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Porcelana fina

Llamo desde la verja. Nadie responde. Entro al jardín. Suena la campanita metálica. Tengo miedo a que los perros aparezcan. Los perros no llegan. Avanzo. Llamo a la puerta. Escucho unos pasos acercarse. Quién es, pregunta una voz de mujer. Hola, necesito hablar con Varmint, respondo. Aquí no vive nadie con ese nombre.

La puerta tiene una mirilla. Imagino que alguien me está viendo desde el otro lado. Saco mi teléfono. Muestro la foto que tomé de Varmint mirando a la cámara.

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La puerta se abre. Veo a la madre de Varmint. O quien creo que podría ser la madre de Varmint. La señora me quita el teléfono de las manos. Mira la foto con detenimiento. Yo la miro a ella. Tiene esa edad imprecisa de algunas señoras que se cuidan mucho.

O de algunas jóvenes que se descuidan demasiado. Es imposible calcular la edad. Tiene manos muy delicadas la señora. No hay manchas de sol en sus manos. No hay arrugas demasiado profundas. Es delgada. Cuando joven tiene que haber sido hermosa.

Entro. La puerta se cierra. La señora enciende una lámpara. A pesar de la lámpara, la habitación está mal iluminada. Es sorprendente que en pleno mediodía haya tan poca luz. La señora me invita a sentar. Hay dos sillones y un sofá de mimbre. Una mesa en el centro de la habitación. Algunos jarrones de vidrio con ramos de lechugas. Las cortinas combinan con las lechugas, al igual que los cojines.

Eres la novia de mi hijo, pregunta mientras me mira con simpatía. No, solo soy una antigua compañera de trabajo, respondo. Ella sonríe como si no creyera. Necesito hablar con él, agrego. En este momento no se encuentra, salió. Tardará mucho, pregunto.

Espero que no, querida, si quieres, puedes esperarlo. Chequeo la hora. Puedo esperar un poco más. Quedan cuarenta y tres minutos de mi hora de almuerzo.

La madre de Varmint no deja de mirarme y sonreír. Hace años que no traía ninguna mujer a la casa, dice. Debes ser una muchacha muy especial. Vuelvo a explicarle que no somos pareja. Se escucha el ruido de una tetera. El ruido me interrumpe. Disculpas pide la madre. Se va de la sala. Me deja sola. Tarda unos minutos. Regresa. Trae una bandeja con tazas de té. Tazas muy finas. Decoradas. A mano quizás. Hay pájaros en el decorado, pájaros azules posados en ramas florecidas. Las flores parecen rosas. El aire de la habitación se llena del aroma de las rosas. Dentro de las tazas hay pétalos.

La madre sostiene las tazas. Extendido el meñique.

Impresionantes las tazas. Elogio la vajilla. La señora asiente. Agradece. Solo la usa en ocasiones especiales. No todos los días me visita la novia de mi hijo, dice. Señora, yo solo soy una antigua compañera de trabajo, respondo. Pero la señora no me escucha. Ha comenzado a contar la historia de cómo adquirió la vajilla.

«Verás, querida, yo nací en un circo ambulante. Mi madre fue la domadora. Mi padre el elefante del circo. Mi madre hacía sonar el látigo, zaz, y mi padre, temeroso, se paraba en dos pies. Mi madre volvía a sonar el látigo. Mi padre enarbolaba la trompa y sonaba. Un sonido melodioso. No es porque sea mi padre, pero debo decirlo, siempre tuvo gran talento para la música y buena presencia en el escenario. Tres metros y ciento veinte kilogramos de talento.

Yo nací para caminar por la cuerda floja. Nunca me caí. Mis huesos están invictos. Nunca me lastimé las rodillas. El público aplaudía. Me encantaba caminar en la cuerda. La vida no tenía más sentido que avanzar de un lado al otro, entre el aire, el riesgo y los aplausos. Nos íbamos de pueblo en pueblo. Todo parecía estar bien. Hasta que apareció un emperador de la Dinastía Dior que clavó sus ojos en mis piernas e hizo que por primera vez la cuerda se balanceara.

Luego nació Christian, tu novio, que nunca tuvo talento para el circo. Fue entonces cuando decidí encontrar una casa, un jardín, unos perros…»

Esta es la historia, qué te parece, querida, pregunta la señora. Caigo en la cuenta de que nunca mencionó las tazas. Mucho menos cómo adquirió las tazas. Y los perros, pregunto recordando a Varmint y sus dos perros eufóricos. Se murieron de tristeza, responde la señora.

