Bermudiana

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..sobre las vicisitudes pasadas por una tripulación argentina que fue a correr la regata a Las Bermudas allá por el año mil novecientos cincuenta y ocho. por Hormiga Negra (Hernan Alvarez Forn)

Publicado en la Revista Yachting Argentino en 14 capitulos, a partir del número 145. Publicado nuevamente en la Biblioteca de la Fundacion Histarmar, con permiso del autor, Marzo del 2013.

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INDICE Capitulo

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Nueva York en Camiseta……………….... …………….…………….. 3 Desde Nueva York nos escribe GUS "LOTHAR" SCHEUER…........7 La Llegada……….……………………………………….……………..10 El auto de Lothar…………………………………………….………….14 En busca de Dagwood……………………………………….…………16 La Lista……………………………………………………………………21 Los Encargos…………………………………………………………….24 La Comida………………………………………………………………..27 La Hélice………………………………………………………………….30 Los Sonidos del Sound………………………………………………….34 El Latin Disorder…………………………………………………………37 Puerto Nuevo…………………………………………………………….42 La Partida…………………………………………………………………47 El 1er. Dia………………………………………………………………..51 Junio 15………………………………………………………………….53 La Nebulosa……………………………………………………………...55

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NUEVA YORK EN CAMISETA Mientras Vagabundeaba un par de años atrás, por los astilleros de City Island, se me presentó la oportunidad de embarcarme para un viaje corto, pero sumamente interesante: se trataba de ir a buscar al Errante, el yawl argentino, al puerto de Nueva York, adonde acababa de arribar el Río Cuarto, que lo traía desde Buenos Aires. City island está situada cerca del límite norte de la ciudad, sobre la costa Este, donde termina el Long Island Sound; el puerto de Nueva York se desarrolla en la costa Oeste, sobre la ribera del Hudson, hacia el que emergen los muelles en forma de peine. Cada compañía tiene su embarcadero particular y el de la Flota Mercante queda cerca de Battery Park, es decir a la vuelta de la punta de Manhattan. Para llegar allí es necesario recorrer todo el East River, estrecho que separa ^ueva York de Long Island, pasando por debajo de los enormes puentes colgantes y desafiando la corriente de Hell Gate, en donde la marea alcanza la inquietante velocidad de seis a ocho nudos en uno u otro sentido, pues allí se concentra el desagüe del Sound y por le» tanto debe dejar pa-sar, encajonada, la marea marítima que provoca esas verdaderas avalanchas, en las que el agua salada —por más que se le llame río— se arremolina y borbotea cubriéndose de círculos de espuma. La lancha que nos llevaba era fea pero poderosa: un enorme diesel llenaba prácticamente la cabina y la convertía en un infierno ruidoso y calíente, pero los diez y ocho nudos que era capaz de desarrollar constituían un ingrediente muy saludable en tales aguas, en las que con los auxiliares habituales de nuestros barcos, sólo se podría haber pasado corriente a favor. El East River tiene tanta importancia, como tránsito. Todo el cabotaje hacia el norte que proviene de la ciudad o de Nueva Jersey, —la costa del Hudson frente a Nueva York— pasa por allí: chatas a remolque o a empuje, cargadas de los más diversos materiales, desde arena hasta trenes enteros, son llevados por remolcadorcitos con aspecto de bravucones de barrio —chicos, pero membrudos y petulantes—, a ninguno de los cuales le falta el nervioso radar girando continuamente sobre la timonera, aún con buen tiempo; lanchas y yachts. mechadas con patrulleras de policía terrestre y marítima; también toman ese camino para llegar a las aguas más tranquilas del Sound, barcos de excursión, rebosantes de turistas — de esos que saludan con aire de viajeros a países lejanos—. La mayoría de esos turistas son, por curiosa paradoja, norteamericanos, porque los norteamericanos hacen turismo concienzudo en su propia ciudad, tan cargados de máquinas fotográficas y tan en rebaño como en cualquier otro punto del globo.

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Algunos de estos barcos son viejos y simpáticos vapores fluviales; otros, los nuevos, son una monstruosa cruza de hidroavión frustrado y edificio brasileño, con más aire de juguete plástico agigantado que de nave en escala natural. Varios puentes colgantes unen Manhattan con Queens y Brooklyn —prolongaciones de Nueva York sobre Long Island—. Mirados a ras de agua, sobrepasan nuestras posibilidades ópticas para abarcarlos de una sola mirada; precisaríamos una suerte de ojo cine mascopísimo, un nervio conectado con el cinerama para captarlos íntegramente, por lo cual uno se pregunta si estas nuevas creaciones técnicas no constituyen una necesidad en lugar de un lujo para los norteamericanos, ya que sin ellas no habrían podido fotografiar los puentes en toda su extensión como les encanta hacerlo en los títulos de sus films.

Las ciudades vistas desde su costa parecen esas señoras muy pintiparadas y prolijas a quienes en un descuido se les ve la enagua rota y sucia. Nueva York no escapa a esta regla general y desde el East River se le ve la camiseta: un poco antes del magnífico edificio de la UN están los vertederos de basura —puro papel, cartón y latas—, que por medio de cintas transportadoras llenan chatas que son continuamente reemplazadas por otras vacías. Muy cerca de aquel monumento a la arquitectura moderna las chimeneas de una "usina" le vomitan humo a la altura del piso catorce y hacia la punta misma de Manhattan existen una serie de muelles en desuso, semiderruídos y astrosos, galpones mugrientos y zonas oscuras y tristes, especialmente debajo de los viaductos que conducen al puente de Brooklyn. Inmediatamente detrás de este poco recomendable primer plano estallan con toda su virulencia el racimo de rascacielos que configuran el tan conocido perfil de la ciudad, que vistos así, con un poco de agua y aire de por medio —el agua turbia y el aire caliginoso— inducen a hacerse la perogrullesca pregunta que si el mundo es tan grande, Estados Unidos tan extenso, porqué esa tozudez, esa insistencia en amontonarse en una isla rocosa, angosta e incómoda.

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En un muelle situado donde acaba la calle Wall vislumbré una lancha conocida. Me había llamado la atención en el amarradero de Minneford, pues todas las mañanas un señor gordo, sesentón, de aspecto próspero y muy bien trajeado con su gorra blanca y saco marino cruzado con botones dorados, caminaba pausadamente por el embarcadero, se embarcaba y mientras su marinero soltaba la amarra, se instalaba en la timonera abierta y maniobraba expertamente para desatracar y enfilar hacia el Sound. La lancha era antigua, de proa perfilada y casco angosto, con poca carroza y puente con parabrisas de cristales biselados; dentro se entreveían las típicas cortinas recogidas. El barco estaba impecablemente mantenido y dada la agilidad con que maniobraba y a la velocidad con que partía, debía tener una máquina poderosa. Por las tardes, a eso de las siete, la lancha regresaba, atracaba con exactitud y mientras el señor gordo deshacía su camino matutino por el muelle, ya el marinero estaba limpiándola con una manguera de agua dulce. Esto ocurría los días de semana; sábado y domingo el barco permanecía en su amarra. Esta rutina, esta exactitud habían influído para que memorizara especialmente el aspecto del viejo crucero, por lo que, al verlo, inquirí a Georges, el timonel de la lancha en que navegábamos, —personaje vagamente relacionado con Minneford—, la causa de los viajes a horario del señor gordo. La sencilla respuesta fué que ese señor era un banquero de Wall Street que utilizaba ese medio de transporte para ir a su oficina, y que al mismo tiempo que evitaba el engorroso tránsito neoyorkino, se daba el lujo de viajar en un artefacto de casi tantos años como tenía él, demostrando así que la edad no era un factor de importancia cuando se trata de barcos y de banqueros. La chimenea azul y negra del Río Cuarto nos indicó nuestra meta destacando su pequeñez al lado del United States y el Ile de France. Nos acercamos y casi debajo de su popa, amarrado a! buque y a tierra por varios calabrotes se sacudía violentamente el casco del Errante, tironeando los cabos al descompás de la marejada de rebote que suelen provocar los muelles. Nuestra lancha acercó su proa para que yo desembarcara y quedó a la espera, mientras desde la cubierta del buque me llamaba el comisionista naval invitándome a subir para entregarme la documentación; como es lógico, el lugar más indicado para ello era el bar. Cuando me preguntaron qué quería tomar, pedí dos cosas bien toscas pero que deseaba desde hacía tiempo: una Quilmes y un especial de cocido. La cerveza era para obtener una rápida comparación con la norteamericana que habíamos venido trasegando en la lancha a guisa de desayuno —dieta sumamente recomendable— y el sandwich lo quería para hincarle el diente a un poco de pan francés del que estamos acostumbrados. Porque el enorme adelanto de Estados Unidos ha traído consigo la muerte y desaparición de la panadería tal como la conocemos nosotros; con ella se fué el olorcito a pan recién horneado, la costra dura y bien tostada y con ella también se extinguió la mujer del panadero, extraordinaria institución de innegable origen francés y de hondo arraigo en las mentes latinas.

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Ahora el pan es un producto fabril; lo producen grandes establecimientos mecanizados, lo envasan a la perfección, se reparte en camiones y su consistencia, aspecto y asepsia están tan garantizados como aburrido resulta su gusto, su uniformidad a toda prueba, su color y su forma inalterables, sin un defecto, sin una miserable cucarachita caminando dentro del paquete. Es que la máquina podrá producir el pan perfectamente higiénico, pero lo que no llegarán a saber las nuevas generaciones yankees es que son precisamente los detalles anticuados —personales, podríamos decir— los que le otorgan el verdadero "bouquet". La máquina sacudirá científicamente la masa; pero no la golpea contra la espalda sudada, no la hornea donde ha ardido leña. Así, existe pan alemán, italiano y francés, que no son ni alemán, ni italiano, ni francés : son panes producidos en serie, nada más. Es cierto que el lactal es excelente; más, qué gastrónomo se atreve a llamar pan a ese bloque fofo y blancuzco... El Errante había venido bien cuidado: se había encargado de ello Pascualito ex marinero de nuestra ribera que era el único a bordo del Río Cuarto que sabía cómo tratar a un velero, aunque fuera en calidad de encomienda. Fué una agradable sorpresa encontrarlo, recordar a Joaquín, contramaestre del Náutico cuando él era marinero y yo comenzaba a navegar. Pascualito se despidió con igual efusividad de nosotros y del Errante y se ocupó personalmente de largar la amarra en el momento exacto que se tesaba nuestro calabrote, como último cuidado a su encomienda mimada. Regresamos por el mismo camino que habíamos venido y lo que a la ida nos había insumido tres horas con corriente en contra, a la vuelta necesitamos sólo una y media, a pesar del remolque; La marea ya no estaba en su apogeo, pero todavía nos ayudaba con cuatro o cinco nudos de camino, lo que nos permitió entregar el barco en City Island a eso de las cuatro de la tarde, sin ninguna novedad. ******************

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Desde Nueva York nos escribe GUS "LOTHAR" SCHEUER Señor Director: Acabo de recibir su revista N° 147, la primera que ha caído en mis manos desde mi partida de Buenos Aires en 1951, ha sido un placer ver los nombres de viejos amigos y sus actividades. Me llamó la atención el artículo escrito por Hormiga Negra y sus aventuras en Nueva York, las observaciones son acertadas y punzantes como siempre. Ahora si usted me permite le voy a describir unas observaciones mías, desde un punto de vista distinto e imparcial. La llegada de viejos amigos me dio un gran alegrón, e inmediatamente fui a visitarlos al astillero en City Island. Después del usual intercambio de plesanterías, en un vocabulario salpicado de "porteñismos" que hacía años no escuchaba, procedimos a salpicarlos un poco más; esta vez de color púrpura, extraído de la sentina en unas botellas de siluetas familiares, que a pesar de la falta de etiquetas desaparecidas en las involuntarias lavadas de la sentina me recordaban al tinto mendocino de pura cepa. Después de horas de tratar de contestar a preguntas del siguiente tipo: ¿Dónde se consiguen calzoncillos que se lavan y planchan solos? ¿Dónde se consiguen destornilladores con 15 puntas intercambiables? ¿Dónde se consigue el disco de la 97 Sinfonía inconclusa de Cario Finsky, grabada hace 25 años por Julián Smith? ¿Dónde se consigue el almanaque de Marilín Monroe desnuda sobre la piel de tigre? Etc., etc., etc.... Me fui a casa boleado de las preguntas y el tinto, pero habiendo prometido que el sábado los llevaría al centro de "compritas". El sábado fui a buscar a los muchachos, y los encontré en distintas etapas de preparativos. Choclo, como hace diez años atrás, estaba con la "Mufa" madrugueña y no hablaba a nadie, Hernán tampoco había cambiado sus hábitos y en calzoncillos y un calcetín en la boca rebuscaba por todos los cajones al compañero. Tito estaba listo con su traje impecable y con pinta de tintorero en día feriado. Al fin Choclo y Hernán completaron sus vestimentas y debo confesar que tenían un cierto parecido a bolsas llenas de motones. La historia de mi automóvil y los 15 dólares que Hernán cuenta en su artículo, está basada en el viaje al centro ese día, en camino pasamos por una "chacarita" de automóviles; y Choclo fué el primero que la vio, y empezó a gesticular como un energúmeno, dándome un sopapo, que casi causa un accidente automovilístico. Entre sus gesticulaciones vociferaba; ¡Mira estos yankis... lo que hacen con coches nuevos!

Mis explicaciones sobre la economía automotriz estadounidense fueron fútiles, y de allí hasta el centro reinó un silencio ominoso. 7


Una natural suposición mía fué que viajando 7.000 millas al centro de la abundancia en chucherías náuticas, iríamos directamente al negocio más grande de esta ciudad, pero mi palpito no se rindió y me tuve que dejar guiar en esta ciudad por un grupo de "gringos" recién desembarcados. Fuimos a parar a un rincón oscuro de la ciudad, a un boliche microscópico incrustado entre varios enorme edificios. Se me ocurrió entonces que se me había olvidado el noble instinto del porteño para el "rebusque".

Cuando salimos del boliche "las compritas" formaban una respetable pila de bultos de tamaños y formas variadas que resistieron la entrada al baúl o puertas del automóvil. Finalmente estibamos todo y volvimos al "Santa Rosa" donde descargué pasajeros y bultos, prometiendo volver al día siguiente a hacer otra visita.

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Cuando llegué al astillero a la mañana siguiente, mis llamados desde el pie de la escalera no recibieron la esperada cortés invitación de "subí pajarón" o alguna otra gentileza caballeresca porteña. Como se oían voces a bordo decidí subir a ver que ocurría, y me encontré a un grupo de marinos en paños menores, alrededor de la mesa discutiendo presupuestos en una terminología ridicula. Sólo un marino estaba despreocupado de todo el entrevero. Tito reclinado en su cucheta estaba acariciando el cromo de sus herramientas nuevitas y brillantes, jurando destripar al primero que las violase con grasa o aceite.

Espero que estos bocetos y episodios ayuden al lector a seguir con más detalles las aventuras de los navegantes del "Santa Rosa" por las calles del City Island y New York. **************

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La llegada En vista de la simpática acogida de los lectores —cinco anónimos insultantes, una carta perfumada llena de elogios y faltas de ortografía y una encomienda con un revólver con un solo tiro— a mi artículo anterior sobre Nueva York, he decidido reincidir y presentar una pequeña serie —que durará unos meses o unos años, según la caprichosa periodicidad de Yachting Argentino, cuya principal virtud la constituyen sus reacciones inesperadas— sobre las vicisitudes pasadas por una tripulación argentina que fué a correr la regata a Las Bermudas allá por el año mil novecientos cincuenta y ocho.

Llegar a cualquier país americano por primera vez, sabe a descubrimiento. Nos asombra lo nuevo o lo antiguo, su ambiente, su geografía o su arquitectura. Llegar a Estados Unidos no es más que —como Alicia cuando entró por un espejo al País de las Maravillas—, atravesar la pantalla cinematográfica. El cine, las revistas, la publicidad norteamericanas han llegado a crearnos una verdadera vivencia prefabricada de lo que es Estados Unidos —no confundir con el País de las Maravillas, que sólo se mencionó por Alicia—; por lo tanto al arribar uno se encuentra un poco en un ambiente, si no conoció, por lo menos bastante bien intuido. Lo que más nos asombró en el primer momento fué estar realmente en Estados Unidos; porque lo difícil no es llegar allí, sino salir de aquí, despegarse de la telaraña de intereses creados —por nosotros mismos— que como la familia, la profesión o los negocios nos fondean o nos radican —ambas expresiones hablan de aferrarse a la tierra— en un sitio determinado. Mal que bien nosotros habíamos conseguido vencer los innumerables obstáculos que intentaron oponerse a nuestra partida y luego de un variado viaje en tres aviones distintos — uno de ellos un DC4 que hacía una de sus ultimas travesías— nos posamos en Nueva York y fuimos a dar con nuestros huesos y valijas —salvo naturalmente Choclo, que para entonces había perdido en Miami la mitad de su equipaje, la que casualmente contenía su ropa de navegación— a City Island, adonde nos esperaba una sucursal de Buenos Aires con forma de barco —el Santa Rosa— y cuatro habitantes que nos habían precedido: Carlos, Tito, Rodolfo y Manolo, el marinero. Digo que nos esperaba una sucursal porteña, 10


porque el bochinche que reinaba dentro del barco y aún a su alrededor tenía un sabor netamente nacional. Al Santa Rosa lo estaban dando vuelta como un guante: todo lo de adentro estaba afuera y viceversa, a pesar de los incesantes esfuerzos de organización de Carlos, el trabajo personal de Tito y la actividad incesante de Rodolfo. Pero como, al revés o al derecho, tenía que ser nuestra casa y —en la mayor medida posible— nuestra comida, León Choclo y yo —los recién llegados— acudimos con nuestros petate para aumentar el desorden general, so pretexto de ayudar a arreglarlo. Mas el asunto, por el momento, no tenía remedio. Al Santa Rosa le estaban instalando un nuevo motor —un diesel que hasta bomba autocebante de achique tenía—. se le acababa de colocar el palo, trabajosamente desembalado de su estuche de papel, que se había pegado al barniz al cruzar las zonas cálidas, por Tito, a fuerza de uñas, agua y maldiciones; se le estaba reformando la instalación eléctrica, tarea a cargo de Rodolfo y adicionando un el arranque del Diesel —las que ocuparon el abundante equipo de baterías para garantizar cuarenta por ciento de los roperos y huecos disponibles para almacenar cosas indispensables como cerveza en lata, por ejemplo—; se completaban algunos trabajos de carpintería, otros de herrería —pulpito de popa, chubasquera y burro— se cambiaba jarcia oxidable por inoxidable, con sus secuencias de trulocks y medidas exactas; mientras que, para aprovechar el tiempo, se habían encargado a Hard un juego completo de velas y a Ulmer un cuchillo. Me dejo en el tintero el barniz, del que se encargaba Manolo en sus ratos de ocio —cualquier minuto disponible— y con el que enchastraba furiosamente cuanta madera quedaba a la vista. Exigencias de la compañía aérea más barata que conseguimos para llegar allí habían dividido la tripulación en tres grupos, con fechas espaciadas más o menos de una semana en el traslado de cada tanda. La nuestra, que era la segunda, encontró a la primera ya agotada y de bastante mal humor. La tercera nos hallaría a todos histéricos. Pero vayamos por partes. El astillero donde amarrábamos tenía, entre otras complicadas instalaciones, un ascensor para barcos y una endemoniada red de altoparlantes que aturdían con llamados al personal o a los propietarios de barcos, el día entero. A poco de nuestro arribo, el Santa Rosa fué izado a tierra con la facilidad con que se levanta un coche para ser engrasado. Fué cuestión de entrar en la plataforma y decir: —"Al primer piso por favor". Luego, un sistema de rieles y anguileras rodantes nos depositó en el desvío que nos había correspondido, con una exactitud ferroviaria, en la que casi extrañamos las señales y el pito de la previsible pero inexistente locomotora.

