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Elastico de Sombra por Fernando Guerrero F.

por Fernando Guerrero F.

Estimado Juan,

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La tradición es un fantasma que conjura la invención del hombre civilizado. Quizás en la obra de Juan Cárdenas, el legado de los invisibles que habitan el movimiento del machete, dejan escuchar las otras voces que remueven la presencia agotadora de la blanquitud.

El viento susurra, aconseja y también transforma lo presente:

—Y el viento, —dicen los que lo han visto—, tiene una cara muy fea, como de trompetista, siempre con los cachetes inflados de huesos triturados y la frente arrugada por el esfuerzo perpetuo de ser quien es —.El viento deja cogido de aliento al machetero, y abre la maleza con el filo de su lengua.

La brujería y lo brujeril no son sombra uno del otro, cada uno camina con paso firme por las regiones de sus hablantes. Si quien es hechizado sufre también el reverso del hechizo, sea con —la piel de oso que debe usar para salir de noche— para poder conservar en secreto el resplandor de una sutil esgrimidita cadenciosa en medio de un combate cara a cara.

La escritura de una tradición conjuga también la tradición de una escritura. En la voz de Hector Sandoval y Miguel Lourido, se mueve la voz de Juan, y entre la voz de Juan y la tradición, se mueven las otras voces que traen un halito de sonidos, un ligero movimiento de tiempos que convocan a pensarse entre lo que se vive y lo que nos dicen que se ha vivido.

La ecuación es simple, no es de matemática euclidiana y cálculo preciso, es quizás como un armador de jazz que improvisa y a la vez hace el pase mágico para que el otro entre. Ese es quizás el lance de escritura entre las voces que escucha y llegan a Juan, y las voces y vivencias que mueven los cuerpos de sus amigos, los que le han contado la historia y le han soplado la conjura. En Villarrica la magia no es artilugio. Ahí, la magia rasga las vestiduras, las del ser y no serlo, las del otro biche que embriaga, el biche que es también sombra de árboles. —Yo soy de Villarrica, pueblo muy famoso porque allí hay mucha dama de aquellas, ya me entienden ustedes, de las que hacen hablar a las piedras, de las que rezan al revés, de las que voltean la lengua ajena, de las que saben volar y hacer conjuro de amor, conjuro de odio y hasta hechizo para ganar las elecciones departamentales—. De un pueblo a otro, tradiciones que mutan y transforman de color de piel y van más allá de la piel. Las que hacen cantar a la piedra, o zumbar los trompos que en los andes recogía detrás de peñascos y cantos de illa en el fulgor de la media noche; las que salen desde grutas en los peñascos hasta las que acontecen en una calle y una discoteca donde se ve danzar en dos patas de carnero a un joven buen mozo. La tradición se guarda bajo el as de la contemplación. No hay pueblo que no tenga su santo y su cerro sagrado, o casa que no sea habitada por la sombra de la noche o la evanescencia numinosa del medio día. La tradición roba, asalta, busca moverse por lugares insospechados, y en elástico de sombra, la tradición se blandea a machete limpio, ese es la magia de la escritura de Juan, esa es la escritura de Juan en la magia que lo lanza hacia este y otros libros.

Miguel, Don Sando, Cero, viajan en búsqueda de una tradición que se esconde entre piel y sombra. Recorren las huellas de la guerra, las cicatrices de la herencia dada por quienes ostentaban tierras robadas, esos pobres —blancoides que ni son blancos, ni son negros, ni son indios ni son nada, remedos morenos del Hombre blanco. Consumidores de una fantasía de dominación ajena. Tiranos de minifundio suburbano, emprendedores de galpón vacío, eternos ordeñadores de la burocracia patoja, administradores de favorcitos entre los doctores, rellenadores de recibos falsos…—viajan los tres y encuentran las historias que narran la otra violencia de los cuerpos, la que niega al otro y se ensalza de su gloria, la que desgarra piel y vestiduras y se bandea como bandera ritualizada por el fluir de la sangre fuera de los cuerpos, la que es medalla y trofeo de una guerra calada justico por los héroes de la patria, en nombre de estirpes y apellidos que se blanquean y vuelven incoloros al mejor postor. En fin, eso nada tenía que ver con el secreto, nada con la búsqueda que desataba otros rituales de existencia y otras maneras de ver los mundos del secreto que Miguel, Sando y Cero transitaban, porque —uno puede tener el ritual, pero lo que vale es el secreto— y entre andanza y andanza va apareciendo lo innombrable, se ritualiza el camino y se devela lo caminado.

La magia no es artificio. Lo mágico no es realismo evanescente. Aquí y allá, entre las orillas del Patía y las ondas musicales del sotareño, acontece siempre el hechizo y la confabulación de espectros, de sombras, de personas que acumulan brillo de oro y derraman miseria entre los caminantes o viajeros. Bajo las sombras de la ciudad se esconde la tradición que Miguel carga, sea con escarabajo en el bolsillo, sea con un soplo que avisa las gracias o desgracias del tránsito. Miguel sin un centavo se posa en una plaza, desmitifica al sabio de la fabulación científica y esgrime al viento para trenzar un acto mágico. Con algunas monedas camina hacia el bar, se toma unas polas, es invitado al encuentro con quienes han desaparecido en el camino, no lo sabe pero ahí se encuentra, se desarma, pierde el sombrero y con un tim-bu-ta-la, desaparece tres veces repetido.

Queda en el espacio la búsqueda y el encuentro de una historia entre otras, las del elástico de sombra, la de los movimientos de la esgrima de machete, las de Nubia y sus alas negras, las que invitan a descifrar los textiles de Yazmín, la voz oculta de Fidelia Mina y las que permiten comprender que —el ritmo es el temblor del tiempo humano— y el tiempo es también una sombra de la memoria.

¡P.D. Me pregunto si el viento habrá soplado bajo el as de la escritura, algún ligero temblor de las manos mientras acontecía el elástico de sombras.

Frontera colombo ecuatoriana 17 de noviembre de 2020.

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