que habían en la mesa para endulzarnos redundantemente. Jugábamos y explorábamos, buscando enfocar El Momento a través de ajustes de temperatura y otras dimensiones físicas que ni ella y yo estábamos al tanto. No conseguía comprender cómo dos seres tan prematuros se aventuraban a jugar a la creación. Y lo logramos. Las velocidades aumentaban y todo convergía a la unidad. Los sonidos y sus variadas figuras; los colores y sus aromas; las ideas con sus sabores; los deseos, miedos e ilusiones giraron centrífugamente implantándose de a poco en la uva que bailaba sambas entre la boca de Camila y la mía. No pudo aguantar muchas cosas más aquella pobre fruta y terminó por reventar junto a nosotros. Nuestras piernas y brazos se tensaron hasta casi matarnos. Sentí los dientes de Camila clavarse en algún pedazo de carne nuestro y

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José Cuadra

luego me perdí en sus pupilas negras. Creo que cerré mis párpados y me transformé en un sondaje del más profundo e infinito abismo. Por casi imperceptibles fracciones de segundos, me sentí completamente confundido y prisionero del caos y la oscuridad. Todo vibraba y se expandía a velocidades colosales. Tal vez solamente me dolía la cabeza. Abrí los ojos y solo percibí un negro vibrante y eléctrico. Pat maullaba y de Camila no supe más. El tiempo trajo un trance más hipnótico, adornado con espasmos y figuras explosivas que comenzaban con fusiones nucleares y gatos que maullaban acompañando a Pat. Tres, cuatro, diez minutos, no sé, pero poco importa. Tal vez años. Trataba de decirle algo a Camila, pero me era imposible. Sentía que ella también quería hablarme, pero todo pesaba mucho más. Estaba ahí, la sentía, pero no la veía. Mi lengua era prácticamente una placa tectónica, de masa infinita, en mi boca. Mi cuerpo era inamovible y el peso de Camila me permitía respirar a duras penas, jadeando onerosamente. Horas, días o años creo que pasaron alimentando a la gravedad cada vez más entre los suspiros recurrentes de mi mujer. El sudor se había enfriado y parecíamos dos seres congelados, condenados por la espera y la absoluta invalidez frente a aquella fiesta cósmica que se controlaba sola. De todas formas, estábamos tranquilos y felices, no sé en dónde, pero en paz, tal como cuando tarareábamos el último tango de Piazzolla entre sorbos de café, hace mucho tiempo en aquella noche estival de la casa de campo. De golpe, tiempo después, en la mitad de la monotonía ondulatoria y del eco etéreo que emite la oscuridad, refulgió una luz. Y otra. Creo que eran los ojitos de Camila. ¡Claro que eran! No lo iba a saber yo, que los llevaba tatuados en mi memoria desde aquella vez que la conocí en el avión a Pun-

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ta Arenas. Pero no eran los mismos a los de esa vez. Éstos eran ojos siderales, algo nuevos. Traté de decirle algo, pero solo pude soltar un sonido ridículo que se desmembraba entre balbuceos. Esperé un poco y los ojos comenzaron a distinguirse mejor. Estaban inmersos en un polvo que se movía lentamente en todas las direcciones posibles. Luego vi su nariz y sus orejas, sus mejillas y sus labios de curvas catenarias. Todo flotaba en el mismo polvo cósmico. Me saludó con un beso y, con esfuerzo, le respondí una sutil mueca. Empecé a sentir a Camila cada vez más. Una sonrisa, un beso. Tiempo después, ya podíamos nadar juntos, en una crema de cúmulos y estrellas. Ni nos molestamos en empezar a intercambiar las sensaciones y deseos que habíamos tenido durante todo ese tiempo. Volamos, reímos y cantamos arriba de un volcán que quisimos crear al paso. Ella comenzó a plantar nogales, bambús, campos de cedrones y más figuras verdes. Yo me quedaba mirando lo maravillosas que eran, pero no podía evitar reír de su diferencia con las que creo intentaba imitar. Camila me miraba y se reía de vuelta, porque entendía la razón de aquella comedia. Era tal como cuando niños dibujábamos algo que creíamos conocer a la perfección y, en el intento, llevábamos al papel una versión distorsionada y novedosa, pero a veces más interesante que el referente. No era yo ni Courbet, ni un realista amateur, ni nada, ¡todas mis creaciones salían más raras que las de Camila! Ella aprovechaba de reírse, mientras hacía chocar dos montañas que flotaban en la nada y hacían nacer un planeta con veintiocho conejos que retozaban en su superficie. Todo era la más fidedigna realización de la voluntad de la consciencia. Camila fabricó un instrumento con algunos de los bambús (que había plantado) y cuerdas que vibraban con el viento conector de las nuevas ga-

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laxias que nacían. Yo la acompañé con un cuerno de plata que decoraba las melodías con sonidos de caballos galopantes y torrentes piadosos. Nos transformamos en niños, arquitectos, matemáticos errantes y precisos, geólogos, poetas y en mis mismísimos caballos que emergían desde el cuerno. Mientras seguíamos en lo nuestro, ni Camila ni yo nos dimos cuenta de que el gato Pat hacía lo suyo paralelamente. Hizo nacer panteras, leopardos y gatos en un espectro de colores. Como reacción a nuestro pasmo, el felino nos miraba nervioso como diciendo «yo quiero lo mío también». ¡Pero tampoco le quedaban mucho mejor! Recuerdo esa pantera flamante que cada vez que rugía soltaba un chorro de leche vigoroso que alcanzaba a regar uno de los nogales de Camila que estaba a kilómetros. Seguro que el hambre lo punzó con un pensamiento lácteo al pobre animal mientras generaba sus criaturas. Sin más, el accidente provocó el llanto magdaleno de las ramas del nogal, que se transformaron en toboganes por los que escurría una leche de nuez cuya existencia, además de Pat, Camila y yo agradecimos con un salud. Todo era una maravilla novedosa, inspirada en el universo que alguna vez conocimos, cómo lo entendíamos y cómo lo explicábamos. Teníamos la autonomía del relato, de la traducción y la transformación de nuestro patrimonio empírico. Me acordé de un profesor y una de sus metáforas: «somos cocineros, y nos valemos por los platos que somos capaces de crear a partir de la combinación entre los ingredientes que tenemos y nuestra imaginación para integrarlos de las más infinitas formas». Lo que vino después fue largo. No me atrevo a cuantificarlo en tiempo. Es esa una dimensión que hace rato dejé de entender

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big bang

como algo cuantificable. Sus múltiples formatos, contracciones y dilataciones siguen siendo un enigma. En el transcurrir, seguimos fundando planetas y galaxias, vida de todas las formas y las más diversas manifestaciones de nuestras íntimas voluntades. Llegó finalmente el día en que nos detuvimos. Nos tomamos un solo segundo más, para crear el espíritu —entendido como la voluntad de creación incesante de un arquitecto pueril y adusto jinete de bestias— y lo hicimos navegar por aquellas inmensidades, eternizándonos en él. Inmensidades nuevas y que ahora se reproducen por sí mismas. Jubilosos, una noche cálida —quizás estival— nos fuimos a descansar a una casa de campo que nos resultó familiar. Acompañados por los susurros de un bandoneón, nos tumbamos exhaustos, con un café, en el sofá de la terraza. Y al costado, un gato hambriento cavilaba.

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el noveno día B e n j amí n Ramí rez , In g e n i e rí a Civil Me n ci ó n Ho n ro sa


Benjamín Ramírez

1.

el bar

Quiero dejar en claro que esto nunca pasó. Esteban Lara solía ir todos los lunes al bar de la esquina de Bicentenario con Montalbetti, y nuestra historia comienza así, excepto que era viernes. Inexplicablemente, entró creyendo que el tiempo había hecho un giro encima de él, que en realidad aquel día era lunes y todos dentro del bar estaban equivocados. Sin embargo, ninguna palabra cierta salió de la boca de Esteban aquella tarde. Bueno, lo cierto y lo incierto es curioso en este caso, puesto que esto nunca sucedió y es, por ende, irrelevante. «Estás loco», le dijo Gabriel Riquelme, su amigo de farra y en ese tiempo hospedador de borrachos de avenida Montalbetti, dedicación que le valió el sobrenombre —no tan errado— de secuestrador por parte de la comunidad del antro, donde iban a tomar brebajes de dudosa procedencia y se encontraban comiendo carnes de animales inventados por el hacinamiento de aquel callejón en aquella calle que, por cierto, nunca existieron tampoco. «Hoy día se te quedaron tus pastillas en mi departamento» insistió, desde luego, diciendo la verdad. Pero aquella sicosis no fue producto de la falta del medicamento neuroléptico que hasta entonces consumía, sino que, por el contrario, aquellos remedios le habían curado —sin razones científicas— su esquizofrenia hace meses, y su consumo estaba causando una falla renal que le vendría a pasar la cuenta después, incluso consideré no mencionar eso, pero bueno. Pocas palabras más se dijeron al respecto, y ninguna favoreciendo a nuestro amistoso protagonista, que permaneció inquieto todo el resto de la tarde. Sentado en la barra, Esteban observaba con disgusto a todos en el local. Sin embargo, lo que más le aquejaba en ese minuto

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el noveno día

era algo totalmente ajeno a ellos. Antes de ayer, había salido de su casa a dar un paseo por los caracoles de San Atilano cuando, de un auto café sin patente, se bajaron cuatro delincuentes para secuestrar a Catalina Schiff, hija del cada vez menos querido alcalde Román Schiff, frente a sus ojos. 2. el secuestro Lamentablemente, el secuestro sí ocurrió. Era un sábado cualquiera y Esteban se había quedado dormido para hacer cundir su ocio, entonces se resignó a tener un día de nada. Amaneció pensando en su sueño y de ahí concluyó una frase que le daría tema para pensar toda la mañana. Anoche, había soñado que despertaba y se despertó para soñar. Esa frase podía resumir todo lo que fue su intento de calar más hondo dentro de los pensamientos cotidianos. Desafortunadamente, al cabo de un rato se dio cuenta que la frase de profunda no tenía nada y que es del tipo de cosas que uno cree que mueven el mundo cuando tiene la mitad del cerebro apagado. ¿Por qué creían que los “te quiero” se dicen antes de dormir? En fin, tomó su celular para preguntarle a Gabriel si ya había conseguido la imagen del borracho del que tanto se rieron anoche —por supuesto, antes de que Riquelme tomara al ebrio y lo dejara acostado en una cama de su hostal—. Era gordo, por lo que llamar a Lara fue necesario para que su amigo pudiese cumplir con su cuota semanal de huéspedes. Por desgracia, no tenía ni la imagen ni el video de lo que pasó anoche, pero sí guardó el collar de unicornio que le quitaron, con el que intercambiaron una que otra frase y soltaron una carcajada quizás. Acto seguido, se tomó un café cortado, se puso su chaqueta de cuero y saltó a la calle para llegar rápido a los

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caracoles de San Atilano para hacer algo irrelevante. A sus 28 años, Esteban tenía un estado físico al que llamaría decadente si pudiese ser peor, pero no es el caso. Aunque era flaco, los hombros le pesaban y ya tenía una joroba notoria por el exceso de rato que pasaba buscando y lavando manchas en su polera después de cada comida. Por eso mismo, aquella mañana, cuando observó que en la esquina de Molinos con Bicentenario pasaba Catalina Schiff —guapa como siempre—, sintió una abrumadora incapacidad de acercarse a ella como quería desde el colegio. Sin embargo, no podía detener sus ganas de contemplarla hasta que ella se diera vuelta y su penetrante mirada le causara un atisbo de adrenalina y vergüenza, como siempre había sido. Después de un par de segundos en que ella no se volteaba, Esteban decidió tomar el camino largo a su destino para seguirla, desde una buena distancia, hasta que ella le diera lo que él le exigía. Pero ella comenzó a caminar más rápido, echando miradas a su izquierda constantemente con síntomas de miedo, por lo que frenó y no la siguió más, para no asustarla. En ese minuto sintió el codazo de dos personas que se bajaban de la camioneta café de su lado y, mientras caía, pudo ver cómo esos bastardos de chaqueta gris más otros dos que se bajaron del lado del conductor del auto agarraron a su dulcinea para meterla en el asiento trasero. Esteban se sintió como una ola de altamar cuando saltó hacia adentro del vehículo detenido para tratar de reventarle la quijada al secuestrador, pero al parpadear se encontró en el suelo, aplastado por el que llevaba la peluca naranja. Su pistola, esta vez estaba apoyada en la ojera derecha, mientras los demás prendían el motor.

