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Cámara lenta

Hoy, el más atípico de todos los días. Una cadena de acontecimientos. Un suceder de las cosas más allá de mis acciones. O de mis voluntades. El curso de la vida no pide permisos. Cómo comprender los hechos cuando ocurren atropelladamente. Cómo contarlos. En orden cronológico, quizás.

Llegué a la parada temprano. Abordé el ómnibus. Un enjambre intentando salir de la periferia. El ómnibus en marcha. Todo bien. Nada podía salir mal. O sí.

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El olor a quemado. El ruido del motor. El humo. La avería. Todos abajo, dijo el conductor. Y bajamos. Un enjambre en medio de la carretera. Entre la periferia y la ciudad de la luz. En medio de la nada. A lo lejos la luz de la ciudad.

A lo lejos el borde. A la vista solo algunos kilómetros intransitados de asfalto. El conductor vertió agua en el radiador. Movió las piezas. Hizo lo que pudo. Se limpió el sudor de la frente con el antebrazo. Cerca de una hora en eso. Hasta que volvimos a subir. Histérica subí. Histérica bajé en mi parada habitual.

El jefe ni siquiera me permitió llegar a mi puesto de trabajo. Venga a mi oficina, dijo. Lo seguí. A cada paso fui empequeñeciendo. Esa vez el jefe necesitó un microscopio para mirarme. Es la segunda vez en la semana que llega tarde, dijo el jefe. Verá, yo salí muy temprano de la casa, dije. Pero al jefe no le interesaban mis argumentos. Sabe cuántos ingenieros en informática hay en esta ciudad, preguntó. Más de catorce mil, dije. La respuesta pareció irritarlo. Era una pregunta retórica. Por supuesto. El jefe no esperaba que conociera la respuesta. El jefe cree que todos somos imbéciles.

Usted no se da cuenta de la posición en la que está, dijo. Yo estaba de pie sobre la mesa perfecta e iluminada del escritorio del jefe. Las manos al lado del cuerpo. El cuello inclinado hacia arriba. Los ojos fijos en la lente del microscopio a través del cual el jefe asomaba su pupila. Las orejas calientes. La cara caliente. Un ligero temblor de las manos.

Es la segunda vez en la semana que llega tarde, repitió el jefe. La voz gruesa. Ensordecedora. Un trueno la voz. Primero se robó unos minutos luego del horario de almuerzo. Ahora llega más de una hora tarde. La voz me intimidaba. La voz tenía un efecto nocivo sobre mí. Disculpas pedí. Esto no volverá a ocurrir, dije.

Tiene razón, dijo el jefe. Y abrió la boca para arrojar una sentencia. El jefe abrió la boca para decir la sentencia. El sonido se asomó a la punta de la lengua del jefe. El sonido estaba a punto de salir y expandirse por la habitación iluminada. El sonido era previsible.

Predecible. Quizás por eso, el instante previo a la pronunciación fue idílico. Acogedor. Perfecto. La paz previa a los grandes acontecimientos. La paz que antecede a los holocaustos. Por un momento creí que el mundo debía detenerse en ese instante. Congelado el tiempo en ese instante donde aún cada suceso era previsible.

Entonces llegó la voz. Llegó ralentizada. Una cámara lenta. Eeeessss táaassss deeeessss peeeeeee diiiiiiiiiiiiii daaaaaaaaa aaaaaaaaaaa

Después de esas palabras nada volvió a ser lento. Después de esas palabras la vida ocurrió a un ritmo veloz. Entrar a la oficina. Recoger mis cosas. Entrar al sistema por última vez. Explicar a la líder de proyecto hasta dónde logré avanzar. Mirar las trazas.

Notar que han hecho reportes de mi historial en el sistema. Al parecer los de arriba me investigaron. Saben que he descargado archivos de video. Pero ahora ya nada de eso importa. Adiós a mis compañeros. Miradas atónitas. Entrar a la oficina de recursos humanos. Firmar la baja. Liquidación de sueldo. Once días de sueldo. En efectivo. Firmar la nómina. Todo en orden. Entregar la credencial. Llegar hasta la puerta. Hasta el guardia de seguridad. El hombre me cachea el cuerpo casi con tristeza. Casi como si fuera a extrañarme. Casi con cariño, si pudiera existir cariño, acaso, en el acto de manosear un cuerpo.

