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Big Mouth Billy Bass por Gabriela Carrasco Hernández

por Gabriela Carrasco Hernández.

La primera vez que lo vio fue en la cocina de una amiga de la infancia. Acostumbraba pasar la tarde en su casa, ya que sus padres trabajaban largas jornadas y pasaba demasiado tiempo sola, así que siempre que se presentaba la oportunidad de irse a comer y jugar con alguna amiga, sus padres aceptaban gustosos. Aquella tarde, ambas estaban tan concentradas en sus juegos infantiles cuando, en un descuido, derramaron uno de los jugos que estaban tomando. Dado que la culpa había sido suya, se ofreció a ser ella quien lo limpiará y se dirigió a la cocina. En cuanto entró, descubrió al padre de su amiga sobre una escalera con un martillo en la mano y sujetando un clavo sobre la pared con la otra. El hombre le dio unos últimos martillazos antes de reparar en la presencia de la niña. Le sonrió con amabilidad y, para no tener que bajar y volverse a subir a la escalera, le pidió le alcanzará el pescado.

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Ella lo tomó entre sus pequeñas manos de la mesa y contempló por unos segundos. Sin saber porque, se sintió atraída hacia el simpático pescado de plástico.

—¿Te gusta? Se limitó a asentir y a pasárselo. El hombre lo colgó y se bajó de la escalera.

—Y eso no es todo— informó con una sonrisa.

Presionó el pequeño botón rojo que estaba debajo del animal e inmediatamente una música comenzó a sonar. La cola del pescado aleteó al ritmo y sus labios se movieron para simular que cantaba la canción Don´t worry, be happy. Sonrió divertida y permaneció en la cocina hasta que la música paro y el pescado volvió a su inmovilidad.

Desde ese día, cada vez que acudía a la casa de su amiga, pedía a quien fuera que estuviera cerca que presionará el botón. Le encantaba escuchar cantar al pescado y verlo bailar. Tanta fue su afición que comenzó a suplicarles a sus padres todos los días que compraran uno para la casa. Sorprendidos por el extraño deseo, sus padres no tardaron en cumplir esa demanda y, luego de unos días de buscar, por fin encontraron el mismo modelo del pez. Al igual que en la casa de su amiga, el pescado fue colgado en la cocina sobre la puerta que daba al patio.

Ese primer día lo pasó todo el tiempo en la habitación, suplicándoles a sus padres que lo encendieran una y otra vez de manera que la melodía y la letra se quedaron grabadas en su mente. Y, cuando llegó la noche y sus padres la fueron a acostar, continúo tarareando la tonada y moviendo la cabeza al compás hasta que el cansancio la venció. Dormía plácidamente, soñando que el pescado se desprendía de la pared y bajaba para cantar y danzar con ella, hasta que unas voces a mitad de la noche la despertaron, rompiendo toda la perfección de aquel día. Se levantó de su cama sobresaltada y se dirigió a la cocina. No entró, se quedó aescasos centímetros de la puerta y, sin querer hacer algún sonido que delatara su presencia, escuchó la fuerte discusión que tenían sus padres. El motivo no lo comprendía, las palabras ya se habían perdido entre los reproches, los sollozos y los gritos, sobre todo los gritos.

La impresión de escucharlos por primera vez discutir, provocó que se sumiera tanto en el pleito que no alcanzó a reaccionar cuando su padre salió furioso de la cocina. La expresión endurecida en su rostro se suavizó al ver a la pequeña en la oscuridad. Dio unos pasos para acercarse a ella, le colocó la mano en la cabeza, en una rápida muestra de cariño y, después, retomó su caminata hacia la puerta.

Ella lo observó marchar sin comprender con exactitud que acababa de pasar, pero cuando consiguió reaccionar, ingresó a la cocina y descubrió a su madre llorando desconsoladamente. Su madre se limpió rápidamente las lágrimas y le indicó a la niña que se acercara. La alzó en brazos, sentándola en una de sus piernas y la abrazó con fuerza, mientras se mordía la lengua para evitar que más lágrimas salieran.

Cuando pareció que recuperaba la tranquilidad, se levantó, aun con ella en brazos y procedió a salir de la cocina, pero antes la pequeña señaló el nuevo adorno. La mujer asintió y presionó de nuevo aquel botón rojo, dejando que la melodía que había escuchado todo el día volviera a llenar la habitación.

Cobijada en sus brazos, la pequeña se removió para acomodarse mejor y volvió a mover la cabeza junto con la canción. Sólo hasta que terminó permitió que la sacara de la cocina y llevara de regreso a su habitación. Al día siguiente sus padres le comunicaron la noticia de su separación. Muy quieta, escuchó cada una de sus frases en donde le aseguraban el profundo amor que le tenían y como no era su culpa que ellos ya no pudieran seguir juntos. Cuando hubieron terminado, la miraron esperando su reacción. Ambos pensaban que el llanto no tardaría en llegar, pero, para su sorpresa, lo único que dijo la niña fue que volvieran a encender el pescado. Esa sería la primera vez que la canción sustituiría sus lágrimas.