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3. el homicidio Por el mismo secuestro, estando sentado en el mohoso taburete del bar, la única cosa que le entraba en la cabeza era en cómo fue que llegó a ocurrir eso. Cómo algo ajeno a él lo pudo sacar de su maravillosa rutina. Repitió, para sí mismo, las razones por las que no denunció el secuestro a nadie; se acordó de su departamento inundado por la crisis de paranoia que tuvo mientras se duchaba y, sobre todo, se preguntaba hasta cuándo iba a seguir durmiendo donde Rafael. Ya se volvían incontables las veces que había visto el agua de la tetera hervir y no se daba cuenta que, atrás suyo, había llegado un tipo que irradiaba alcohol, con los pensamientos totalmente doblados y fallando en cortejar a Ana, la única mujer de aquel lugar, tirándole su olor a trago mientras trataba de modular. El hombre en cuestión era Javier Demir, un alcohólico que provenía de España. Esos dos datos son bastante superficiales al momento de retratar a alguien y, honestamente, me da un poco de asco describirlo así, pero era la única información que pudieron sacarle, debido a que no solo era la primera vez que estaba ahí, sino que se volvía imposible hablar con él temas que realmente importaran. Ah, lo otro que llamaba la atención de este personaje era que de su cuello colgaba un llamativo collar de unicornio, el que Esteban ya conocía, el mismo del que Rafael en algún minuto de la noche se burlaría y se lo terminaría arrebatando. Pero no hay que apurar la historia, eso es trabajo del borracho, porque cuando fue a pedir el cubalibre que lo dejaría en el suelo, pasó a llevar el hombro de Esteban, quien inmediatamente despertó de su abstracción y lo miró fijamente. Se paró torpemente para agarrarlo tan firme como pudo del chaleco y le empezó a hacer

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una inspección para ver si era el auténtico ebrio de la calle que había visto el viernes de la semana pasada. No se demoró en reconocerlo, pero se detuvo frente al unicornio que colgaba de su cuello. Ver ese collar de nuevo no solo lo sorprendió, le hizo creer que entendía todo: Había vuelto tres días en el tiempo. Dios le había perdonado y tenía una segunda oportunidad para salvar a Catalina del secuestro. Eufórico, llamó la atención de todos en un arrebato y solicitó que se fueran a acostar temprano para al día siguiente juntarse en la esquina de Molinos con Bohemios a las once de la mañana, apelando a una situación de vida o muerte. La verdad, no tenía ninguna expectativa de que sus amigos lo escucharan; pero le daba igual, ya que iba a llamar a Carabineros de todas formas y ellos iban a ser de más ayuda que una manga de alcohólicos con resaca. Sin embargo, Jaime, el dueño del local, dijo que iba a cerrar temprano esa noche para apoyar la causa, a lo que Esteban respondió con un asentimiento, un «gracias» y un abandono para irse a dormir. Religiosamente, a las once de la mañana del día siguiente estaban todos parados en la esquina donde iba a ocurrir el homicidio. Eran al menos 15, y pasó el rato sin que pasara nada, hasta que el desinterés comenzó a propagarse. Esteban, impaciente, corrió por Molinos hacia Bicentenario para ver si ya estaba llegando Catalina. Volvió de su trote a las 11:45 con las articulaciones torcidas, avisando que la mujer ya estaba en camino, pero inmediatamente notó que quedaban solo tres: Rafael, Ana y el viejo Jaime. — ¿Y los demás? —gruñó. «Se evaporaron», respondió Rafael, mientras jugaba con el collar de Javier Demir. El motor de un auto añejo y una sirena

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el noveno día

avisaron la llegada de la policía. «Al fin», pensó Esteban, sin soltar la mirada de la esquina. Cuando por fin la vio dar un paso en Molinos, sintió la mano de sus tres amigos en sus hombros, por lo que los miró de vuelta con alegría. Las caras de felicidad de los amigos, sin embargo, se desfiguraron rápidamente en unas muecas de pena y compasión, antes de desintegrarse. Toda la escena, excepto él y Catalina, se convirtió en polvo y se fue con el aire. Los autos, excepto la camioneta color café, se fundieron con el pavimento, mientras el poste de luz se hacía pedazos para salir volando. Sus amigos, dejaron de ser. Uno por uno se evaporaron, junto con los carabineros, en un festival de nada. La soledad y la confusión fueron tan intensas, que dejó de sentirse ridículo por ir corriendo a salvar a la hija del alcalde. Dejó de ser patético perseguir una desconocida, cuando todo lo que siempre quiso, desapareció. Todo fue heroísmo, amor y llanto, hasta que del vacío saltó el hombre de la peluca naranja y, al oído, le susurró «¿Es que tú no te mueres nunca?». Y fue recién ahí, en un minuto del noveno día de esa larga semana, que Esteban comprendió todo. Entendió, por fin, que había dejado su vida hace tres días, que la verdad es lo que realmente le pasa a uno, que la muerte nunca es un sueño y que, finalmente, le correspondía morir en esa vereda. En ese mismo minuto difícil, del mismo noveno día de la semana de Esteban, los tres que seguían esperándolo en la pieza del hospital, Ana, Rafael y Jaime, lloraron al son del electrocardiograma de un corazón porfiado que, definitivamente, había dejado de latir.

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el roto chileno Ál v aro L ar raí n , Psi co l o g ía Me n ci ó n Ho n ro sa


Álvaro Lar raín

—¡Ché, querido, sos un campeón! —¡Sos una fiera! —decíase Joaquín Rupestre—, mirándose extasiado ante el soberbio espejo del ropero del abuelo. Con aire altivo desfilaba por la pequeña y oscura habitación, dejando marcadas sus huellas en el baldosín al ritmo solemne y melancólico de Gardel, que sonaba tenue en un viejo tocadiscos. A través del vidrio roto de una de las pequeñas ventanas pintadas de ocre, penetraba un rayo de luz que irisaba levemente su pálido rostro y sus ojos pardos, los cuales, denotaban una brillantez incomprendida y volaban a través de los muros de la realidad, soñando las callecitas de Buenos Aires y el cándido aroma a tango, patria e historia de la gran urbe. Sus labios gruesos balbuceaban “Por una cabeza”, y el sonido implacable y majestuoso de aquella obra divina, lo guiaba sobre la improvisada pista desde el delirio de sus emociones. Su pequeña compañera felina, la dulce “Miel”, le miraba agazapada en un rincón de la habitación con sus enigmáticos ojos celestes, esperando que en una de sus vueltecitas tuviese con ella un dejo de bondad y le arrojase algo de comer. Sin embargo, entre quiebres y vueltas, para Joaquín no existía nada ni nadie real a su alrededor aquella tarde; solo podía imaginar la noche porteña y el ritmo bohemio que extasiaba sus pensamientos. Su atuendo era sencillamente impecable: vestía un traje negro con un pañuelo color tinto en su bolsillo superior, un sombrero alargado, zapatos de charol y una hermosa camisa blanca que, ceñida a su enjuto cuerpo, le daban un aire distinguido. Sin duda, estaba listo para salir y él así lo sentía, pero antes debía mirarse una última vez en el gran espejo y encontrar en su propio reflejo la aprobación necesaria; una vueltecita más, por

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aquí, por allá, el ceño fruncido, agua de laurel, el toque de su sombrero, una pequeña mueca de galán, otra miradita al imponente espejo y nuevamente las calles serían todas suyas… Aquella enorme y fina reliquia era el único recuerdo que tenía de su abuelo putativo Étore, la cual, solo por azar pudo arrebatarla de las manos codiciosas de sus hermanos, quienes, por ignorancia y desidia, no se interesaron en esa magnífica obra italiana anterior a la “Gran Guerra”, relegándola, sin consciencia alguna de su verdadero valor, a quien se diera la molestia de quedársela. Esa molestia se la dio Joaquín, quien, al enterarse de la grave enfermedad que ocultamente padecía el vetusto y distinguido actor de la Romaña, oriundo de la tierra de Fellini, fugitivo del fascismo del Duce Mussolini, y que lo había adoptado junto a sus hermanos por la amistad entrañable que cultivó con su padre (quien falleció junto a su madre en un fatal accidente automovilístico), lo acompañó en su larga agonía, cayendo junto a él en tan profundo abismo que nunca pudo retornar por completo. Muchos en el cité lo tildaban de loco o de excéntrico, y algunos incluso le temían porque no podían distinguir, por su voluble y dinámica forma de ser, rasgo alguno de su antigua personalidad. Sin embargo, nadie era capaz de comprender que al hacerse cargo de improviso de aquella herencia, Joaquín no solo había dado un vuelco absoluto a la vida normal que muchos de ellos conocían —la cual, en honor a la verdad, era la realmente insensata—, sino que, además, encontraba la presencia reconfortante de su Nono Étore a cada instante. Dentro de ese ropero, repleto de disfraces, máscaras y un sinfín de adminículos, estaban contenidos innumerables recuerdos de un hombre diletante; un refugio tangible de su memoria extinta; el nexo imperecedero con el amor y el

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respeto inconmensurable hacia el enhiesto italiano. Al pasar imponente y seguro por el corredor, algunas personas del conventillo, quienes por lo general pasaban más afuera de sus casas parloteando y compartiendo su insípida y rutinaria vida, le observaron extrañadas; otras reían, y las bellas hermanas Díaz, de conocidos hábitos licenciosos, lo tentaban con sus miradas lujuriosas mientras cuchicheaban sobre él. Joaquín disfrutaba escuchar a la gente murmurar, le gustaba que su figura no pasara inadvertida en ninguna parte donde iba. Al llegar a la reja de fierro de la entrada, don César, un viejo borracho de la primera habitación del cité, se apoyaba junto a la pared observándolo fijamente y estorbándole el paso. Sin quitarle ni por un segundo la mirada de encima le increpó duramente: —¿Quien erís hoy día huevón? —le dijo, sonriendo maliciosamente—, mientras en su otra mano sujetaba una botella de vino junto a su pecho. Joaquín lo miró con una leve sonrisa y no respondió a su pregunta, pero el hombre, más borracho y agresivo que lo habitual, se interpuso en su camino mirándolo con desprecio. —¡Aquí no queremos huevones locos! —le dijo con rudeza—, haciéndole sentir a Joaquín en toda su magnitud su horrible hálito a vino fermentado. —Si quieres, puedes disfrazarte junto a tus amigos comunistas y maricones, pero fuera de acá, ¿escuchaste huevón? Joaquín le miró en silencio y solo atinó a apurar el tranco, ya que era completamente reacio a los conflictos y las peleas. Una vez fuera, se sintió más tranquilo, y cuando estuvo a unas cuadras del lugar nuevamente comenzó a sonreír; sentía que el barrio Yungay otra vez lo esperaba.