Cómo te llamas, le pregunto al guardia. El hombre me mira atónito. Yo me justifico. Pregunto cuántos años llevamos trabajando juntos. El hombre no sabe. El guardia no sabe. Cuatro años, digo. Tiempo más que suficiente para memorizar un nombre. El hombre me mira extrañado.

Quiero pensar que su extrañeza no es tal extrañeza sino una emoción mal disimulada. Cosas que los hombres complican. El guardia me mira con ojos cansados. Debe estar próximo a la edad de retiro. Tampoco sé su edad. La edad no me interesa. La edad es un invento sin sentido. El guardia tiene el abdomen prominente. Quizás sea hipertenso. Diabético. Quizás tenga várices. Pero eso tampoco me interesa. Mucho menos a estas alturas. Porque cuando salga por esa puerta comenzaré a olvidarlo todo. Incluso los códigos del sistema de cámaras. El nombre es todo lo que puedo retener de este guardia al que ya he comenzado a olvidar. El guardia me mira a los ojos. Pantalón-oscuro. Camisa-clara. Ese es mi nombre, dice. Luego escupe en el suelo. Luego se limpia los labios con el antebrazo. Juraría que hubo desprecio en el tono de su voz. O al menos algo muy parecido al desprecio.

Bajo las escaleras. Paso a paso bajo. Llevo tacones de aguja y camisa de mangas largas.

Debajo de la tela siento arder la cicatriz del hierro caliente. Desde la calle el edificio luce hermoso. Una joya de la arquitectura de la luz. Ahora este edificio nunca más será mi lugar de trabajo. Me pregunto qué sucederá ahora. Qué será de mí. De mi familia. Soy la única entrada de dinero fija. El eje. Cómo pudo pasar esto. Yo quería explicarle al jefe. Yo hice promesas. Yo juré. Pero el jefe ya había dictado la sentencia. De nada valieron mis súplicas. Palabras y palabras que se amontonaron en el suelo de la oficina del jefe. Ahora no dependía de mí. Nada de lo que hiciera o dijera cambiaría algo. Hay catorce mil ingenieros en informática optando por la vacante que acabo de dejar. El jefe lo dijo. Peor malo conocido que malo por conocer. No quiero volver a verte cerca. Llamaré a la policía si regresas.

El edificio donde ya no trabajo se ha vuelto de golpe más hermoso. Su belleza me duele en los ojos. Es por eso que lloro. Por la belleza.

No por el trabajo perdido. No. No estoy llorando. Es solo la luz. Es la vista cansada. O una basurita que iba flotando en el aire. Como todos saben, una partícula que se desplaza, buscará siempre el ojo más próximo. No estoy llorando. No estoy desesperada. No puedo darme el lujo de salir de mis cabales. Estas lágrimas no son lágrimas. Es líquido que se me ha acumulado en la cabeza. Y se me sale por los ojos. Por algún lugar tenía que salir. No estoy llorando. No. Yo solo. No lo sé. Yo. Tengo deseos de romper algo bello. El mundo gira a mi alrededor. Estoy mareada. Creo que voy a vomitar. Me viene una arqueada. Luego otra. De mi boca sale un enjambre de insectos. Vuelan los insectos hacia la luz. Se pierden en el aire de la ciudad. Vomito una vez. Y otra vez. Y otra más.

Los insectos zumban dentro y fuera de mi cabeza. Los insectos se van y me dejan aquí.

Camino hasta uno de los bancos del parque. Duro y frío. De mármol. El barrendero se acerca. No puede estar aquí, me dice. Sus ojos hacen pip como un lector de códigos de barras. Quisiera decirle que puedo hacer lo que me plazca. Es este un lugar público. Con palabras groseras quisiera decirlo. Y lo digo. Y me escucho. Y reconozco en mi voz el sonido inconfundible de una mujer-insecto. En mi brazo se retuerce la cicatriz del hierro caliente. Entonces me muerdo los labios. Me levanto del banco. Escapo. Como si escapar fuera posible.

