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Una tacita de té por Diego Cano

por Diego Cano.

Al abrir la puerta de su casa, llena de cuadros baratos, H. Mack quiso (o creía que quería) retroceder; comprendió que estaba perdido, pero ya era tarde. Lo esperan Sonia, rubia, no original, llamativa, pequeña pero de cara de siamés, y su hija o hijo, pequeña o pequeño, morruda o morrudo, enfadada o enfadado como una hormiga. A su lado la madre de Sonia, pelo corto, rellena, parecía tener unos kilos de más, aunque no por causas naturales, parecía un pequinés con rasgos de rinoceronte. Todos estaban sentados en el sillón de cuero desgastado, como si fuera un clásico canapé, descansando, apretujados, juntitos.

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—Tenemos algo contra usted —afirmó Sonia, sentada en el medio y cruzada de piernas con su minifalda de cuero.

—Sí, lo sabemos —asintieron sus acompañantes— y ya llamamos a los señores. Debe quedarse y cumplir la orden. Esos hombres están prestos a llegar.

—Póngase cómodo —volvió a afirmar Sonia con contundencia.

Su escote resaltaba a la vista, como la luz excesiva que algunos pintores novatos suelen poner en un lado del cuadro para que llame la atención. Las miradas de lince, parecían amenazantes y tranquilas, rencorosas y generosas, suaves y rudas.

—¿Usted por qué esta vestido como clase media? —preguntó la madre.

—Debe devolvernos el dinero que nos pertenece —afirmó Sonia.

El olor a alcohol llenaba la sala. La madre con su vaso de whiskey donde el hielo estaba ausente. A H. Mack la situación le producía rechazo y aceptación al mismo tiempo.

—No sé de qué me hablan —respondió H. Mack.

—¿Usted por qué tiene aspecto de cucaracha? —preguntó la madre. Entre las tres se miraron consultándose: ¡Qué hacer!

—Ahora se lo llevarán si no confirma la devolución —respondió solícita Sonia después del intercambio de miradas—. Todavía igual tiene tiempo para pensar lo que preguntó mi madre. Tiene tiempo. Tiempo y paciencia le sobrarán, Tiempo, tiempo, tiempo, tiempo… —terminó Sonia.

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H. Mack se sorprendió tanto de esas palabras que permaneció ahí triste, parado sin moverse, callado, sin saber muy bien qué decir. Quería decir algo, no sabía bien qué, pero sentía la necesidad de sacar de su interior esa fuerza oscura que le había entrado, sabía que no era cuestión de palabras, ni de razones, ni de fidelidad de lo dicho. No eran épocas en que las palabras tuvieran alguna consecuencia con la acción. Y pensaba: ese pensamiento tan pequeño burgués tan propio. Miró su cuerpo y notó ciertas antenitas que esa mañana no había visto. Se olió el sobaco y sintió un olor nauseabundo, agrio, penetrante, olor a basura putrefacta de varios días de descomposición.

La señora Sonia no tenía esos problemas de remordimientos, de correlación entre la palabra y la acción, su origen de supuesta alta estirpe se lo impedía. No podía concebir que alguien pudiera pensar como realmente pensaba H. Mack. En el fondo no importaba lo que pensaba, solo como estrategia era más fácil saber cuál sería su acción. H. Mack se preguntaba: ¿qué digo? Mientras permanecía ahí parado, tieso y melancólico como el cubo marrón del sillón que estaba delante de él. Mientras retrocedía un paso y permanecía alerta, los ojos nerviosos y tranquilos de las tres personas lo miraban con atención frente al pequeño movimiento.

—¿Puedo retirarme, finalmente? —preguntó H. Mack

—¡Sí!… —dijo Sonia primero.

—¡No!…. —dijeron los tres en los siguientes cinco segundos restantes.

Logró mirar con el refilón de su ojo derecho el pasillo detrás de él sin que lo percibieran, le pareció más oscuro, sin luz al final, con la puerta a cinco metros moviéndose por sí misma, retrocediendo en un movimiento extraño que su mente le impedía pensar, las paredes se encorvaban como papel de poco gramaje.

De repente:

—Usted, señor Mack, ¿quiere una tasa de té? —preguntó Sonia.

—Por favor siéntese —afirmó la madre.

—Bueno, gracias —respondió H. Mack.

Pensó que no podía rechazar la amabilidad de un ofrecimiento de un rico té, le parecía una gentileza, y rechazarlo de poca caballerosidad.

El joven, también bastante maquillado -el rojo de sus labios resaltaba como semáforo- sus medias como rejillitas, se movió rápidamente hacia el pasillo, hacia esa luz oscura que permanecía detrás de H. Mack. Rápidamente volvió de ese largo corredor en medio de la puerta de salida.Trajo cuatro tasas de vajilla inglesa aparentemente fina.

—Qué lindas tazas —afirmó Mack.

—Eran de la señora del cuadro, mi madre —dijo la madre mientras su pintura, gruesa y roja, se esparcía sobre la base que cubría en exceso su cara a través de dos gotas voluminosas del té chino.