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Le gustaba pasearse por los restaurantes y picadas habituales del pintoresco sector. La gente lo reconocía, lo saludaba, le tendía la mano. Muchos al verlo le daban moneditas y hasta se sacaban fotos con él. Ésta era la digna manera de como Joaquín se ganaba la vida, siendo un verdadero actor popular, construyendo cada día un personaje que representara la cultura que tanto le gustaba transmitir. Hacía ya bastante tiempo que yo no lo veía directamente, pero esa tarde se había acercado tanto al centro de la plaza, que pude escuchar claramente las espontáneas felicitaciones y halagos que la gente le profería: —¡Qué gran atuendo sacaste!— le decían sonriéndole. —¡Realmente pareces gaucho Joaquín!— le decían algunos golpeándole la espalda afectuosamente al pasar por su lado. Él solo atinaba a sonreír, se sentía enormemente dichoso cada día por el afecto que la gente le entregaba. El día anterior había representado con gran éxito a un mexicano, antes a un boliviano y cada día de la semana buscaba sorprender a todo el mundo con un personaje inédito. Sin embargo, lo que las personas ignoraban era que en cada transformación se convertía realmente en el personaje que imitaba. No era solo que dejaba lo mejor de sí como un prolijo actor callejero, sino que su mundo se trastrocaba de tal forma, que solo después de volver a casa, acostarse y dormir profundamente, volvía a tener ciertos atisbos de la realidad. Lo curioso, es que apenas despertaba volvía inmediatamente a soñar y comenzaba a vivir una nueva vida. Su locura, se vestía de cordura cada jornada y, a pesar de tener que soportar más de algún insignificante y pueril desprecio, era capaz de develar a la razón y el entendimiento a través de ficticios baluartes; tenía la facultad

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de convertir a la utopía en el perfecto símbolo de la verdad. Sin embargo, al día siguiente, las cosas cambiaron abruptamente. La mayoría de los testigos que pudieron verlo esa tarde señalaron que había salido de su casa muy agitado, y, a diferencia del día anterior, se veía bastante angustiado, indefenso y dubitativo. Otras personas que lo vieron salir del cité declararon que, curiosamente, no llevaba disfraz alguno. Sin duda, para todos fue muy extraño que no respondiese a los saludos ni a ninguna clase de llamado de atención. Se veía tan ensimismado, que algunos se aventuraron a inferir que no era capaz de percibir ningún tipo de sonido a su alrededor. Uno de los testigos del famoso “Criollito” (el principal restaurant de la plaza en aquellos años), el gordo Adrián, el más longevo de los parrilleros, afirmó que lo había visto en la esquina teniendo una fuerte disputa con el viejo César. Su pareja y dueña del local, la coja Miriam, ratificó su versión, asegurando que el viejo lo había insultado y golpeado de tal forma que el pobre Joaquín había comenzado a correr despavorido para poder escapar. Yo, para serles sincero, no tuve información alguna del cobarde ataque que el ruin borracho le infligió, más que por los relatos fragmentados que pude escuchar de quienes vieron o escucharon algo de aquel asunto. Las razones de ello aún no las comprendo, pero solo sé que desde la noche anterior al trágico incidente, hasta el día de hoy, nunca más pude volver a sentir lo que percibía desde él, y fui, al igual que lo que ustedes están siendo en este momento, un testigo indirecto de aquel suceso. Lo que sí pude ver directamente, por mi excelsa visión, y antes que cualquier otro, es que al fin venía a buscarme, se dirigía directo hacia mí. Vestía aquella fría tarde una chaqueta sencilla, una camisa sen-

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cilla, pantalones sencillos, calcetines sencillos y zapatos sencillos: el traje típico de un hombre del pueblo. El pobre rengueaba con tanto dolor y miedo que, sujetando desesperadamente el costado derecho de su vientre con su mano izquierda, trataba infructuosamente de evitar seguir desangrándose. Una vez cerca de mí me miró desconsolado a los ojos, pero en ese momento no pude cobijarlo. La verdad es que nunca he podido cobijar a nadie, sino solo observar desde lejos. Con su último aliento se arrastró hacia mis pies y antes de desvanecerse me preguntó: —¿Es aquí donde deben morir los verdaderos chilenos?, ¿Es de esta forma como deben hacerlo? Y yo, como a tantos otros que por más de un siglo me han preguntado lo mismo, tampoco supe cómo responderle.

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eterno retorno Fran ci sca He r n án dez , D o ct o rado e n Fi l o so fí a Me n ci ó n Ho n ro sa


Francisca Her nández

La materia ni se crea ni se destruye, solo se transforma. Antoine Lavoisier Hubo un día en que el sol no salió. La gente buscó a tientas su ropa en los armarios. Los niños caminaron a oscuras al colegio. Las aves, al no ver el amanecer, no cantaron y el mundo sucumbió en silencio. —¡Es culpa del gobierno!— exclamó Edmundo Calcino mientras alzaba el puño agarrotado. Los pobladores comenzaron a inquietarse. Armaron barricadas y quemaron neumáticos en son de protesta. —¡Estamos hartos de que se roben lo que nos pertenece!— gritó la señora Julia en medio de la batahola y los cacerolazos. —¡Exigimos nuestros derechos! Al país lo aquejó una huelga masiva. Pronto, el desabastecimiento de velas y fósforos fue crítico. Para evitar la fuga de capitales, el gobierno decretó feriado bancario por un tiempo indefinido. Pero eso solo elevó el descontento social. Según los datos de la última encuesta, el nivel de aprobación del mandatario cayó en picada. En su desesperación, el Jefe de Estado convocó a una Comisión de Exploración Extraordinaria con el objetivo de investigar y poner fin al problema. Se designó a Sir James Greisford, ex marino inglés y hombre experimentado en orientación terrestre, como líder del grupo. En medio de la oscuridad de la noche, el valiente contingente de científicos, economistas y sabuesos rastreadores partió rumbo al oriente. Buscaron por tres días, pero no hallaron pista alguna. El sol simplemente había desaparecido. Pero Sir Greisford sabía que no

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podía volver con las manos vacías: la ciudadanía y el gobierno lo harían pedazos. Por eso, ordenó continuar la búsqueda por riscos aún más peligrosos, a pesar del clima adverso, y pidió realizar todas las pruebas de nuevo, en caso de que hubiese surgido algún error en el delicado procedimiento de la toma de muestras. En un momento, un geólogo de la Comisión de Exploración Extraordinaria se apartó del grupo porque creyó hallar un rastro del sol y ante la ceguera total, se desorientó y rodó por un barranco. Fue una pérdida lamentable que Sir Greisford tuvo que asumir. Pasaron semanas y más semanas y la gente no solo comenzó a ver afectada su visión, sino que también su reloj biológico. Ya nadie sabía cuándo debía levantarse o a qué hora servir la cena. Los obreros no llegaban a las fábricas y las bestias de la noche —búhos, murciélagos y musarañas, principalmente— comenzaron a apoderarse de la ciudad. Los niños ya no se atrevían a salir de sus casas. La Comisión resultó un fracaso y Sir James Greisford y su equipo fueron encarcelados por chantaje, pero nunca obtuvieron un juicio justo. Su esposa intentó protestar, pero los medios de comunicación no cubrieron sus llantos y tras unas semanas pasó al olvido. Pronto el país cayó en la ingobernabilidad, en la más absoluta anarquía. Golpes de Estado se sucedieron unos a otros. Ni los militares que recorrían las calles sombrías pudieron mantener el orden, puesto que ante la falta de luz, no podían apuntar bien con sus armas. Finalmente, muchos huyeron despavoridos hacia las montañas. La gente había perdido la esperanza. Ya pronto no hubo más ruido, no más protestas. En la negrura total, casi olvidaron sus propios nombres.

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Pero de pronto, un día inesperado, salió el sol. Sus rayos calentaron los tejados musgosos y los árboles marchitos. La señora Julia abrió extrañada las ventanas de su casa y apenas pudo mirar hacia el oriente; era demasiada la luz la que invadía sus ojos. Muchos quedaron ciegos de un plumazo. Otros cayeron en la demencia o sufrieron súbitos infartos: tan abruptas experiencias resultaban demasiado pesadas para sus pobres corazones. Un profesor, que hasta entonces había permanecido aferrado a un pupitre, sin saber por qué, corrió al torreón de la iglesia y tocó las campanas. Su repique repercutió ampliamente por toda la ciudad aletargada. A medida que se esparcía la claridad, inundando rincones y recovecos, los hombres notaron que habían estado desnudos y sintieron vergüenza. Entre la basura y los escombros que yacían por todos lados encontraron trapos y gibones para cubrirse y salir a la calle a mirarse unos a otros. Las familias se reencontraron; las aves que habían sobrevivido volvieron a cantar y algunos, motivados por un extraño regocijo religioso, izaron banderas sobre sus tejados. Pronto surgió un líder. La gente creyó en él, se volvió a armar un gobierno y las rutinas y horarios volvieron a implantarse. Aparecieron otra vez los bancos, proliferaron los seguros de vida y reabrieron los centros comerciales remodelados. Alguien por ahí se acordó del cadáver de Sir James Greisford fosilizado en una mazmorra y fue elevado a héroe-explorador-mártir de la patria. Ese año, el nombre más popular entre los recién nacidos fue James. Pero también, en la plaza central, los sabuesos rastreadores recibieron monumentos en su honor, para la eterna memoria del pueblo. Y la carrera más cotizada en el mercado, la profesión más valorada por la ciudadanía, fue de pronto la geología.