La segunda vendría varios años después, cuando estaba por terminar sus estudios de preparatoria y se topaba con su primera desilusión amorosa. Su tristeza no había sido tan fuerte como la de enterarse que sus padres se separaban, pero igual basto para que el pescado pasará los siguientes días cantando sin cesar y su madre optara por trasladarlo de la cocina a su habitación para evitar más disgustos.

Años más tarde tendría un nuevo golpe cuando, días antes de su graduación de la universidad, su madre falleciera en un accidente de auto. En aquella ocasión la desolación se presentó en su casa y varios de sus familiares y amigos insistieron en pasar algunos días con ella bajo el temor de que la soledad le resultara demasiado abrumadora, pero ante toda sugerencia se negó. Compró varios paquetes de baterías y volvió a refugiarse en la tonada hasta acabarse la mitad de ellos. Al final, la única cosa buena que pudo recuperar de que su madre ya no estuviera fue que el pescado volvió a ocupar su lugar en la cocina.

Tiempo después otra tragedia sacudiría su mundo y se llevaría otra vida, una desconocida aún, de su lado. Está ocurrió cuando ya se encontraba casada y, en compañía de su esposo, aguardaban sólo un par de semanas para conocer a su primer hijo. En general su embarazo había carecido de algún problema y cada que acudían al doctor, él les aseguraba que no había nada que preocuparse. Y ciertamente siempre había tenido razón, la pérdida del bebé no se había debido a una complicación, sino más bien a un tropiezo con el escalón de la entrada. Llevaba las manos ocupadas por lo que no había sido capaz de adelantarlas para amortiguar la caída y la mayor parte del impacto la había sufrió el bebé del que no conocía el sexo aún, pues deseaba que fuera una sorpresa.

Las acciones posteriores habían ocurrido tan rápido que apenas si las recordaba; el trayecto al hospital, su ingreso, los estudios. En todo momento había permanecido en un estado catatónico hasta que le informaron que no había nada más que pudieran hacer por el bebé, el cual ahora se enteraba era niño, y que era necesario que se lo arrebatasen del vientre.

Pasó un par de días internada y cuando su esposo le preguntó si necesitaba algo, ella solicitó que le llevara el pescado. En aquella ocasión no le bastó con escuchar la canción para sentir consuelo y, por primera y única vez, sus brazos rodearon el adorno y lo presionó con fuerza contra su pecho y ahora vació vientre, sin importarle que eso impidiera que se moviera con libertad para seguir la tonada.

De este acontecimiento se derivo su siguiente desdicha, pues, aunque en un principio las cosas entre ella y su esposo parecieron fortalecerse por el dolor que compartían, la necesidad de buscar un culpable fue más fuerte y los reclamos no tardaron en aparecer. Que si había sido la culpa de ella por no fijarse en donde ponía los pies, que si él hubiera bajado aquella caja del carro cuando ella se lo pidió. La convivencia se deterioró de tal modo que, al igual que había pasado con sus padres, las cosas terminaron por estallar una noche en que la pelea sólo termino cuando él salió fúrico de la casa. Ella permaneció esa noche en la cocina y revivió una y otra vez la escena que había presenciado de sus padres. Con movimientos automáticos se dirigió al pescado y, sólo cuando la canción empezó a sonar, fue que volvió a la realidad y se dio cuenta de que su matrimonio había llegado a su fin.

Su última desgracia ocurrió cuando, en contra de su voluntad, fue trasladada a un asilo luego de sufrir una caída y que los médicos se dieran cuenta de que no había nadie que pudiera cuidarla en su casa. El pescado fue lo primero que se había preocupado por empacar y lo primero que había colocado en aquella descolorida habitación en la que pasaría los últimos días de su vida. Y, una vez que se hubo instalado completamente, volvió a presionarlo. Como muchas otras veces, el suave canto llenó la habitación.

Se acomodó en una vieja mecedora y, moviéndose hacia delante y atrás, golpeó con la mano al ritmo de la música uno de los reposabrazos. Con tristeza notó como su golpeteo ya no iba al compás de la música, sus movimientos ahora eran mucho más lentos, pero en cuanto la canción llegó al coro olvidó su tristeza. Olvidó la tristeza que le daba el tener que vivir en aquel cuarto, el que su matrimonio fracasara, el haber perdido a su bebé, el que su madre muriera, wel que su novio la engañará y el que sus padres se hubieran divorciado, pues sabía que mientras tuviera el pescado y la canción la siguiera a donde fuera, las cosas no podían ir tan mal.

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