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Esta salida a tierra constituía un extra inesperado: el astillero la había decidido para organizar las tomas de agua del motor. Coincidió además, con un fin de semana largo, es decir con una fiesta un sábado y un domingo. Tito se restregó las manos, nos miró con sorna y lanzó su malita idea: había que aprovechar para darle una lijada al fondo y una nueva mano de cobre. Para mi gusto personal —no soy demasiado exigente— el fondo no podía estar mejor; pero para el prolijo Tito, aquello se podía mejorar. Choclo y yo ardíamos en deseos de conocer Nueva York, mas durante las doce horas siguientes no nos quedó otro medio de ver uno de los países más grande del globo, que observar de muy cerca el microcosmos de grava, barro y rieles circunscripto por la sombra de la panza del barco. Eso sí, llegamos a compenetrarnos perfectamente de esos cincuenta metros cuadrados de Norteamérica y casi terminamos mimetizados del todo con el paisaje, pues nuestra espalda y las asentaderas estaban grises de polvo y el resto rojo de rezago de cobre. Si cuando comenzamos el trabajo yo era Hormiga Negra, terminé Hormiga Colorada; mas colorada o negra tuve que trabajar como una cigarra (?). Tito se refocilaba; habíase revelado como un infernal cómitre que predicaba con el ejemplo, no deteniéndose ni a pitar un cigarrillo, que allí eran Chesterfield. Bastante tardé en acostumbrarme a ver que hasta los basureros fumaban americanos, aunque esto parezca una estupidez. A la noche, estábamos agotados; pero antes que tuviéramos tiempo para pensar en descansar, apareció Tomasi. Tomasi era un amigo del capitán que sabía de nuestra existencia y venía a rescatarnos para mostrarnos Nueva York de noche. El vivía allí, so protexto de unos vagos estudios de organización de negocios, aunque nos pareció más bien que lo que estaba aprendiendo era a organizarse para vivir en Nueva York sin mayores problemas. Las perspectiva de salir de la zona de influencia del barco, aunque fuera por unas horas nos mitigo el agotamiento y nos impulsó a darnos una ducha en el baño del astillero y a vestirnos de gente para pasearnos por las calles más famosas del mundo. He dicho vestirnos, operación por lo común muy sencilla, pero que en el Santa Rosa no lo era tanto; generalmente, sobre todo durante la primera época que vivimos a bordo, cada uno tenía desparramada sus pertenencias en cuanto rincón quedaba apto para meter algo adentro; una parte aún quedaba en las valijas, que para liberar la camareta, se amontonaban en la cabina de proa hacia y desde donde se armaba un tránsito continuo y cruzado en procura de diversas prendas que terminaba en congestiones de puertas, maletas y cuerpos humanos sin solución aparente Entonces, alguno decidía esperar para dejar sitio; luego, cuando todos menos él estaban listos para partir, se convertía en el rezagado a quien todos urgían, a lo que respondía el interpelado en forma airada, enviándolos al demonio y prometiendo que aunque tuviera que caminar sobre las costillas de sus vecinos, la próxima vez se vestiría primero; en este discurso se invertía más tiempo que el que precisaba para terminar su atuendo, por lo cual era intimado nuevamente, lo que motivaba una nueva edición de reclamos del demandado, y así sucesivamente. Una hora más tarde de lo pensado, pues, estábamos listos, Tomasi arreó el rebaño hacia la parada de ómnibus, el que nos condujo a la estación del subterráneo de Pelham Bay Park, que en realidad está en un segundo piso porque allí es elevado —también podría llamarse supraterráneo—. Cada vagón tiene un altoparlante que gruñe el nombre de la próxima estación, sin que ninguno de los presentes pudiera jamás llegar a entender una sílaba de lo que decían, ni siquiera sabiendo el nombre de la parada siguiente Tomasi, por cierto, tampoco lo comprendía, pero se conocía el recorrido como un experto y se divirtió haciéndonos bajar en una estación para pasar al rápido que, en la misma dirección, pasaba por el andén opuesto; 12


obligándonos a recorrer una sarta de corredores y escaleras, para zambullirnos en otro ramal, del que descendimos para tomar un tercero, previa caminata por largas catacumbas bajo la ciudad. Así viajamos alrededor de treinta millas a pie y en subte. Si a eso le llamaba mostrarnos Nueva York. Resumiendo lo cosechado durante el día, habíamos conocido cincuenta metros de suelo — debajo del barco— y treinta millas de túneles —debajo de Nueva York—: bonito balance para un minero o una lombriz.

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El auto de Lothar Al cabo del inacabable camino de topos que habíamos seguido, brotamos por fin a la superficie, pálidos, ojerosos y completamente perdidos. Una última escalera nos había vomitado en medio de Greenwich Village, que era precisamente el lugar menos indicado para dar al turista una noción de Nueva York, pues es una copia traducida al inglés gangoso y moldeada al gusto particular del norteamericano, promedio del barrio latino de París, por lo tanto lo menos típico de la ciudad, si por típico se entiende vernáculo, y no espectáculo. Porque en este sentido, el lugarejo tenía cierta personalidad: a fuerza de querer ser lo que no era, conseguía ser algo especial. Por ejemplo, los y las bohemias que por allí se encontraban conseguían tener cierto aire de sucios, aunque en realidad estaban tan perfectamente limpios, asépticos, y equilibradamente alimentados como los demás habitantes del país. Al transeúnte avispado de cualquier ciudad del mundo le debe costar poco trabajo reconocer la tripulación de un barco, cuando ésta se pasea en grupo. El aire especial de borregos fuera de su potrero, el aspecto bobalicón y asombrado de sus componentes y la elástica pero indestructible cohesión del grupo, cuyos elementos se separan, se acercan, se alejan o se juntan como si estuvieran unidos por invisibles tiras de goma o como si formaran parte de un gran molusco indefinidamente deformable, otorgan este carácter propio que aparece tanto en Colonia como en Cape Town. Nosotros no constituíamos ninguna excepción y nuestros desplazamientos eran lentos y complicados: las vidrieras y escaparates ejercían atracciones distintas a cada uno de los miembros del grupo y mientras algunos se quedaban admirando una de prendas masculinas otros se paraban en las que mostraban herramientas, juguetes o artefactos ópticos. Lentamente, pues, pasamos por Washington Square, donde existe un redondel de escalones, con vagas reminiscencias de teatro griego, en el que una respetable cantidad de parejas hacen cosas poco respetables a la vista y consideración del público, que si fuera criollo llegaría en algunos casos al sincero aplauso, pero como es sajón, pasa de largo.

De allí nos dirigimos a Broadway, adonde llegamos ya en el colmo del agotamiento. Tito, el incansable, siempre nos llevaba una cuadra de ventaja, pero el resto ya no resistíamos ese tren de marcha. Con las mentes nubladas por el sueño echamos una ojeada a los cines y a los letreros luminosos gigantescos, con cascadas, con caras que echan humo, con los más variados y maravillosamente cursis juegos de luces, con indicadores de temperatura con noticiarios. 14


Y en uno de ellos algo que nos despabiló un poco: vivoreando sobre la superficie de lamparitas apareció una noticia que fue la única escrita que tuvimos de nuestros lares: “Perón no podrá volver a la Argentina, porque está procesado por perversión de menores”. Teníamos que haber recorrido siete mil millas en avión y treinta en subterráneo para leer unas pocas palabras que tuvieron la virtud de recordarnos que lo más famoso que ha tenido nuestro país, visto desde el exterior, es el episodio más desastroso de su historia. —“Oh, you are argéntins... What about Perón? Con los ánimos enfriados y un rudo ataque de sueño, volvimos al barco, donde dormimos reodeados de un delicioso olor a cobre y lija mojada. A la mañana siguiente, contagiada por la euforia de Tito, la tripulación enchastró el fondo con una mano de cobre, que en realidad fueron las dos, el pelo, la nariz y alguna oreja. Los diversos y personales estilos de los artistas que intervinieron en la obra, quedaron perfectamente visibles y diferenciados: esta zona la pintó el impetuoso, aquélla, el paciente; por aquí anduvo el económico, por allí el dilapidador. Lo que faltaba en casi todas era la del buen pintor de barcos, salvo donde, harto de ver nuestros desaguisados, Manolo había intervenido con su buen oficio. No seríamos expertos en fondos, pero el ambiente que conseguimos crear alrededor del Santa Rosa, con su desorden, su desparramo y su acompañamiento sonoro de criollísimos improperios y denuestos, resultaba sumamente divertido a los norteamericanos y notablemente hogareño a los argentinos que nos visitaban, sobre todo si eran o habían sido navegantes. Porque el Santa Rosa se había convertido de repente en la representación diplomática más sucia y desastrada del mundo, aunque la más simpática para los compatriotas abrumados por la limpieza y el orden de estos lares, en donde hacia cualquier lado que se mire se encuentran letreros amenazantes: “Littering | 25 fine”.

Se entiende por “littering —arrojar basura— el mero hecho de dejar caer la etiqueta vacía de un paquete de cigarrillos. Veinticinco dólares de multa constituían un estímulo para nuestra memoria más que suficiente para que evitáramos tirar basuritas por allí; hasta en el agua rige la ley: no se puede tirar por la borda más que objetos que no floten y ello, naturalmente, subordinado al tamaño del objeto, porque si uno fondea un automóvil, por ejemplo, se lo sacan con una grúa y le cobran el guinchaje más los veinticinco dólares. Y al decir un automóvil, conste que quise decir un automóvil, porque el problema más serio a ese respecto no es comprarlo, sino deshacerse de él, y no ha faltado quien ha recurrido al 15


expediente de arrojarlo al río Hudson, con el triste resultado de verlo de vuelta en su casa y haber tenido que desprenderse de un suculento fajo de billetes. Entre los visitantes habituales al Santa Rosa y sus alrededores, se contaba un viejo amigo del Río de la Plata, ex propietario de un 5 metros, que aquí respondía al nombre de Gus, cuando toda la vida lo habíamos conocido como Lothar —parece que cuando se mudó a EE. UU., a los americanos les fue más fácil pronunciar el primer nombre que el segundo y allí quedó la cosa—; Lothar o Gus, andaba preocupado: se le había presentado la oportunidad de comprar un Volkswagen nuevo y tenía que desprenderse previamente de su “viejo” Studebaker 1951; después de numerosas tentativas, había conseguido convencer a un reducidor para que se lo comprara en la bonita suma de quince dólares, Sí, como lo oyen, quince dólares. Cuando reaccionamos a la postración que nos produjo enterarnos que a un vehículo aproximadamente valuado en nuestro país en ciento cincuenta mil pesos m/n. c/1. m/s. (malditos sean), sólo se le podía sacar esa magra cantidad de divisas, y las gracias, porque era prácticamente un favor el que le hacía el propietario de la “ hacharita” al cargar con el trasto, soportamos el resto de la historia: a ese tipo de auto se le extrae lo que le quede a mano y no insuma muchos jornales; luego se le rocía con nafta y se le prende fuego y a los restos se los prensa hasta dejarlos del tamaño de un cajón de fruta y se lo vende como chatarra. Esta triste reducción ni siquiera tiene las nobles características del fino trabajo de los jíbaros, quienes hacen algo parecido con las cabezas humanas, pero conservando cuidadosamente sus rasgos y apariencia general. Desde que empezamos a vivir en moneda fuerte, o sea desde que tuvimos que empezar a alimentarnos y pagar nuestros gastos particulares, impusimos un pequeño cambio al nombre de los billetes: para nosotros no eran dólares sino dolores; de este modo hacíamos las cuentas en dolores y fracciones y la conversación resultaba mucho más realista. Pero a partir del episodio que cuento, una nueva concepción financiera reemplazó a los dolores. Ahora calculábamos cualquier compra en “autos de Lothar”. Así, cuando quisimos adquirir un par de motones con automáticos acoplados y nos pidieron U$S 75.— por cada uno, traducimos inmediatamente: cuestan cinco autos de Lothar por unidad. En otra ocasión hallamos una repisa para prismáticos que costaba exactamente un auto de Lothar. Y poco a poco acabamos por aceptar que una repisa valiera lo mismo que un auto o que se podía elegir entre un motón y cinco autos.

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EN BUSCA DE DAGWOOD Por la tarde estábamos tan cansados y eran tantas las cosas que se debían hacer, que Choclo y yo decidimos no hacer ninguna y huímos subrepticiamente a “down town” — abreviatura de “down to town”, bajar hacia el centro o la ciudad—; en esto de bajar, los norteamericanos se toman el mapa al pie de la letra y cuando van a Sudamérica, dicen que van “down south”, bajando hacia el sur conforme lo indica la costumbre de dibujar mapas con el norte arriba. Nuestra primera etapa, para no extrañar demasiado la pintura, que la teníamos hasta en el paladar, fue el Museo de Arte Moderno. Allí encontramos una muestra de Juan Gris y nos sorprendió la maravillosa gama de tonos cobrizos con que este pintor enriquecía su paleta, hasta que empezamos a darnos cuenta que el cobre no lo tenía Juan Gris, sino nosotros en nuestros ojos a fuerza de pintar fondo. Los museos y yo sostenemos una vieja batalla, en la que mi tozudez es mi único sostén, pues se ha llegado a comprobar que cada vez que quiero visitar uno, está cerrado, o acaba de cerrar, aunque tenga que modificar su horario habitual; en esta ocasión me sorprendió hallar abierto el que deseaba ver, mas mi alegría no duró mucho: pronto me enteré que un incendio ocurrido un par de meses antes y la subsiguiente y devastadora acción de los bomberos, mantenía clausurada todas las plantas altas, que como es lógico, eran las más importantes. No obstante quedaba una zona muy interesante para visitar, no sólo por lo allí expuesto, sino por el ambiente, la atmósfera especial que tiene. Me refiero al patio y a la exhibición permanente de esculturas. Manhattan es muy desparejo y al lado de edificios enormes hay casas de pocos pisos, viejas, rojas y erizadas de escaleras de incendio en sus fachadas. El patio del Museo de Arte Moderno está rodeado de medianeras y delimitado por la casa del museo y una cerca de mampostería calada con dos ventanas cubiertas con un enjaretado de madera que daba a la calle de atrás.

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En ese lugar relativamente pequeño, se ha conseguido un extraño clima de tranquilidad, quizá comunicado por la rigidez de la estatuaria, quizá ayudado por el quieto espejo de agua, su puentecillo y sus abedules. El neoyorkino apurado va allí y se siente como en misa: quieto, callado. Mira, o no, la escultura que tiene enfrente; no importa; lo esencial es que se lo ve imbuido en la serenidad del ambiente y olvida su apuro. A nosotros nos pasó lo mismo. Visitar museos es, una obligación implícita en los viajes; hay que ver éste o aquél lo más rápido posible para alcanzar el siguiente. Pero cuando se entra en ese patio se siente el influjo, como si del centro neurálgico de Buenos Aires a la hora de los Bancos, nos trasplantaran de pronto a una antigua casona mendocina, donde el apuro es a la vez ridículo y descortés. Lo curioso es que allí se conseguía el mismo efecto de vieja casa provinciana, con elementos refinadamente modernos, contemporáneos: la arquitectura de Stone y la escultura de Butler, Henry Moore y Matisse. Ese día cosechamos otra impresión desusada de Nueva York: Wall Street sin un alma viviente. Pero sin un alma en serio, pues en nuestro prolijo recorrido sólo nos encontramos con dos parejas de turistas y un equipo que arreglaba la cañería de gas. El motivo era que se trataba de un sábado a la tarde y que en esa zona nadie vive ni se divierte: sólo se comercia. Habíamos comenzado por Battery Park, en la misma punta de Manhattan, un delicioso rincón verde que mira al mar —allí el Hudson ya no es río— y a cuya espalda empieza la edificación arracimada y abrumadora, propia del gigantismo que se padeció a principios de siglo en el que los bancos debían parecer capitolios o se fundían. Dado el antiguo trazado de esa parte de la ciudad, la más antigua de Nueva Amsterdam, las calles conservan su nomenclatura original: calle del frente; del agua; del puente; de piedra; de la muralla; del pino; del canal. Caminamos por todas ellas, no exactamente porque nos interesara su inspección particular, sino porque buscábamos algo. Soy más bien haragán para pensar y como andaba en compañía de Choclo, me dejaba conducir mansamente, por pura comodidad, sin tomarme el trabajo de colaborar. Realmente debería haber aprendido a no fiarme enteramente de estos compañeros con sentido de paloma mensajera, desde que Tito, en Río de Janeiro nos extravió unas cuantas veces y otras tantas nos hizo esperar tranvías en sitios donde no pasaban; pero lo cierto es que por mi pereza innata, siempre caigo en las garras de algún astuto guía, esperando hallar cada vez al perfecto navegador terrestre para adscribirme a él y pasear sin preocupaciones. Después de recorrer de lado a lado la punta de la isla —que cada cuadra se ensanchaba más— y no encontrar lo que buscábamos, empecé a ponerme de mal humor y a dudar de la capacidad de mi lazarillo. Muy pronto estaba furioso, terriblemente cansado y convencido que el objeto de nuestros afanes era suficientemente grande como para verse desde lejos y lo suficientemente inmovible como para no haberse mudado. Porque lo que no conseguíamos encontrar era el edificio de las Naciones Unidas, que por cierto nunca estuvo en esa comarca, sino a diez millas de allí, a cuatro cuadras del Grand Central, estación en que habíamos cambiado de subterráneo para ir a buscarla en el sitio absurdo que explorábamos ahora. Menos mal que Choclo no era el navegador del Santa Rosa, porque si no encontraba un bloque de ese porte en Nueva York, maldito sería capaz de hallar Bermudas en el Atlántico.

