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Laudelino Vázquez. Dónde estas Miguel Miralles, XI

Laudelino Vázquez

Foto de George Becker en Pexels

Dónde estás Miguel Miralles, XI

Su Grandísima

Corrió hasta que el aire le quemaba los pulmones. Corrió pensando en Natalia, creyendo o queriendo creer que el final de la pesadilla estaba cerca. Apenas distinguía el brillo de plata del río a su derecha, pero le sirvió de orientación para buscar la salida. ―En algún lugar estará, y voy a encontrarla –se repetía.

Pero no estaba, y el viento empezaba a soplar con fuerza, con tanta fuerza que no era capaz de sostenerse en el suelo. Y de pronto, también empezó a llover, y cayeron dos rayos apenas a cincuenta metros de distancia. Miguel no podía ver, desde la distancia, cómo Ventolín y Nuberu se divertían a su costa, con algo oscuro a sus espaldas que absorbía todo lo que antes parecía una ciudad, devolviéndole su negritud original. ―¿Con este ya se divirtió bastante, Su Grandísima, o quiere que los rayos le caigan encima? Preguntó Nube, volviendo la cabeza hacia la creciente sombra. ―Nunca me divierto bastante –respondió un susurro ronco–, aún falta la traca final. Habrá que dejar a la Rubia que lo intente. ―¿Os fiáis? Esa loca es capaz de cualquier cosa –añadió Ventolín, con un punto de duda en la voz. ―¿Dudas de mí?

La pregunta, en un tono suave, sonó a los oídos de Ventolín como una amenaza clara, así que negó rápidamente. ―Por supuesto que no, Su Grandísima…, por supuesto que no.

Un mínimo temblor en la sombra causó tal desasosiego en Ventolín y Nuberu que se vieron obligados a parar por unos momentos el juego de viento, truenos y rayos que habían desatado sobre Miralles. ―¿Estamos viendo lo que creo que veo? –preguntó entonces Ventolín.

El ronroneo de la sombra le confirmó la sospecha: el brillo dorado, apenas entrevisto en la distancia, correspondía a la inconfundible melena de la Xana. ―Hijos de…

Ni Ventolín ni Nuberu quisieron molestar preguntando de nuevo, sabían de sobra que el siseo con el que la Sombra, ahora casi esférica, dominando por completo todo el paisaje que quedaba a sus espaldas, iba dedicado a los padres de la Xana, porque por alguna razón que Su Grandísima nunca había logrado desentrañar, el encantamiento con el que convirtieron a su hija en un hada de los ríos, confinándola en una cueva, también la hacía inmune a su poder: era el único ser en cualquiera de los Universos conocidos, que podía moverse sin temor a la Sombra. ―No me vas a arrancar la pieza –añadió mirando cómo la figura de la mujer encantada se acercaba a Miguel Miralles.

Oyó cómo la voz delicada de la Xana se elevaba sobre la tormenta y el granizo que ahora estaba desatando Nuberu, para gritarle a Miguel que la siguiera.

Como Robert Jhonson, buscaba algo que no tenía...

―No pares de correr, pase lo que pase –le gritó en ese momento–. No hagas caso de la tormenta, ni de los rayos que puedan caer, solo es artificio: en este universo, no hay clima, ni elementos atmosféricos de ningún tipo. Todo lo que ves son procesos de construcción y destrucción de los pobres dioses astures, que han encontrado aquí el último refugio. Olvidados y sin poder alguno sobre los humanos, aceptaron la oferta de Su Grandísima que les ofreció una última reserva en la que guarecerse antes de que el Olvido les borre por completo. ―No sé de qué me hablas. ―Pues deberías. Si tu no hiciste algo que abriera el Paso, por sí solos ya no pueden acceder al otro lado. Ese fue el precio que les puso Su Grandísima: supervivencia a cambio de aumentar su poder. ―Ahora entiendo menos aún. ―Ni falta que te hace –respondió la Xana–, tú no pares de correr, y vete haciendo lo que te indique en cada momento. ―Casi no me queda aire. ―Pues guarda lo que puedas, queda la parte más difícil.