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e t e r n o r e to r n o

Con el pasar del tiempo, la gente se sintió satisfecha con su nivel de vida. El nonagenario Edmundo Calcino fue llamado “tesoro humano” por el Primer Ministro de la Nación, quien mandó a registrar las pocas frases coherentes que salían de sus labios. El resultado, un libro financiado con fondos estatales y privados, fue sepultado en alguna sala de nombre inglés de la Biblioteca Histórica del Archivo de la Patria. Allí el veterano, con su puño agarrotado en lo alto, narraba cómo había logrado salir adelante en medio de las tinieblas lejanas. Pero el polvo también cubrió esas páginas y ya no quedó más que una tenue memoria en el imaginario colectivo del pueblo. El problema surgió cuando, de repente, el sol ya no se fue más. La noche había huido hacia nadie sabía dónde. Las jornadas se sucedieron con olas de calor insufribles. Y entonces dirigentes sociales como Yasnaia o el Deison, convocando a multitudes a través de las redes sociales, organizaron marchas y paros indefinidos, en demanda por una noche y un descanso digno. —¡Es culpa del gobierno! ¡Estamos hartos de que nos roben lo que nos pertenece! ¡Exigimos nuestros derechos! Todos los establecimientos cerraron: los trabajadores querían condiciones justas para su desempeño; los estudiantes gritaban por una educación de calidad; los funcionarios públicos imploraban por siestas y los mismos parlamentarios ya no sabían cómo organizar sus agendas ante esta nueva realidad de días eternos, que nunca terminaban. Mientras la gente insomne vociferaba su descontento en las calles, tirando piedras, irrumpiendo en iglesias y destruyendo íconos sagrados, la situación económica se estancó y se disparó la cesantía.

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Francisca Her nández

El gobierno, desconcertado ante su baja popularidad, convocó entonces a una nueva comisión, integrada por oceanógrafos, economistas y expertos en clima. Mientras algunos barcos zarpaban rumbo al poniente, en busca de la noche, los especialistas sugirieron decretar una alerta sanitaria para toda la población y restricción vehicular hasta nuevo aviso. Sin embargo, como no había descanso nocturno, las agitaciones continuaron sin fin y los ánimos no cesaron de arder. Tras regresar con las manos vacías, los capitanes de los barcos fueron formalizados y esta medida permitió que, durante breves semanas, el gobierno recuperara algo de confianza popular según las encuestas. Pero la crisis continuó y Yasnaia y Deison, con la lengua seca, los ojos rojos y marcadas ojeras en el rostro, propusieron una nueva Constitución en medio del clamor de la gente. Algunos bandos se estaban organizando para perpetuar un golpe de Estado cuando de pronto, cayó la noche con todo su peso. Algunas columnas vertebrales no soportaron tanta masa y se partieron en dos. Pero otros se sintieron aliviados con el nuevo escenario, pues volvió entonces el dominio del frío y su silencio sordo. Todos regresaron agotados a sus casas a dormir un rato, por fin. Sí, el mundo sucumbió en el mutismo — pero un mutismo pasajero.

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m a n i f e s tac i o n e s y palabras para bruce D an i e l a Va l l e jo, Po st do ct o rado e n B i o l o g Ă­a Me n ci Ăł n Ho n ro sa


Daniela Vallejo

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ay, no! De verdad, odio que hagas eso con los ojos, y por favor, concéntrate. Se trata de una sensación indescriptible. Déjame contarte que en días como hoy me siento extasiada, hechizada, absorta, alucinada, “fa-fa-fa-fascinada”. Muchas veces pienso en explotar. En serio, imagino mi piel tensándose como un material plástico mientras que los impulsos, ideas, latidos y garras se organizan en pequeños clusters (que me perdone la ciencia) dirigidos por caudillos infames. Y ya está. Golpe de estado, unas cuantas balas en el paladar y una guerra declarada. Pero no. En realidad no ocurre nada sorprendente; ni vomito conejitos, ni despierto después de un sueño intranquilo sobre mi cama convertida en un monstruoso insecto. ¿Qué pasa, Bruce? ¿De verdad que no has pensado alguna vez en las historias que se gestaron en fractales infinitos? Historias heterólogas. No, no me refiero a los ejemplos clásicos. Mandelbrot, los conjuntos de Julia, la alfombra de Sierpinski, y la curva de Koch vendrán en capítulos venideros. Hablo de las historias de princesas y canallas, en las que habitualmente, yo, persona y personaje de la era de lo imposible, asumo el rol de canalla. Soy una canalla que busca, corre, ansía y descubre sin darse cuenta, sin ser totalmente consciente de cuál es su fuente de energía. Me entusiasmo tanto solo con el concepto “desconocimiento” que… ¡Ay! ¡Oh! ¡Ah! ¡Uf ! Solo me deja pensar en lo cósmico, en lo sideral, en lo lisérgico, en que somos polvo de estrellas y todas esas cosas con las que Carl Sagan consiguió infectarnos. Pandemia. Colapso. Mente silente. Y vuelta a empezar. Lo que quiero decir, querido Bruce, es que me importa un comino todo lo demás. No, no me mires así y atiende, por Dios. En mi universo los canallas nos juntamos las noches de luna llena durante el verano austral.

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m a n i f e s ta c i o n e s y pa l a b r a s pa r a b r u c e

Llevamos el olor a salitre y a polución impregnado en el cuerpo. Tomamos y comemos. Nos comemos y nos tomamos de la mano para observar los fuegos artificiales de año nuevo. O, qué diantres, de los fuegos artificiales nos encargamos nosotros. Cobijamos a la alegría y a la nostalgia bajo el mismo manto, el del champán y la nube de Magallanes. Y otra vez: ¡Ay! ¡Oh! ¡Ah! ¡Uf ! No puedo evitarlo. Siento cómo mi piel vuelve a tensarse, comienza a estirarse y las tropas internas se organizan. En serio, Bruce, acompáñame a contemplar la autodestrucción del mundo y entenderás de lo que te hablo. Te aseguro que en el preciso momento en el que comprendas que el ser humano es un cretino, estallarás en miles de carcajadas, se te cortará la respiración, te contagiarás de mi colapso, y explotaremos furiosos en polvo de estrellas. Y lo curioso de los hemisferios, ¿qué? Ahora que lo pienso, nunca hemos hablado de ello, mi querido Bruce. ¿Recuerdas aquellos mapas del revés, esféricos, en relieve que observábamos atónitos cuando girábamos más deprisa que nuestra propia noria? Quiero decir, cuando ya no había marcha atrás, cuando la licencia para matar había sido concedida. ¡Qué días, y qué historias! Adoraba las mañanas de los sábados. Bueno, en realidad adoraba los sábados en general. Saltaba de la cama con la energía que tomaba prestada de la pila de hidrógeno en la que habíamos convertido mi habitación, y de puntillas me escurría hacia el tocadiscos del salón. Siempre elegía el mismo vinilo, ¿te acuerdas? Tony Joe White y su sencillo “Polk Salad Annie”. Con el más minucioso de los cuidados sacaba el disco del envoltorio y le dedicaba unos segundos de limpieza y admiración, igual que hacía contigo. Con la más pulcra de la emoción contenida lo disponía en la pletina y dirigía la aguja con el pulso de una cirujana experta hacia las

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Daniela Vallejo

sinuosidades contenidas en el surco de la pista. Y, ¡oh! (Eterno “¡Oh!”). Cómo me gustaba ese imprudente riff de guitarra acompañado por un sugerente bajo y una tímida batería cosidos todos ellos a esa llamativa, evocadora, estimulante e insinuante voz. Componían una amalgama sencillamente perfecta. A esas alturas y, solo cuando la armónica cobraba protagonismo y el olor del café recién hecho se colaba hasta tu subconsciente, te deslizabas al ritmo de la música hacia mi posición, y me propinabas un pequeño azote seguido por una caricia en la cintura y un beso en la mejilla. Tu particular forma de darme los buenos días. Todo un ritual. Convertimos esas mañanas de sábado en mañanas litúrgicas, ceremoniosas y decidimos bautizarlas con el ridículo nombre de “sacramentales mañanas de sábados impúdicos”. Discúlpame, Bruce, pero por suerte o por desgracia dispongo de una excesiva memoria. Por alguna razón que todavía desconozco las Pléyades y Orión, sumidas en un profundo sopor patrocinado por cualquier tarde tonta de domingo (las tardes de domingo son perfectas para hacer cosas tontas), se reunieron en la entreplanta de un garito poco recomendable a planear la conspiración perversa, maquiavélica y endemoniada de mi vida. Juntos determinaron a) dotarme de una excesiva memoria e imaginación, b) darme una personalidad de extroversión desmedida, y c) hacerme de hierro para luego poder descojonarse a sus anchas sin sentirse mal con d) las piedrecitas que arbitrariamente colocaron en mi particular camino. A lo que voy, que me despisto. Te estaba intentando hablar de nuestros sábados. Como acabo de recordarte, los adoraba. Adoraba sus mañanas, pero también sus tardes, y sus noches. Cuando el sol se ponía caminábamos imaginándonos funambulistas por la arena de la

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m a n i f e s ta c i o n e s y pa l a b r a s pa r a b r u c e

playa. Recuerdo tu sabor a salitre mezclado con el dulzor desafiante y anestesiante del algodón de azúcar de la feria. Las gotitas de sudor que tu frente se empeñaba en dibujar cuando corríamos sin sentido, sin aliento, sin permiso por el muelle. Verano, claro, no podía ser de otra manera. Mientras exprimíamos nuestro particular verano austral, en el hemisferio norte la gente se protegía del frío y la humedad, del miedo a lo desconocido. A menudo recibía cartas vacías. Anónimas. Folios de papel en blanco. Sin embargo, a diferencia de ti, conseguí descifrar sus invisibles mensajes. La mayoría de las personas me hablaban de historias que no tenían ningún sentido. Me detallaban el aspecto de criaturas misteriosas, la forma y sonido de instrumentos y melodías imposibles, el vértigo que les producían los viajes de ida y vuelta desde el centro de la Tierra a la Luna. Me hablaban de odiseas espaciales, de lechuzas que volaban hasta los alféizares de sus ventanas, de supernovas, agujeros de gusano y guerras intergalácticas… No, hombre no, no estaban preocupados. Comprendí que la intención de sus mensajes no era otra que la de hacérmelo saber. Pura comunicación. Emisor, mensaje, receptor. ¡Querían hacerme cómplice! Lo entendí. Todas esas personas desconocidas se pusieron de acuerdo, como las Pléyades y Orión, para formar una oleada, un torbellino, una corriente de aire de contagiosas ganas que se instaló en mí y me empujó hacia lo desconocido. Y, bueno Bruce, aquí seguimos, en el hemisferio sur, tirados en la cama con el pelo alborotado y las medias de color, obsesionados con crear nuevos mapas, trazar nuevas rutas, y probarnos otros nombres.

