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Francisco Trinidad. El reloj de don Argimiro

Francisco Trinidad

El reloj de don Argimiro

Artemio Miguélez tiene una joyería en el pueblo y es un profesional reconocido. Aunque, para ser exactos, hay que decir que tiene la única joyería del pueblo. Por ella hemos pasado todos a comprar nuestros anillos, relojes, joyas, placas… todo lo que hemos necesitado hasta la aparición de Amazon, que nos trae las cosas a casa, sin cotilleos, tan propios de las tiendas pequeñas de los pequeños pueblos.

Pues bien, Artemio está últimamente muy activo en las redes sociales. Anuncia sus productos, divulga sus ofertas y, con uno y con otro, hace visible su negocio. No suele meterse en dibujos ni en camisa de once varas. Por eso sorprendió, la semana pasada, el que publicara una foto bastante desenfocada, pero en la que se veía a nuestro párroco, don Argimiro, con un comentario del joyero que no ha pasado desapercibido: “Si ustedes se fijan —decía el Artemio en Facebook— don Argimiro lleva en su muñeca izquierda un reloj espectacular: un Hublot Big Bang con caja de Titanio y cristal de zafiro, entre otras cosas que elevan su precio a más de 20.000 €. No sé cómo casa esto con el voto de pobreza que aceptan los curas, pero debemos felicitarnos de que el cura de nuestro pueblo pueda permitirse este reloj. Un lujo.”

Como suele decirse ahora, en estas situaciones, las redes sociales ardieron. El mensaje se divulgó en todos los grupos y se comentó en todos los mentideros. Hasta a don Argimiro le llegó el rumor, que miró y remiró aquel reloj, de cuyo valor —si hay que creerle a él— no tenía noticia. Y tomó una decisión que creyó acertada y, sin embargo, acabó por volverse en su contra.

El domingo, en la misa de doce, predicó sobre el lujo y la pobreza y trajo a colación el episodio del evangelio de San Marcos, 12, 38-44:

Jesús estaba una vez sentado frente a los cofres de las ofrendas, mirando cómo la gente echaba dinero en ellos. Muchos ricos echaban mucho dinero. En esto llegó una viuda pobre, y echó en uno de los cofres dos moneditas de cobre, de muy poco valor. Entonces Jesús llamó a sus discípulos, y les dijo: —Os aseguro que esta viuda pobre ha dado más que todos los otros que echan dinero en los cofres; pues todos dan de lo que les sobra, pero ella, en su pobreza, ha dado todo lo que tenía.

A partir de ahí, explicó don Argimiro que lo único que le separaba de aquella viuda era el malhadado reloj —no se atrevió a decir “maldito reloj” por aquello de las buenas formas— y agregó que, para que no quedaran dudas de su voto de pobreza, tras terminar la

misa, en el salón parroquial y para los que estuvieran interesados, iba a dar explicaciones sobre el asunto, que nada tenía que ver con su labor pastoral. —Y algo más —dejó caer sin que nadie entonces alcanzara su significado.

A las 12.55, una vez terminada la misa, el salón parroquial estaba medio lleno: unas treinta y cinco a cuarenta mujeres, sentadas en silencio, esperaban las explicaciones de don Argimiro. Solo un hombre, de pie y al fondo de la sala, rompía el quorum femenino. El teniente Ramírez del Olmo, vestido de paisano, tal y como había asistido a la misa dominical, también esperaba lo que tuviera que decir su amigo el cura.

Don Argimiro entró en el salón cuando daban las 13:00 horas. Con voz compungida y un poco de teatro innecesario, explicó que había pasado unos días del verano en Torrevieja, con su hermana, y que una tarde, paseando por los tenderetes que diariamente se montan en el mercadillo del paseo de la playa, compró aquel reloj a uno de los vendedores. —Se habían agotado las pilas de mi reloj y buscaba otras por el mercadillo, cuando un vendedor de aquellos, creo que era marroquí, me ofreció este reloj —en ese momento se lo quitó de su muñeca— y me pidió 50 euros. Regateamos un rato y acabé llevándomelo por 30. Un poco porque me gustó el reloj y otro poco porque me dio pena el vendedor, que igual no había comido nada en todo el día. Y esa es la historia. No hay más. Ni lujos ni ruptura del voto de pobreza ni zarandajas del tres al cuatro.

