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Cosas de Don Bosco

LA ESTUFA Un calor distinto

La vida de las estufas es larga. Así lo garantiza nuestro robusto cuerpo de hierro. Nací en una fundición. Allí me mostraron mi destino: tediosos letargos de inactividad en verano; trabajo agotador en invierno.

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Cuando me destinaron al Oratorio de Valdocco, mi cuerpo de hierro fundido se llenó de dudas. Me había imaginado caldeando una casa familiar. ¿Cómo sería el extraño lugar al que me enviaban?

Cuando llegué, me conmoví. El Oratorio era también un hogar: la gran familia que un sacerdote, llamado Juan Bosco, había creado para acoger a los chicos que vagaban por las calles sin la seguridad de un hogar. Pequeñas vidas obligadas a pernoctar en dormitorios públicos. Noches interminables ahítas de peleas de borrachos y toses de mendigos tuberculosos. El Oratorio era como una segunda piel que les protegía de la explotación y los abusos. Me destinaron a la humilde habitación de Don Bosco. Sentí que la felicidad de mis días llegaba a lo más alto.

Terminó el otoño. El viento helado de los Alpes descendió de las altas cimas pregonando el invierno. Los charcos de lluvia se convirtieron en delgados cristales de hielo. La nieve desplegó tímidamente sus primeros mantos.

Me apresté a trabajar. Y me quedé esperando el milagro de unos troncos encendidos dentro de mí. Pero, a medida que transcurrían las jornadas invernales, crecía mi zozobra. No había troncos crepitando en mi interior. Yo, que era una estufa nacida para dar calor, tan sólo estaba ofreciendo la áspera frialdad de mi cuerpo de hierro.

nota La habitación de Don Bosco era austera. No mostraba el menor adorno. Tan sólo un crucifijo sobre desnudas paredes. «Disponía de una pequeña estufa que encendía pocas veces en lo más crudo del invierno para que no se gastara demasiada leña» (MBe III,31; MBe V,489).

Cuando creía que todo estaba perdido, llegaron ellos. Eran tres jóvenes del Oratorio. Miradas furtivas. Temor a ser sorprendidos. Se dirigieron directamente hacia mí. Temí lo peor.

Con gesto premeditado, abrieron mi pequeña puerta delantera. Depositaron en mi interior unas yescas dispuestas para la lumbre. Las encendieron con un mechero de pedernal. Crecieron las llamas. Colocaron varios troncos. Cerraron la portezuela. Se miraron con complicidad. Sonrieron.

Marcharon antes de que mi cuerpo de hierro sintiera el cálido anhelo que se gestaba en mí. Hice acopio de toda mi fortaleza de estufa. Caldeé la habitación. Fui feliz…

Varios días después comparecían los tres jóvenes ante Don Bosco. Escuché cómo les hablaba: «Gracias por el calor que me habéis proporcionado». Sonrieron. Me uní a su sonrisa.

Prosiguió Don Bosco: «Gracias, pero no por haber encendido la estufa. Hay que ahorrar, y yo puedo pasar sin esta comodidad. ¡Gracias por haberme ofrecido el «calor» de vuestro afecto!».

Los jóvenes marcharon perplejos, pero contentos. Yo quedé sola y en silencio. Nunca olvidaré aquel día en el que albergué en mi interior un calor distinto al que ofrecemos las estufas: el calor del afecto.

José J. Gómez Palacios, sdb