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—Pero, ¡por favor siéntese, Sr. Mack, ya vienen los señores! Tómese el té, por favor —dijo Sonia.

Le habían ofrecido sentarse, pero H. Mack miró para un lado y para el otro, frente a la firme mirada de las tres buscando un lugar para sentarse que no existía.

Mientras tomaba suavemente el té, agarrando la taza con firmeza con la mano derecha, y levantando levemente el dedo meñique, disfrutando al tiempo de los colores de la taza, se concentró en el rímel desparramado por la cara de la señora, y pensó en el libro que tenía que ir a comprar. Era La guirnalda de César Aira que había salido recientemente, y no podía dejar de leer de manera inmediata esa novela. Todos sus amigos la estaban leyendo y comentando, y como lector convencido de la importancia e imposibilidad de su tarea, tenía que cumplir ese mandato. El domingo se juntaría seguro con ellos y eso sería tema de conversación, además decían que era una novela realista, y eso más entusiasmo le generaba para realizar su compra. Como lector obsesionado, no podía perderse semejante oportunidad. Pensaba en si la librería de la avenida cercana tendría ya el libro. Pensaba en la posibilidad de que la librería-boutique de los autodenominados vanguardistas avant la lettre la tuviera. Pensaba en el horario que esa librería tenía, y en la dificultad de estacionar el pequeño fitito de color ocre que tenía de coche. Pensaba en qué otros libros de novedades no había podido comprar esa semana. Pensaba en la primera edición de Pájaros de fuego de Arlt que seguro no podría conseguir en aquella vieja librería. De repente se dio cuenta de que su mente se había ido y vio a la señora hablándole sin parar, y a las otras dos personitas observándole fijo con gesto adusto y sencillo.

Sintió en sus oídos el ruido del silencio. Vio gesticulando a los tres, y en su cabeza sólo sonaba un: iiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii… interminable.

De repente los sonidos volvían a su mente mezclados con los ies.

—¿Salió de su trance? —preguntó Sonia.

—Sí, perdón señora, usted ha sido muy amable, muy rico el té —dijo H. Mack.

—No se preocupen, no se preocupen por mí, muchas gracias, lo tomo aquí parado —continuó H. Mack.

Se encorvó, se encorvó mucho más, más aún, sintiendo alivio en esa posición, sintió nuevamente las antenitas, disfrutó el té azucarado y miró el borde dorado y el fileteado florido de su pequeña taza de té inglesa.

La señora preguntó:

—¿Por qué usted está todo encorvado, Sr. Mack?

Ahí se percató de que su cuerpo se había casi doblado al medio y que su mano izquierda casi tocaba sus rodillas: recordó que era un posición de reacción. Recordó también que se ponía así cuando lo desagradable aparecía y que él quería sentirse siempre bien, y ahí se encorvaba.

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—Discúlpeme, señora, si la incomodé con mi posición. Es que me resulta placentero estar parado de esta forma durante la media hora que estamos acá agradablemente tomando té —respondió H. Mack.

—Me alegro, me alegro, me alegro, me alegro realmente de que así sea —respondió.

El sonido estruendoso lo sacó de la concentración de la taza, del maquillaje, de los cuadros baratos, de la pose de supuesta alta burguesía en decadencia, de las miradas penetrantes altivas y tristes, del ruido suave pero furibundo de sus sorbos de té engullidos en sus gargantas astringidas. Plack, plack, con el refilón de los ojos vio venir a dos sujetos. Los imaginó de verde musgo, aunque en su miedo los veía negros, pero su mirada concentrada en el lápiz de labio rojo intenso que se extendía por la cara le impidió mover apenas su pequeña gran cabeza pensante. Los vio venir, y el eco de la puerta retumbaba en sus oidos como pisadas de elefantes muertos en el jardín de su casa. Vestían de amarillo patito.

—¿Quiere otra tacita de té, señor H. Mack? —preguntó Sonia.

Y él no pensó, o pensó en terminar su té, en las varias primeras ediciones que veía conocidas en el estante antiguo pegado a su izquierda, y se había olvidado de las fuertes y poderosas pisadas de los señores.

Y respondió:

—No, usted ha sido muy amable, con una tacita de té esta bien. Le agradezco enormemente —dijo H. Mack.

—¡Usted venga con nosotros! Venga, por favor —dijeron.

Sintió H. Mack cómo le apretaban sus tríceps, pensó en los esfuerzos intelectuales que le había significado sostener un gran libro de un autor ruso de tapa dura la noche anterior en su cama, pero se dio cuenta que no era eso lo que lo estaba apretando.Sintió, o miró, o pensó, en las tres medias sonrisas, los labios ligeramente para arriba, bocas cerradas sin mostrar los dientes y ojos abiertos con cejas levantadas de pequinés, rinoceronte u hormiga (ya no sabía), miró el color miel del alcohol del vaso de whiskey, sintió el olor de sus axilas y, por supuesto, pensó en la primera idea que tuvo al entrar en su casa...

De ahí en adelante no pudo recordar más.

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