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no me duermo Marí a Fran ci sca Abarca, Pe da g o g í a Ge n e ra l B ási c a Me n ci ó n Ho n ro sa


María Francisca Abarca

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niño que vivo en el mismo lugar, ya han pasado sus treinta años y un poco más y claro he visto crecer mi comuna, pero podría decir que más hacia los lados que hacia arriba. Siempre he escuchado que pertenezco a una comuna marginal, para mí marginal era sinónimo de: flaite, cuma, ladrón, ratero, poblacional, feo y cochino. Fue bonito encontrarle un significado geográfico y pensar en los márgenes de la ciudad. La primera vez que me di cuenta de esto fue con un mapa del Transantiago, la ciudad coloreada por comuna. A mi comuna marginal le tocaba el color morado. Las micros de ese color solo se ven por acá. La Margarita nunca me dejó ir lejos en micro. “Te vas a perder Víctor, no sabes leer bien” decía ella. Yo le explico que sé leer, solo que no lo hago muy rápido y los carteles de las micros se me pasan a veces, pero soy simpático y puedo pedir ayuda. La primera vez que tuve que salir de mi comuna fue cuando el Jorge me encontró este trabajo, debía presentarme en la mañana y como es lejos salí de noche y llegué de día. El viaje se me hizo largo pero bonito, vi salir el sol de las montañas que se levantaban gigantes detrás de los techos de las casas de Puente Alto, pero el paisaje comenzó a transformarse y los edificios cada vez dejaban menos espacio a la cordillera. Estos edificios eran diferentes a los que conocí antes, eran unos gigantes, más gigantes que la cordillera misma. La Margarita me había explicado, la ciudad sufre una transformación: cambia de fea a bonita, de pobre a rica. Entendí por qué allá las micros tienen el color del cielo y por qué se dice el barrio alto. “216 no má, de eso te tení que acordar”, me decía el Jorge cuándo nos subíamos. Conocí Vespucio, Colón, Tobalaba y otras esde

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no me duermo

calles que ya no me acuerdo, el Jorge me apuntaba puntos clave para que me acordara cómo llegar solo, era difícil porque me mostraba puras farmacias. Allá está lleno de esas, en casi todas las esquinas. De todas formas nos íbamos juntos casi todos los días, éramos vecinos en el trabajo y en la vida real. Nos bajamos de la micro y el Jorge se fue corriendo a su pega. Estaba atrasado, dijo. Me estiré la chaqueta, limpié la punta de mis zapatos lustrados y comencé a caminar por la calle que me acompañaría todas las noches. Solo tiene torres de cemento, unas torres bonitas y coloridas. Pensé que cualquiera de esas entradas, escaleras y jardines serían suficientes para deleitarme en mi nuevo rol. Me fue bien en la entrevista de trabajo. “Estarás bien”, dijo el jefe. “Esta pega es a prueba de tontos, jaja, solo no te quedes dormido ni dejes entrar a los extraños”. No soy tonto como alguna vez me dijeron en el colegio, no tengo retraso mental ni nada. Seré el mejor cuidador de la comuna de las torres. Actualmente llevo dos años cuidando el mismo edificio. Conozco a todos los residentes, sus nombres, los nombres de sus novias o novios y por supuesto sé de memoria los números que cuelgan en sus puertas. Lo que no conozco son los departamentos por dentro. Muchas veces en mis juegos imaginativos nocturnos, pienso que después de algún apocalipsis zombie podré subir a los abandonados edificios, sacarme los calcetines y sentir esa calefacción que sale de los pisos, acostarme ahí y comer todo lo que hay en el refrigerador, todas las pizzas que dejé subir, las comidas chinas e incluso la fruta de alguna frutera amplia sobre alguna mesa. Pienso en mí cuando viejo, viviendo en uno de éstos con la Margarita. Saludaría todos los días al conserje, además le preguntaría por el viaje en Transantiago de ese día.

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María Francisca Abarca

El Jorge a veces me viene a ver, trae los ojos rojos y yo sé que es porque está fumando marihuana, él dice que lo hace para que se le pase más rápido el turno de noche, que le ayuda a dormir cuando no anda nadie despierto, cuando debería ser al revés. El jefe me dijo: no te duermas, y entonces no me duermo, es mi pega. “Yo duermo porque no anda nadie y el sueño con la marihuana es más liviano, te tocan el timbre y despertay al tiro, ¿querí un poco?”, me pregunta todas las veces, y yo respondo: “no quiero, tengo que cuidar”. “¿Tu cachay los autos que tienen estos locos? ¿Las bicis? Una de esas bicis que están amarradas podrían pagarle la operación a la Margarita”, me dijo un día mientras prendía su cigarro en la entrada de mi edificio. “Si trabajo harto podría comprarme una de esas y si tengo una de esas la puedo vender y así le pago a la Margarita pa’ que se deje de cojear”, le respondí. “El dueño de esa bici trabajando un día junta las monedas y se compra otra, si se le perdiera ni siquiera lo sentiría”, dijo, y yo pensé en el joven del piso cinco, que tiene su bici con la que va a todas partes, él es estudiante no podría comprarse otra; entonces le dije al Jorge: “Imposible que se las roben si yo estoy cuidando”. Ese día me sentí enojado con él, estaba botando la ceniza en las flores y me cuesta mucho mantenerlas vivas. Soy el único que las riega porque el viejo del otro turno se encierra a dormir en el baño toda la tarde. Él también se enojó, no sé si porque quería seguir fumando en el jardín o porque soy mejor conserje que él. “Te vendiste Victor, estos hueones son más importantes pa’ ti que la Margarita, sus cagás de flores son más importantes pa’ ti que yo y ellos no se saben ni tu nombre”, dijo. Después apagó el cigarro en el piso y se fue. Me dio pena, esa noche no saqué mi linterna y me quedé senta-

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no me duermo

do en la escalera de la entrada pensando en el Jorge, y en los que son tarados o retardados. Yo no creo que sea así. Al Jorge lo echaron de la pega esa misma noche. Ya casi ni lo veo, no pasa en su casa y se le están cayendo los dientes. Está feo, flaco y cochino. Ni siquiera se despidió de mí cuando dejó de trabajar en el edificio de al lado. Me enteré al día siguiente de nuestra pelea cuando fui a llevarle un chocolate para ponernos en la buena y ya no estaba. Una señora que estaba en la recepción me dijo cuando pregunté por él: “Se fue ese conserje, ¡menos mal!, se robó no sé cuántas bicicletas, para drogarse seguramente el marginal”. Me dio vergüenza, me miré la ropa y me dí cuenta que yo no me vestía como el Jorge, él iba a trabajar de zapatillas deportivas y un polerón negro cualquiera. Yo estaba limpio, mis zapatos también, no creo que ella pensara que yo era ladrón, flaite, ratero o marginal, me guardé el chocolate y me fui. Ese día agregué una nueva herramienta a mi kit nocturno, la linterna ya no era suficiente para cuidar, por eso decidí adquirir una cortapluma. Solo por si acaso, para mí defensa, la defensa de las bicis, los autos, las flores y todo eso que está a mi cargo. El hombre que me la vendió me dijo: “esta cortapluma es fina, ningún flaite va a andar con una así”. No le he contado a nadie que la tengo, pero si algún día un cabro de esos que andan robando para comprarse droga se viene a meter a mi edificio, voy a tener que plantarle la cuchilla no más. Ser marginal es andar robando bicicletas y vendiéndolas para pagar otras cosas, ser marginal es mucho más que vivir en Puente Alto. La Margarita llora todos los días por el Jorge. Yo el otro día le dije que no tuviera pena, que seguramente el Jorge había vendido la bicicleta para que ella se dejara de cojear. Pero ella me miró y

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María Francisca Abarca

me dijo: “Tú no entiendes Víctor”, “¡sí que entiendo Margarita!, el Jorge se transformó en un marginal de mierda”. Me pegó una cachetada en la boca, nunca había hecho eso. “Cállate Víctor, nunca más vuelvas a hablar así de un hermano, ¿me escuchaste?”. El Jorge no es mi hermano, no es nada mío, pero eso no se lo dije a la Margarita ya no la quiero hacer llorar más. Si el Jorge no estuviera sería mejor, no sirve para nada más que para traer problemas. Al día siguiente, como a las doce de la noche, hicieron explotar el cajero del Big John, se robaron todo lo que tenía dentro, estaba lleno de carabineros que llegaron a los cinco minutos de ocurrido el incidente. Salí a mirar a la esquina, quería ver si veía al Jorge peleando con algún “paco”, como él les dice, o quizás esposado para ir a la cárcel. Pero no vi nada, parece que se habían escapado ya. Me dio alivio y rabia, se escapó con mucha plata y no le va a dar ni un peso a la Margarita para lo que le queda de tratamiento. En la cárcel estaría mejor, dejaría de drogarse y le volverían a crecer los dientes, pensé. Cuando volví al edificio le faltaba luz, una ampolleta había explotado. La fui a cambiar y escuché un ruido raro en las bicicletas. Tenía la cuchilla en el bolsillo, la saqué pero me tiritaba tanto la mano que se me cayó. La recogí despacio y seguí el ruido, me encontré con un hombre de polerón negro con capucha, me daba la espalda. Entre sus manos sostenía una herramienta con la que cortó la cadena que protegía la pistera negra del joven del quinto piso, no sé cómo pasó lo demás pero la cortapluma se la enterré justo en la nuca. Cuando se dio vuelta vi al Jorge que me miraba. Tenía la boca abierta de la que salía un grito ahogado de dolor, la sangre le brotaba por ahí y por los ojos. Tenía que hacer algo pero no sabía qué, debería ir a buscar a los Carabineros a la esquina,

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no me duermo

pensé, pero no pude. “Tranquilo hermanito”, le dije. “Estoy aquí, no te voy a entregar”. No me contestó nada, yo le hacía cariño en el pelo como la Margarita me lo hace a mí cuando me duele la guata o algo. Comencé a sentir el peso de su cuerpo sobre el mío, cuando no me lo pude me senté en el suelo con él encima. Mi mano apretando la herida, su cabeza hundida en mi pecho, la sangre no paraba de salir a borbotones de su nuca y no me permitía acariciar su pelo que se volvió húmedo y pegajoso. ¡Ayuda!, grité, pero todos estaban en sus departamentos encerrados o mirando en el Big John. Lo abracé bien apretado y pensé que la Margarita ya no me iba a perdonar nunca.