Luego añadió que dejaba el reloj encima de la mesa para quien lo quisiera, en señal del poco aprecio que le tenía. —Si fuera tan caro como se chismorrea… No diré nada más. Yo creo que está todo claro.

Y salió del salón, conmovido y confuso. Detrás de él, a grandes zancadas, saltó el teniente Ramírez del Olmo, que cogió el reloj al paso y alcanzó a don Argimiro antes de que llegara a la casa rectoral. —Argimiro —le dijo cogiéndole del brazo—, te has empeñado en dar la nota y lo estás consiguiendo. ¿Y si fuera robado ese reloj? —A estas alturas, ¿qué quieres que yo le haga? —Vente conmigo, anda. Vamos a tomar un vermú en Casa Laura y me cuentas tu vida.

Mientras el teniente trasegaba un par de vermús, el cura tomó un botellín de agua, a pequeños sorbos, mientras reiteraba su historia del mercadillo de Torrevieja. —Sé que me ocultas algo, amigo. Esta historia está bien para las beatas, pero para mi que este reloj tiene demasiada cuerda —le soltó mientras miraba y remiraba aquel reloj.

Al día siguiente se presentó en la joyería de Artemio Miguélez y le puso el reloj encima del mostrador. —¿Tú crees que este reloj es falso? —¿El del cura? Ya me han contado, ya. Conste que no quería montar tanto revuelo.

Luego miró y remiró el reloj, lo abrió con manos expertas, se lo puso en la muñeca y, con una sonrisa irónica, contestó al teniente: —Si es una imitación está muy bien hecha. Lo que no me explico es cómo habrá llegado a un moro de Torrevieja. Casualidades de la vida. —¿Qué quieres decir?

Pero Artemio se mordió la lengua, como rumiando algo que no quería soltar. El teniente Ramírez del Olmo, que no tenía prisa y que vio en los ojos y la actitud del joyero algo más de lo que expresaba, siguió con una tanda de preguntas, unas rutinarias, otras más incisivas, todas ellas acorralando a su interlocutor, que fue perdiendo fuelle, hasta que soltó lo que no quería haber soltado y de lo que se arrepintió inmediatamente, cuando ya era tarde. —Hay un anticuario en Oviedo que busca este reloj desde hace meses. —No me digas más… Bueno, sí, ¿qué pinta este reloj ultramoderno en una tienda de antigüedades? —Ya le digo, teniente, casualidades de la vida.

Foto: Ekaterina Kobzareva

El teniente Ramírez del Olmo viajó a la capital por razones de su cargo y, entre otras gestiones, se acercó a la tienda de antigüedades donde su antiguo amigo Argimiro había empeñado tiempo atrás dos candelabros para saldar una supuesta deuda generada por una artimaña digital. Antes de llegar a la tienda, se colocó el reloj de don Argimiro en su muñeca izquierda.

El anticuario estaba en su mostrador limpiando un par de piezas de cerámica y el teniente le contó una historia muy elaborada sobre una imaginaria desaparición de unos sextercios romanos que habían aparecido en una finca de su pueblo. Pero el anticuario nada sabía. Le hizo la recomendación de que se pusiera en contacto con él si le llagaba alguna información o algún rumor que pudiera serle útil y, antes de salir, le enseñó el reloj y le preguntó si, como había oído en algunos mentideros, estaba buscando uno similar. —O el mismo —dijo dubitativo. —El mismo, imposible. Porque este me lo regalaron mis compañeros del cuartel de Solares en mi despedida —mintió el teniente con toda intención. —Yo tenía uno igual o similar, que me desapareció precisamente el día de los famosos candelabros. Cuando llegó el cura sudoroso estaba lipiandolo, lo metí en este cajón para hablar con él —dijo señalando uno debajo del mostrador— y cuando quise sacarlo, no estaba. No quiero decir que fuera el cura, pero pudo haber sido mientras yo entré en la tienda para llevar los candelabros o coger el dinero que le di o qué sé yo. Es demasiada casualidad, porque este reloj no es habitual.

“Qué cabrón el Argimiro”, pensó el teniente Remírez del Olmo mientras se despedía del anticuario.

Al día siguiente fue a ver a don Argimiro y le puso el reloj encima de la mesa. —Aquí lo tienes, efectivamente es una baratija —le dijo guiñándole un ojo—. Ya sabes, el que roba a un ladrón…

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