Llego a la parada. Podría esperar unas horas por el ómnibus. Llegar a la periferia. Entrar a mi apartamento de estalactitas y estalagmitas. Dejarme caer en el sofá de la sala. Como una perdedora dejarme caer.

Y quejarme de mi suerte. Pero no soy una mujer que se siente a quejarse de su suerte. Soy una ingeniera en informática. La ingeniería me arrastra al pragmatismo. A la racionalidad. La racionalidad es una muchacha de saya gris y cabello recogido. La racionalidad me habla. Basta ya, dice. Lo primero es la imagen, dice. Deja de llorar, dice. La ciudad de la luz no está hecha para una mujer que llora. La ciudad de la luz agarra por las piernas a las mujeres que lloran. Como si fueran bastones de caramelos las agarra. Las muerde. Las quiebra. Las mastica. Las engulle. Sécate esas lágrimas, me dice la racionalidad. Arréglate el cabello, dice. Maquíllate los labios con un lápiz magenta. No importa si estás triste. Nadie te mira a los ojos si llevas unos labios así. Levanta la barbilla, me dice la racionalidad. Imagina que en el bolso llevas una Colt calibre 45. Lo dice y se ríe. Sabe que nunca he disparado un arma. Yo también me río de mi estúpida racionalidad.

Necesito un nuevo trabajo. Camino por la ciudad dispuesta a encontrar algo. Con mi sueldo de once días voy de un lado al otro. Voy al ministerio del trabajo. Me atiende una empleada gorda. Tan gorda. Una masa compacta de pliegues. Es difícil entender dónde termina su cuerpo. La señora me atiende desde el otro lado de una ventanilla de cristal. Habla lento. Tiene el tono de una mujer ocre. Tiene dos lenguas de veneno ocre. Pero las lenguas son tan gruesas que los conductos de veneno están atrofiados. El veneno ocre le fluye hacia dentro. El veneno no la mata, pero la debilita. La hace lenta y desagradable.

Mi voz le molesta desde el otro lado de la ventanilla. Mi presencia le molesta. Le recuerda que otras mujeres ocres pueden escupir su veneno a dos metros de distancia. La señora me odia. Me fulmina con su mirada ocre y lenta. Quiere matarme la mujer ocre. Pero no puede. Es esta una señora hecha de todas las tonalidades de la frustración. Y de la rabia.

Si no estuviera la ventanilla de cristal se arrojaba sobre mi cuello. Me estrangulaba con sus manos ocres. Me arrancaba la piel. Eso, tal vez, la haría sentir mejor. Por suerte está la ventanilla. La señora gruesa y ocre desliza un formulario por debajo del cristal. Debo llenar el formulario. Hojas y hojas de papel. Informaciones redundantes. Una y otra vez hay que poner el nombre. La dirección. El número de identidad. Una y otra vez el currículo. El teléfono. El nombre de los padres. Pregunto cuál es la utilidad de los nombres de los padres. Pero la mujer gruesa y ocre no soporta que le hagan preguntas. No me hagas perder el tiempo, dice. Muy despacio lo dice y pone las manos sobre el cristal.

Cuando le entrego las planillas, la mujer ocre no dice una palabra. Distraída hojea el papel. Me llamarán, pregunto. La mujer ocre se ríe. Sus dientes son ocres y filosos. Sabes cuántos ingenieros en informática hay en la ciudad, pregunta.

Catorce mil, digo mientras camino hacia la puerta. No tengo deseos de ver la expresión de su cara luego de escuchar mi respuesta a su pregunta retórica.

Camino por las calles. De un lado a otro voy. Aún sin creerlo. Quisiera estar soñando. Abrir los ojos y despertar. Preparar el café de las mañanas. Bajar las escaleras con prisa. Llegar al ómnibus. Y luego al trabajo. Quisiera despertar. Es todo tan absurdo. Voy de un lugar a otro y no encuentro un trabajo para mí. No quedan trabajos para ingenieros en informática. Al menos no en la ciudad de la luz. En otra parte quizás. Aquí no. No hay plazas de programadores. Analistas. Diseñadores. Arquitectos. Probadores. Nada, no hay nada. Ni siquiera hay plazas de secretarios. Cocineros. Auxiliares de limpieza.