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orígenes Cri st ó bal Ro bi n so n , D e re cho Me n ci ó n Ho n ro sa


Cristóbal Robinson

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risa. Era lo único que pasaba por la mente de aquel ser de alargadas proporciones y blanca piel. El soporte vital no duraría demasiado, y debía ejecutar la misión que se le había encomendado antes que aquel fallase y el orbe de energía entrara en fase de inestabilidad. De ello dependía la supervivencia de su especie y otras que estaban por nacer, nada menos… y el tiempo se acababa. Este gris, rocoso, y polvoriento satélite de Mundar A-3 lleno de cráteres tenía, a pesar de aquellas poco amigables cualidades, cierta belleza especial, un silencio que sobrecogía. Aún con la ausencia casi total de atmósfera, aquel ser podía sobrevivir un tiempo con la membrana de viaje, un avanzado traje biomecánico desarrollado con la tecnología raviana. Afortunadamente, el artefacto ya estaba casi listo y en posición… ahora faltaba lo más delicado. Los otros seres que le habían acompañado en la travesía desde Base 1 en Mundar B, no estaban en condiciones de ayudarle. Uno había fallecido tratando de detener a los Mantos durante la persecución hacia Mundar A-3; los otros dos yacían heridos de gravedad en la nave, custodiándola con sus últimas fuerzas. Nuestro protagonista tuvo que enfrentar su final tarea solo, pero por suerte ya casi estaba terminada: las losas estaban en posición y su poderosa mente pudo moverlas a su sitio. Faltaba cargar la energía del Orbe, lo cual requeriría su máxima concentración. Cientos de años habían transcurrido desde que, tanto Ravianos y Mantos, habían emprendido la vía de la fuerza los unos con los otros. Quizá fuera la sobrepoblación de su sistema binario de estrellas en el que siempre asumieron que convivían, o fuese el trágico destino que supieron, vendría para ambas razas al estallar Dardanior A, una gigante roja vecina que terminó por

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orígenes

convertirse en una supernova y arrasó con todo a su paso en una tempestad de calor, materia y rayos Gamma. Como hubiese sido (apenas recordaban la chispa del conflicto) ambas razas otrora hermanas y provenientes de un mismo crisol genético cósmico, se enfrascaron en una cruda guerra de mundos. Guerra que luego se convirtió en una carrera por la supervivencia, por poblar otro mundo… y ahí estaban, cuando encontraron a Mundar A y su paradisíaco planeta, Mundar A-3, más conocido para ellos como Nueva Ravian; pero para los Mantos, como Nueva Manthar. Pero los Ravianos eran distintos a los Mantos. Los primeros, seres de luz, dedicados al cultivo espiritual, mental, cuyo planeta era un centro de saber reconocido a lo largo de ese brazo de la Galaxia. Los segundos fuertes, expertos en el arte de la guerra, similares a grandes espectros negros conquistadores de mundos, que nunca antes sin embargo habían levantado su brazo fatal contra sus hermanos Ravianos. Manthar orbitaba alrededor de su sol naranja, Kandaror B; Ravian orbitaba al sol principal, Kandaror A, una estrella muy parecida a este otro y nuevo sol amarillo, al que llamaron Mundar A. Mundar significaba, para ambos, esperanza. La diferencia estaba en la conquista de esa esperanza: ambos sabían que la vida había nacido en el sistema planetario de Mundar; pero mientras los Ravianos deseaban alentarla y guiarla, conviviendo con ella, los Mantos la vieron como una competencia. Y la guerra recrudeció con aquella esperanza en el horizonte a solo unos cientos de años luz, mientras los Mantos, debido a su superior poder de guerra, iban ganando más y más espacios; aún así, la brutal resistencia de los Ravianos a través de los siglos desembocó en un escenario sin salida, luego de la destrucción del

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Cristóbal Robinson

hogar de ambas razas y su escape a través del espacio interestelar. Mientras el ser llevaba a cabo esta misión, en las inmediaciones de Mundar B, la tenue acompañante en órbita alrededor de Mundar A, se libraba la terrible batalla final entre los últimos supervivientes de Ravianos y Mantos. Quien triunfara, extinguiría a su enemigo y tendría el control del sistema planetario completo… o incluso de todos los de este brazo de la Galaxia. El ser concentró su energía en el orbe, y sobreponiéndose al enorme agotamiento que experimentaba, logró transferirla a las marcas de la losa; igual cosa hizo con parte de su consciencia, que sería necesaria para activar el artefacto. Luego, sin demorar un instante, marcó los pictogramas (que esperaba serían fácilmente entendibles por la raza en formación allá abajo, milenios después) que ilustraban el uso del artefacto, y se dispuso a la retirada. La hiperplataforma estaba lista, tal como antes lo estuvo la que habían instalado allá abajo en Mundar A-3, en medio de un continente helado rodeado por un Océano. Parecía no ser el único problema: al mirar el cielo, vio una escuadrilla de naves de guerra de los Mantos que se acercaban al satélite. Eran los perseguidores, y ellos, los últimos Ravianos, los cazados. Rápidamente el ser activó los controles de la nave, un ligero vehículo con forma de habano, y despegó. “Debo distraer la atención de los Mantos, o tanto mi mundo como la raza de Mundar A-3 estarán condenadas si destruyen la plataforma” pensó el ser. Ocho naves de guerra le seguían el paso. Sus compañeros ya yacían inconscientes o muertos. El arma principal de la nave estaba dañada desde el anterior enfrentamiento que tuvieron entre el cinturón de asteroides y el planeta rojo, denominado Mundar A-4, y la energía del Orbe, luego de haberla cargado a la plata-

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orígenes

forma para darle vida, estaba entrando en fase de inestabilidad. Los Orbes habían sido una de las mayores creaciones de los Ravianos: una fuente de energía capaz de activar las Hiperplataformas, un avanzado modo de viaje interestelar. Pero también eran un gran peligro, y no podía dejar que cayera en manos de los Mantos, quienes ya habían robado tecnología a otras razas para poder seguir a los Ravianos a través de cientos de años luz hasta este nuevo sol amarillo. En medio del intento de escape, el ser recibió una transmisión por la red hiperlumínica de comunicaciones de guerra. Provenía de la base Mundar B. Se estremeció, quizás porque su capacidad de precognición raviana le dijo lo que iba a recibir antes de llegado el comunicado: “Aquí Base 1, Mundar B. Última transmisión. Imposible ganar batalla, Mantos nos superan en número 3 a 1, imposible superar armamento. Se procede a detonar los Orbes… Y el ser, viendo que estaba acorralado por las naves de guerra de los Mantos, supo qué había ocurrido y qué hacer: el último sacrificio. “Yhzh’Uahr, no hay otra opción”, le susurró telepáticamente uno de sus compañeros moribundos con la última de sus fuerzas. El ser, Yhzh’Uahr, no vaciló más. Concentró la energía mental que le restaba en el Orbe, y éste se salió de control. Su luz roja se volvió naranja, luego amarilla, luego blanca… y finalmente púrpura brillante. Yhzh’Uahr miró por última vez aquel satélite natural gris, y no pudo menos que darse cuenta lo bello que era. Sin duda que quienes lo mirasen desde el planeta que abajo yacía, Mundar A-3, pensarían lo mismo. Ese satélite inspiraría el más bello arte y conocimiento de la raza que aún estaba ahí, en pañales, apenas dando sus primeros pasos en el imperio de la inteligencia.

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Cristóbal Robinson

Podrían usar la hiperplataforma en el futuro, cuando alcanzasen los progresos de la ciencia. Miró también ese hermoso planeta; la vastedad de sus océanos, las nubes que lo surcaban al ritmo de un compás que parecía venir de la música del mismo Universo. “Nunca podrán destruir este mundo y su raza” pensó Yhzh. “Ni tampoco a la raza que se está gestando en Mundar B, el sol oscuro escondido en la órbita lejana de Mundar A”. Esperó de todo corazón, que la batalla que en esos momentos se estaría desatando entre Ravianos y Mantos en las inmediaciones de Mundar B, sepultara en la derrota al menos los deseos de conquista y muerte de los oscuros Mantos, aunque significase el sacrificio y extinción de ambas razas en guerra. La inestabilidad energética llegó a su punto crítico, desatando una terrible reacción en cadena: el Orbe estalló en una luz cegadora, desintegrando en el acto a Mantos y Ravianos, con la fuerza de cien mil estallidos nucleares… ... Muy abajo, en una estepa de Mantor A-3, Roca Fuerte (o al menos así le llamaba su tribu de la cual era jefe), se esmeraba con un par de pedernales. Sus compañeros lo miraban atentamente, erguidos pero con aún algo de esa curvatura de espalda que sus antepasados primates tuvieron. Las chispas se repetían y caían en la hierba seca, levantando volutas de humo. Roca Fuerte ya había casi conseguido encender el calor naranja antes, pero ahora era su prueba definitiva. De repente, hubo cierta perturbación en el aire. Los homínidos miraron al cielo, atónitos.

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orígenes

Un enorme resplandor violeta que vino de muy cerca de la Luna, convirtió el amanecer africano súbitamente en día, por un momento. Roca Fuerte perdió la atención, y miró al cielo con terror al igual que sus compañeros de banda. Pero al momento volvió a centrarse en su labor y con una euforia primitiva entre simiesca y humana, vio que la tarea había rendido frutos, olvidando el resplandor que un segundo antes le infundió terror. Mal que mal, ya tenía su propio y pequeño resplandor. Funcionó. La hierba había encendido y las lenguas naranjas crepitaban. Un amanecer en África Central cualquiera, el fuego había sido descubierto.

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POESÍAS



infancia en chiloé y los ojos de mi padre Go n z al o Mu ñ oz , Fi l o so fía Pri me r Lu g ar


Gonzalo MuĂąoz

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i n fa n c i a e n c h i lo é y lo s o j o s d e m i pa d r e

Una carretera Una cicatriz Una simple raya en la pared. Soy del extremo pendulante del tiempo Carretera al sur del ventisquero de concreto. Encapsulado en ilusión de temporal, Hice del brazo de un arrayán mi ballesta implacable, y con ella mi primera raya en la pared. Así conquisté el letargo de las mareas El alambre que tensa la amenaza de la púa Un manzano Que asoma discreto en mi ventana. Dicen que los hijos son los ojos del padre Y me perdí un poco Cuando su mirada comenzó a extraviarse. Me queda una nostalgia verde musgo Y un solitario encuentro con mi pasado:

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Gonzalo Muñoz

Las pozas de agua escarchada La figura de mi padre Y el crujir de sus pisadas Sobre el camino de conchuelas. Tengo un pesar Que no es pesar. Porque su imagen es generosa Sus ojos Simples y marrones Aún apuntan hacia el rocío que destilan los sauces Y no se han desorientado Hacia horizontes de espejismo. Qué es lo que queda Cuando eres los ojos Y quisieras ser el tacto Para palpar el rostro inerte de la certeza. O quisieras ser el gusto Para asumir la amargura como designio. Qué es lo que queda Cuando eres los ojos Y empieza a sonar como tragedia

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i n fa n c i a e n c h i lo ĂŠ y lo s o j o s d e m i pa d r e

Como una mala nueva jineteando Desde un lugar que no conocemos Y se dirige a otro Que lastimosamente intuimos. Ahora yo me escondo en el naufragio de esta ruta La carretera que deforma en cicatriz En mi primera raya en la pared.

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l a m a m i ta n e g r a Al be rt o Po n ce, C o ll e g e d e Art e s y Hu man i dades Se g u n do Lu g ar


Alberto Ponce

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l a m a m i ta n e g r a

La mamita negra tiene una pena que le pena. Y con su penita negra, friega pisos de cartón, Y limpia las capillas dejándolas como catedral. A la mamita negra le duele el tiempo, Le duele la edad. Le duele también un amor pobre, Un amorcito ratoneado. Y su corazón envuelto en cloro, Le hace ver las venas negritas a través de su piel india. A la mamita negra le duele la juventud robada, Le duelen las miradas y las habladas. Le duele su corazoncito hecho pome, Le duelen las gotitas dulces que le llora su madrecita todas las noches. A la mamita negra le duelen sus hijos, Ingratos muñecos de trapo arrojados a lavar, Pobres, egoístas y ciegos, Que ella, siendo tan negra, no los deja ensuciar. Y yo la miro, y ella me mira. Y con su pasito negro cierra la puerta, Para, (ojalá) perdiéndose en las sabanas, dejar de escuchar. Sueña a veces, en negro, despertar, Y ya no ser más negrita, sino gris en su lugar.