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La excursión, sin embargo, dejando de lado el dolor de pies, resultó pintoresca. Entre los zig-zags que recorrimos huroneando el distrito financiero, aparecimos en Wall Street por la punta Este y vislumbramos allá en el fondo, donde topa la calle, abrumada por su angostura y la compasidad de los edificios, la negra aguja del Trinity Church. Mientras nos fuecábamos a la pequeña iglesia que iba apareciendo enmarcada en la V con que la perspectiva parecía señalarla, nuestro taconeo era lo único que se oía en ese desierto que pocas horas antes era un hormiguero humano, hormiguero que vuelca su contenido durante la semana por esas calles angostas que parecen excavadas entre las masas arquitectónicas de estilo descomunal, ricas en mármoles, ricas en gigantescas columnas, ricas en maciza manipostería, ricas en dólares y pobres en humanidad. Su concepción antes que arquitectónica, fue financiera y para inspirar confianza y seriedad todo debió ser grande, gordo, apabullante, pesado y fastuosamente caro. Al lado de esta virulencia de mazacotes se yergue con serena nobleza la iglesita de piedra negra y su aguja, que apenas llega a los talones de los gigantes vecinos. La rodea una verja y un jardín simpatiquísimo, en el que descubrimos con sorpresa las lápidas de unas tumbas antiguas : es un cementerio, probablemente el más urbano del mundo, porque Wall Street no es sólo una calle, sino un símbolo del poder financiero. Ese cementerio a la vera misma del centro comercial del capitalismo debería recordar a los banqueros lo mortales que son, aunque desgraciadamente sólo sirve para que las palomas y las viudas descendientes de la Revolución dejen allí sus recuerdos. El ambiente creado alrededor y debajo del Santa Rosa se hizo más notorio el domingo. Lo que hubo de ser una mañana de trabajo se convirtió pronto en un desfile de compatriotas que venían a charlar un rato, como solemos hacer aquí cuando un conocido tiene su barco en el astillero. A la tarde Tito, el incansable, y Carlos, el indiscutido Primer Oficial descubrieron que por falta de materiales y por exceso de visitas era imposible continuar y acabaron por dar asueto a la tripulación. Antes que terminaran de anunciarlo, ya estábamos cambiados y con rumbos distintos. Choclo y yo pedimos a Lothar que nos llevara a conocer un americano típico en su propio jugo, es decir en su casa el domingo a la tarde. Queríamos comprobar si los chistes sobre Dagwood, cortando el pasto de mala gana, por ejemplo eran verídicos. Con este destino, pues, partimos en el U$S 15 de Lothar hacia las afueras de Nueva York. Nadie nos había contado nunca que tan cerca de la ciudad existe un panorama estupendo: hay allí mar, costa rocosa, terreno quebrado, ensenadas, bahías y puertos naturales, lagos, bosques y hasta pequeños cerros. Ninguno de estos elementos ha sido mayormente deformado; la costa, en gran parte, es pública y accesible; un verdadero culto al árbol ha conservado los bosques con sus características naturales, aunque sembrados de césped y cuidados el extremo de no encontrar ni un papel en el suelo. Una red de caminos excelentes teje combinaciones entre zonas pobladas y barrios parque, en los que las casas se han construido en abras y cuyos jardines sin cercos ni vallas, se suman al del vecino. Bocas de incendio amarillas cada pocos cientos de metros dan un toque de organización en ese 19


campo poblado. Allí parece haberse conseguido llevar a la realidad la conocida pregunta que porqué si las ciudades son malsanas, no se las edifica en el campo. Las casas, en su mayoría son viejas y de estilo que podríamos definir como “House & Garden”; quedan, sin embargo, unos pocos ejemplares de casonas, de esas que precisan unos cuantos sirvientes para tenerlas limpias y presentables y que han sobrevivido como especie a la extinguida del servicio doméstico, el que si bien es cierto que ha sido reemplazado por máquinas, éstas conservan la mala costumbre de tener que ser manipuleadas por alguien, lo que induce a definir el sistema actual como una manera cara y mecánica de servirse a sí mismo. Pero este tipo de vida ha conseguido algo, no obstante: la independencia de la mujer (con la consiguiente dependencia del matrimonio y especialmente del marido). Alejándose un poco hacia el norte, los barrios se espacian y aparecen construcciones más modernas. En uno de estos barrios vivía el amigo de Lothar, que resultó ser un canadiense, en cuyo jardín no había pasto y un personaje fuera de lo común por añadidura: era pintor, ganaba espléndidamente su vida con trabajos publicitarios y se deleitaba con conciertos de su aparato estereofónico mientras se tumbaba en la terraza con un trago en la mano. Optamos por aceptar el trago, tumbarnos en la terraza y conversar de arte mientras nos prometíamos que en algún futuro viaje buscaríamos a Dagwood por nuestros propios medios.

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LA LISTA Cuando amanecimos, el lunes, se reanudó la rutina de trabajo tendiente a pertrechar el barco. En realidad, el proceso de un día laborable comenzaba la noche anterior. El Santa Rosa tiene una cama grande en proa, dos en la cabina y otras dos extensibles, que forman los asientos de la mesa y la cucheta del navegador a popa. Los que habían arribado primero se habían distribuido entre la de proa y las dos de la camareta. Al llegar nosotros, como el Navegador tenía la suya destinada especialmente —con mesa de navegación adosada, para que no perdiera tiempo en traslados— a Choclo y a mí no nos quedó otro remedio que aceptar las dos cuchetas extensibles. Para poder utilizarlas era menester plegar las alas de la mesa, extraer la parte escondida de la cama y por lo tanto, cortar el paso de proa a popa. Cuando se acercaban los postres, a la hora de la cena, el tema preferido de todos, menos naturalmente de Choclo y mío, era la lista de elementos necesarios. En un cuaderno bastante gordo se anotaba cuidadosamente los objetos imprescindibles que era necesario adquirir el día siguiente para que no se interrumpiera la labor, para lo cual se expurgaba previamente la confeccionada la noche antes con las adquisiciones de la jornada. Pero siempre ocurría el curioso fenómeno que no se había comprado exactamente todo lo anotado, sino sólo una parte; y en cambio se había enriquecido con algunos elementos con que se había tropezado y prometían ser útiles, aunque no estuvieran en la lista. Con lo restante de la anterior, pues, y lo que se había convertido en urgente ese día se confeccionaba una nueva lista, por cierto más gorda que su predecesora. Y como tampoco se llegaba a completar las compras consignadas en ella, mientras seguían apareciendo los hallazgos de paso, lo que en un principio fueron cinco o seis cosas esenciales, ahora se había convertido en una progresión kafkiana que llenaba páginas y páginas del cuaderno. Existía, además de la lista madre, la variante de las listitas personales, que alimentaba el crecimiento canceroso de aquélla y mejoraban la imaginación adquisitiva ayudando a recordar las necesidades especiales de cada componente de la tripulación. Estas anotaciones personales, que raramente coincidían con la lista original, reflejaban las inquietudes y responsabilidades de cada uno de nosotros. Así, la del Navegador rebosaba de cartas, almanaques náuticos, tablas y demás enseres propios de su oficio; la del First Mate, decididamente la más impresionante, incluía los elementos grandes y caros: velas, motores, baterías, dínamos, radios, goniómetros e instalaciones variadas; la de Tito, el infinito elevado a infinito, estaba preñada de tensores, motones, cables, herrajes, trulokcs, escotas, grilletes, ganchos automáticos y demás ejemplos de la complejidad mecánica de la maniobra; la de Rodolfo rebosaba de herramientas y cuestiones relacionadas con la electricidad; la mía se abultaba con comida fresca, panes, galletas, latas y botellas ; y la de Choclo estaba llena de edificios interesantes y señoritas mucho más interesantes. Esa gigantesca labor liliputiense de corregir y aumentar la gran lista, subrayada con interminables discusiones sobre el tipo y la calidad de cada tornillo —no hay nada peor que tener mucho donde elegir— mediante un generoso despliegue de catálogos y cuentas, comenzaba, como digo, a los postres y seguía durante la sobremesa; y nunca supe cómo acababa porque las dos víctimas directas de las deliberaciones, los pobre ocupantes de las cuchetas extensibles en las que apoyaban sus cuerpos gentiles los elucubradores de la lista, indefectiblemente nos dormíamos sentados antes que terminara. Luego, embrutecidos por el sueño, estirábamos nuestras camas, hacíamos un simulacro de tenderlas y retomábamos el hilo de nuestro sopor, en tanto que, a oscuras, seguía el diálogo sobre algún punto dudoso de la lista entre los infatigables, de cucheta a cucheta.

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Para cuando nos despertábamos, Tito y Manolo ya estaban de regreso de una primera vuelta adquisitiva por el pueblo de City Island y mientras Manolo preparaba el desayuno recién comprado, Tito comenzaba a trabajar. Se lo oía trajinar sobre cubierta y cuando las vituallas estaban prontas y nosotros comenzábamos a despabilarnos, se le avisaba que bajara; pero para cuando se decidía hacerlo, ya quedaba poco y lo que estuvo caliente estaba tibio. Nos dirigía entonces una mirada dura, llena de indignación por habernos despertado tarde y por habernos comido lo mejor, se quedaba callado y trasegaba en silencio. A los pocos momentos estaba de nuevo trabajando, en tanto que nosotros comenzábamos a pensar que ya era tiempo de seguirle los pasos, aunque sin demasiado apuro ni entusiasmo. De pronto nos sorprendía la avalancha: por la escotilla iban apareciendo Mike y Joe, los carpinteros, Dick, el mecánico, Leo, el capataz y Tom, el electricista. Nos espetaban un jovial buenos días y como primera medida retiraban la escalera y bloqueaban la entrada, unos de cabeza en el motor, otros sobre la mesa del Navegador y el funesto tablero eléctrico del barco. Venían provistos de un formidable equipo de herramientas mecánicas y motorizadas, copaban el cable que nos abastecía de corriente eléctrica y llenaban todo de ruidos y actividad. Si se tiene en cuenta que la cabina tiene aproximadamente dos metros por tres y que nosotros éramos siete, el refuerzo de cinco almas activas al número de habitantes en ese menguado espacio empeorado por el forzoso desorden a que obligaba la desocupación de roperos y estanterías para permitir el paso de un cable o la instalación de una repisa, convertía instantáneamente la cámara del Santa Rosa en el lugar de mayor densidad de población de todo Estados Unidos. A causa de ello los tripulantes nos veíamos desplazados hacia el exterior a través del tambucho de proa, que como es muy pequeño, hacía parecer nuestra salida a la pasta brotando de un tubo de dentífrico pisado por un camión. De este modo no nos quedaba más remedio que ponernos a hacer algo útil sobre cubierta, lo que no siempre era fácil. El que resolvía el problema con gran tacto y eficiencia era el First Mate. Ignoro qué tratos secretos tenía con el personal de la oficina del astillero, lo cierto era que ni bien su harto despejada testa brillaba al sol matutino, un altoparlante estratégicamente colocado en las cercanías del barco avisaba con voz musical: —Mister Charles, from the Santarosa (porque no decían Santa Rrrosa, sino que la r se deslizaba suavemente sin dejar vibrar la lengua): telephone… Al oir esta última palabrita mágica, Carlos ponía cara de preocupado y con aire de estar llenando una función importantísima se encaminaba hacia las oficinas, de donde resurgía diez minutos antes del almuerzo, siempre con aspecto de estar agobiado por problemas 22


capitales y con la frente fruncida por el peso de las graves responsabilidades. Generalmente conseguía mantener ese halo de intriga con algún dato explicado a medias, por ejemplo: —Che, qué macana; no se consigue el generador de seis voltios… Voy a tener que ir al centro a ver si encuentro alguno. Con lo cual no sólo justificaba su mañana, sino que preparaba su programa para la tarde. En el ínterin Tito había seguido trabajando, Rodolfo se había sentido mal un rato —producto de la cerveza y el chocolate ingeridos el día anterior, combinación contraindicada para pequeños ingenieros, por lo visto— y luego se había abocado a arreglar la luz del compás, León se había afeitado prolijamente y leía el derrotero, Choclo había actuado de lenguaraz, traduciendo la jerga técnica de los mecánicos, reemplazando con gestos y descripciones manuales lo que no encontraba el modo de expresar rápidamente en castellano y yo, con la eficiencia que me caracteriza para los trabajos manuales, había conseguido arruinar una parte del trabajo de Tito del día anterior y había provocado un nuevo cortocircuito que entretendría a Rodolfo por un rato, mitad del cual lo usaría para aullarme improperios y el resto en la reparación del desaguisado. Pero lo importante es que Carlos iba al centro. Hasta Tito detenía sus ímpetus laboriosos para colaborar en la tarea previa a todo viaje a “down town”: la revisación, compulsa y corrección de la lista. Para ese entonces todo lo dicho, discutido y escrito la noche precedente se había desactualizado y era menester una nueva consulta a los catálogos y las listas personales. A la hora de la partida del First Mate, un fajo de papeles abarrotados de encargos llenaba los bolsillos de su saco y una rica secuencia de variaciones sobre cada uno de los ítems anotados preocupaba su recargada mente. La labor de la tarde comenzaba con la nueva invasión de Mike, Joe, Dick, Leo y Tom, el retiro ritual de la escalera y la reanudación de la actividad electrizante de Tito y electrificadora de Rodolfo. Manolo tampoco perdía tiempo y si no andaba barnizando, estaba haciendo gazas o terminales o lidiando con la cocina, que tenía la cansadora manía de empacarse cada vez que se deseaba usar. El trabajo, aunque sea realizado por los demás, siempre me ha cansado mucho. Por eso, al llegar la noche yo conseguía estar tan agotado como Tito o como el First Mate, quien había regresado cargando paquetes y cajas pesadísimas de elementos de los que, por cierto, sólo algunos de ellos llenaban los requisitos pedidos en la lista, por lo cual se hacía imprescindible una nueva edición corregida y aumentada —sobre todo aumentada— de la discusión previa y de la lista misma, que se organizaba durante la sobremesa y en la que resurgían cuadernos, catálogos, anotaciones y el inaguantable sueño de los habitantes de las cuchetas extensibles.

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LOS ENCARGOS Si no hubiéramos estado en Nueva York, maldita la gracia que nos hubiera hecho que nos mandaran a comprar algo desde el Tigre hasta la Boca, dado que esa era la distancia, más o menos, que debíamos cubrir para tales menesteres.

Los negocios de artículos náuticos se concentran en la mismísima punta de Manhattan, a más de veinte millas de nuestro fondeadero; la ropa buena se encuentra en Mid Town, o sea a medio camino y algunos elementos aislados se repartían en barrios apartados de las líneas de subterráneo con que habíamos aprendido a manejarnos. De este modo, antes de cada expedición adquisitiva consultábamos el plano de la ciudad e iniciábamos el recorrido, por ejemplo, por Down Town. Daba la casualidad que lo que allí buscábamos era el material de mayor volumen y a la par, de mayor peso. Cargados como mulos nos arrastrá ráem bajo el sol, el calor y el tufo de la ciudad, de un sitio a otro de la zona elegida, hasta haber agotado las posibilidades de la lista en ese punto. Con los bultos y algunas direcciones en los bolsillos donde podríamos dar con lo que no habíamos hallado, nos zambullíamos en el subterráneo hacia otra parte de la ciudad. Cuando a las cansadas nos enfrentá ráem con el buscado vendedor cuyos datos nos había dado el que no tenía el artículo preciso que deseábamos, éste lamentaba carecer de él y nos enviaba a un tercer negocio, anotándonos gentilmente la dirección en un papel. Buscando en el mapa nos dábamos cuenta que el nuevo destino estaba exactamente a media cuadra de donde habíamos estado antes, en Down Town. Entonces claudicábamos. Nos íbamos a Grand Central, metíamos una moneda en un ropero automático, nos deshacíamos del quintal de paquetes y, aliviados repentinamente de la penosa carga soportada durante tantas horas, encontrábamos suficientes fuerzas para descifrar el siguiente enigma: la situación exacta de la casa de descuento en donde nos habían informado que había buenas camisas de dacron. Porque, aunque parezca extraño, la maravillosa y eficiente organización del gran país del Norte ha fallado de plano en un punto capital : la numeración de las casas en las calles. En realidad el sistema parece creado a propósito por algunos confabulados para despistar al 24


viajero, pues los números no guardan ninguna relación con las cuadras ni con la cantidad de puertas o edificios que haya en cada una, sino que se guía por sibilinas leyes de costumbre. Si a uno le han dado una dirección en la que figura una calle o avenida y las dos que limitan la cuadra, es posible encontrarla con ayuda del mapa. Pero si, por ventura, sólo tenemos la calle y el número, el asunto se vuelve más dificultoso. Hay un método para resolver el enigma que consiste en eliminar la última cifra de la dirección dada, dividir el guarismo resultante por dos y aplicarle al monto hallado la siguiente clave: si se trata de Broadway, restarle 31; si es 6th Avenue, restarle 12; si es Park Avenue, sumarle 34; a la 7th Avenue, sumarle 12 y a la 5th Avenue, del 1 al 400 añadirle 15 y del 601 al 775, sumarle 20 Cumplida esta sencilla operación, se obtiene un nuevo número que no significa ni sirve para nada o que, en el mejor de los casos, da por resultado números negativos. De modo que si se quiere encontrar una dirección dada en esa forma en Nueva York, lo mejor que puede hacerse es muñirse de unos fuertes zapatos —las veredas son extremadamente rugosas—, una buena dosis de paciencia y ánimo, algún poco de cualquier estimulante y comenzar a explorar pacientemente. O, si es muy rico, tomar un taxi. Aparte de esto, el resto está muy bien ordenado; en Manhattan las que cruzan la península, son calles y las que la recorren a lo largo, son avenidas. Las calles están divididas en dos zonas: este y oeste, y —ahora sí— numeradas prolijamente de sur a norte; las pocas que conservan nombres propios, son las del antiguo New Amsterdam. Las avenidas tienen nombre y número; el uso ha recordado de algunas, el primero, de otras el segundo. Esta disposición da por resultado que las cuadras de calle a calle sean normales y las de avenida a avenida muchísimo más largas —diría tres veces las primeras— diferencia que debe tenerse bien en cuenta al planear un raid adquisitivo. Excepto cuando se inmiscuye Broadway, que es una diagonal. Pero mejor no nos metamos con ella. Amén de conseguir lo que precisaba el barco y lo que queríamos nosotros para uso personal, quedaban los famosos encargos. Todo el que consigue realizar un viaje tiene que soportar de sus allegados una suerte de compensación por quedarse, consistente en comprarle una cosita para traerle, unas veces de motu propio, las más por encargo directo y simple. Cuando se recibe uno de ellos, parece por demás inofensivo : —Mira, ya que vas a New York ráeme una camisa sport de esas que tienen un bichito bordado en el bolsillo. El encargante, a su vez, se divide en dos tipos principales: el que entrega el dinero y el que lo pagará a la vuelta. De los segundos no nos ocuparemos sencillamente porque no se les trae nada y ya está. Pero a los primeros, con los dólares incomodando en nuestra cartera de viajeros, con un cierto miedo de gastarlo para nosotros y luego tener que reembolsarlo, tratamos de conformarlos. Se empieza por no encontrar camisas de ninguna clase. Al fin se da con una camisería que tiene camisas de sport, pero sin bichito. Se sigue merodeando por la ciudad y de pronto, en una vidriera, está la malhadada. Pero da la casualidad que ya es tarde y han cerrado. En el siguiente paseo perdemos un tiempo precioso acudiendo primero que nada y a costa de desbaratar el itinerario prefijado, adonde vimos la camisa con el bichito, para descubrir que se han terminado, pero que en tal dirección — allá en la otra punta— deben tener. Rehacemos el camino tratando de sobreponernos a los ácidos que carcomen nuestra vieja amistad con el autor del encargo y a las cansadas arribamos al negocio en el que proliferan las camisas de sport con bichitos en 25


el bolsillo. Un vendedor muy solícito se ofrece a ayudarnos e inocentemente pregunta, al mostrarnos un surtido completo de camisas de colores, siempre con bichitos: —What size? Porque no se trata solamente de tamaño: el “size” se refiere a la correspondencia del número de cuello argentino con el norteamericano y, como si esto fuera poco, también a la combinación de medidas, pues el 15/34 tiene un determinado cuello y un largo de mangas que es distinto del 15/46, en el que con el mismo cuello se da otra longitud de mangas. A esa altura del debate nos damos cuenta que no recordamos —o nunca hemos sabido— el número de cuello que usa nuestro amigo en Buenos Aires, así es que huelga la traducción al americano. Y queda la incógnita siguiente: el tipo de camisa y el color, porque de lo único que estamos seguros, es lo del bichito. Hasta que el vendedor inquiere si preferimos que el bichito sea un cocodrilo, una tortuga o un perro. Elegimos al tum tum la roja 16/72 con cocodrilo. Ya nos enteraremos, al regresar, que esa era exactamente la que no quería, porque odia el rojo, le queda apretada de cuello y enorme de mangas y que para completarla, le tiene alergia a los cocodrilos. —¡Pero che! ¿Cómo se te ocurrió que yo me voy a poner una camisa roja y con un cocodrilo bordado por añadidura…? ¿No sabías acaso…? Pero nuestro ex amigo no termina su observación. Todavía se debe andar preguntando qué locura nos habrá impulsado a salir dando un portero y a no volverle a dirigir la palabra.