Miguel extendió la mano en la esperanza de que la Xana le ayudara porque las fuerzas flaqueaban, pero al sentir el tacto helado la retiró con miedo. ―No te preocupes, no es el tacto de mi mano, es el encantamiento. Mis padres prefirieron que me convirtiera en Xana, nunca sabré si para bien o para mal, aunque el hecho de que eso supusiera alejarlos de mí, me hace creer más en el mal que en el bien. Y el encantamiento que me llevó a la Cueva la Xana, me rodea completamente como una finísima capa de piel, de ahí el frío que sentiste. Ah, y de paso me protege del poder de Su Grandísima. Ni Ello ni yo, sabemos por qué, pero me permite un cierto grado de libertad en mis creaciones, y el acceso al Paso: también soy la única que aún puedo ir de un lado al otro, porque hay gente, poca, pero suficiente, que aún me recuerda. ―Por lo que te oigo, vamos hacia ese Paso ¿no? –inquirió Miguel– ¿Eso quiere decir que puedo volver a casa? ―Al menos a tu mundo. Puede que en otro momento del tiempo y hasta en otro espacio, pero es tu única oportunidad.

Siguieron corriendo mientras la Sombra se acercaba rápidamente. El frío que despedía ya alcanzaba a Miguel, que comenzó a tener problemas para seguir avanzando. ―Ya llegamos –le gritó la Xana para hacerse oír en la barahúnda de ruidos que los rodeaban–. Ahora debes desnudarte por completo y lanzarte al río aquí. Yo te acompañaré hasta un punto y ahí tendrás que hundirte y encontrar la gruta y en ella la grieta del Paso. El tiempo es muy limitado, si se cierra antes de que consigas pasar, no sé cuándo será la próxima oportunidad: yo solo puedo sentir el momento en que se va a abrir, pero no tengo ningún poder sobre el Paso. Ninguno.

Ella misma tuvo que comenzar a quitarle los harapos ante la parálisis de Miralles, que había descubierto la Sombra y miraba como hipnotizado. ―Vamos, que el tiempo vuela –le reciminó la Xana–. O saltas al agua o será lo que Su Grandísima quiera.

El agua helada revivió por un momento a Miralles, que descubrió con sorpresa que bajo el agua, parecía desplegarse una luz tenue que le ayudaba a ver a la Xana a su lado y seguir por el camino adecuado. ―Es el resplandor del Paso –le dijo la Xana para animarle–. No estamos lejos.

No quiso decirle que si se veía el resplandor era señal de que ya hacía un tiempo que estaba abierto y que el margen para pasar era ya muy escaso, sobre todo porque la Sombra también se desplazaba por el agua y podría cegar el camino con su oscuridad absoluta. Aunque la Sombra no los alcanzara, Miguel tendría que atravesar un espacio de oscuridad absoluta, desde la superficie a la entrada de la gruta. ―Deja ya de bracear, aquí debajo está la gruta en la que debes entrar: son apenas cuatro o cinco metros hacia el fondo. Luego verás la luz. Dirígete hacia ella y no te pares por nada. Yo tengo que dejarte

―Pero…

Fue lo único que Miralles pudo decir. De golpe, sintió cómo la mano de la Xana le aferraba la muñeca como una tenaza y lo hundía en el agua. Sin fuerzas y sin aire, no tuvo más remedio que seguir el impulso hacia abajo. ―Ahora sí, adiós Miguel Miralles –se dijo.

Pero entonces, vio la débil claridad al frente. ―Un último impulso –pensó, mientras sentía que el aire volvía a sus pulmones.

Entre el agua y el techo de la gruta había un espacio vacío, y apenas unos metros más alto, una especie de abertura palpitante parecía llamarle desde su luminosidad azul. ―¡El Paso! –gritó arrastrándose hacia la orilla.

Notó una leve emisión de calor mientras se acercaba, la sensación de volver a recuperar olores y recuerdos de otro mundo, un mundo real, que era el suyo, y se lanzó de cabeza hacia la grieta.

Cuando ya tenía medio cuerpo dentro oyó la voz. Fría, susurrante, ronca. ―Tú viniste a buscarme por algo ¿vas a marchar así, de vacío?

Era Su Grandísima, la Sombra, la razón por la que él un día se había colocado en un cruce de caminos. Como Robert Jhonson, buscaba algo que no tenía...

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