Choferes de ómnibus. Todas las vacantes fueron ocupadas por trabajadores del paro. Incluso por ingenieros en informática.

Paso todo el día caminando de un lugar a otro. Entro en oficinas y ministerios. No consigo nada. Ni siquiera una esperanza. Es como si caminara en sueños. Las piernas pesadas. La calle interminable. Los pasos demasiado cortos. Es una cámara lenta. No alcanza mi día para llegar al final de la historia. Habrá que volver mañana. Seguir intentándolo. A pesar de que catorce mil sea un hermoso número para las estadísticas.

Se está haciendo de noche. Voy hasta la parada. El ómnibus llegará en breve. La gente comienza a acumularse. Hay un chico vestido con uniforme de colegio público. El chico hace chistes verdes. Me entretengo mirando al chico. Tiene una vis cómica. Los chistes son terribles. Él no, a pesar de la marca del hierro caliente en su brazo izquierdo.

Tengo deseos de pedirle que nunca se haga ingeniero. La ingeniería está sobrevalorada.

El ómnibus llega. La gente se amontona en la puerta. Somos una masa casi compacta que puja para entrar. Estoy en las afueras de la masa. Casi en las afueras, quiero decir. Siento el impacto. El tirón. Alguien me arranca el bolso de las manos. Alguien desde afuera me lo arrebata. Se da a la fuga. Quiero zafarme de la masa. Ir tras quien sea que ahora corre por la calle llevándose mi bolso. Mi único bolso. Mis once días de liquidación. Mis documentos de identidad. Grito. Desde el interior de la masa compacta grito. Pero mi grito se confunde con el de la gente que intenta subir. Y con el de la gente que es aplastada por otros que abordan. Y la masa se mueve. La masa me arrastra. Estoy dentro del ómnibus. El ladrón se ha perdido de vista. Justo ahora que nada podía ir peor.

Dentro del ómnibus la masa sigue siendo compacta. Puedo sentir contra mi cuerpo partes que no me pertenecen. Codos. Cabellos. Genitales. Rodillas. Axilas. Todos contra mi cuerpo. Al fondo del ómnibus está el chico y sus chistes verdes. Y la gente se ríe. Y yo también quiero reírme. Y no lo consigo. Pienso en mi bolso. En todas las cosas que he perdido hoy. Este ha sido un día extraño. Ni siquiera en sueños las cosas suelen ir tan mal. Solo tengo deseos de llegar a casa. Darme un baño caliente. Mi marido esta noche está de guardia. Pero regresará mañana temprano. Lo extraño tanto. Mi casa. Ya estoy llegando. Entonces recuerdo que he perdido las llaves.

Saco mi teléfono del bolsillo. Llamo a Denise. Necesito que me esperes, digo. He perdido la llave del apartamento. Ya estoy llegando.

Son solo unos minutos. Eso dije. Como si pudiera predecir el tiempo, lo dije.

No supuse el olor a quemado. El ruido del motor. El humo. La avería. Todo repitiéndose, como esta mañana. Cómo es posible. Cómo este ómnibus puede romperse dos veces en un mismo día.

El conductor nos manda a bajar. Este, el peor día de todos. Qué rabia. La rabia dando vueltas dentro de mi boca. Tengo deseos de gritar. Voy a gritar. Grito. La gente ni siquiera me mira. No soy la única que zumba como una mujer-insecto. Supongo que es normal. Las circunstancias sacan lo peor de mí. Y de ellos. También saca lo peor del chofer.

El chofer lleva más de una hora tratando de solucionar el problema. Ya lo ha intentado todo. Al menos todo lo que está en sus manos. Es inútil.

Lo sabe. Por eso patea uno de los neumáticos. Maldice en voz alta. En casa, Denise tendrá que esperarme un poco más. Una hora más. O dos. No estoy segura. Me siento cansada. Todos estamos cansados. Por eso vamos en cámara lenta. Somos un enjambre que avanza despacio hacia la noche.