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LA COMIDA Alimentar diariamente a siete voraces bocas con desayuno, almuerzo y cena, requiere una respetable provisión cotidiana de alimentos, por lo cual decidimos que era mejor comenzar a pertrechar al Santa Rosa con abastecimientos calculados para unos cuantos días, en lugar de buscarlos cada mañana. Asimismo deseábamos probar, mientras se tuviera tiempo de realizar cambios, algunos productos envasados que conocíamos solamente por su publicidad. El aprovisionamiento era una de mis tareas oficiales, pero, en previsión de probables malos entendidos, apelé al lenguaraz para que me ayudara con su pronunciación oxfordiana y sus expresivas manos, con las que conseguía reemplazar la larga serie de palabras que se le escapaban de la mente en el momento que las iba a decir. Por lo menos a Choclo se le escapaban, lo cual indica que alguna vez las tuvo dentro; lo que a mí me sucedía era que nunca las supe y que las pocas que conocía no me salían porque se me trababa la lengua con más de tres monosílabos seguidos. Ayudado de esta suerte, comenzamos a llenar un carrito en el “supermarket” local, guiándonos por una lista —otra lista más— que habíamos preparado al efecto. Por cada tres cosas que tachábamos, cargábamos el acanastado vehículo con una que no figuraba, pero que seguramente era riquísima y nos iba a hacer una falta enorme. Cuando se desbordó el primer carro lo estacionamos y acudimos al segundo; cuando habíamos empezado a cargar éste, por un inexplicable error seguimos colocando compras en el de un caballero que se ocupaba de abastecer su casa y cuando casi seguimos con el de una señora muy bonita, pero con muy escaso espíritu de humor, nos dimos cuenta del bochinche que habíamos armado. La señora se retiró indignada, no sé si porque crevó que era una extraña gracia sudamericana o porque las excusas manuales de Choclo no la convencieron demasiado.

En cuanto al señor, se le produjo un trauma de tal naturaleza que no acertaba a recordar lo que le pertenecía y que había elegido hacía un par de minutos. La velocidad mental del norteamericano medio en estos episodios inesperados tiene un curioso parecido con el de la de los alemanes de los chistes. Sufren una especie de estancamiento ante la horrible iniquidad de la invasión del carrito ajeno y creo que nos salvamos raspando de una demanda judicial al actuar con criolllsíma rapidez sonriéndole. Palmeándole la espalda y riéndonos forzadamente mientras rescatá amos lo nuestro de entre sus vituallas. 27


A fin de evitar la repetición de estos peligrosos episodios, preferimos acodarnos en el mostrador y comenzar a pedir las cosas de viva voz para que nos las trajeran, como en el almacén de la esquina. El volumen de las adquisiciones lo rematamos con no sé cuántos panes envasados, tortas, tartas, botellas de soda y latas de cerveza y pedimos la cuenta. El papel que brotó de la máquina registradora tenía aproximadamente tres pies de largo y exactamente 492 dólares de ancho. Esta siniestra cifra y la Imposibilidad material de llevar lo comprado con nuestros brazos enterneció al propietario del local quien sin siquiera despojarse del delantal, emblema de su ofício, nos arrimó al muelle junto con el cargamento, en su propio automóvil. Cuando todo estuvo amontonado a la vera del barco, se agudizo el problema del amarinamiento de la superpoblación de a bordo y de la desaparición diurna de la malhadada escalera, que siempre estaba reemplazada por la espalda o la cabeza de algunos de los genios de la mecánica que hurgaba profesional y carísimamente el nuevo motor. Mediante una cadena humana fue sin embargo pasando el abastecimiento adentro y merced a verdaderos milagros de estiba desapareciendo en las entrañas del barco. Nos esperaba una navegación de tres días – hasta Newport- y las cantidades se habían calculado para ese lapso, no quisimos pensar en lo que seria el de la regata. No obstante la idea era conseguir un ropero en Minnerford para dejar amo valijas con la ropa de ciudad y una gran cantidad de cachivaches que en realidad, no eran indispensables. Con mi mentalidad de urraca, no suelo ser partidario de esos generosos desembarcos, porque indefectiblemente ocurre que en el medio de la mar se descubre que lo que se precisa es lo que se bajó y que en cambio el barco está cargado con una serie de trastos perfectamente inútiles; mas en este caso particular se trataba de verdaderas razones de espació vital; o corría a Bermudas el barco con nosotros o lo hacía con los cachivaches supuestamente necesarios; todos a la vez, no era posible. Y como la sola palabra Bermudas tiene un atractivo poderoso, preferíamos llegar nosotros, aunque tuviéramos que dejar hasta los relojes pulsera. Todavía nos encontrábamos pensando en la mejor manera de aclarar el barco cuando sorpresivamente se produjo el arribo del Capitán acompañado de Jorge y su mujer. Llegaban de Buenos Aires —como si estuviera allí no más— y produjeron un revuelo que nos distrajo inmediatamente de las urgentes tareas a realizar. La primera noticia que lanzaron era mala: Uno que Iba a ser parte muy importante de la tripulación, había desertado: la falta de un elemento de tanta importancia la íbamos a sentir luego. En ese instante, la alegría de ver completa a la dotación, con el gentil agregado amos nd — chicos, no hagan macanas, porque cuento...— sirvió de pretexto para sentarnos en la camareta a beber concienzudos whiskies. Entonces se desarrolló esa conversación a borbotones de los que tienen necesidad de contar todo a la vez: nosotros para informarles lo sucedido hasta entonces, ellos llenos de preguntas y cada uno tratando de escuchar dos conversaciones simultáneas y sostener otra con el tercero, oue está haciendo el mismo intento. En la amos nda se destacaba la voz de Manolo, que para cualquier cosa da rienda suelta a su desbordante fortaleza, terciando con explicaciones pintorescas a las de por si compliocadas con las que el First Mate, Tito y Rodolfo trataban de acaparar la atención de los recién llegados. De sus valijas – más valijas!- salieron cartas y algunos se alejaron un rato del alegre tumulto para leerlas. Porque cada una traía u trocito de clima casero encerrado en el sobre; cada una hablaba de un monton de minucias y eventos familiares que estructuran la vida de un hogar: “… que se me estropeó la estufa y me quedé sin gas…”; tuvo gripe, pero ya esta bien…”; y el muy bruto se me vino encima y me abollo el guardabarros…”; ya dice: Papá se fue a traerme un juguete grande…”. Leemos calladamente, sonreímos, guardamos la carta y teornamos a la conversación, sin darle ya tanta importancia. Es que no podemos negar la morriña que nos han traído esos sobres cerrados. 28


El informe rendido al Capitán no era demasiado optimista. Resumido, rezaba más o menos así: — la instalación del motor todavía no está completa: — no se ha conseguido aún el generador: __ las velas de Hard no han sido entregadas; __ el medidor (para el Handicap) no ha venido; — el burro v el púlpito no están hechos; — faltan herrajes variados; — Los trabajos de carpintería no han finalizado: __ La instalacion eléctrica presenta todavía fallas difíciles de situar; __ La máquina del timón de rueda no ha sido revisada; — se llevan gastados tantos dólares y faltan opagar tantos más: — a este paso no se va a poder llegar a tiempo a Newport para limpiar fondo y habrá que hacerlo en City Island. Complementando estas calamidades, quedaban en el tintero un sinfín de detalles anexos que surgían a cada paso. Menos mal que Pancho, el Capitán, es un tipo difícil de conmover; tomó nuestra jeremiada como algo muy natural y Jorge lo apoyó con una fuerte dosis de optimismo, a raíz de la cual se trazó sobre el pucho un violento plan de acción para solucionar la mayor cantidad posible de problemas en el poco tiempo que quedaba. Creo que esta inyección de sangre nueva era lo que precisá amos con urgencia, pues tanto dar vueltas a los mismos asuntos sin verles solución, nos tenía más neurasténicos de lo que la realidad requería. La tranquilidad del Capitán y el empuje de Jorge sirvieron para galvanizarnos y lo primero que hicimos la mañana siguiente fue tomar el toro por las astas. ¿No estaba listo el burro de metal?, pues a construir uno de madera y soportes de caño, en seguida. ¿No había pulpito de popa?, bien, se prescindiría definitivamente de él y a otra cosa. El influjo catalítico de Pancho y Jorge alcanzó proporciones inesperadas cuando supimos la nueva que Hard entregaría las velas al día siguiente y cuando arribó el dichoso dínamo que permitió terminar de una vez por todas con el motor, el que comenzó a funcionar inmediatamente, llenando de ruidos la cabina, que por primera vez en la historia de los veleristas. Sonaron a música celestial. No obstante tantas novedades, fue necesario postergar la partida hacia Newport hasta el 10, previa limpieza de fondo en Minneford, pues nos pillaba el fin de semana sin terminar una sarta de pequeños, pero importantes amarinamientos. La fajina personal no mermó y la noche se nos vino encima cuando ya no dábamos más. Por cierto, después de la cena, los listómanos se abocaron a una verdadera orgía de adiciones de último momento que epilogó, como siempre, con los ocupantes de las cuchetas extensibles en completo estado de postración, pues la distribución de camas no había variado mientras los dos nuevos tripulantes durmieran en tierra.

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LA HÉLICE El 7 fué uno de esos días en que ni siquiera ocurrió algo digno de relatarse. Se trabajó hasta que Ulmer vino a rescatarnos a la hora de la cena y nos atiborró de whisky y langosta, zarandeándonos de un lado a otro —del barco a su casa, de su casa al City Island Yacht Club, del club a su casa— hasta que, al borde de la borrachera, nos devolvió a bordo, adonde, por fortuna, estaba colocada la escalera, signo de que la labor de topo de los mecánicos había tocado su fin. Si no hubiera estado, probablemente hubiéramos dormido amontonados en el hueco, más parece que llegamos a las cuchetas, porque nos despertamos en ellas. Carlos y Tito se evadieron subrepticiamente de la comida para una importante labor: recibir al gerente de Hard que venía con las velas del Santa Rosa a medianoche. Más o menos por ese entonces, los restantes nos teníamos que dedicar a otra curiosa faena: mirar televisión en la casa de Ulmer. No se trataba de televisión a secas, que ya de por sí es un medio caro de volverse tonto a breve plazo, sino del ultimísimo invento: la transmisión en colores, para la que es menester poseer un aparato especial, que aparentemente es igual que el otro, aunque observándolo más de cerca se notan tres controles extra, a un costado, destinados a regular la emisión en colores. Y si conseguir una imagen nítida en el aparato común es labor de titanes de paciencia, conseguir que aglomere los tres colores primarios con eficiencia, raya en lo imposible. El proceso comienza cuando el dueño de casa pregunta a los visitantes si alguna vez han visto televisión en colores. Ante la presumible negativa, la señora, que es la que entiende —en Estados Unidos las señoras son las que entienden todo -- enciende el aparato y tras una larga y tozuda lucha con las perillas, aparece la imagen en blanco y negro típica de ese sistema, con las deformaciones propias de la pantalla convexa. Entonces hay que tragarse una larga sarta de imbecilidades hasta la hora en que la emisión es en colores, pues este tipo de programa sólo se efectúa en las grandes ocasiones. Para cuando comienza, ya estamos bizcos, pero nos sobreponemos para observar cómo entra a tallar un nuevo factor de deformaciones: el esperado color; si aparece Perry Como atacado de ictericia, hay que mover la perilla lateral superior, hasta convertirlo en azul tísico. Para evitarlo, giramos la perilla hacia la derecha, sin llegar al extremo; Perry Como, entonces, nos mostrará sus elegantes dientes rojos, hasta que nos damos cuenta que la hemos movido demasiado. Ya nos estamos poniendo prácticos: lo vemos aparecer verde o violeta; por lo menos, estamos en los colores secundarios. De pronto, por una fracción de segundo, está muy cercano a lo que presumimos es su aspecto natural. Más no es más que por un instante: ya está verde de nuevo y a empezar otra vez con el jueguito, si mientras tanto no se ha descompaginado la imagen dependiente de los controles habituales. Aproximadamente hacia la mitad del programa, que no hemos visto por estar tan ocupados en graduarlo, aceptamos como buena una imagen a tres colores con bordes destazados, como en las revistas mal impresas. Así obtenemos tres Ferry Como y la triplicación de las "girls" por el precio de una. Pero no Importa: cuando alguien nos comente que están por instalar televisión en colores en Buenos Aires, le diremos displicentemente: —Ah, sí. La vi en Estados Unidos. Allá sí que es buena. . .

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El domingo se produjo la conjunción definitiva de los elementos que hasta entonces estaban desparramados: estaban a bordo el Capitán, la tripulación completa, las velas y el motor en marcha. Con gran ceremonia y aullando de júbilo, soltamos amarras para probar el barco en una vuelta por el Sound. Era la primera salida, el premio al tesón y la esperanza de llegar a tiempo a la línea de largada, que a ratos habíamos llegado a considerar dudosa, aunque sin confesárnoslo mutuamente. Los aullidos de júbilo sufrieron un repentino enfriamiento ni bien despegamos del muelle: la marcha atrás no tiraba y la marcha adelante tenía poquísima efectividad. El First Mate afirmó con todo aplomo que se trataba del paso de la hélice y que era muy sencillo de arreglar. Restamos importancia al asunto, porque lo que nos interesaba realmente eran las nuevas velas, que calzaron como anillo al dedo. El spinnaker, especialmente, pintó lindísimo, amén de poseer un colorido de estandarte guerrero: negro, amarillo y rojo, en tres anchas bandas. Así, el Santa Rosa, impulsado por una brisa regular, ensayó sacudirse la viruta y el polvo del astillero con unas cuantas escoradas, como para demostrar lo contento que estaba de verse liberado de su cautiverio y con él despejamos nosotros el moho cerebral que tupia nuestras entendederas a fuerza de poner tornillos y lijar fondo. El Sound es el lugar perfecto para navegar: posee buenos vientos, poca marejada y costas llenas de recovecos, a cual más lindo y acogedor. Alrededor nuestro se veían cientos de velas, docenas de regatar, y multitud de lanchas de todo tipo y calibre. Pero mientras los románticos de la tripulación admiraban el paisaje, los prácticos se dedicaban a su tarea favorita, prometedora de más trabajo y más dolores de cabeza: la confección de la última, de la más grande, más gorda, más nutrida, más espesa y más incompleta lista de lo que faltaba hacer y lo que quedaba por comprar. Para culminar con el inacabable equipo de a bordo faltaban elementos de salvamento que eran expresamente exigidos por el reglamento de la regata y el único lugar para conseguirlo era, como es lógico, el surplus de la punta de Manhattan. 31


Choclo y yo formamos la expedición destinada a adquirirlos ayudados por Lothar y su Studebaker de 15 dólares. Cuando estuvimos con un bote de goma, nueve chalecos salvavidas, una boya con caña larga y otras chucherías como trajes de agua, ropas y artefactos variados y el equipo completo que se agenció Choclo para no tener que navegar en traje y moñito en la vereda, presentamos un espectáculo inusitado aún para los neoyorkinos. El coche de Lothar quedó prácticamente abarrotado, pero más lo quedó el Santa Rosa cuando descargamos todo en cubierta. Fué menester activar el asunto del ropero y, una vez conseguido éste, acarrear varios cientos de libras (allí no se acarrean kilos) de valijas, ropas, velas viejas y enseres variados, dejando a bordo sólo lo que considerábamos indispensable para el viaje. Esto ocurría mientras esperábamos que el ascensor se terminara de arreglar —no se qué se le había descompaginado— para salir a tierra y darle al fondo la última limpieza y pulida. En esta espera se fué gran parte del día 9, en tanto que nosotros, que debíamos partir sin más tardanza al siguiente, éramos carcomidos por la impaciencia y de cuando en cuando la descargábamos sobre el First Mate, como si él tuviera la culpa. Sabíamos perfectamente que él nada podía hacer, pero era imposible quedarnos callados viendo pasar las horas. Hacia las cuatro de la tarde, el ascensor funcionó. Mas en lugar de sacarnos a nosotros, dieron preferencia al "Baccarat" y se dedicaron tranquilamente a limpiarle el fondo en la plataforma del ascensor. Para cuando estábamos próximos al estallido de histeria, botaron al Baccarat y ocupamos su lugar, previa varadura, porque .con el apuro nos habíamos olvidado de subir la orza. El peor recuerdo de mi viaje data de esas horas. Ni bien el barco estuvo en seco, la tripulación entera —menos naturalmente el tranquilo Capitán, que ni apareció y Jorge que llegó tarde, ayudándonos empero con una dosis de su optimismo habitual— se precipitó armada de cepillos, .mangueras, baldes, lija de agua y una pulidora eléctrica y la emprendió contra el cobre. Se trabajó como forzados. Solamente recuerdo haber estado tan cansado cuando hacia lo que los militares, con su curioso sentido del humor, llaman "instrucción", durante el servicio militar y que podría definirse como la manera más rápida y efectiva de embrutecerse de a pie. Tito y Manolo demostraron su fibra como nunca y que el apodo de infatigables les caía como de medida. A las nueve y media de la noche, pues habíamos seguido, con luz artificial, abandonamos por agotamiento y caims en las cuchetas como leños. Ni siquiera los habitúes de la corrección de la lista se animaron a dar señales de vida y fueron los primeros en roncar sonoramente. En la mañana siguiente se terminó de pulir el fondo y el Santa Rosa regresó al agua, donde fué atacado por la última horda de obreros y técnicos, entre los cuales estaba el genio de las sondas ecoicas que hurgó la nuestra hasta conseguir que cuando se la conectaba marcara rigurosa y exclusivamente seis voltios. También apareció el capataz del astillero, que la tarde anterior había sostenido una interesante conversación con el First Mate respecto del paso de la hélice. Se lo había llamado para que lo modificara, pues el actual resultaba totalmente inefectivo, como lo habíamos podido comprobar. El diálogo desarrollado mientras nosotros recorríamos la interminable panza del "Santa Rosa", fué más o menos así: First Mate (moviendo suavemente las palas de la hélice, que tiene paso variable): 32