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lo que todos quieren D i e g o D Ă­ az , D e re cho Te rce r Lu g ar


Die go Díaz

Eres como los lugares, Me recuerdas a las montañas, Perdidas en la lejanía, Lejos, quizás demasiado para muchos, Y en la cumbre siento que estás, Yo en el valle, tú al final. Muchas veces al salir de casa he visto al este, A las cumbres con o sin nieve, Que hacen que lo piense una y otra vez, ¿Qué se sentirá estar ahí? ¿Alguna vez lo sentiré? ¿Podré estar en esa roca cerca del final, la que casi toca el fondo del cielo? Porque el fin último es tocar. Tocar la roca en la montaña, Tocar el árbol, Nacimos para colisionar en lo que no tenemos, Y nunca contentos vamos, Porque lo tocado luego no llena, Tocar no es el fin último, Lo creemos así primero, Y es que es solo el medio para un gran final, Fusión. Quiero tocar la roca en la montaña y fusionarme con ella, Sentir qué es ser la roca, ser rozada por el viento ahí arriba, Sintiendo el vértigo, la soledad, la rigidez y entenderla.

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lo q u e to d o s q u i e r e n

Quiero tocar el árbol, respirar su calidez y entenderlo. Quiero tocarte, sentir qué se siente ser tú, quiero ser tú pero seguir siendo yo. Es que primero creemos que tocar es el fin último, pero no, Es la fusión, pero me lo vuelvo a preguntar, No convence, Porque que no solo quiero ser la roca, Quiero ser el árbol, quiero ser tú, quiero ser yo, Todo al mismo tiempo y bajo el mismo respecto. Fusión múltiple.

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Die go Díaz

Lo quiero todo. Pero quererlo todo es pecado, Es jugar a ser Dios y eso destruye, Porque la totalidad nos rebasa, no la soportamos. Y entonces debemos decidir, Ser la roca, Ser el árbol o ser tú, Entonces decido ser tú. Porque eres mi pequeño todo, Y es que no eres la roca o el árbol, pero me recuerdas a ellos, Al tocarte siento que el todo me abarca. Mi deseo hacia ti es el ímpetu que mueve a la vida, Y de tal deseo la vida perdura, Nacen otros para desear, para tocar, fusionarse y llegar a sentir el todo, Es que la vida permanece en la búsqueda aparentemente infinita. Y vivir se divide en dos: la búsqueda y el encuentro. Mientras buscamos añoramos, cuando encontramos disfrutamos. Y cuando buscamos pero no encontramos es cuando lloramos, odiamos, matamos, Y le arrojamos la indiferencia a los que amamos. Y al disfrutar siento el pálpito de la perfección, por un microsegundo pero lo siento. Y es que lo quiero todo, Pero no por un instante, sino que para siempre, Pero no somos Dios, Y tampoco queremos serlo.

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c u at r o d é c i m a s del apocalipsis Jo aqu í n Mi ran da, M a gí st e r e n Le t ra s me n ci ó n Li ngüístic a Me n ci ó n Ho n ro sa


Joaquín Miranda

A# Aquí empieza la locura, en la sombra del exilio; ni los versos de Virgilio de mi mal tienen la cura. Es la música tan pura, protectora de mi vuelo, prisionera de mi anhelo, que me lleva en armonía con sublime melodía a tocar por fin el cielo. E# Fa do sol re la mi si, música que viene y va. Si mi la re sol do fa, música que viene a mí. Las cadenas son aquí semifusas silenciadas. Las corcheas son espadas que se baten con timbales enojados por los males de las notas no logradas.

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c u at r o d é c i m a s d e l a p o c a l i p s i s

F# Do re mi fa sol la si sí, mi sol fa refalado si la famila mi lado ¡mi sol, si la relamí mi fásol sí sí sí sí! ¡Quién fuera re sostenido pa provocarte este ruido! Si tú fueras la y yo sol te tocaría el bemol a contratiempo perdido. Da Capo Si mi la re sol do fa, música que viene a mí. Fa do sol re la mi si, música que viene y va. ¡Desaparece, no está esa música tan pura! ¡Aquí acaba mi locura, en la sombra del exilio; ni los versos de Virgilio de mi mal tienen la cura!

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jardines interiores An a B e l é n C art a g e n a , Mú sic a Me n ci ó n Ho n ro sa


Ana Belén Carta gena

evocación

Recordarte es escuchar la fría sensación de invierno, la primavera se ha vuelto una canción ingrata. Supiste entonar un llanto que no derramaste y las disonancias de tu corazón formaron melodías. Aún suena un adagio en menor desde aquel día en que mis lágrimas se volvieron lentas corcheas. He caminado tranquilamente para oír nada y recordar todo; solo siembro este pequeño acorde para cosechar armonía. destierro

Hoy te destierro de mis jardines del recuerdo con fuerza expulso maleza floreciente de locura para que aquí en cánticos no lloren las aves ¡Porque hoy es un día de fiesta! En mi jardín planté esperanza bellas flores saldrán en primavera y este sombrío lugar será un jardín lleno de plantas de ilusión. arbolando

Sin pretensiones de ser árbol en bosque yo me he convertido llena de trampas y bestias inocentes donde la luna reina la manada.

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jardines interiores

lentamente

I Planté en mi pecho tus palabras como semillas crecientes árboles crueles II El paisaje va cambiando y no sé si es mi culpa que las hojas se sequen y no sé si es mi culpa que corras lejos de mí III La última vez que vi al sol me advirtió que mi corazón estaba hecho de agua IV Lentamente dejé que la maleza me envolviera con su melodía: Esos tonos oscuros que la noche gobierna. V No te acerques, no me salves. Tranquilo amor mío que yo siempre he pertenecido a los jardines del olvido.

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neige Ju di t h Si l v a, Hi st o ri a Me n ci รณ n Ho n ro sa


Judith Silva


neige

Soy la nieve. Nunca pensé ser la nieve, porque genuinamente, no lo soy. No por fría, ni por tan blanca. Más bien por biombo sonoro. Por esperanza de cambio Por pausa en el camino Por conocer lo desconocido Por pérdida al miedo del frío. De la misma pérdida Por el brote que se esconde Tras la escarcha sin nombre.

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noche continua E n ri qu e Tabi l o, C o l l e g e de C i e n ci as Soc iales Me n ci รณ n Ho n ro sa


Enrique Tabilo

Génesis I. Composiciones Con una voz se cantó la canción de la primera mañana La mañana que hizo ver el viento y las corrientes de sangre. El amanecer de los ojos que se reconocen en las manos, fue una voz un impulso los que dan voz y de pronto caminan. La voz latía en sus pechos y esos fueron sus primeros latidos. La tierra suspiró de adentro. De adentro. El rumor de los ríos en el árbol macizo la historia de los dedos en la arena el aliento del aire en el aire todos los elementos que son enamorarse desordenados en un mismo bosque. Deseándose con el suspiro inerte de la greda que luego ocupan los amantes que hace 20 años eran esa agua y esa fruta esa arcilla esas piedras ese viento ese viento que sopló al inicio y esa única célula que se conserva del primer animal sobre la tierra.

II. Palabras del árbol que vio nacer al hombre Mía fue la palabra primera y de ella erguí mi nombre y por ella entendí el bosque de la tierra Yo sostuve el alud en el sonido humano yo dejé que oyeran las caras en los nidos estuve así de cerca de desaparecer en la mezcla de los mapas pero encierro el raudal en la voz y el vuelo de los pájaros.

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n o c h e co n t i n ua

III. Visiones A veces crecí. Creo que a veces me expandí en 3 puntos cardinales En algunas noches logré hospedar imágenes y sonidos de otros lugares que por casualidad pasaban por ahí Se dan nombres sin causas. Hay habla hay infiernos de categorías Estoy seguro que a veces vi el lugar al que pertenecía, miré donde mis huesos eran tierra y hojas en la tierra y tierra erguida entre las hojas. Y eran también mis huesos en un cuerpo sin diferencia y sin centro Nunca más supe dónde estuve vivo Llevo conmigo períodos enteros en que castas nacen Llevo las edades de las especies y en sus memorias traen mi nombre desgarrado.

IV. Animae He puesto mis materias en orden. Conjugué las fuerzas y sus ritmos a los soportables. Corregí los límites en mi espacio con mucho trabajo hice visibles mis esencias Creo estar listo para existir y que todo exista conmigo Algo ocurre no despierto algo ocurre no estoy solo

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y terminan


Enrique Tabilo

Sólo logro pequeñas brisas; El umbral del ser fluye creo que fluyo con él Algo falta me disperso sin conformarme los cuerpos no ceden espacio. Ser delgado una brizna bajo un óvulo de rocío. Puedo velar los lugares más sutiles en mí puedo dejar acá el conocimiento. La raíz del eco. Qué más Debo dejar los pasos en todos los caminos la función del tiempo y el ocaso de los seres. Cauteloso, llevar algo del canto de las estrellas en su intimidad Creo estar listo para existir y que todo exista conmigo. arquitectura no­-conservativa

Surgimos en el espacio frágil del sueño, caminando pasamos los lugares redundantes y las pozas de los deseos Hay fósiles en cada esquina. Hay entierros abiertos en la calle La memoria es el grito de un corazón encerrado La memoria es la vida múltiple e infinita en el trozo de tiempo despierto, escuchándonos En la grieta profunda de la mente flotando en el derrame del espacio profuso consecutivo sobre el reposo nocturno brotan lugares entrecortados lugares y tiempos superpuestos hechos de tiempos y lugares

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n o c h e co n t i n ua

Obra efímera, con la misión oculta de derrumbarse lentamente ante la persistencia de las indagaciones Y tú parada entre las construcciones confundidas entre los espacios frágiles entre los espejos abiertos no fuiste frágil y tu materia fue posible en el sueño y en el cuerpo y el tiempo se tejió adelante o atrás en el andar infinito de los soles aymaras. volver

Pero no aparté la mirada vi detrás de ellos los momentos en los que ahora puedo llamarme feliz como una triste imitación de su juego. Espontaneidad casi sin precisión de cuerpo de mente de recuerdos fui mientras alguien rodaba sobre el pasto y veíamos cómo te mirabas y nadie sabía si existían los ingenieros o los presidentes porque a los árboles tampoco le importaba y el perro de la casa parecía imparcial y lo más extraño, siempre se hacía de noche dijeran lo que dijeran los viejos o los jóvenes que se parecían más a los viejos y también frustraban cada intento de mirar el sol como ícaro, o creer que se puede volar con las hojas que vuelan con el viento, el viento nunca dejó de volar y a veces con el cuidado de no esforzarnos nada creo que podemos volver como la noche como el viento que cortaba las excusas por existir que se camuflan como razones en las cátedras de los filósofos que piden perdón de rodillas por no saber por qué están acá de rodillas con sus redes de palabras rotas queriendo atrapar el cardumen de la noche.

