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El Valle de la Muerte J. Navarro

El Valle de la Muerte

Me despedí de Las Vegas, del Gran Cañón del Colorado, de los gramys, del Fogo de Chao con una carne espectacular casi igual que el Keen’s neoyorquino, el ambiente, el urbanismo y el pálpito de una ciudad que nunca duerme y que los conservadores americanos la denominaron “Sin city” (Ciudad del pecado).

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Era temprano pero el calor ya era notorio y descapoté el Mustang; en la radio digital que la puedes escuchar desde Chicago a Nueva Orleans pasando por San Francisco y Seattle, sonaban Carole King y James Taylor. Enfilé la estatal 95 y en apenas 150 Millas, unos 225 kilómetros, llegará mi próximo destino: El Valle de la Muerte o “Death Valley” en el estado de California.

Toma su nombre de un suceso tremendo. Cuando la “fiebre del oro” o “Gold rush”, los colonos, buscando oro partían con sus carretas de San Louis, en Misuri, y agrupadas cruzaban el Mississippi, comenzaba la aventura. Una expedición se detuvo en un terreno desértico, con unas temperaturas no inferiores a 40 grados Celsius. La falta de agua, el ambiente hostil, la imposibilidad de encontrar comida y los ataques de los indios Timbisha diezmó la expedición, únicamente una mujer sobrevivió huyendo hacia San Francisco. Al llegar y contar las vicisitudes tremendas, calificó la zona como “Death Valley” o Valle de la Muerte.

Situado al este de Sierra Nevada, última cadena montañosa antes de llegar al Pacífico, esta depresión se encuentra a 88 metros bajo el nivel del mar y llueve en muy pocas ocasiones; Sierra Nevada es una barrera natural a los vientos húmedos del Pacífico. La pluviometría es de 59 mm, clima desértico, temperaturas elevadas; en 1913, 56 grados Celsius y, si llueve, lo hace de forma torrencial. Las torrenteras de las montañas que circundan el valle arrastran sedimentos que allí se depositan; en pocas horas el agua se evapora y los sedimentos se acumulan en el suelo, generalmente cloruros y boratos. En definitiva es una superficie plana de sales que los geólogos americanos llaman “playa”, en castellano, a ese inmenso mar de sal. Cuando llegué al Centro de Visitantes, serían las 11 de la mañana, la temperatura rondaba los 99 F, 37 grados Celsius.

El entorno geológico de la zona es sobrecogedor. La evaporación origina los llamados “abanicos de sedimentos” puesto que es la forma de disposición de las sales y los distintos abanicos forman una “bajada” termino que los geólogos americanos utilizan en español.

La sequedad del ambiente no tardó en afectar a las mucosas corporales y la nariz parecía una chimenea de cerámica, afortunadamente llevaba suero fisiológico para humedecer los ojos, padezco sequedad ocular y tuve que utilizar varios viales para refrescar la nariz. Sellé mi pasaporte con el sello del centro de visitantes, Valle de la Muerte y Death Valley, pues el español es habitual en estas zonas. Al salir de la cabaña observé un animal que me sorprendió. Pensé que se trataba de una perdiz por su morfología, pero no me cuadraba la cola alargada aunque sí el color. Hice varias fotografías que desgraciadamente he perdido en los intestinos de algún ordenador estropeado, y el animal no se movía. Salió un empleado de la oficina y me dijo: “It’s a greater roadrunner” ¡es un correcaminos! No podía creer que esa ave que tantas veces vi en películas de dibujos animados, existiese y la estuviese viendo. Tenía una corúncula de color verde alrededor del ojo y la cola larga y movible con el fin de poder cambiar bruscamente de dirección y huir de sus enemigos, fundamentalmente el coyote.

El correcaminos, al igual que las aves de corral, no puede volar pero es extremadamente rápido en el suelo. Puedes venir a California muchas veces pero es muy raro observar un correcaminos. La naturaleza de este país es impresionante y me ha regalado la visión de esa ave que tantas veces vi en las películas de dibujos perseguida por el coyote que siempre acababa despeñándose por alguna torrentera del valle.

Dejé el jersey en el Mustang y me dispuse a recorrer la gran explanada salina del valle haciendo caso a las recomendaciones que el “ranger” del centro de visitantes me advirtió: “no salga usted de las rutas programadas”. Algo similar me ocurriría dos años después visitando Yellowstone Park y observando el magma terráqueo a menos de 60 metros de profundidad. Querido lector, siempre debemos hacer caso a las recomendaciones en parques naturales pues lo contrario puede tener consecuencias terribles.

Debería haber habido alguna torrentera en días pasados pues iba pisando los sedimentos salinos y estaban húmedos y quebradizos como la nieve cuando comienza a derretirse. La luminosidad era tan fuerte que tuve que ponerme las gafas de sol. Los rayos solares se reflejaban en las láminas de sal y herían los ojos como si estuviese en los Alpes. Fue una experiencia increíble e inolvidable.

Volví al Mustang y rebusqué en mi nevera portátil encontrando lo último de la compra que realicé

Cartel anunciador del Valle de la muerte Las Torrenteras y Sierra Nevada al fondo

El inmenso mar de sal del Valle

en Flagstaff después de mi conversación con el Teniente “Purple Heart” o Corazón Púrpura. Una lechuga, un pepino, tápenas y aceitunas. La sazoné con aceite de oliva y algo de sal y como tenía mucha sed, abrí dos botellas de “Torpedo” excelente cerveza californiana.

Abandoné el Valle de la Muerte con una satisfacción tremenda, primero por haber observado, una vez más, las maravillas que la naturaleza ha dejado en este inmenso país, un regalo que debe ser protegido, después por haber visto al correcaminos y haber “platicado” con él, pues el pajarraco, como le tiré unas migas de pan, se me quedaba mirando y diciendo mentalmente: quiero más, y en tercer lugar por sentir que este viaje lo recordaré como el mejor viaje de mi vida, aunque siempre hay uno que supera al otro, pero eso será motivo de otra serie.

El Mustang también pedía comida y paré en la gasolinera que se divisaba a lo lejos en una carretera estrecha pero inmensamente larga. Me recordaba a la llegada al Monument Valley. El gasolinero obviamente hablaba español lo cual derriba barreras. No hay cobertura de teléfono en esta zona y le pregunté, ¿qué ocurre si se estropea el automóvil? El muchacho se quedó mirándome y me espetó: “Cada tres días pasa el helicóptero de la policía y recoge a los que tienen problemas con sus vehículos”.

Arribé a Ridgecrest, pequeña población del norte de California y me fui a un “Steak house” que recuerdo perfectamente su nombre: “Casey and BBQ” (Casey y su barbacoa); pedí un buen filete tejano y al no haber vino español tuve que conformarme con Beringer, Pinot Noir californiano.

En el Motel 6 recordaba el inmenso mar de sal circundado por las montañas de Sierra Nevada que estaban nevadas, contraste con el valle de la muerte. Kris Kristofferson afirmaba en su deliciosa canción Me and Bobbie McGee: “Desde las minas de carbón de Kentucky hasta el sol de California, Bobbie compartía los secretos de mi alma”, y así ha sido, ya hemos llegado al sol de California. Pero eso será cuestión de la próxima contribución, cruzaremos Sierra Nevada y llegaremos al Valle de San Joaquín para encontrarnos con el Pacífico y el impresionante bosque de secuoyas, algunas de tres mil años de antigüedad.

Buenas noches en Ridgecrest, California, amaneciendo en España.

Anochece en California