—¿Ve Ud.? Lo que necesito es que se lime un poco aquí y se suplemente otro poco allí. El capataz (poniendo el dedo en el mismo punto que Carlos): —Yes, but the propeller in the water. . . (larga e incomprensible explicación). First Mate: —Sí, muy bien; pero lo que yo necesito es que me lime un poco aquí y me suplemente allí, porque ya probamos en el agua y no tira. Capataz: —Yes, but the propeller in the water... (enredada explicación, pacientemente escuchada por Carlos). First Mate: —No; lo que quiero de Ud. es que me haga limar un poco aquí y me suplemente allí. Capataz (cada vez con más cara de entendido) : —Yes, but the propeller in the water. . . (enredado razonamiento al respecto). First Mate (con infinita paciencia): —Bueno, de acuerdo. Pero le que realmente preciso es rebajar aquí y aumentar allá. Con ello conseguiremos el paso que precisamos, porque el motor es distinto al que tenía y hay que reformar la hélice. ¿Comprende? Capataz: —Yes, but the propeller in the water... El First Mate se había expresado hasta entonces en inglés; de allí en adelante le informó al capataz en el más puro romance lo que pensaba de su antecesores más cercanos, trepó a bordo, trajo una lima y, ante el asombro del buen hombre, quien en ese momento se dirigía a Jorge para informarle que "the propeller in the water". . ., se puso a limar furiosamente, sin detenerse cuando, para lavar el cobre lijado lo alcanzábamos con el chorro de la manguera. Mike, Joe y todos los que convivieron con nosotros en esa larga estadía en Minneford, fueron dando los toques postreros a sus trabajos y se despidieron deseándonos buena suerte. Un sujeto bigotudo apareció munido de una cinta y diversos elementos de su oficio y se puso a medir el barco para otorgarnos el hándicap correspondiente, que recién conoceríamos en Newport. El Capitán y Jorge se apersonaron ya listos para partir y quedó solamente una última fagina: traer todo lo que había quedado desparramado en Nevins cuando el barco estuvo los primeros días allí. Lo más práctico era ir navegando y cuando desatracamos un golpe de viento abatió la proa y la luz de navegación de babor reventó contra el muelle. Bien: inauguraría la lista de reposiciones. El trabajo resultó más pesado de lo esperado e invertimos una larga hora arrastrando velas, carpa y sobrantes de diversa laya, hasta el ropero, que quedó tan lleno como agotados estábamos nosotros. Hasta Tito había aflojado y volvimos a creerlo humano, cuando confesó que no podía más. Pero el cansancio de tierra se despeja cuando el aire salado nos da en las narices y con gran euforia de parte de la tripulación, el Navegador asentó su primera anotación en el libro de bitácora: "1745 — Después de buscar el último cortocircuito, partimos de City Island con destino a Newport". En realidad, refiriéndose al cortocircuito, debió decir que era el último de la primera serie, porque muy pronto se inauguraría la segunda, para solaz del ingenieril Rodolfo. Los muelles que nos habían tenido atrapados por más de tres semanas comenzaron a quedar atrás. Costaba creerlo; sin embargo, casi a horario, estábamos navegando rumbo a la largada de la regata a Bermudas. ******

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LOS SONIDOS DEL SOUND Lo primero que sentí esa tarde fué frío. En ese sentido soy un eterno engañado: me enrolo en la regata a Río de Janeiro, pensando en el delicioso calor del que voy a gozar y me tengo que enfundar en sweaters y pantalones gruesos por nueve días, antes de llegar a la zona tibia; me embarco encantado en una regata de verano a las Bermudas y las primeras horas de navegación las tengo que aguantar con camiseta, camisa de franela, sweater grueso, traje de agua y ' 'duffle coat" encima y eso, a los tiritones. Porque en el Sound hace un fresco que se las trae. Menos mal que, como de costumbre, no hice caso a nadie y llené mi bolsa de abrigos importantes que, por cierto, resultaron vitalmente indispensables. Se había calculado en dos noches y un día el tiempo aproximado de viaje a Newport y de entrada nos zambullimos en la primera noche, cansados y munidos de una dosis de sueño propia de estibadores, causa por la cual hubo necesidad perentoria de organizar las guardias. Ya que sumábamos nueve y no estábamos en regata, dejamos tranquilo al Navegador —es decir, no se lo incluyó en ningún equipo para que todos lo consultaran cuando tuvieran dudas— y nos agrupamos de a pares —dos horas de guardia, cuatro de sueño—: Carlos con Manolo, Jorge con Pancho, Tito con Rodolfo y Choclo conmigo. De esta suerte la noche, que amén de ser oscura por naturaleza, estaba opaca por la niebla, pasó pronto y las horas de descanso y por sobre todo el hecho de dormir navegando, la madrugada, pálido resplandor blancuzco esfumado por la niebla cerrada, nos tomó con tanto ánimo como barrieron con los últimos vestigios de agotamiento y hambre, que se sació mediante un copioso desayuno impregnado de las grasas fritas por Manolo. Porque el buen Manolo no transigía con la cocina americana y conseguía producir, con ingredientes aparentemente inofensivos, efectos propios de la mesa de la madre patria.

Con la ayuda de un poco de imaginación, en la calma matutina, rodeados de aguas quietas y neblina algodonosa, lo mismo podíamos estar viajando a la luna que a Newport. Nos abrazaba un silencio blanco levemente preñado de ronroneos de motores ajenos. Como siempre sucede en las calmas con tiempo cerrado, esos ruidos eran extremadamente inquietantes por su ubicuidad y más aún por saber que los barcos de madera no son captados por los radares comunes, para aparecer en los cuales habíamos izado un esperpento de latas entrecruzadas al que llamábamos pomposamente —con idea de darnos ánimos— ,'la pantalla de radar", aunque muy poca era la confianza depositada en él. Nuestro flamante motor había marchado a intervalos durante la noche, bajo la entendida tutela del First Mate, aunque las velas permanecieron izadas en todo momento. Este motor demostró poseer características absolutamente inesperadas en artefactos de esta índole: arrancaba cuando se le movían en el orden correlativo los controles correspondientes; marchaba con serenidad y, de yapa, achicaba la sentina con una bomba autocebante, adminículo que se lo conoció en lo sucesivo por la denominación de "moja-zapatos" por sus víctimas. 34


El secreto residía en que el conducto de salida de la bomba derramaba su contenido en el cockpit, en el rincón de babor; cuando bombeaba en serio, brotaba un chorro bastante grueso y ruidoso que se evitaba fácilmente, mas cuando no había qué extraer, de algún punto ignoto de la cañería traía un buche de agua tibiona y lo escupía por el caño de salida; cuando esto ocurría, sin mediar ningún intervalo especial o isócrono, jamás faltaba quien tuviera su pie colocado en el sitio preciso adonde apuntaba el mecánico escupitajo. El damnificado salía con una media mojada y un zapato anegado. Afortunadamente cada tres infortunados, se distraía el propio inventor del sistema, el First Mate; mas cuando eso sucedía, Carlos resistía estoicamente la mojadura mientras ponderaba la maravillosa bomba de sentina y su mecanismo autocebante. Indudablemente la bomba automática de sentina era muy cómoda; mas para que marchara tenía que apadrinarla el motor; el motor necesitaba diesel y el First Mate, preocupado como siempre estaba con una multitud de problemas, sobre todo en las últimas horas antes de la partida de City Island, se había olvidado de cargar. Por esa causa y porque estaba en el período de asentamiento, no se usaba sino a intervalos. Cuando el viento alcanzaba a mover al Santa Rosa, se trataba de navegar a vela; pero como siempre que uno va para allá con un velero, el viento viene para acá, debimos dar largas bordadas, siempre al riguroso tacto, pues continuaba la visibilidad cero. Habíamos esperado deleitarnos con los estupendos paisajes de la costa de Long Island, mas por lo que veíamos y por lo que nos esperaba, lo mismo hubiera sido ir en subterráneo de New York a Newport —algo así como nuestra primera excursión por aquella ciudad—. A pesar de la cerrazón y las bordadas nuestro Navegador indicó que íbamos rumbo a Horton Point; los ruidos ubicuos, mientras tanto, no daban descanso a nuestros nervios y a cada momento aparecían nuevos sonidos de máquinas y pitadas que ora parecían acercarse, ora alejarse. En algún momento en que yo estaba al timón, el Capitán, que oteaba con su calma habitual el menguado horizonte, dijo: —Che: allí hay algo. —Sí; es cierto. Parece. . . una línea blanca —respondí—. Debe ser tierra. —Eso no es tierra: es arena. —Tienes razón; debe ser la costa —acoté sesudamente. — ¡Eso es la playa y está allí, no más! —; Viroooooo! No dio tiempo para muchas explicaciones, ni siquiera para filar el genoa. Timón a la banda y el Santa Rosa cayo en el otro borde, en tanto que brotaba un promontorio de rocas, una barranca con un molino y la funesta playa a ochenta metros de nosotros. Por suerte el mar estaba calmo y la brisa era suave, porque con otro viento y otra mar, esta era la hora que les contaba cómo se vara con eficiencia un barco de quince toneladas en la ignota playa de una isla norteña presuntamente poblada de nativos norteamericanos. El Navegador ni siquiera salió a ver nuestra cuasi tumba. Desde la mesa de navegación anunció, después de investigar un poco en la carta: —Horton Point. Aquí está indicado el molino y el barranco. Ya que no había pasado nada, el hecho que las rocas casi aparecen por el desagüe del inodoro carecía de importancia al lado de la satisfacción que le causaba tener la certeza de dónde estábamos luego de una noche y una mañana de niebla, que la tierra hubiera corroborado de manera contundente sus cálculos. De cualquier manera no estaba de más —sin menoscabar la confianza que nos merece el Navegador— haber conseguido un punto fijo, aún a costa de haberle pasado raspando.

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El Capitán volvió a demostrar su ojo de águila londinense más tarde. Algo cuya máquina latía fuertemente, se empezó a aproximar por nuestra proa. No cabía duda, dada la creciente intensidad del ruido, que navegábamos en rumbos convergentes o muy cercanos. Tito fué a proa y organizó un solo de cuerno que suscitó el entusiasmo de los presentes, que le pedían que tocase un mambo. La excepción la constituía el Navegador, que indicaba, desde su mesa, que el toque reglamentario era uno de aproximadamente 10 segundos cada minuto. A todo esto, el buque se nos venía encima y si era verdad la invisibilidad del barco de madera en el radar, nuestro porvenir no se presentaba demasiado halagüeño. Más he aquí que Pancho anuncia de pronto: —Allá va. ¿No ven el bigote blanco? Era tan cierto como curioso; la niebla no llegaba al agua, sino que permanecía estacionada a algo así como un metro de la superficie y por esa hendija se vislumbró una proa anónima que borboteaba espuma. Resultó algo parecido a un EDT y con la misma celeridad con que apareció, se perdió por la tangente de nuestro agujero de visibilidad. El Long Island Sound es un lugarejo muy transitado Las principales vías marítimas al norte del pais pasan por allí y hace unos cuantos años, cuando el Sandy Hook era un banco temible para los barcos de mucho calado que se dirigían a Nueva York, frecuentemente adoptaban este camino para arribar a la ciudad. Así fué cómo el "Great Estern", con su calado desproporcionado para la época, descubrió la roca, que desde entonces lleva su nombre, rasgándose ocho metros de su propio abdomen. Las nieblas son frecuentes, por lo cual en la actualidad es raro el piróscafo, por insignificante que sea, que no posea su radar para husmear en la cerrazón. También a causa de la mala visibilidad, el balizamiento no es sólo luminoso, sino también acústico. En el mismo instante que el tiempo se cierra, comienzan a oírse los sonidos del Sound —que en inglés sería algo así como "los sonidos del sonido"—, extraños regüeldos que pueblan la algodonosa neblina con arreglo al dicho, que se oyen campanas, pero no se sabe dónde, pues resulta muy difícil situarlas de oído. Las hay de las más variadas similitudes: las que parecen mujidos de vaca enamorada; las que imitan los estertores de dormido con vegetaciones crecidas; las que silban por una boca desdentada; las que recuerdan a "La catedral sumergida" de Debussy; las que parecen llamar a maitines o las que tocan a duelo. Se suelen escuchar dos o tres simultáneamente hasta que de pronto callan para dejar aparecer una nueva. Añádase a este siniestro concierto —sólo reproducible en theremin— los toques profundos y vibrados de las sirenas de los buques mayores, el alarido histérico de los remolcadores y el lastimoso aullido de nuestro propio cuerno de niebla, y, para hacerse mejor cargo de la situación, piénsese que se está corriendo con los ojos vendados a diez y ocho kilómetros por hora por una avenida ancha por la que circulan camiones, omnibuses y se tendrá una idea aproximada del grado de pavura que nos invadía. Muuuu por allí; tannn, tann por allá; aúúúúúú por acullá; fgruuuuu... fgruuuuu... fgruuuuu por avante; chum, chum, chum, chum por popa; fsssiuuu... fsssiuuu por estribor; bgnec, bgnec por babor; buaaa, buaaa en nuestro propio barco: era el panorama musical que captaban nuestras húmedas y frías orejas. Seguir asi, con poco combustible —había momentos en que era menester huir del presunto buque que venía a embestirnos— era una tontera. Se imponía, la necesidad de cargar diesel en algún lado para tener, por lo menos, la tranquilidad de un uso prolongado de la máquina. Consultado el Navegador, éste indicó que el puerto más cercano era New London y allí pusimos proa, muy contentos de mechar este paseo entre nubes con una dosis de 36


tierra, casas y árboles, los que por cierto vendrían acompañados de su inevitable aditamento de automóviles en cantidades industriales; pero pretender otra cosa en Estados Unidos, es absurdo.

EL "LATÍN DISORDER” Parece que la niebla es un privilegio del Sound. Ni bien nos acercamos a New London, se fue disipando. El horroroso y absurdo faro de la entrada: una ¡interna encaballada en el techo de una suerte de chalet georgiano de planta cuadrada y ventanas de estilo, medio pariente del Casino de Mar del Plata, enclavado en una minúscula isleta rocosa , presentaba ya manchones de sol y poco más adelante emergió la costa con su buen tiempo propio. Los dos cráneos peor protegidos de a bordo son los del First Mate y del Navegador. Ambos, por un curioso capricho de la naturaleza, tienen el pelo alrededor en lugar de sobre la cabeza y también por extraña coincidencia, ambos muestran especial predilección por darse cocazos contra cuanta parte dura del barco quede a su alcance. Recuerdo esto porque, mientras recorríamos la ensenada de New London, el First Mate, tratando de pulsar no sé qué chirimbolo del motor, regresó al cockpit con un agujero sangrante en su despejada testa. En tanto se restañaba prolijamente la herida con un trapo de rejilla —procedimiento no aprobado por las reglas de asepsia del cirujano— Rodolfo propuso: —Deberíamos hacer una colecta para comprarles a Carlos y a León sendos cascos de petroleros. O, si no, conseguirles "curitas" enormes para que se las pongan desde la frente hasta la nuca, porque si seguimos así, llegamos con dos menos. . . La propuesta cayó en el olvido, pero la idea queda en pie para todos aquellos que puedan llegar a necesitarla.

Con un pesquero adelante, un destróyer por detrás y un submarino apuntando en el veril de la niebla, entramos en New London y nos dirigimos a la primera marina que apareció en la costa. Resultó que sus muelles no poseían surtidor y hubimos de allegarnos a la siguiente, adonde amarramos invitados por un nativo bienhumorado que pronto nos proporcionó los líquidos que habíamos menester. New London, amén de ser una importante base de submarinos y de astilleros, está enclavada en la zona del país conocida por New England —Nueva Inglaterra__ que se 37


caracteriza por ser la más "old North America» —Vieja Norteamérica—, pues alberga y conserva cuidadosamente una gran cantidad de edificios coloniales y de prejuicios ídem. La edificación de Nueva Inglaterra o Vieja Norteamérica es típicamente holandesa —techos a aguas quebradas, muros de madera, ventanas recuadradas de blanco—, y el ambiente general es mucho más pintoresco que en los alrededores de Nueva York, más provinciano, más a nuestro ritmo. Aprovechamos la escala para reavituallar el barco de alimentos frescos y Tito y Rodolfo para encontrar un negocio de artículos navales y comprar unas cuantas chucherías más fuera de lista, aparte del vidrio de la luz de posición que con tanta habilidad había convertido en puré el First Mate al desatracar en Minneford, mientras el Capitán, Choclo y el Navegador descubrían una máquina expendedora de helados, en la que dejaron una fortuna. Manolo, entretanto, nos dejó atónitos dedicándose a una higiene exhaustiva y jabonosa mediante la manguera y el balde; ninguno de nosotros había pensado en la posibilidad de bañarse y mucho menos a dos escasos días del último baño y apenas impregnados de aire salado; pero parece que Manolo tenía otro concepto de la vida de a bordo y quizá trataba de predicar con el ejemplo. Mas como en la mayoría de estos casos, la indirecta de poco sirvió. Tan desaseados como antes, aunque bien provistos de pollos, frutas y algunos helados extraídos de la máquina, partimos hacia el faro bustillesco, hacia la niebla que galantemente nos esperaba, para recorrer el Fisher Sound, rumbo a Block Island Sound y, como destino final de la etapa, hacia Newport. Menos mal que nos hablamos reaprovisionado de diesel oil, pues la noche se presentó mechada de largos calmones y cortas lluvias. Nuevos y variados mujidos reemplazaron los anteriores, en tanto proseguía la navegación a ciegas. El sueño nos atacó severamente y cuando a eso de las cuatro de la mañana habíamos arribado a la ensenada de Newport, la búsqueda de amarra fué un arduo problema para la guardia. Después de vagabundear un rato entre barcos dormidos, se descubrió una boya vacia. Se consideró una ocasión demasiado buena para desperdiciarla y nos avalanzamos a tomarla; mas al iluminarla, ¡oh triste desilusión:, vimos que se trataba de un magnífico boyarín blanco en el que se leía claramente: "Sceptre". Henchidos de británica corrección la abandonamos y, muertos ya de sueño impostergable, optamos por el fondo, maniobra desagradable en aguas desconocidas y en la más absoluta oscuridad. Allí ocurrió algo que, entre el cansancio y la nocturnidad, nunca se aclaró del todo. Existieron dos versiones: una que el tenedero era malo y el "Santa Rosa" garreó hasta tocar con otro barco, obligando a reencender el motor y a fondear de nuevo (versión "A"). Otra, que la guardia estaba tan opa que largó tres metros de cabo y se quedó tan fresca y que, por lo tanto, el barco se fué a la deriva porque nada lo detenía (versión "B"). Y a raíz de esta astuta maniobra, también existieron dos versiones de lo que ocurrió después. Era la primera vez que la tripulación completa dormía a bordo en puerto y sólo contábamos con siete camas para nueve hombres. Cuando el barco se aquietó, la guardia, menos dos, se fué a dormir. Esos dos que quedaron vigilaron un rato para ver si aún garreaba (versión "C") o para tomar un trago y conversar un poco (versión "D"), hasta que hubiera sido la hora de relevo en navegación, en la que despertaron a la otra guardia para que los reemplazaran en la vigilancia por el peligro de garreo (versión "C") o para apropiarse de las cuchetas calentitas, ocupadas hasta entonces (versión "D"). Los reemplazantes, al dar una recorrida y encontrar que todo estaba en orden, optaron por creer la versión "D" y dedicaron el resto de la noche, uno a seguir durmiendo en un colchón inflado, en el piso, a proa y el otro a mascullar insultos sentado en el cockpit hasta la salida del sol. El de proa fué luego despertado por los integrantes de la otra guardia, a la mañana, para sacar unas tijeras para cortarse las uñas, lo que motivó una dura reacción en el ex38


durmiente, de esas que no contribuyen exactamente a conservar el buen entendimiento de la tripulación. Resultado general de esta intríngulis: cuatro enojados, dos mal dormidos y dos con las uñas cortadas, asunto este último impostergable y de vital importancia para la salud personal de los automanicuros.