Chequeo la hora. Estoy marcada por todas las tonalidades de la prisa. Me limito a decir que es una historia conmovedora. Ella sonríe, habla consigo misma. Esta nuera ya me está cayendo bien. Solo soy una antigua compañera de trabajo, digo. Ella retira las tazas. Le pregunto una vez más cuándo llegará su hijo. Espero que regrese pronto, es su respuesta. Quiero saber si puedo llamarlo a algún teléfono. La madre de Varmint me lleva hasta un teléfono antiguo, tan antiguo que cuesta creer que de verdad funcione. Acerco el auricular. Hay un tono al final de la línea. La señora marca los dígitos.

«Mamá, escucha. No salgas de la casa. No abras la puerta a nadie. Luego te explico. Si no tienes noticias mías esta tarde, activa Little Boy. Ya sabes cómo hacerlo. Los de seguridad vienen por mí. Cuento contigo, mamá. Si todo sale bien regreso pronto. Un beso».

Lo escuchaste, pregunta. Regresa pronto. Dice que regresa pronto. Espérelo, no debe tardar. Hacen una pareja tan bonita.

No puede ser. No entiendo nada. O no quiero entender. Mi primer impulso es salir corriendo de esta casa. Desaparecer de la casa. Borrar todos los videos que grabaron mi recorrido hasta acá. Me llevo la mano a la frente. Estoy a punto de estallar. Qué es esto. Qué hago aquí. Dónde me he metido. La madre de Varmint me mira con simpatía. Sonríe. Será que de verdad no se da cuenta. Usted ya activó lo que su hijo le pidió. Ella sonríe. Responde que no.

Esos teléfonos nuevos son muy complicados, dice y se ríe. Eso no hay quien lo entienda, dice. Christian me los ha tratado de explicar cerca de mil veces, pero yo no acabo de entenderlo. La señora argumenta que, por otra parte, él dijo que los activara si no recibía noticias suyas antes de la noche. Yo hablo con él todo el tiempo. Será que de verdad no entiende que está reproduciendo un mensaje en el contestador automático. Pobre señora. Cómo puede ser tan cariñosa. Cómo puede alguien abrirle la puerta a un desconocido. Sentarlo en sus sillones de mimbre. Sacarle la vajilla de porcelana.

Le pido que me deje pasar al cuarto de su hijo. La señora sonríe con picardía. Me deja entrar. Busco. Es un cuarto perfectamente ordenado. No hay pantallas. No hay computadoras. No hay ni siquiera un cable. Todo lo que hay son cañas de pescar. Busco. Nada encuentro.

Qué recuerda sobre Little Boy, pregunto a la madre de Varmint.

No mucho. Había que escribir una clave. Qué clave. No lo sé. La tengo anotada en alguna parte. La señora vuelve a la cocina. Las tazas están en el fregadero. Toma una taza en la mano. La voltea. Esta, dice la señora. Al fondo de la taza puede leerse. Made in China y un código de barras. Es esta la clave. Sí, dice la señora, es esta, la frase y los numeritos. Saco mi teléfono. Hago una fotografía del fondo de la taza.

Chequeo la hora. Me he quedado sin tiempo. Debo regresar al trabajo de inmediato. La señora me da un beso de despedida. Prometo regresar pronto. Ella sonríe. Me lleva hasta la puerta. Vuelve a besarme. Hacen una linda pareja, dice, y se queda mirándome enternecida. Luego agrega, otro día voy a enseñarte las fotos de Christian cuando era pequeño. Era el niño más hermoso del mundo. Ya lo verás.

Me voy por donde mismo llegué. Imagino que sea el camino más corto. Si apresuro el paso tal vez llegue temprano. Camino largas cuadras. Los zapatos de tacón hacen que el trayecto sea más difícil.

Estoy sofocada. Ya es tarde, unos minutos tarde. La piel ha transpirado. En la cartera tengo una botella con agua. Ya casi llego a la entrada de mi trabajo. Ya estoy frente a la entrada de mi trabajo. Hay una cámara frente a la entrada. El portero, como siempre, está al final de las escaleras. Antes de subir las escaleras miro directamente a la cámara.