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Cosas de Don Bosco

BERTOLDO Y BERTOLDINO

Sabiduría hecha sonrisa

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Pertenecí durante años a un mediocre escritor de Turín. Cuando decidió desprenderse de mí, mis hojas de libro se echaron a temblar como si fueran las hojas de un árbol azotadas por el frío viento de otoño. Temí ser arrojado al fuego y convertido en cenizas.

Yo era un pequeño libro. Letra diminuta. Hojas amarillentas. A pesar de mi vetusta edad, guardaba entre mis páginas dos secretos: la historia de Bertoldo y la alegría. Bertoldo era un rústico campesino que, a pesar de su desgarbada figura, hacía gala de humor y sabiduría ante reyes, cardenales y nobles. Y, aunque los libros no podemos sonreír, yo siempre regalaba pequeñas alegrías a quienes me leían.

Mi destino no fueron las llamas. Acomodado en una caja de madera me transportaron a la escuela de Capriglio, pequeño pueblo entre colinas. Encerrado en mi prisión de madera escuchaba la voz de don Giuseppe Lacqua; un viejo maestro que enseñaba rudimentos de lectura, escritura y cálculo a una docena de alumnos. Sobrado bagaje para las escasas transacciones que aquella grey infantil realizaría a lo largo de su vida campesina.

Llegó la primavera. Los niños se disponían a cambiar el amable paisaje escolar de

nota 1826. Juanito Bosco reúne a niños y campesinos de I Becchi. En aquel Oratorio en germen les lee las sabias y ocurrentes aventuras de «Bertoldo y Bertoldino»; un viejo libro de humor que probablemente le proporcionó don Giuseppe Lacqua, su primer maestro (MO. 1ª Década, nº 1). pupitres, lápices y cuadernos por la mies, la hoz y el trillo. Imprescindible ayuda en las faenas agrícolas familiares.

De pronto el maestro abrió la caja que me aprisionaba. Me tomó. Sopló el polvo acumulado en años de soledad. Contempló mis hojas… Me sentí rejuvenecer.

Pero cuando creí que iba a comenzar a leerme, me depositó en las manos de un niño al que decía: «Juanito, tú lees muy bien. Toma este libro. Te será útil». Mi súbita desilusión fue mitigada por la mirada del pequeño. Me había convertido en su primer libro. Me abrazó contra su pecho. Fui su tesoro.

Desde aquel día todo fue distinto. Juanito me leía en voz alta a los niños y campesinos de su caserío. Me esforcé todo lo que pude para dar nueva vida a Bertoldo, el aldeano que yacía acurrucado entre mis resmas de papel. Sus agudas ocurrencias provocaban hilarantes carcajadas en el auditorio. Aquel niño recitaba mis relatos como nadie lo había hecho. Cuando Juanito creció, marchó a estudiar. Quería ser sacerdote. Me llevó consigo. Ya nunca nos separamos. Con el paso de los años fue el sacerdote de los jóvenes. Para ellos creó una gran editorial. Imprimió millones de ejemplares, pero nunca me olvidó: siempre fui su primer libro. Yo le correspondí dibujando sonrisas en sus labios; sonrisas que él compartía con los chicos del Oratorio. Cuando repaso mi existencia, tengo el convencimiento de que, aunque nadie lo sepa, yo también contribuí a que le llamaran: «el santo de la alegría».

José J. Gómez Palacios, sdb