En cuanto desayunamos levantamos el fondeo para buscar sitio en algún muelle y mientras husmeábamos por allí aparecieron dos lanchas; una de la marina que teníamos enfrente ofreciendo amarradero —en ella se embarcó el First Mate para ir a tratar el precio, menester indispensable antes de aceptar nada—; la segunda representaba a un supermarket local y nos extendió un sobre en el que figuraba, entre varios panfletos de propaganda, una lista completa de lo que un barco puede necesitar en un crucero a Bermudas, perfectamente impreso y con casilleros en blanco para insertar las cantidades que se deseara adquirir. No había más que llenarlo, anotar el nombre del barco y devolverlo a la lancha; ellos se encargaban de traerlo a bordo. Resultaba tan sencillo y fácil que no pudimos soportarlo y preferimos la exploración, el descubrimiento por nuestros propios medios, revisando estantes y mirando las suculentas etiquetas de los manjares envasados. Entre tanto regresó Carlos con el último precio y el mejor sitio en el muelle más cercano al edificio de la Mooring Marina; la gentil tasa era de diez centavos (de dólar, naturalmente) por pie de eslora por día. Como siempre proveían de corriente eléctrica y agua al pie del barco, teléfono a quince pasos, baños, duchas y bar a veinte pasos de ida; de vuelta es difícil preverlo cuando se trata de un bar. Estos muelles son pintorescos: están asentados en gruesos pilotes de madera, agrupados de a tres y con una gaviota esperando la acuarela en el más alto, todos pintados de blanco; a media altura se encuentra la plataforma y las cañerías y como escenario de fondo, el paisaje urbano de la zona portuaria: la espalda —por no llamarla de otro modo— de una serie de casas viejas estilo New England —aún estamos en ella— de madera y de colores típicos, realzados por la alegre ropa rendida y cercos de empalizada en estado de derrumbe. Por allí, entre los fondos de dos casas, salía la calle que conducía al centro, pronto rodeada de negocios tipo standard y sin ningún carácter local, aunque mucho del norteamericano.

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Lo primero que hicimos, ni bien afirmamos las amarras, fué armar un bochinche tremendo en el muelle. Ocurría que el "Santa Rosa" estaba sin terminar, pues en el viaje desde City Island la famosa lista se había preñado de arreglos indispensables de último momento, hijos de las experiencias de la navegación. Un ejemplo típico fué la luz del compás: si soplaba viento se apagaba —aunque fuera eléctrica— y dos horas más tarde, si soplaba viento, se encendía sola, para solaz y esparcimiento de Rodolfo, nuestro preocupado ingeniero encargado de los cortocircuitos y afines. Entre los trabajos más arduos figuraba aserrar maderas, aceitar correderas, sellar ojos de buey con una goma líquida muy parecida al moco que evitaría las esperadas goteras de agua para convertirlas en lágrimas de látex, repasar y empabilar las velas de proa, confeccionar los ollados para los rizos de mesana y en la mayor (curioso olvido de Hard), reacondicionar la estiba y un montón de cosas más. En medio de ese tráfago de trabajos inacabados, a alguien se le ocurre contar las velas y descubre que en la euforia de los desembarcos antes de la partida, nos hemos dejado la rastrera en el ropero de Minneford, cuya llave... la tiene Pancho en su bolsillo. Se envía un telegrama urgente a Marylin, la mujer de Jorge que vendrá al día siguiente, para que rescate la vela y la traiga consigo, aunque tenga que hachar el ropero de City Island. A la hora de la siesta, cansado de tanto ver trabajar, se me ocurrió recostarme y echar un sueñito. Hacía poco que habla conciliado el sueño, arrullado por el ruido a ratas royendo madera que provocaban Tito y Rodolfo, zambullidos en las profundidades bajo el cockpit, cuando me llegó, filtrado para la mampara, el siguiente y curioso diálogo con tonalidades in crescendo al principio hasta volver al tono natural al final: TITO (tranquilamente) — Che: esto está lleno de humo. RODOLFO (husmeando) — Sí, che, es cierto. TITO (tranquilamente) __¿De dónde será? RODOLFO (inquisidor) — A ver. . . aquí no. . . allí. . . TITO (tranquilamente, pero con tono serio) — Algo se está quemando. . . RODOLFO (histérico de puro apurado) — ¡Es el generador! ¡Se quema! ¡Pronto: el si-ou-tu (pronunciación aproximada de C02 en inglés). LEÓN (levantando la vista por primera vez de su abstraída lectura del derrotero) — ¿Qué?. .. 40


RODOLFO (cada vez más histérico) — ¡El sí-ou-tu! ¡¡El si-ou-tu!! (Salta del hueco del motor, se avalanza sobre el extínguidor y comienza a arrojar cortos chorros al dínamo, que humea). FIRST MATE (llegando, desde el muelle) — ¡Dale un solo chorro fuerte, si no no es efectivo! LEÓN (limpiando sus anteojos) — Las cosas hay que llamarlas por el nombre con que las conocen todos; eso es el extínguidor, no el si-ou-tu. FIRST MATE (con urgencia) — ¡Dale, a ver si lo salvamos! RODOLFO (musitando, mientras se dedica a una orgía de anhídrido carbónico) — El si-outu es fabuloso. LEÓN (mientras mira sus anteojos al trasluz, para ver si están limpios) — . . .porque si hubieras pedido el extinguidor en lugar del si-ou-tu, te lo hubiera alcanzado en seguida. . . ¡Ah, no; en el barco hay que llamar a las cosas por su nombre natural y no cada vez en forma distinta. . .! YO (desde la cucheta) — ¡Pero es que en este barco no se va a poder dormir nunca! FIRST MATE (inspeccionando)Parece que lo detuvimos. CAPITÁN (desde afuera) — ¡Qué lindo día! RODOLFO (muy ufano) — ¡Qué maravilla es el si-ou-tu! i LEÓN (volviendo a su lectura) — ...porque llamando las cosas por su nombre. . . FIRST MATE (mientras Rodolfo y Tito comprueban el daño) — Si no se ha salvado, estamos listos; me voy a buscar un electricista. CAPITÁN (al ver pasar al First Mate) — ¿Verdad que es un lindo día? JORGE (que ha observado todo calladamente) — Vamos a tomar un trago. LEÓN (leyendo) ... porque las cosas hay que llamarlas por su nombre.. . YO (insolente) Si han terminado de hacer ruido, trataré de dormir. CHOCLO (que ha permanecido impasible) — ¡Hum! . .. TITO (ha vuelto a su ocupación primitiva y se rrucha). RODOLFO (extrae conexiones quemadas y revisa cables). * * * La verdad del asunto era que el inencontrable dínamo que había costado quince días de exploración conseguir, que se había instalado media hora antes de la partida, se acababa de cocinar en su propio jugo y si no conseguíamos arreglarlo o reemplazarlo —solución harto difícil— nos condenaba a regatear sin luz ni heladera. Pero no íbamos a amilanarnos por un hecho de esa naturaleza. Simplemente se tomó la lista, se escribió debajo del último renglón: "Reparar el generador o conseguir otro", se entregó la nota al First Mate y la rutina de a bordo prosiguió como siempre, serruchando, cosiendo, atando, soldando.

La presencia de un barco de bandera argentina amarrado en Newport atrajo la atención de muchos paseantes y de algunos periodistas locales. Los americanos que se paraban en el muelle nos miraban como a bichos raros y nos sacaban fotos hasta cuando nos afeitábamos en cubierta. Un observador ocioso, al vernos empabilar nuestra spinnaker negra, roja y amarilla, nos preguntó sí esa vela se llamaba "fiesta" (dicho por él en seudo español) y como el nombre nos pareció simpático, lo adoptamos; de allí en adelante la ignorancia socio-geográfica del buen señor tuvo mejor destino. El director del periódico local quedó muy impresionado con la "organización" de a bordo y con la cantidad de botellas de vino que llenaban la sentina —de aquí habían salido... 210!— y al día siguiente publicó un artículo con este título: "Los argentinos llevan "levantadores de moral" (moral boosters). Alrededor del Santa Rosa han creado un típico "latín disorder". La primera parte era notoria influencia de un pueblo bebedor empedernido de jugo de naranja; en el segundo aspecto, el periodista tenía razón: el nuestro era el único barco en esas condiciones: los norteamericanos tenían los suyos impecables y muchos tripulantes 41


vivían en tierra; los ingleses hacían gala de pulcros y los cubanos retozaban en el mejor hotel mientras sus marineros conservaban al "Criollo" bien presentado.

PUERTO NUEVO La traducción literal de Newport es Puerto Nuevo. Desde su olor en adelante, en nada estaba emparentado con la imagen que esas palabras crean en nuestras mentes porteñas. Y como para subrayar esa tendencia que tengo de encontrar todo al revés, se trata de uno de los puertos más antiguos del continente del norte. La vivisección de esta histórica ciudad debió posponerse ante necesidades más apremiantes de la regata, motivo fundamental de nuestra presencia allí. Hasta entonces habíamos conseguido probar casi todas las velas y una serie de maniobras; pero nos faltaba tomar rizos con tranquilidad por lo menos una vez; para estar seguros que el asunto marchaba como es debido cuando las papas quemasen y como el electricista que había conseguido el First Mate recién vendría al día siguiente, decidimos salir a la bahía para verificarlo.

Despegamos del muelle a máquina e izamos frente a Ida Lewis, lugarejo que me prometí visitar en la primera oportunidad que se me presentase. Mientras recorríamos la costa se desplegó ante nosotros un verdadero catálogo de grandes residencias, producto de la época en que Newport estuvo de moda como lugar de veraneo de las familias de mayor fortuna de Norteamérica, las que rivalizaban entre ellas y medían su poderío económico edificando el palacio más grande o con mayor número de habitaciones. La casa de Edson Bradley, levantada en 1920, llamada "Burnham by the Sea", por ejemplo, se cuenta entre las principales por contener más de sesenta cuartos y una capilla; alguna ventaja le saca "The Breakers", construida por Cornelias Vanderbilt en 1895, con sus setenta habitaciones. Otras residencias "menores" se suman al conjunto, todas rodeadas de amplios y verdes parques, cuya belleza no consigue empañar la fealdad de la arquitectura elefantiásica que albergan. En la boca de la bahía de Narrangahset, hacia donde mira la ciudad, nos pusimos a la tarea para la que habíamos aparejado. 42


Los ex-tripulantes del 'Circe" tomaron automáticamente cada uno su puesto: Tito y Jorge en el puño de amura y el molinete de mayor; León y Rodolfo, en el de escota; Choclo con los matafiones y yo al timón. De pronto nos dimos cuenta que no le habíamos asignado ningún cargo al Capitán, al First Mate y a Manolo. Entonces se reforzó la dotación del puño de amura con el Capitán y se proveyó matafiones a Manolo. Pero seguía quedando en el tintero el First Mate hasta que le hallamos una ocupación sumamente interesante: como el burro había sido construido a último momento y era distinto del proyectado, la chubasquera de lona no se podía plegar y si se pisaba sobre ella, podía romperse. Le encargamos entonces a Carlos que se introdujera debajo e hinchara el lomo cada vez que alguien la pisara. El puesto, si bien era seco y protegido del mal tiempo, no satisfizo demasiado al First Mate, a pesar de nuestros esfuerzos por convencerlo que representaba el puntal donde descansaba la tripulación y sólo a regañadientes, terminó por aceptarlo.

En el primer intento, la maniobra resultó un fracaso. Yo llevé el barco pésimamente; León bramaba porque los amantes no entraban en los ollados; Manolo se impacientaba y trataba de estar en todos los sitios al mismo tiempo, con lo que no cumplía con su función ni la de los otros; Jorge y Tito, que realizaron impecablemente su parte, perdieron la calma y vomitaban órdenes contradictorias; Choclo, con la boca llena de piolas, mugía de impotencia; el Capitán comentaba que este sainete, con ochenta kilómetros de viento, podría llegar a ser entretenido y el First Mate se aburría porque nadie pisaba la chubasquera. Al cabo de un rato y luego de mucho discutir y criticar, se tomó la segunda mano, que salió pasablemente, con lo cual nos dimos por satisfechos y optamos por regresar a la amarra antes de hacer más disparates. De cualquier modo habia resultado una experiencia muy útil para engrosar la kafkiana lista de trabajos y para que los creyentes de a bordo rezaran por vientos flacos durante la regata.

Newport, Rodhe Island, es una ciudad pequeña, física y espiritualmente situada en la región denominada New England, que como su nombre lo indica, es la que más conserva los resabios de la vieja Inglaterra. Y digo Newport, Rodhe Island, porque en Estados Unidos es 43


indispensable denominar las ciudades seguidas del nombre del estado a que pertenecen, porque tienen tantas que los nombres no alcanzaron y se repiten a lo largo y ancho de la Unión, en donde se pueden encontrar unas cuantas Romas, Atenas, Londres y Parises, amén de varios Newports, Long Islands, etc. Nuestro primer contacto real con la ciudad recién lo pudimos realizar la noche siguiente a la llegada, pues hasta ese momento habíamos estado demasiado ocupados en arreglar el barco, en apagar incendios y en armar el "latin disorder" que tanto impresionó a la prensa local. A eso de las nueve, la tripulación se vistió como para desembarcar y se largó a caminar por las calles de la ciudad en busca de un restorán donde comer bien, guiados naturalmente por el olfato sibarítico del Navegador. De este modo caímos a la plaza principal, un predio arbolado rodeado por una verja, frente a Colony House y con un monumento al medio (qué curioso, no era San Martín...). Guiado por la mano del procer de bronce, que como todos, señalaba algo, el intuitivo León embocó en un lugarejo muy simpático donde nos alimentamos discretamente, servidos por una camarera monísima que luego se fué del bracete de un robusto marinero, para gran decepción de algunos de nosotros.

Con el estómago lleno el paisaje tomó un nuevo carácter, más tranquilo, más reposado. Nuestro ritmo acelerado, que portábamos desde Nueva York y mantenido vivo por los incansables del equipo, comenzaba por fin a ceder, dejándonos ver las cosas con un dejo de placidez. . . que duraría el egoísta período de treinta y seis horas. De regreso del restorán, Choclo y yo, como siempre llevados por nuestra deformación profesional y un cierto gusto por la exploración, nos separamos del grupo para tomar calles distintas a las de la ida. Asi caímos en una zona del barrio negro en el que encontramos una callejuela limitada principalmente por bares cuya vereda terminaba en un curioso zócalo contra las casas: los restos de miles de botellas de whisky rotas y estrelladas, que con el correr del tiempo habían formado un verdadero cono de deyección contra los muros de 44


madera, afianzado por pastitos y yuyos. Convinimos que era la vereda más noble que habíamos pisado en nuestra vida, al tiempo que notábamos una extraña sensación hogareña. Después de pensar un rato llegamos a la conclusión que mientras habíamos estado en la patria de la multa por "littering" nos habíamos sentido como en una sala de operaciones, abrumados por la limpieza, temerosos de incurrir en falta, preocupados por el idiota problema de buscar dónde deshacernos del pucho en una calle sin cenicero; y que ahora, repentinamente, nos encontrábamos en un sitio donde ese poco de mugre, lejos de parecemos malsana, nos resultaba acogedora, simpática, amable, humana; sobre todo, humana. Visitar por primera vez una ciudad pequeña, de noche, si además es pintoresca y arbolada, tiene un sabor curioso. La oscuridad total de algunos rincones, la iluminación de la calle y sus sombras siniestramente alargadas, la negrura de los árboles copudos, la relativa pérdida de la noción de profundidad prestan al conjunto un carácter teatral que se pierde al salir el sol. Esa noche vislumbramos algunos edificios, intuímos otros, tropezamos con iglesias iluminadas, con casas históricas y un laberinto de calles que nos dejaron más intrigados que informados, por lo cual especulamos en una más prolija recorrida diurna condicionada al permiso de los tiranos del serrucho.