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ta p i a s C l au di o V i l l a g rán , M a g í st e r e n E st é t i ca Ame ric ana Me n ci ó n Ho n ro sa


Claudio Villa g rán

Cuántas vidas dentro de esas puertas cerradas como tapias Confusiones angustiosas de un porvenir difuso, atribulado, triste que apenas quisiéramos nuestro. Gestos decorosos que esconden canas y pesadillas; palabras salidas del vientre con el temor cobarde de ayer. Distancias pesadas se interponen entre nosotros extraños conocidos. Somos los mismos mirando estrellas apenas dibujadas en el horizonte que amanece sin prisa detrás de la inmensa cordillera. Heraldo mi hombro izquierdo, se asemeja a un concierto que irrumpe el silencio de estos ecos intermitentes. Los sonidos pasajeros de la vida afuera construida, quisieras olvidarla cuando me cierras la puerta y te conjuras en tu privacidad sin ti. Pobre y triste compañía tu vida. La soledad de los muros puebla más dibujos que tu cara envuelta en risas descascaradas. Ojos que iluminan la tristeza de tus ruegos al vacío, olores nefastos de tu cuerpo acaecido de inviernos, noches acostumbradas a un perpetuo dormir sin saltos y sin descanso. Extraño la melancolía de las noches poblada de caminos, donde el cielo era prolongación de la vida, el espacio infinito donde se perdían los sueños. Cuántas vidas olvidadas detrás de esas puertas cerradas como tapias.

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ta p i a s

Te olvidas de mí, el extraño que alguna vez te dio consuelo y que ahora te desvela del sueño intranquilo. En mí solías perderte, en mis brazos sin miedo dormías feliz. La confianza abrumadora que alguna vez llenó tu vida de dulces colores y de pálidas sonrisas, se apagó cuando cerraste detrás de ti las puertas como tapias. Hasta cuándo seguirás perdido en la habitación hogar que te resguarda de la realidad. Me olvidaste demasiado pronto. Ahora tu risa espanta y tu llanto se secó como tu piel. Asusta tu amor y el mío se volvió tan pequeño para el inmenso vacío que es tu corazón No se trata de confianza, se trata de vivir. Hasta dónde llevamos la vida encerrados en las lastimeras esteras escondidas de la piel, … alguien me dijo un verso que pronto se me olvidó como tu nombre junto al mío. Cuántas vidas dentro de esas puertas cerradas como tapias Me domina el odio cuando me cierras el paso cuando veo en tus ojos la gris figura del destino incierto, el temor, el miedo, la angustia de sentir angustia. Dónde está la juventud, ese molde de vida imperativo de existir Profanas el nombre del amor en tu caricatura cotidiana. No crees, no vives, no amas.

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Claudio Villa g rán

De tanto en tanto abras la puerta, pero es para golpearla más fuertemente hacia ti. Yo soy el hogar que niegas, y es tu vida la que desprecias Tantas desgracias en la vida como para dormir la siesta sin escalofríos. De bruma en bruma te fuiste haciendo pequeño, aburrido, sin emoción. Siempre queda la esperanza de nacer otra vez, sin puertas, al encuentro de la calle, al paseo abierto de las grandes alamedas.

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traicionante Ju an I gn aci o Re cu l é , D o ct o rado e n Medic ina E spe ci al i dad Mé di ca e n Psi quiatría Me n ci ó n Ho n ro sa


Juan Ignacio Reculé

soneto Hay un algo que repite No es un eco es tengo miedo. que palpite mi corazón,

Mis palabras una voz y Que palpite, que las abras,

Las puertas de la conciencia, megáfono, que el pífano a gritos de asesinato

a patadas, explosiones: de experiencia deje astadas

Bestias secretas, Mi rebelión. de tu pasión denso cuerpo mueven duras

mi miedo. Las acciones en mi asceta, cruz y fuego

Tengo en mi voz una hoz y tus intenciones segaré. y, brillante, radiaré

bellas, puras Morderé tu pezón mi gran luz de astato.

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traicionante

ars poética

cfr Pizarnik

Sones de nenúfares ardientes es un decasílabo perfecto yámbico pentámetro presente flor del agua graznando en alcurnia: fuego. Fuego en el alma, y un grito. Y un perro, salvaje, moloso, ya, trueno métrico rajando todos adustos contenedores todos contendores, contendientes, todos, los contenidos pajaritos, los de pajarita como el viejo Auden, glorioso, decía, the public doves, public clerks, oh also them all, todos los contenidos hombrecitos de contenida pajarita, allí, murmurando con sus vocecillas en contra de mi poesía porque corto el verso, pierdo el tilde, porque va mi sílaba ardiendo, por eso! Public cloaks. Yo estoy desnudo en cambio o yo lo estaba, yo lo estaba pero me vestí, me vistieron no lo sé pero volveré a estar en ascuas, a toda piel volveré bien desnudo arderé de frío y frostbite azul porque es mi poesía y lo requiere

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Juan Ignacio Reculé

cfr. Camila Moreno I Mis carnes heladas tómalas con cuidado: están rotas. En el frío tus dedos torvos clavados como espuma que raja el roquerío como mandrágora que abusa la piedra me darán desgarro. Quebrando fiordos en mi piel tormentas de mi carne pariendo tectónicos mis huesos hasta fundir en una bola de acero y fierro mi timo mi pleura mi corazón. Cuidado con eso que haces: están rotas. II Quiero que mis brazos alarguen, sean los remos del Argos orgulloso al vellocino paletas como alas como la sombra de los carros del sol vastas sobre la tierra en carrera loca de Faetón quiero anguilas, algas, bosques de cochayuyo y sargazo extendiéndose por las llenas inmensidades las tenebrosas inmensidades

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traicionante

las aterradoras inmensidades hacia abajo secretas quiero largas sábanas élitros gigantescos capas moleculares desplegantes quiero tecnología aeroespacial quiero placas continentales, alas delta, paneles solares, peces luna, una capa de esponjas orejas de loxodonta quiero que mis brazos me envuelvan que puedan tapar esta desnudez. IIIv Tú en cambio no vas desnudo tú ni siquiera vas eres como un tótem o una figura en la arena; tarde o temprano el agua por quieto te deshará.

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Juan Ignacio Reculé

Ya no quiero que me quede ternura. Yo quiero esforzarme por no esforzarme quiero que no me quede nada estar vacío como un cuenco y tú vienes y me llenas dando un grito de planta desenterrada.

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ú lt i m o b o m b a z o Ro be rt o Ibáñ ez , Le t ras me n ci ó n Li t e rat u ra Hi spánic a Me n ci ó n Ho n ro sa


Roberto Ibáñez

Las explosiones lo resuelven todo algún desajuste en las moléculas del aire el paso del tiempo: de sur a norte las estelas de humo que van nadando en el cielo. Las explosiones pueden resolverlo todo las monedas a la baja, las abejas que dejaron de producir miel o cera para prender los ánimos. Las explosiones sirven para todo: para perder dedos o metafóricamente hablando, claro, perder la cabeza. Los basureros desaparecen lentamente y la ciudad va mutando formas para combatir fuego enemigo. La ilusión del todos a salvo va estrechándose cada vez más con recomendación de rejas, alambres de púas, cercos eléctricos: las hojas secas que caen al parque podrían contener serias infecciones transmisiones o pulsares, ondas eléctricas, energía eólica, solar amarillo que se extingue: cualquier voltio, una chispa y todo estalla pues las explosiones sirven para todo. Gran excusa para tenderse en la cama si cuatro niños pierden un ojo, ¿cuán lejos estamos de aquello? Puede que llegue el día de mirarse al espejo y decir con asombro: ¡Vaya! Me falta un ojo, ¿dónde habrá quedado? Y este brazo del demonio, ¿dónde se quebró? Las piernas incompletas, la piel volcánica, ¿cuándo ocurrió todo esto? Será, acaso, algún mal interior que me anda por las tripas. No falta mucho, los relojes avanzan implacables.

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ú lt i m o b o m b a z o

Ninguna velocidad los reduce ahora, excepto el afilado inicio de una mecha, ya sabes, las explosiones lo solucionan todo, alguna estadística funeraria o corbata mal atada cruzada por un solo extremo o desatendiendo la seda alguna tela más económica. Entonces estalla y todo puede volver a ser como un día de este a oeste, el sol elevándose tras la cordillera yendo a la desaparición marítima la armonía de las cosas naturales: las casas gigantes a un lado y las casas casas al otro: de costa a altura todo desplazamiento, prestar servicios higiénicos, vaciar basureros, vaciarse los dedos observar bien antes de vaciar cualquier recipiente la comida fría puede transportar alucinógenos terribles horas de poco equilibrio, hojas verdes y cogollos. El muchacho de quince años puede hacerte estallar o devorarte los dedos. ¡¿Cómo has de tomar la escoba?! Mejor es quedarse tendido en la cama ­—piensas— cerrar todo vínculo, dejar aquello de los paseos —piensas— las situaciones delicadas no hacen más que estallar, de un lado u otro podrían caerte cinco dedos en la nuca, de un lado u otro no importa tanto: en algún momento alguien te toca la espalda diciéndote “oye, qué bella bomba llevas a cuestas”, “oye, qué bello momento, podríamos perpetuarlo” y la cara no te la saca nadie cuando te das vuelta y sabes que la única explosión sucede en términos lejanos: cuando has perdido dos dedos no te das cuenta hasta que amaneces bello, bello día, en un hospital público de cualquier lugar, en cualquier televisor.

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Este libro se terminó de imprimir en el mes de noviembre de 2016 en Santiago, Chile. Los textos fueron compuestos por las tipografías Baskerville y Whitney HTF. Páginas interiores impresas en papel bond ahuesado de 80 grs. Portada impresa en cartón kraft. Pantone 7545 U. Encuadernación hotmelt. Tiraje de 600 ejemplares.

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En su versión número 13, el Concurso Literario UC reunió a numerosos participantes de 30 carreras diferentes, en torno a la idea de Dinamismo y transformación. De los cientos de obras, se han seleccionado los 10 mejores cuentos y 10 mejores poemas, de la mano de un jurado de primera categoría. Este año los relatos han convergido en la presentación de diferentes realidades que envuelven a los participantes, mostrando a modo de fotografía los temas y espacios que marcan la vida diaria de nuestra comunidad. Con relatos que van desde la vida universitaria, hasta realidades sociales que mueven la participación voluntaria y la crítica social de jóvenes escritores, los autores de cada una de estas piezas logran dar una mirada nueva y fresca del mundo actual. Con redacciones cargadas de descripciones y yreinterpretaciones de lo cotidiano, este grupo de jóvenes nos invitan a valorar nuestra cultura desde los detalles más simples.


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