El día siguiente era la víspera de la largada de la regata, y como era de esperarse quedaban por hacer mil y una cosas urgentes e impostergables, resultado de lo cual se tomaron dos decisiones fundamentales: cerrar la malhadada lista de una vez por todas y largarnos de farra por todo el día. Solamente el First Mate quedaría de guardia para el asunto del generador y Tito y Rodolfo, por un rato, para terminar de serruchar algunas chucherías que habían escapado a su pisquisidora revisación. A media mañana arribó Marilyn con el olvidado tormentín a cuestas y un poco más tarde apareció el velero a agrandar los ollados de la mayor y añadirle los que le faltaban, lo que completaba lo absolutamente indispensable. A continuación, cada uno comenzó a utilizar el franco como mejor se le ocurrió. Para variar yo partí en compañía de Choclo. En esta oportunidad había decidido andar cómodo y ni siquiera cargué con la máquina fotográfica. Choclo, como siempre contradictorio, se llevó una máquina, un estuche rebosante de chucherías y una enorme bolsa llena de ropa sucia. Si caminar no es un deporte particularmente grato para mí, andar cargado con bolsas es algo que detesto. Pero como era él quien cargaba con el bulto, no 45


puse inconvenientes y comenzamos la recorrida de lugares históricos. La primera parada fué lo más reñido con la historia de Newport que la mente atravesada de Choclo pudo descubrir: un lavadero super automático en el que todo andaba con moneditas. Como elemento definidor de la vida contemporánea estadounidense merece sin embargo unos renglones este palacete mecanizado. El sitio nos había llamado la atención la noche anterior, pues eran pasadas las doce y aún seguía abierto e iluminado; descubrimos después el letrero que anunciaba "24 hours laundry", lo cual explicaba nuestro descubrimiento aunque no menguaba nuestro asombro. Consistía en un local completamente azulejado y de un aseo a toda prueba en el que, alineadas al centro había una batería de máquinas de lavar, al fondo unas de secar y contra las paredes una máquina de expender jabón en sobres, de distintos tipos y colores, una productora de coca-cola y naranjada, un tocadiscos Wurlitzer y dos mecanismos para dar cambio. El mobiliario lo componían una fila de sillas unidas por una cadena. Las instrucciones para el uso de las diversas máquinas estaban escritas en un gran letrero y repetidas en cada artefacto. No existía allí ni personal ni cuidadores; todo hacía pensar, además, que sus propietarios enviaban un robot para recargar las máquinas y extraer las moneditas; en todo caso, nadie se hubiera extrañado por ello. En Estados Unidos el que no sabe leer se muere en el acto por falta de adaptación al medio. Todo, absolutamente todo, hasta el cepillo de dientes, trae adjuntas las instrucciones para su uso: "tómese con la mano derecha —si Ud. no es zurdo— por el mango y frote los dientes con las cerdas...". En cambio, no existe quien explique verbalmente nada. En este emporio de la limpieza por moneditas no era menester más que seguir las instrucciones al pie de la letra y esperar el tiempo adecuado. Lo demás lo decidía la máquina. La bolsa de Choclo contenia un mazacote de ropa inmunda, gran parte de su exclusiva pertenencia —roña y ropa— y el resto de Tito; guiado por los letreros obtuvo el cambio en la máquina correspondiente, adquirió el jabón indicado, metió la ropa y los "coins" en la lavadora y se inició el proceso de brujería: gorgoteó agua caliente, se detuvo y brotó fría; el cilindro se echó a andar, desagotó, centrifugó y se paró. Faltaba sólo un altoparlante que nos dijera: "¡Ya está, idiotas!". En el ínterin bebimos naranjada y miramos una rubia que utilizaba la máquina de enfrente mientras entretenía un niñito mal educado. Como el secado precisaba otra monedita y se trataba de dólares, preferimos meter la ropa húmeda en la bolsa y seguir viaje. Claro que esto resultó un peso adicional para nuestro paseo, pero como la bolsa la llevaba Choclo, me siguió importando muy poco. Almorzamos someramente en un boliche atendido por una gorda simpatiquísima que nos despidió con un ''come again" que nos obligó a jurarle que regresaríamos algún día y nos largamos a la gira turística. Para entonces yo llevaba la máquina de fotos y el estuche de filtros y Choclo, la bolsa de ropa húmeda. Acudimos primero a la calle de las botellas, pero encontramos que de día perdía la mayor parte de su encanto. Nos acercamos luego a la "White Horse Tavern", también conocida como "W. Hayes Tavern", deliciosa casa de 1687 —quizá una de las más antiguas de Newport— construida en madera, con su clásico techo tipo holandés y entrada con dos escalerillas, todo pintado de rojo oscuro. Ante tal despliegue histórico-arquitectónico, Choclo me pidió que le sostuviera por un momento la bolsa de ropa —húmeda— y le entregara la máquina fotográfica. Esta inocente maniobra selló mi destino por el resto de la tarde, pues fueron tantos los motivos dignos de ser grabados en la película que seguí agobiado por la bolsa de ropa —húmeda— por espacio de las no sé cuántas cuadras irregulares que recorrimos antes de regresar al Santa Rosa. Si bien cada uno üe esos edificios de la arquitectura maderera de un par de siglos atrás tiene un enorme encanto propio, lo que realmente sorprende en Newport es el conjunto, el ambiente especial que no han conseguido destruir los automóviles, los supermarkets, las estaciones de servicio y los lava deros automáticos. El trazado de la 46


ciudad, la arboleda tan antigua como los edificios que enmarca, el carácter marítimo del sitio —todas las casas tienen un mirador sobre el techo, adonde acudía la presunta viuda a ver si el clipper que entraba era el capitaneado por su marido—, la tranquilidad un tanto provinciana de sus habitantes, la falta de apuro general, todo ello contribuye a conservar esa cosa intangible en la que residía la impresión de, agrado que nos causó, a pesar de tener un hombro aplastado por la bolsa de ropa —húmeda—.

LA

PARTIDA

COMO último acontecimiento importante en tierra se realizó el copetín a los participantes en el Viking Hotel de Newport. La invitación había sido formulada a las tripulaciones en general, pero el hombre realmente importante era el capitán. En Estados Unidos —y también en las Bermudas, como lo comprobamos luego— se establece una gran diferencia entre el capitán y la tripulación. El que actúa de primer oficial o de navegador, suele poder acompañarlo o representarlo, pero el resto no cuenta para nada. Esta modalidad tiene dos causas principales, según colegimos: la primera es que aún quedan aristocráticos resabios del tiempo de la Clase J, en los que las tripulaciones eran profesionales y que en la actualidad se han transformado en un nuevo tipo, el de "amateurs - mantenidos", sujetos grandes y fuertes, empleados por los propietarios de los barcos en sus negocios particulares, porque son buenos yachtsmen, con sus cuotas de vacaciones adecuadamente distribuidas en la temporada de regatas. La otra causa, quizá más moderna, reside en una cuestión de números: cuando en una prueba participan ciento treinta barcos, con un promedio de seis hombres por unidad, una invitación a las tripulaciones reúne —sin contar esposas y otros deudos o amigos— la bicoca de setecientas personas, o, mejor dicho, setecientas bocas capaces de trasegar por lo menos tres whiskies por hora, lo que da dos mil cien whiskies cada sesenta minutos. Si la reunión dura, por ejemplo, tres horas, el espirituoso líquido bebido asciende a la bonita suma de seis mil trescientas unidades, causa por la cual es preferible restringir las invitaciones a la plana mayor solamente. O cobrar los tragos, como ocurrió en el Viking. De la enorme concurrencia únicamente tres personas, dos naturales del país y un inglés, fueron amables con nosotros: Loomist, Bud Bombard e Illingworth; el resto de los presentes nos ignoró totalmente. Loomist (White Mist) y Bombard (Angelique) habían estado en Buenos Aires y habían corrido a Río de Janeiro. Illingworth reconoció a Jorge y a Rodolfo, ex-tripulantes del "Joanne" en una Fastnet, y nos contó que acudía a la Newport-Bermudas con un barco diseñado especialmente por él para la regata, el "Uomie", y con miras a ganarla. En boca de cualquier otra persona esto hubiera sonado a pedantería; mas en la suya era el resultado de un largo estudio de la zona, de la regata en sí, de los competidores y de todos los factores que intervienen en un acontecimiento de ese tipo. Mientras nosotros dialogábamos por allí, el Capitán asistió a una reunión de comandantes, donde llenó perezosamente una serie de formalidades y recibió las últimas instrucciones y un reto particular de la máxima autoridad de la regata, Mr. Dupont, comodoro del C.C.A., por 47


no haberse presentado antes, reto que no alcanzó a sacar a Pancho de su habitual tranquilidad. Sólo quedó un poco impresionado por los galones que ostentaba, Mr. Dupont en la manga, vieja costumbre marinera de un país sin revoluciones, en donde los galones en los civiles son apreciados como un honor.

La mañana del día —por fin— de la largada amaneció estupenda: brillante, luminosa y llena de viento. Lo que no obstó para que Tito y Rodolfo se dedicaran, como siempre, a serruchar, arreglar y atornillar, continuando la infinita labor, a la que le faltaban, por lo visto, algunos infinitésimos que impedían a los incansables darla por terminada. El resto de nosotros daba vueltas por allí o conversaba con los curiosos del muelle, entre los que se contaban tres señores de algo más de sesenta años, uniformados con sacos marinos y gorras blancas con el escudo del New York Yacht Club, típicos ejemplares de la "quesera" local que observaban atentamente y con aire muy crítico nuestros preparativos v los de los demás barcos cercanos. Como dije antes, el viento soplaba duro y la maniobra de desatracar venía costando a los que salían numerosos golpes y costalazos contra los muelles y los otros yachts. Ya que teníamos público y éramos los únicos con bandera argentina decidimos organizamos cuidadosamente para tratar de efectuar una maniobra impecable. Cuando todo estuvo listo en su sitio, largamos un calabrote que se llevó por tierra hasta la punta del siguiente muelle perteneciente a nuestro "peine". Luego, muy lentamente, retrocedimos a máquina — situación en la que el "Santa Rosa", como la mayoría de los endemoniados veleros, no gobernaba un ápice— mientras se cobraba el calabrote, llevando la proa hacia el viento. En cuanto ésta empezó a caer hacia la otra amura, desde tierra soltaron el cabo y dimos máquina adelante: el barco partió sin ni siquiera una pequeña carambola. Los tres viejitos, entusiasmados con la maniobra, se inclinaron sobre el muelle para gritarnos en tono muy parco: —"Good work, Santarosa!". Por provenir de quienes venía, esas palabras tuvieron enorme importancia para nosotros, tanto como lo hubiera sido un beso de Marilvn Monroe.. . bueno, quizá no tanto; pero igual nos importó que elogiaran nuestra primera asomada al vachting americano del norte. Lo demás estaba por verse: nos esperaba una regata de mar, en un mar poco conocido, en un barco en que por primera vez corríamos y que había recibido un handicap sumamente desfavorable, encabezando la categoría "B" entre barcos más grandes que él y de conocida actuación oceánica, a todo lo cual había que añadir el cansancio que nos había dejado la agotadora preparación del "Santa Rosa" en tan poco tiempo y en aguas extrañas. 48


Momentáneamente, todo problema que no fuera la largada misma se borró de nuestras mentes. La bahía, extraordinario escenario natural cabrilleaba bajo el sol v en sus olas verdes el viento se encargaba de ponerles piel de gallina. Cientos de barcos, el ciento que intervenía y el par que lo despedía iban asomando a las aguas libres de Brenton Reef. La línea ya estaba establecida entre el rojo barco faro y un imponente buque de guerra en el que se hallaba la comisión. Otro, gemelo, fondeado en las cercanías, tenía por especial misión confundir a los participantes extranjeros. Pero la prolijidad del Navegador no permitió que se saliera con la suya y la rava fué perfectamente situada e identificada a fin de estudiar la estrategia que se usaría para cruzarla. Todos nosotros, quien más, quien menos, teníamos nuestro nudo marinero en la garganta. Recién entonces comenzaba el acontecimiento —tan esperado por algunos lectores— que tan lejos nos había llevado, que tantos desvelos y trabajos nos había costado, por el que tanto nos habíamos afanado hasta las últimas horas previas a ese momento. Y ahora nos atacaba el "trac" que tanto temen los artistas antes de entrar en el escenario. Para nosotros el escenario era ese mar nuevo, la obra a representar —¿ tragedia o comedia?—, la regata y el público, los que desde Buenos Aires se interesaban por el comportamiento del "Santa Rosa" y los que en Estados Unidos, con cierta displicencia, deseaban ver cómo se portaban estos sudamericanos, que ya habían sido precedidos, en regatas anteriores, por algunos muy duros de pelar. Soplaba seriamente. Después supimos que había rachas de 35 nudos. Sin conocer el dato exacto, por el mero aspecto del agua, lo presentíamos. No había dudas que tendríamos viento franco, pero de lo que no estábamos totalmente seguros —como siempre que está de través— es que fuera, lo suficiente para izar spinnaker. Navegando con mayor sola reconocimos la zona, sorteando barcos de toda lava, muchos de los cuales ostentaban colgando del pulpito de proa la bandera a cuadros indicadora que eran participantes. Salieron a relucir los trajes de agua y mientras el Navegador daba las últimas indicaciones, los barcos grandes cruzaban la raya —pues se largaba por clases— aclarándonos la duda: todos izaron spinnaker. El Navegador empezó a cronometrar ; la línea era extensa v el viento se mantenía, por lo que no era posible confiar en las señales acústicas y menos aun en las visuales —un complicado sistema de bolas negras izadas en la maraña de cables del palo del buque de guerra—. Tratamos de ubicar bien al "Santa Rosa", pero como siempre, el tiempo nos resultó corto. León apremió para que fuéramos hacia la partida y Choclo y Tito fueron a proa a izar nuestro spinnaker, el "Fiesta". Con el tangón establecido se comenzó a elevar la vela empabilada; mas no bien habían subido un par de metros, cargó una racha y rompió los pabilos. Aquellos no sé cuántos metros de paño negro, rojo y amarillo se inflaron de pronto arrastrando a Choclo y a Tito, mientras ambos aullaban órdenes ininteligibles, a las que se sobrepuso oportunamente la voz del Navegador: —. . . ¡Iza!......¡Arriba con todo! —;Nos vamos a pasar! — gimió alguien. —¡Ya no se puede arriar: iza! Dando un restellazo la vela se había liberado de los que la retenían y volaba incontrolada. Los del molinete daban manija como endemoniados y otros trataban de templar las escotas. Pancho, al timón, empopó con calma y de pronto todo estuvo en su lugar y el "Santa Rosa" devorando olas a diez nudos hacia la línea sin que nada pudiera detenerlo. La maniobra había sido desastroza, pero el espectáculo alrededor nuestro indicaba que no éramos los únicos payasos. Otros barcos andaban a los zig-zags y a los tumbos con las spinnakers a medio izar o engalletadas. Un barco inglés llevaba un tripulante grande y gordo colgado de la driza a dos metros de la cubierta; nunca supimos cómo se las arregló para 49


bajar sin arriar la vela, pero el hecho es que no la arrió. Importantes yawls se nos venían encima con todo el trapo trabajando y con una finta de último momento se salvaba el encontronazo, mientras nuestro aparejo temblaba del esfuerzo a que era sometido. En medio de esa baraúnda con espuma salada habíamos cruzado la partida exactamente en el instante en que la comisión arriaba la última de sus condenadas bolas y encabezábamos la serie, más por inconscientes que por machos. Cerca nuestro bramaba el "Minots Light" un monstruo de 55 pies y un poco más allá el "Mah Jong" hinchaba su parachute celeste. La lucha inmediata por sostener la delantera nos obligó a establecer el cuchillo, endemoniada sábana en la que me detendré más adelante, en tanto que por allá atrás el "Ondine" se atravesaba al viento y se quedaba más de cuatro minutos con la mitad de la cubierta sumergida y el spinnaker rebotando en las olas. Pero no teníamos tiempo para dedicarle a tan edificante espectáculo: atender al "Santa Rosa" era tarea y diversión más que suficiente. De pronto hubo un recalmón y una franqueada. Se arrió el cuchillo y se abrieron escotas. El spinnaker empezó a datear y desinflarse. Fué entonces cuando se le ocurrió aparecer a Rosenfeld a fotografiar el barco. Ya el "Minots Light" nos había pasado y el "Mah Jong" se mantenía atrás, un poco a barlovento. Así continuamos hasta que oscureció, con poco viento y despegándonos de los demás barcos para poder pensar con más tranquilidad.

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EL PRIMER DÍA Con la euforia de la partida toda la tripulación se mantuvo en cubierta. Recién al anochecer se establecieron las guardias como Dios manda. Cada una agrupó cuatro tripulantes, dejando fuera al Navegador, lo que significó para él, como siempre, de guardia continua mechada con alguna que otra hora de sueño. La guardia A la formaron el Capitán, Jorge, Tito y Rodolfo; la B, Choclo, Carlos, Manolo y yo. Dentro de cada guardia los cargos estaban cuidadosamente distribuidos: en la nuestra había dos timoneles (Choclo y yo), dos cocineros (Manolo y yo) y un "mente tornillo" (Carlos). Esta última denominación es un tanto femenina: para la mayoría de las mujeres, el tornillo es sinónimo de mecanismo — y por ende, algo complicadísimo —. Cuando a una mujer se le descompone el automóvil, jamás dice "se le tapó el carburador" o "la válvula de admisión no cierra" o "tengo un amortiguador suelto"; simplemente generaliza: "no andaba un tornillo y el auto se detuvo". Este admirable poder de síntesis permite concretar en dos palabras un concepto tan largo como que Carlos tenía la mente especialmente adiestrada para pensar y resolver los problemas concomitantes con los motores de combustión interna. La guardia A estaba integrada por tres timoneles (Jorge, Tito y Rodolfo), ningún "mente tornillo", ningún cocinero y un Capitán (Pancho). De esta forma se consiguió que los timoneles timonearan; que un cocinero no pisara la cocina (yo) y que el otro (Manolo) cocinara durante su guardia y fuera de ella; que el motor —y por consiguiente, la heladera— funcionaran sólo en los raros ratos de vigilia de Carlos; y que siete tripulantes jugaran al capitán (excluidos el Capitán propiamente dicho y el Navegador, que como sabe mucho, dice poco.) Nuestra guardia se adueñó del timón a las 20.00, con viento tendiendo a calma y con el genoa arriba. La spinnaker se había arriado unas horas antes porque nos derivaba demasiado del rumbo que deseábamos seguir. A poco de estar en cubierta, sin embargo, la brisa se franqueó y decidimos establecerla de nuevo. Por cierto que la guardia saliente, aun imbuida de la nerviosidad de la partida, no se quedó inactiva y colaboró en la maniobra. Tito, especialmente, no podía con su genio; su apodo de infatigable no se lo había ganado en vano. De cualquier modo él era el autor de la organización de la maniobra de proa, por lo cual se sentía entre responsable e indispensable, lo que pronto era corroborado por los tripulantes proeles, que tarde o temprano pidieron su auxilio, por lo menos esa primera noche. Primera noche que, aparte de ser extraordinariamente fría ,tuvo la gentileza de mostrarse apacible y bondadosa: el mar con ola suave, el viento calmurriento y franco.

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Para Choclo y para mí aquello de timonear con rueda seguía siendo una novedad; a cada rato descubríamos una ventaja o un inconveniente insospechado; pero en cambio si estábamos seguros que debajo de los pies se movía un barco serio e importante. Mentalmente jugábamos a los piratas, conduciendo con dura mano el bajel mientras oteábamos el horizonte en procura de suculentas presas... que en nuestro caso particular eran los competidores de nuestra serie. Porque la noche estaba plagada de luces, en el cielo y en el mar. Las del mar indicaban enemigos; las del cielo eran de exclusivo uso de los señores navegadores. Todas se movían, unas hacia atrás, otras hacia adelante, paralelamente a nosotros: ésas eran las peligrosas. Las otras las volveríamos a ver la noche siguiente por nuestra proa, caminando hacia popa y dejándonos ganar por el momento esa carrera de la liebre y la tortuga en la que a la postre saldrían vencedoras, abrumadoramente vencedoras, por una eternidad sin handicap. En ese momento no sabíamos que muchas de las otras también nos vencerían, pero con handicap. Lo narrado hasta aquí ocurrió el 14 de junio. Para ordenar lo que falta de la regata acudo al socorrido recurso de los navegantes: al diario de a bordo. En esta ocasión no pude hacer lo mismo que en la regata a Rio de Janeiro del año 1956: enviar mensajes en botellas a mis amigos de la costa. Este primitivo sistema de correo no pudo ser utilizado aquí por la sencilla razón que ningún amigo esperaba mis botellas en la otra punta del Gulf Stream y porque en el Santa Rosa se consumían más latas de cerveza que líquidos de noble envase. Sin embargo, como día a día llené hojas de mi cuaderno de apuntes, ahora, llegada la ocasión propicia, les saco el moho, les rasco la sal, los descubro bajo las manchas de café, descifro lo borroneado, invento lo borrado y adelante.

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Junio 15. Primera madrugada en el Atlántico Norte. Su característica más destacada es que es exactamente igual a la del Atlántico Sur: hace frió, el sol sale indefectiblemente por donde debe salir y a la hora anunciada por el Navegador, que minutos antes ha estado cazando estrellas con su sextante; en la guardia cunde el sueño y el hambre especializado por un desayuno copioso. Hay calma, aunque afortunadamente no es total. Con el sol rasante comienza el jueguito habitual de tratar de reconocer algún barco que navegue en nuestras aguas; divisamos uno solo. Es un sloop grande que camina o no camina — como nosotros. Inquietos, izamos el drifter, que es tan fino que las condiciones para establecerlo se ciñen entre el viento cero y brisas que apaguen fósforos. Cuando el fósforo no llega a encender, hay que arriarlo o hay que buscar otro fósforo que no esté mojado. De la sagacidad del foguista de turno depende la permanencia de la vela. Del drifter se pasa al genoa grande, que aguanta hasta que las velas no ardan. En los barcos de dos palos existe otra vela cuyo principal objeto es taponar la visibilidad del timonel y trabajar solamente en el ángulo especial que nos lleva al mismísimo demonio. La llaman cuchillo, pero cuya denominación sería flagelo, pues mantiene a la tripulación en excelente estado físico obligándola a izarlo y arriarlo cada pocos minutos. Para las cabezas pensantes, además presenta el aliciente de agregar una incógnita más a las innumerables que rigen la técnica velera. Sobre la bancada de babor está la radio. La hemos sacado afuera para entretener el ocio de la calma. Sobre la bancada de estribor yace el First Mate. En algún momento salió por sus propios medios después de haber sido despertado para integrar la guardia; se asomó a cubierta, premió con una sonrisa a sus verdugos, que interrumpieron su bienestar en la cucheta, miró alrededor, consultó el reloj, tuvo un escalofrío — comentando algo sobre el termostato de su cuerpo, que ya lo haría reaccionar, por lo que empezamos a dudar si su aurículo y su ventrículo no estarían conectados por válvulas esmeriladas—, se tumbó en la bancada y se quedó instantáneamente dormido. Debido a que el apellido del First Mate es Stábile, a esta sabia maniobra se le llamó desde entonces "stabilizarse". La radio nos ofreció programas extraños desde las partes del mundo donde esa hora no era una hora absurda para estar de pie, hasta que se despabiló el First Mate, probablemente por exceso de sueño, y comenzó a hurgar el motor, cuyo ruido enfrió nuestras veleidades de radioescuchas. El diesel arrancó bien; se conectó la heladera y el moja-pies del cockpit inició su labor. Todo transcurría en la más deliciosa normalidad, perfumada por un apetecible aroma a panceta que surgía de la cocina y la visión de algunas caras de la otra guardia que se aprestaban a reemplazarnos en nuestra dura labor. Para ocho de los nueve enclaustrados en este barco a vela, la palabra labio se asocia inevitablemente con la suculenta fracción de mujer que cada uno tiene por ideal. Suena a suave, a dulce, a rojo. Para el noveno, el Navegador, significa otra cosa distinta: que comienza la incógnita... Porque a los labios que se refirió León cuando corroboró la posición del Santa Rosa, fueron los de la Corriente del Golfo, principal aliciente y máximo enemigo de los que corren esta regata. —Estamos entrando en los labios de la corriente — nos informó desde su cubil. Si: por ahora eran los labios y nada más; luego sería su mordisco, su bocado total y, como buena representante del sexo femenino que es, ningún hombre sabe exactamente cómo terminará el asunto. Su femeneidad se confirma por su inconstancia, por sus vueltas y revueltas, por sus veleidades, por su misterio rodeado de suavidades. Con sutil velo de 53


nubes cubre el cielo para impedir o por lo menos para dificultar observaciones celestes; sus meandros ignotos tan pronto desvían de la ruta, como retrasan, como empujan. Su abrazo también es cálido: apenas se nota al principio, se acentúa hacia su seno, se enfría al largar la presa. Allí fundamentalmente, se pierde o se gana esa regata, sin que ninguna estadística haya podido establecer con exactitud total cómo conviene tomar el cruce, aunque mucho se ha escrito y opinado sobre este particular. Navegamos en aguas pobladas de animales marinos. Pero los muy tímidos no se dejan ver. Solamente las alegres toninas descubrieron el nuevo juguete: la proa del Santa Rosa y hacen cabriolas tan cerca de la roda que podríamos tocarlas. Se zambullen en el aire como nosotros lo hacemos en el agua y vuelven a su medio para nadar mostrando su lomo, dejando oir su veloz resoplido y ese chirrido que según se dice es un medio de comunicación entre ellas. A media tarde ocurre un episodio de antigua extirpe. Jorge se yergue de pronto en el cockpit, señala hacia el mar y lanza el famoso y antiguo grito: —¡There she blows! El resoplido, el famoso surtidor de los grabados de los viejos libros sobre balleneria ha denunciado la presencia de una ballena. Está lejos, por la aleta y navega rumbo al norte. Se anota el episodio en el diario y se distribuye entre la tripulación una ración de grog para rubricarlo — léase whisky —. Suena muy agradable para nosotros, en el fondo marineros de agua dulce, para contar displicentemente: — ...y vimos una ballena por estribor...

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LA NEBULOSA Lo que a continuación se narra abarca un lapso de tres días, de los tres últimos días de la regata. Lo que allí ocurrió, lo que entonces acaeció fue anotado a la ligera en un cuaderno. Al releer esas notas tanto tiempo después, encuentro en ellas —oh maravillas del tiempo, severo y astuto crítico— tal frescura, que sinceramente temo marchitarla, como si sacara una frágil planta de un invernáculo para exponerla al sol, si trato de darles una forma más "literaria". Por creer, pues, que el lector palpará mejor ese clima de nebulosa en que vivimos los últimos tramos de la Bermudas 1958, paso a transcribir sin retoques las líneas del cuaderno. Día 15 — Noche. Nos abalanzamos en el Gulf Stream con spinnaker y a nueve nudos. La temperatura es ideal —por lo menos para mí— y el timón de rueda que gime, cruje, resuena, y tiene juego, abruma la mente del timonel y le provoca verdaderos nudos de radios y cubitos, pues es menester no soltar las cabillas si no se quiere perder la noción de dirección. Pero los nueve nudos duraron poco. Como quien entra en un pozo, atravesamos el límite de un recalmón. La ola sigue y la red de la spinnaker no se ha izado porque quedó anotada en una de las listas que no pudimos completar a tiempo. Resultado matemático: un 8.888 en la vela. Zafarrancho, miradas severas de Tito y setenta minutos de interjecciones y lamparazos a proa mientras Choclo, el infortunado timonel del momento, espera aislado allá en popa sin que nadie le cuente lo que ocurre a proa. Al fin alguien vuelve y le resume: "16 vueltas, muchacho. Creo que es un record. Arriando de a poco lo que se dignaba bajar y buscándole la vuelta a la vuelta, ya está arriba de nuevo. Y el tormentín también, a media altura, para reemplazar la red". Día 16 — Madrugada. Un sloop que divisamos la tarde anterior más o menos con rumbo paralelo, al nuestro ya no se ve. O lo dejamos atrás o... el 8.888 nos retrasó más de lo que creemos. Por ahora el barco ha vuelto a andar mucho y a media mañana se repite el episodio de la ballena; pero esta vez son tres —cachalotes quizás— que cruzan nuestra proa. El timonel sin confesar el miedo por los monstruos que todos secretamente sentimos, orza un poco para evitarlos y pasan a unos doscientos metros a estibor. No soy muy grandes y ya tampoco son noticia. Haber visto cuatro cetáceos en toda la vida no es óbice para que nos sintamos totalmente familiarizados con el espectáculo. Mediodía. El Santa Rosa se convierte en fragata: spinnaker, el tormentín como red, rastrera, mayor, cuchillo y mesana. Es un bonito espectáculo para todos menos para el timonel cuya presencia entre tanto trapo lo hace parecer a Sigfrido entre bambalinas. Lo cierto es que no ve hacia adelante, ni hacia arriba, ni hacia sotavento. Por suerte aumenta la brisa y el barco se torna ingobernable con tanto paño. Se limpia el tendedero y queda el genoa que ya rinde. Además es menester protejer el tangón que nos queda, pues en una trabuchada matutina se fisuró el otro. El mar es azul tinta. El cielo cubierto por una calima que impide al Navegador efectuar sus ritos matemáticos. Nuestra situación, solo dada por la estima y a la que se suma la incógnita de la corriente, es un tanto incierta. Pero el Santa Rosa sigue filando lindo hasta bien entrada la noche, en la mitad de la cual retornamos al spinnaker (esta tediosa explicación del cambio de velas da una idea del tiempo que tenemos: brisas suaves a moderadas, popa, través, popa nuevamente). Día 17 — A la mañana, recalmón. A eso de las nueve, Jorge, nuestro "pequeño vigía Lombardo", que ni es pequeño, ni Lombardo, pero que ve muy bien a través de la lata de cerveza a la mañana, del vaso de vino a mediodía y del de whisky después de las siete, 55


descubre una vela. Debe haber algo de relación entre la posición nelsoniana de sostener el anteojo de un solo tubo y el gesto de empinar un vaso en el que tintinea el hielo. La verdad es que Jorge descubrió las ballenas, el avión cuando aparecía y a misteriosos contrincantes que solo se dejaban ver asomando sobre el horizonte como el pañuelo del mar. Se decide más que se ve, que es un schooner o una goleta grande y los optimistas opinan que se trata de la cola de la clase A; los pesimistas no dicen nada. Pero todos están acuciados por el mismo deseo: caminar lo más posible; la posición de la mañana dio a 180 millas de Bermudas. Entonces sobreviene la calma. Ya no se trata de un recalmón: el mar se ha vuelto aceite y las velas envejecen de arrugas. Cada uno toma la calma con más o menos ídem o disimula su tensión como mejor puede. El First Mate duerme hasta que se cansa de dormir; luego permanece echado, con los ojos abiertos y mirada de Sidharta hueco; en realidad la calma no altera mucho su ritmo de vida a bordo, porque aparte de ocuparse del motor de cuando en cuando, las guardias para él se pueden definir como la obligación de pernoctar una horas en el cockpit en lugar de la cucheta. Choclo, en cambio, se levanta y se dedica a un extraño ejercicio calma nervios: entre el reloj y el barómetro se ha colgado una madeja de hilo fino que se engállete en algún momento; allí se sienta, apunta con la nariz al nudo máximo, bizquea a dos centímetros de él, saca un chicote y lo persigue por su tortuoso recorrido; parece, allí instalado, una enorme araña invertida que primorosamente desteje su tela, desafiando impertérrito, con la barba que ostenta, el grave peligro de quedar con la madeja puesta en su hirsuta faz para siempre. El navegador trata de tomar alturas, calcula, lee pasea y afirma perogrullescamente "que le gustaría estar caminando". Tito duerme reglamentariamente, se despierta reglamentariamente y no dice nada. Manolo martilla misteriosos clavos, cocina, maniobra, limpia, guarda y rezuma impaciencia con callada discreción. Rodolfo o timonea y rabia o duerme con cara de enojo. El Capitán la ignora plácidamente. Jorge toma la calma como toma todo: tomando algún líquido agradable, bromeando y repartiendo chistes. Y yo escribo pavadas en este cuaderno. Las dos actividades principales son: cumplir con la guardia sin sufrir un ataque de desesperación y comer; el desayuno de hoy, en mesa puesta, estuvo compuesto por: copos de maíz con leche fría o caliente; huevos duros; tostadas con manteca y mermelada de frambuesas; jugo de naranja y/o cerveza —para algunos—, café y té con leche. Transcurre el día entre calmones totales y débilísimas rachas que obligan a constante atención y a interminables cambios de velas —genoa, drifting sail, spinnaker, de vuelta al genoa y así sucesivamente—. La radio, entretanto ha pescado Bermudas y vomita noticias alarmantes: que el Good News está a 70 millas de la llegada, caminando a seis nudos — nosotros estamos a 170 y no caminamos un cuerno—; que la B la puntea fulano o zutano; que el Touché —el menor de nuestra serie— anda por allí no más, etc., etc. Y pronósticos de tiempo, de vientos que no llegan. De pronto cunde el delirium tremens y Jorge desencadena la histeria general desorganizando lo único que estaba medianamente organizado a bordo: las guardias. Primeramente se sirve un cocktail de la tarde, convite especial del Capitán, para levantar los ánimos; tanto los levantamos que se calcula que llegamos esa noche y se decide quedar todos alerta haciendo caminar el Santa Rosa a cualquier precio. Pero e) viento no se vende y no colabora. Salta una brisa absurda que nos obliga a derivar hasta el punto trágico de la duda sobre el borde que acerca. Día 18 — De mañana, el viento comienza a prestarse, hasta que otra vez nos encalmamos. La radio, como las mujeres y los refranes que siempre tienen razón porque se contradicen, presenta con toda frescura un panorama que nada tiene que ver con el anterior; pero entre 56


todas las combinaciones de barcos y millas que anuncia, la peor noticia es que —"Si es así, afirma caballerescamente Jorge, nos ha emplumado". Súbitamente viene una nube y se larga un chubasco fuerte; arriamos genoa y cuando terminamos de establecer el foque, calma y salta a popa un soplo como para spinnaker; mientras preparamos la maniobra aparece otra nube y se vuelve a la racha de proa: que pronto calma: el juego del gato y el ratón. Mitad por cansancio, mitad por ratones, establecemos genoa y decidimos aguantar lo que venga. Aparece una brisa aparentemente estable. El Santa Rosa se pone en ocho nudos, rumbo a la línea de llegada; más cuando empezamos a alegrarnos, desaparece y quedamos muertos y con un mar de fondo que enloquece todo. —"Cuidado con caerse al agua, apunta el Navegador desde su cubil, porque hay cinco mil metros de profundidad...". Estamos sobre la Fosa de Bermudas, que a este paso amenaza ser la nuestra, vía la locura y el agotamiento mental. Queda solamente el consuelo de los tontos: seis barcos hay alrededor nuestro en la misma situación; el mar se ha comenzado a poblar; los rumbos comienzan a converger. A poco, otra racha, de la otra amura: de nuevo a ocho nudos, atropellando olas y con el barco goteando por todos lados. La Zenith, que se complació en dar malas noticias hasta entonces, se burla de nuestra situación cantándonos Stormy Weather. La noche se complica con la aparición de veinte o treinta barcos en nuestra área, pero el inmutable Navegador se da uno de los gustos de su vida. Después de tres días en la calima de la corriente del Golfo, vemos una luz intermitente a proa. Desde adentro León la individualiza como la baliza de recalada, en los callos más afuera de Bermudas. Para montarla hace falta modificar el rumbo cinco grados; le echamos en cara su falta de exactitud, pero él nos sonríe beatíficamente: nos ha "puesto" en Bermudas, lugar que si se le erra por un par de millas y se pasa de largo solo tiene otro punto fijo: las Azores. Ya cerca de la luz un monstruoso yawl se nos abalanza por barlovento con el inevitable sujeto aullando e iluminando la vela de proa desde el pulpito; lo identificamos como el Minots Light en el preciso instante que revienta el arraigado de la escota de mayor y todo comienza a golpear. Tito y Rodolfo acuden con sus armas y el arreglo, aunque breve y efectivo, nos obliga a dar una extensa derivada, adecuada para armarnos un lío tremendo con la línea de llegada. Las instrucciones eran claras: entre el faro de St. David y una boya roja a destellos lentos; la comisión iba a estar en tierra y cada barco debía lanzar una bengala blanca cinco minutos antes de cruzar la raya, una roja en el momento de hacerlo y destellar en morse su identificación. Lo que no decían las instrucciones era que también había una boya colorada a destellos rápidos que marcaba un bajo de coral, que la débil luz fija de St- David estaba oculta por unas torres llenas de luces rojas, como arbolitos de navidad rusos; que un enorme barco de guerra fondearía cerca y jugaría con un enceguecedor reflector, que iba haber treinta millas de viento con llovizna y que en el preciso instante de entrar nosotros también se les ocurriría hacerlo a otros treinta y cuatro barcos.

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Aquello se convirtió en una fantasmal orgía de bengalas blancas, bengalas rojas, destellos de morse y encandilamiento con el reflector y en el más maravilloso juego malabar de evitar colisiones. Nosotros comenzamos bien nuestro zafarrancho de llegada: cruzando la línea al revés y recruzándola muy luego en el otro sentido, duplicando por lo tanto el número de bengalas y destellando con tartamudeces hacia lo que resultó no ser tierra. En la imposibilidad de mejorar lo presente y ya con los nervios a la miseria especialmente el timonel a quien cada uno le preconizaba un encontronazo diferente, optamos por arriar; arrancar la máquina y dar una vuelta alrededor del buque de guerra. En su popa caminaba un oficial con el que intentamos comunicarnos, pero nos respondió calmosamente que él no tenía nada que ver con eso de la regata. Decidimos que pertenecería al ejército de la India y que se había extraviado y optamos por apuntar a tierra. Un yawl de plástico nos pide remolque y nos recomienda tomar un práctico para entrar, ya que la boca del puerto de St. George, adonde hemos decidido quedarnos el resto de la noche, es angosta y bordeada de corales. La única seña que fue perfectamente interpretada y obedecida consistió en el linternazo con que llamamos la atención de una lancha cargada de prácticos "free lance" que andaba sorteando barcos por allí. De la oscuridad brotó la lancha y de la lancha subió a bordo ágilmente una dentadura blanca y una espesa lengua colorada que modulaba un inglés absolutamente incomprensible, aún para el lenguaraz oficial. La dentadura se sentó tranquilamente en la carroza y mediante gestos y chasques a popa, comenzó a dirigir el Santa Rosa. Dije una dentadura, porque hasta que no lo iluminamos discretamente con la linterna no se perfiló su cara negra, su capote negro y sus simpáticos ojos negros. Como ya el avisado lector habrá colegido por la manera de pronunciar las erres, se trataba de un negro. El paso al puerto de St. George merecía práctico. Entre dos paredes de coral que parecen tocarse, se penetra a una laguna tranquila. Allí fondeamos y llegó el momento del pago del pilotaje. El negro gangoseó algo relativo al calado que se interpretó como un dólar por pie de calado del barco piloteado. Creo que fue Jorge el que le tapó la boca en gesto sorpresivo al Navegador cuando este comenzaba a preguntar, con ese sentido de la corrección que lo caracteriza, si se trataba del calado con orza o sin ella y con la esperanza de que el piloto no hubiera entendido, nos apuramos a pagarle... sin orza.

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Cuando todo estuvo más o menos amarinado, miramos alrededor: las colinas contenían una ciudad blanca de techos escalonados. Del otro lado del faro seguían los destellos y las bengalas. Para nosotros había terminado la regata y empezaba el asombro de estar en ese sitio tan mentado, tan lejano y de haber llegado allí como corresponde, a vela, con ese trasfondo de descubridores que otorga el hecho de viajar embarcado y por propios medios. Pero aún permanecíamos un poco en la nebulosa. Una sensación de paz increíble reemplazaba la tensión de unos momentos antes y hasta hubo pedidos de disculpa por haber estado rudo con el timonel en el pandemonio del cruce de la línea. El día siguiente traería la sorpresa de la luz, de la blancura y del color de esa isla notable. Pero eso era harina de otro costal. Aquí termina Bermudiana para alivio de muchos aunque quizá no por largo tiempo, ya que no hay ninguna garantía que el autor no vuelva a cometer alguna otra nota. Fin al fin. Post Scriptum: Para aquellos que aman las cifras acotaremos que el Santa Rosa se clasificó décimo sexto en su clase y septuagésimo segundo en la clasificación general. No cualquiera puede ostentar el galardón de poseer cifras tan altas en su ranking...

"No se trata que Bermudiana sea tan larga, sino de que 14 capítulos para Yachting Argentino no tienen porqué representar la vulgaridad de sumar catorce meses". OFIDIO

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